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ArribaAbajo Letras argentinas

Roberto F. Giusti



El país de la selva por Ricardo Rojas

Hasta la saciedad se ha escrito sobre la conveniencia que existe para todo país, de que, palmo a palmo, región por región, vayan sus hijos conquistándolo para las letras. Al nuestro, desde tal punto de vista, le ha cabido buena suerte. Aceptado es ya y general que Echeverría conquistó la Pampa. Cierto es que la Pampa de nuestro inmortal romántico, como observaba acertadamente hace ya algunos años un crítico, «no es tan pampa como yo quisiera» ; pero no son los más quienes creen lo mismo, por lo que, en tren de concesiones, quiero admitir la mencionada conquista. Obligado y Leguizamón -en verso y prosa, respectivamente- han clavado sus estandartes victoriosos en esa riente tierra de Entre Ríos cuyo Paraná se ha vuelto el río proverbial del poeta de El hogar paterno. González ha unido para siempre su nombre a sus montañas, con aquella clásica obra de una arquitectura maciza como la de esas mismas montañas. Por allá Lugones se ha apoderado con La guerra gaucha de las mesetas salteñas y jujeñas, convirtiéndolas en materia de arte en su prosa ruda, abrupta, que bien condice con la épica lucha que «canta»; y Talero, en una emulación plausible, ha intentado últimamente dar carta de ciudadanía al Neuquén en la república de las letras...

Además, no nos olvidemos de Sarmiento.

Ahora un nuevo escritor ha aportado también su contribución a esta empresa gallarda de dar una expresión literaria   —151→   perdurable a cada rincón del suelo patrio. Es Ricardo Rojas, el ya conocido poeta de La victoria del hombre: lo que ha querido en su último libro, El país de la selva, es contarnos la vida de nuestros bosques mediterráneos.

La obra es audaz, pues empresas de índole semejante no admiten las victorias a medias; sin embargo, Rojas ha logrado realizar su propósito. Poeta vibrante, fogoso; hombre de estudio y de pensamiento; hijo de la tierra que describe, y -en una palabra-, artista, verdadero y sincero artista, condiciones sobrábanle para no escollar en la tarea.

El libro se desliza con el tono de una narración, casi siempre sencilla, llana, que nos pone en contacto directo con las cosas y los seres que el autor se propone pintar. Por este motivo repruebo el primer capítulo, en el que un cierto aparato épico -propio, comprendo, de la materia tratada- y algunas formas estilísticas lugonianas que el asunto involuntariamente sugiere, le hurtan al relato sencillez y naturalidad.

Esa simplicidad del libro es su condición más sólida, con tanta mayor razón, cuanto que, no es una fácil fluidez sino una espontaneidad brillante, vigorosa, derivada del tono, del lenguaje empleados, y de la honda comunión del artista con el tema que trata. Es así que las descripciones adquieren encanto en su sinceridad sin aliño, y que todos los pequeños detalles en el libro anotados se vuelven poéticos, pues sabido es que no hay cosa trivial para quien sabe considerarla con espíritu ingenuo, casi diría humilde, con amor.

Pero, además de estos elementos artísticos, otros hay en El país de la selva de índole distinta y de mérito no menor, cuales son esas reflexiones sesudas, esas serias consideraciones que va Rojas derramando en cada página. Atinadísima encuentro así la analogía que señala entre los cantos, danzas y fiestas del país de la selva y los similares de los albores de Grecia; entre los bailes del bosque y los añejos cultos dionisíacos que originaron la tragedia.

El lenguaje que Rojas emplea no es desmirriado ni pobre: tiene nervio y es rico, jugoso, como era de esperar de quien ama darles a sus altas cualidades de artista el sólido substrato   —152→   de una ilustración literaria severa. Ello me hace lamentar con mayor razón que incurra en el vicio, ya muy generalizado, aunque no menos censurable, de substituir con enojosa frecuencia el pretérito perfecto de indicativo por cualquiera de las dos primeras voces del pretérito imperfecto de subjuntivo. La forma no es nueva y la abonan en la literatura española numerosos pasajes; pero, aun admitiendo su empleo moderado, singularmente en substitución del pretérito pluscuamperfecto de indicativo (de lo que ya se encuentran ejemplos en la Gesta de Mio Cid), no es excusable el abuso en que comienzan a incurrir algunos de nuestros mejores escritores, empleándola en su valor condicional en giros que requerirían toda otra cosa. De este paso muchos literatos van a suprimir en su léxico, voluntaria y completamente, el pretérito de indicativo. Comprendo que alguien podrá ver en estas observaciones un desdichado valbuenismo; mas paréceme que, so pretexto de no caer en la pedantería gramatical, no es del caso pasar por alto cuestiones de vital importancia para el idioma. He preferido, sin embargo, presentar desnudas estas apuntaciones sin apoyarlas en ejemplos demostrativos, bien que indigestos. Con sólo abrir el libro se los hallará en abundancia.

