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ArribaAbajo El amoralismo subjetivo1

Coriolano Alberini


Al doctor Rodolfo Rivarola

En la historia del pensamiento filosófico no se producen soluciones de continuidad.

Sería muy fácil demostrar que muchas concepciones, aun las de aire más peregrino, verbigracia, el amoralismo, no son, por cierto, novedades que nos legara el siglo pasado. Para probarlo, tratándose del amoralismo, no hay más que recurrir a la filosofía presocrática, que ya presenta las especulaciones de los sofistas, esencialmente amorales.

La psicología ética de los filósofos sofistas conducía directamente a la negación de la moral social, a justificar la anarquía de la conducta individual, degenerando por consiguiente, en el más repugnante utilitarismo egotista que pudiera jamás concebirse, pues, por grande que fuere el escepticismo profesado, los sofistas no hubieran llevado seguramente a la dialéctica demoledora hasta aniquilar la voluntad de vivir. «¡Nada es verdad, todo es permitido!» -hubieran podido exclamar con Zaratustra.

Tenemos, pues, derecho para considerarles cual precursores del amoralismo contemporáneo; y, tal vez, como algo más que simples precursores, puesto que los elementos fundamentales de éste ya figuran en la concepción sofística.

El mismo culto del mal y la apoteosis del hombre malo, aunque no con fines vitales, tal como los concibiera Nietzsche, no pasan de ser antiguallas. El fetiquismo del mal fue   —120→   una forma de culto profesada por los que constituyeron la secta hiscariotista, cuyo principal objeto era el de rendir pleito homenaje a los hombres que mayor mal infligieron a la Humanidad.

La maldad natural del hombre, que Nietzsche se esfuerza en demostrar, era un lugar común hasta para el mismo Jesucristo. - «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno es bueno, sino sólo Dios». Estas palabras se leen en el Evangelio de San Marcos, puestas en boca de Jesús.

Pero donde las tendencias amoralistas adquieren pretendida justificación y carácter sistemático es en manos de algunos metafísicos alemanes, representantes de la tendencia romántica anticristiana.

Entre ellos, ninguno más célebre que Max Stirner, autor de El Único y su Propiedad, sistema filosófico burlesco y monumento de charlatanismo, como le ha llamado Max Nordau. Max Stirner es el teorizador más célebre del individualismo amoralista.

La generalidad de los exégetas de Nietzsche, que superabundan, se inclinan a creer que éste no tuvo noticias de la obra de Max Stirner, sin dejar por ello de encontrar gran afinidad entre ambos pensadores.

Por mi parte, me inclino a no ver en ello más que una afinidad no muy evidente; por lo menos, aunque no podemos negarla, no tenemos derecho a llamar a Nietzsche discípulo de Max Stirner. Sólo en la parte negativa de la obra de ambos pensadores es posible hallar algunos elementos comunes; pero podemos tener la seguridad de que la concepción del super-hombre hubiera hecho morir de risa al autor de El Único y su Propiedad.

La ética super-individualista de la metafísica alemana tiene una significación histórica que debemos considerar para inferir que los filósofos, aun los más geniales, no consiguen desvincularse de las sugestiones del ambiente intelectual en que se ha desarrollado su espíritu.

Ello es evidente si se estudian las condiciones políticas y sociales de la época que precede a la Revolución Francesa.

Harto sabemos que se caracteriza esa época por una exagerada   —121→   intromisión del Estado en la vida privada, tan exagerada que su acción resultaba reguladora en demasía, rayana en inhibitoria. No se limitaba a reglamentar discretamente la conducta del individuo frente a la sociedad; iba más lejos aún: reglamentaba el íntimo pensar y sentir del individuo.

Esta hiperbólica inmixtión del poder social se justificaba en nombre de puras entidades abstractas, que Max Stirner, entre otros, se encargará de demoler, calificando de poseídos a los que las aceptaban como artículo de fe.

Por otra parte, la metafísica social de Rousseau había fomentado el espíritu individualista. La pobreza científica de los estudios sociales de aquella época explica el gran incremento conquistado por la fantástica teoría del contrato social, teoría que sostiene el individualismo originario del hombre, legítimo individualismo que el estado teocrático había aniquilado mediante la invocación de fantasmas metafísicos, como los llamará Max Stirner.

El mismo Kant, una de las tantas víctimas de aquellas ideologías, imaginará su teoría formal del derecho, en la que se establece una separación artificial entre las normas morales y las jurídicas, procurando, por tanto, limitar la jurisdicción del Estado.

