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ArribaAbajo En la frontera

V. di Napoli Vita


Yo conocía apenas de vista a Florencio Sánchez; me era simpático su aspecto de niño grande, con el pelo a ala de cuervo caído sobre la frente y el rostro lampiño, tipo medio de bohemio y medio de anarquista; sabía que ya había dado muestras de su tendencia a escribir para el teatro -Canillita, Los Curdas, y no recuerdo que más-, cuando en la Comedia, representado por la compañía de Gerónimo Podestá, obtuvo M'hijo el dotor un suceso grande, espontáneo, que fue una revelación. Fui a escuchar la vigésima o trigésima representación, acompañado de Antoine, que se hallaba entonces con su compañía francesa en nuestro Odeón, y del empresario señor Faustino da Rosa, y los tres a una sentenciamos: quien ha escrito esta comedia tiene nervio de verdadero autor dramático. Y Antoine además añadió: es un trabajo que parece escrito para mi teatro, con una sinceridad de intenciones y una simplicidad de medios admirables; casi siento ganas de representar su traducción en París. ¿Qué juez más competente podía encontrar Sánchez?

En efecto creo que Antoine pidió realmente la obra al autor: llevose consigo una copia, pero luego -como todos los actores- vuelto a atravesar el Océano, se olvidó de ella.

Había pasado algún mes desde aquella noche, cuando una tarde vinieron a visitarme en mi cuarto de trabajo en La Patria degli Italiani el actor Antonio Bolognesi y Ema Pirovano, que habían resuelto formar una compañía dramática   —66→   italiana para iniciar aquella tournée que los ha conducido, después de innumerables aventuras, en las menos exploradas regiones del Brasil.

Nosotros queremos incluir en nuestro repertorio, me dijo, con su inefable sonrisa algo maliciosa la Pirovano, alguna obra de un autor local; pero para ello necesitamos la ayuda y el consejo del amigo Napoli Vita.

-Pongan ustedes en escena M'hijo el dotor -dije yo.

-¿Pero nos hace usted la traducción?...

...De este modo resolvimos ver a Sánchez, y bebiendo, juntos unos cuantos chops, arreglamos el asunto. Un mes después en el Teatro Argentino, donde Bolognesi y la Pirovano habían establecido sus reales, M'hijo el dotor representado en italiano, y bien, obtenía otro éxito más, franco y significativo.

Desde aquella época, en la que tuve frecuentes ocasiones de hablar con Sánchez de cosas de arte y de teatro, yo seguí su evolución como autor con interés y cariño, convenciéndome siempre más -robustecido también mi parecer por Ermete Zacconi, Ermete Novelli y Ferruccio Garavaglia, a quienes había hecho leer Mio figlio il dottore- que algún día él lograría hacerse apreciar en el vasto campo del teatro universal.

También los escritores más libres y personales son a menudo los resultados de influencias contradictorias de escritores que los han precedido. En la obra de Florencio Sánchez la influencia extraña se fue desarrollando después de la venida de Zacconi a Buenos Aires, y no sólo el repertorio, mejor del sumo actor italiano, sino también su modo de sentir, de vivir, de dar el personaje dejaron una huella saludable en el espíritu del joven escritor. Atestiguan especialmente esta convicción mía los protagonistas de Barranca abajo y Los muertos, que marcaron pasos decisivos, firmes, seguros, de Sánchez, en la ascensión a aquella frontera más allá de la cual se encuentra el Arte con el lauro que consagra en la mano, sino la celebridad, la universal notoriedad.

Otras influencias menores, de ambiente y de estudios -el   —67→   teatro de Roberto Bracco llevó la más reciente contribución -se unieron a aquella a que me he referido para formar la figura literaria de Sánchez. Y vimos sus reflejos aun en obras escritas apresuradamente para satisfacer con frecuencia apurados pedidos de las multiplicadas compañías nacionales, tomando el escritor el aspecto del educador, del propagandista humanitario, trabajando talvez sin advertirlo sobre una trama sentimental, siempre con la aguja cáustica de una sátira no alegre, despertadora de una pensativa melancolía. En el fondo Sánchez es un pesimista singularmente dotado de una segura visión objetiva, destinado a realizar en América -y el campo del teatro es el verdaderamente apropiado- una saludable obra de sátira contemporánea.

Desde el principio, de las personas que quería reflejar, el escritor uruguayo conocía los defectos y los vicios como las cualidades del corazón, habiendo compartido con ellas la casuística de sus sentimientos, no ignorando sus sofismas, no temiendo descubrir el secreto de las caretas con que cubren sus rostros. Quien haya recientemente asistido a alguna representación de la dramática comedia Nuestros hijos, me dará la razón.

Sánchez con sus obras no perfora pacientemente los pies de las estatuas de la ignorancia, de la pereza, del prejuicio, para hacerlas caer poco a poco, pedazo a pedazo: con un valor que no se adivinaría en su físico dulce, él empuña como un antiguo guerrero en su armadura su férrea maza y trata de demoler esas estatuas de un solo golpe.

Con sus últimas obras Sánchez dejando de reflejar el ambiente campesino, demasiado local, que daba a su teatro un carácter del todo semejante al de las obras dialectales del viejo mundo latino, ha levantado la expresión de los tipos y de las costumbres regionales a la dignidad de tipo general: el arte rústico, con el drama Los derechos de la salud se ha vuelto arte nacional, orgullo de una base de teatro sudamericano, del que el autor bien puede, cual representante, presentarse en la frontera, alta la frente, yendo a reclamar el lauro que le espera.

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Ya afirmé -y con segura conciencia- en la apresurada crónica que escribí en La Patria degli Italiani después de la primera representación de Los derechos de la salud, que esta obra hubieran podido firmarla los más estimados autores del viejo mundo, y ahora no me desdigo, participando con estas mis palabras del homenaje que la revista Nosotros tributa a Florencio Sánchez.

Los derechos de la salud darán a Sánchez paso libre a la frontera. Descubrámonos, ¡y agitemos en señal de aplauso estimulante nuestro sombrero, saludándolo mientras él se encamina por el amplio sendero que conduce al Templo!