Los paisajes, los tipos, los usos, el folclore, todo lo que da a una región su fisonomía peculiar se halla en El país de la selva. Es una obra robusta y lozana, que no ha de morir porque la atan múltiples lazos al terruño de cuyos jugos se ha nutrido. Santiago del Estero tiene, pues, desde ahora, también su libro como La Rioja, y, precisamente, ha sido al calor de Mis montañas que se ha formado El país de la selva, de la misma filiación y con idéntica tendencia.

Concretando en una imagen una impresión puramente personal, hallo una rara relación entre esta obra y el aspecto físico de su autor: admiro en ella toda esa arrogante fiereza, esa noble austeridad que respira la cabeza del poeta, coronada por la melena bravía. Diríase que él ha comunicado a la obra su vitalidad juvenil.



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Museo Histórico Nacional: El clero argentino desde 1810 a 1830

El señor Adolfo P. Carranza, director del Museo Histórico Nacional, ha compilado en dos tomos nutridos las oraciones patrióticas pronunciadas por el clero argentino desde 1810 a 1830. La obra, inteligentemente prologada por el señor Guillermo Achával, es útil y loable, como todas las que se proponen reunir los materiales dispersos de nuestra historia: no así la forma en que ha sido realizada.

Tratándose de una publicación hecha por el Museo Histórico y de una obra que encierra toda una faz del pensamiento y la acción del primer período de la historia patria, razonable es exigirle al señor Carranza una edición menos defectuosa de la que ha dado a luz.

La corrección de las pruebas ha sido deficiente, notándose también falta de cuidado en la transcripción de los manuscritos. La puntuación y la acentuación son con frecuencia defectuosas, no excusándolas el hecho de que lo sean en los originales, pues incumbía la corrección a la crítica sagaz y prudente del compilador. ¿Cuándo aprenderemos a tomar en serio estas cosas? ¡Por Dios, que no se trata de manuscritos de los clásicos, sino de modestas páginas, muy inteligibles, sin contar conque ya algunas de esas oraciones habían sido impresas! Y a este propósito, ¿por qué no indicar mediante unas sencillísimas notas, dónde y cuándo lo habían sido?

No hablo del abundante latín de esos buenos padres, porque no hay por donde agarrarlo. Si le damos crédito al señor Carranza, ese latín tiene grandes analogías con el guaraní, tan adulteradas andan las palabras. Y la disculpa de que en el Museo Histórico nadie sabe latín no es suficiente. ¿Abandonaremos con criminal indiferencia nuestro orgullo de pueblo culto?

Pero no he de magnificar estas que podrán parecer minucias, que en esta tierra todo lo parece. En cuanto a transcripciones demostrativas de lo afirmado, no caben, pues fuera el caso de llenar las páginas de esta revista. Me hallo sin embargo dispuesto a puntualizar en cualquier momento más   —154→   extensamente los reparos anotados. Aplaudamos por consiguiente la buena intención que ha guiado al señor Carranza, y hagamos votos porque aprendamos de una vez a ser serios, verdaderamente serios en estas cuestiones, aún en el detalle. Ello se obtendría fácilmente mediante una severa fiscalización de la labor subalterna por aquellos que han asumido su dirección.

Quiero terminar transcribiendo el párrafo final de la introducción del señor Carranza, modelo de buen gusto literario que puede ilustrar sobre la perfección de la obra entera. «Complemento mi trabajo -dice- con las monografías (sic) de sus autores (?), que el señor Pedro I. Caraffa tenía escritas y galantemente (!) me las ha ofrecido» . ¡Cuánta bondad!




Por los caminos del mundo por Guido A. Cartey

Es un ramillete de poesías, frescas y humildes. Su autor, el señor Cartey, tiene un alma ingenua y sentimental. Al leer sus versos sencillos, generalmente melancólicos, se cree sin dificultad en lo que él nos dice en el prólogo:


Estas pálidas flores, ignoto, han germinado
en lóbrego terreno con lágrimas bañado,
donde la noche obscura y siniestra reinaba.
Oh soñador, la mano que las juntó temblaba.



Aunque en su poesía predomina el elemento subjetivo, no faltan en el libro composiciones descriptivas, entre las que señalo como de las más eficazmente ese bonito soneto La moza de cántaro.

Tal es la musa del señor Cartey, sincera, sin complicaciones, sin audacias de forma de ningún género. Él ya ha encontrado su camino: recorriéndolo sin desfallecimientos, con el propósito firme de alcanzar una perfección formal siempre mayor, puede darnos libros de mérito no escaso, de los que el presente folleto no sería sino un prometedor anticipo.