Max Stirner, de cuyas verdaderas relaciones con Nietzsche nos ocuparemos al discutir el carácter metafísico e ingenuo del amoralismo, con su hábil dialéctica elevará al individualismo incipiente a la suprema potencia, de muy otra manera que Zaratustra. Por el momento, sólo cabe asegurar que entrambos están contestes en sostener que las entidades metafísicas, tales como Dios, el noúmeno, el imperativo categórico, la verdad, la ley, etc., no pasan de ser fantasmas de nuestra imaginación. Más adelante veremos que a esta lista de fantasmas será necesario agregar la Voluntad de Potencia y el Único. Por ahora conviene poner a Kant frente a Nietzsche, para evidenciar la tendencia anti-intelectualista de este último.

La obra de Nietzsche es la apoteosis de las tendencias orgánicas de la naturaleza humana, que según él, han sido envilecidas   —122→   por la moral, especialmente por la moral cristiana. Los instintos, causas esenciales de la impureza de los motivos de la voluntad, repudiados por Kant, serán glorificados por Zaratustra. ¿Quién de los dos ha estado más cerca de la verdad? Lo veremos estudiando la contribución de Kant al amoralismo contemporáneo. Esta tesis ha sido insinuada por Fouillée, tal vez incurriendo en una ligera exageración al determinar la influencia que pudo tener Kant en la formación del pensamiento filosófico de Nietzsche, exageración perfectamente disculpable si se tiene en cuenta que suele ser un sistema fecundo en conjeturas el de echarse a inquirir la genealogía de las ideas de un pensador.

Al decir de Fouillée, los dos corifeos del amoralismo contemporáneo, Max Stirner y Nietzsche, han llegado a la suprema negación de la moral en virtud de las hipérboles intelectualistas consignadas en la Crítica de la Razón Práctica. Se diría que ambos pensadores han encarado la conducta humana con el criterio de Kant, criterio que excluye la posibilidad de fundamentar la moral sobre lo empírico.

Es de la mayor importancia, dice Kant, no olvidar que sería absurdo querer derivar la realidad de este principio (se refiere al del deber) de la constitución particular de la naturaleza humana. En efecto, el deber debe ser una necesidad de obrar absolutamente práctica; debe, por lo tanto, tener el mismo valor para todos los seres racionales, (a quienes puede aplicarse en general un imperativo), y sólo bajo este título puede ser también una ley para toda voluntad humana. Todo lo que deriva, por el contrario, de las disposiciones particulares de la naturaleza humana, de ciertos sentimientos e inclinaciones, y aun, si es posible, de una dirección particular que sería propia de la razón humana, y que necesariamente no tendría el mismo valor para la voluntad de todo ser racional, bien puede suministrarnos una máxima, un principio subjetivo, según el cual tendríamos inclinación a obrar de un modo determinado, pero no un principio objetivo, según el cual seríamos compelidos a verificar cierta acción, aun cuando nuestras inclinaciones, afectos y disposiciones se opusieran. Tal es la sublimidad, la dignidad del mandato contenido en   —123→   el deber, que es tanto mayor cuanto menos auxilio encuentra en los móviles subjetivos, o halla en ellos más obstáculos, porque estos obstáculos no debilitan en nada la necesidad por la ley impuesta ni quita a su valor lo más mínimo2.



De manera, pues, que el instinto, al decir de Kant, sólo puede fundar la inmoralidad; jamás la moral. El acto será tanto más moral cuanto más despojado se halle de elemento emocional. Lo que él llama la pureza del motivo decide la moralidad del acto. Es inconcebible, para Kant, que una voluntad empíricamente condicionada pueda generar actos morales.

«Lo esencial en el valor de las acciones es que la ley moral determine inmediatamente a la voluntad. Si la determinación de la voluntad se produce, a decir verdad, conformemente a la ley moral, pero sólo por medio de un sentimiento, de cualquier especie que fuere, que debe ser supuesto para que éste sea un principio de determinación suficiente de la voluntad, por consiguiente si no se produce solamente en virtud de la ley, en la acción habrá legalidad, más no moralidad»3. Estas palabras de Kant colmarían de grima a Nietzsche; pero su irritación no conocería límites al leer en cierta parte de la Doctrina de la virtud que «la moralidad es el triunfo de la voluntad sobre la naturaleza» . ¡Con razón ha dicho Nietzsche que la moral es contra natura!

La autonomía de la voluntad es el principio supremo de la inmoralidad. -¡Palabras! -exclamaría Nietzsche-; Cualquiera que no tenga sangre de teólogo, que no sea un turiferario del nihilismo, un abogado de la nada, diría que no hay tal autonomía: ¡el instinto es el alma de la voluntad, y la dignidad de la voluntad está precisamente en el instinto que la mueve!

El moralismo de Kant, dice Fouillée, tiene por postulado y presuposición el amoralismo natural de la sensibilidad y de la voluntad, al cual él yuxtapone la ley de la razón pura   —124→   como totalmente diferente y constituyendo un mundo superior al de la experiencia. Los que, admitiendo esta antítesis absoluta, han repudiado el primer término, es decir, la ley moral subsistiendo por sí misma, debían llegar lógicamente a la negación de la moralidad4.



Para demostrar la influencia de Kant en la formación del sistema amoralista no tengo necesidad de hacer una exposición prolija del sistema ético consignado en la Crítica de la Razón Práctica y en el Fundamento de la Metafísica de las Costumbres. Me limitaré simplemente a poner de relieve la esencia y fundamento de la moral de Kant, la imposibilidad del imperativo categórico como exclusivo mandato de la razón, que se exterioriza con prescindencia absoluta de la sensibilidad, y, por último, me he de ocupar en especial manera de la Teología Moral, pues ésta, más que ninguna otra parte de la concepción de Kant, permite evidenciar su inconcuso carácter arbitrario y quimérico. Demostraremos, además, que tanto Kant como los cultores de la escuela amoralista se equivocan al afirmar que la constatación científica del egoísmo y del hedonismo psicológico conduce necesariamente al triunfo del amoralismo, ya sea en el terreno de la práctica como en el del ideal normativo.

«El concepto de la libertad, dice Kant, es la piedra del escándalo de todos los empíricos, pero también la clave de los principios prácticos más sublimes para los moralistas críticos, que comprenden por eso la necesidad de proceder racionalmente» . Y más adelante agrega: «Conocimiento racional y conocimiento a priori son idénticos» . Esto basta para demostrar que el concepto que de lo racional tenía Kant difería con mucho del que tuvieron los filósofos griegos. Notorio es que estos han creído que fundar la moral en la naturaleza equivalía a proceder racionalmente.

Fouillée, indicando los caracteres de la moral antigua, dice: «la moralidad antigua no es sobrenatural; consiste en   —125→   la conformidad con la verdadera naturaleza: es su primer carácter .

Obedecer a la naturaleza, para el hombre, es obedecer a la sociedad humana, dado que ello es también un producto de la naturaleza. Si el sabio alcanza alguna vez a desvincularse de la obediencia a la sociedad, ello se debe a que la sociedad donde él vive, no exprimiendo suficientemente la verdadera naturaleza, ofrece elementos antinaturales5.



De manera, pues, que los moralistas griegos, esos síntomas de decadencia helénica, al decir de Nietzsche, identificaron a la razón con la naturaleza. Pensaron en una moral normativa ideal, porque los ideales son las verdaderas realidades. Para ellos, vivir idealmente equivalía a vivir racionalmente, naturalmente. Para probar esta afirmación no hay más que recordar la ecuación socrática: razón=virtud=felicidad. Semejante intelectualismo indigna a Nietzsche, pues exclama: «la más extravagante de todas las ecuaciones y contraria en particular a todos los instintos de los antiguos helenos»6. Como se ve, invocando entrambos a la naturaleza, llegaban a conclusiones diametralmente opuestas. Los griegos la invocaban para inculcar la superioridad del bien objetivo sobre el subjetivo; Nietzsche, en cambio, fundamenta en la naturaleza el más hiperbólico subjetivismo ético.

Por su parte, Kant se cuidó bien de invocar, como los griegos, a la naturaleza para decantar la superioridad del bien objetivo. Sólo en las puras fuentes del apriorismo racional hallaremos el bien objetivo, virgen de todo elemento empírico.

La ética cristiana, centón de normas morales que existían con prioridad al cristianismo, pretendió hallar su justificación en la voluntad divina: trocó, salvo algunos detalles, en sobre natural a la moral griega, no sin darle antes un eminente cariz ascético. Kant, despojándola de su aparato supraterrestre, dará a la moral cristiana un carácter pretendidamente   —126→   formal. Era menester inculcar al cristianismo algunas gotas de metafísica tudesca: Kant se encargó de ello.

En todo lo que venimos diciendo hay tres hechos que merecen señalarse; primero: que los griegos acuden a la razón, intérprete de la naturaleza, para justificar a la sociedad y, por ende, a la moral. Nietzsche, en cambio, declarará antinaturales a las sociedades y, por tanto, a la moral social. Segundo: Kant, desdeñando a la naturaleza, funda sobre la razón el bien objetivo, mientras, según hemos visto, los griegos sustentaron el mismo principio por medio de la razón que penetra los secretos de la naturaleza. Y, por último, tanto en la moral griega como en la de Kant, la idea fundamental, la esencia es la sociabilidad, que los griegos justificaron por la naturaleza, los cristianos por Dios y Kant por la razón. Como se ve, hay un rasgo común y fundamental en las tres tendencias: el carácter objetivo de sus principios.

Bastaría, pues, con escogitar la esencia común de los tres sistemas éticos inventados para demostrar cuán verdadero es aquello de que en materia de moral no caben invenciones.

El pretendido racionalismo ético de Kant nos sugiere la idea de transcribir un profundo aforismo de uno de sus contrincantes, que, por cierto, cae pintiparado. «Todas las cosas que viven mucho, dice Nietzsche, se van empapando poco a poco de razón, de tal suerte, que parece inverosímil que tengan su origen en la sinrazón. ¿No cree el sentimiento ver una paradoja o una blasfemia cada vez que se le muestra la historia exacta de un origen? Un buen historiador, ¿no está continuamente en contradicción con el medio que le rodea?» 7.

Kant vio la esencia de su sistema en el imperativo categórico que, según él, tiene un valor objetivo, en tanto que los imperativos hipotéticos sólo tienen un valor subjetivo, no pudiendo ser, por lo tanto, legítimos generadores de moralidad.

El carácter objetivo de su moral lo revela la ley fundamental de la razón pura práctica, formulada prescindiendo en absoluto de las percepciones empíricas, puesto que se trataría   —127→   de un juicio sintético a priori. Efectivamente, la ley moral dice: «Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre ser erigida en ley universal» . ¿Por qué la máxima de la voluntad se ha de convertir en ley para que el acto tenga valor moral? ¿Por qué la ley ha de ser un juicio sintético a priori? Kant, en lo tocante a la primera pregunta, nada dijo categóricamente, pero es de presumir que ese criterio queda justificado por la necesidad de vivir en sociedad. Sólo ésta puede justificar la transformación de la máxima subjetiva en ley objetiva. Así se explica que este objetivismo ético haya provocado las violentas arremetidas de Zaratustra, puesto que su espíritu gregario constituye una rémora para el individualismo de los amoralistas.

Queda la otra pregunta: ¿La ley moral es realmente un juicio sintético a priori? ¿En la concepción de esa ley, el análisis psicológico no nos revelaría algún elemento proporcionado por la experiencia? Hay razones para afirmar, por lo que se deduce de lo anteriormente visto, que el pretendido formalismo ético de Kant está lleno, si vale la expresión, de máculas empíricas. Evidentemente, algún objeto debió proponerse al formular su ley moral; y el hecho de proponerse un objeto al formularla, acusaría filiación empírica. ¿O es que la ley moral se impone a la razón, como pretende Kant, con la evidencia y fatalidad de un axioma? Fuera aventurado afirmarlo; en primer término, porque no estamos seguros de que las verdades matemáticas no tengan un origen empírico; y, en segunda, porque el criterio de que nos valemos para erigir la máxima de la voluntad subjetiva en ley universal objetiva es un producto de la experiencia. Para probarlo, no hay sino ver los ejemplares que el mismo Kant alega para clarificar ante la mente del lector su teoría8. Podemos, pues, asegurar que el dilema es este: la ley moral es injustificable, o lo es bajo el solo punto de vista empírico. Claro está que discutir el pretendido carácter apriorístico de la ley moral no equivale a discutir su valor. Tal como la concibiera   —128→   Kant, semejante ley no se hallará exenta de vulnerabilidad; pero no por ello deja de ser una concepción genial.

Dada la índole de mi asunto, lo que me preocupa no sería precisamente el valor de la ley sino su realización en las condiciones requeridas insistentemente por Kant.

Ante todo, cabe preguntarse: ¿por qué un principio subjetivo no pudiera ser el resorte de la moralidad? ¿por qué se empeña Kant en prescindir de todo elemento sensible en el determinismo del acto moral? Y, lo que es más importante aún, ¿es posible la autonomía de la voluntad? Contestar con un no a estas preguntas equivaldría a negar la moralidad, a demostrar la esencial inmoralidad de la naturaleza humana. Pero no hay para qué desolarse. Sería muy fácil demostrar que el criterio de Kant es arbitrario. Se desvela por prescindir de toda condición afectiva en la obligación moral, pues ve en ella el pecado original que mancha los sistemas éticos imaginados por todos sus antecesores.

Conviene, en primer lugar, demostrar cómo una voluntad independiente de condiciones empíricas es inconcebible, y cómo, por otra parte, la libertad y la ley práctica no se implican recíprocamente.

La Crítica de la Razón Práctica y El fundamento de la metafísica de las costumbres constituyen dos de las tantas proezas del intelectualismo. De ahí su carácter autonómico y estéril.

Para que semejante moral trascienda del libro a la realidad es menester que se convierta en heteronómica, es decir, el imperativo categórico debe contar con la afectividad, con algo de empírico que mueva a la voluntad; pero si esta contara con resortes de índole empírica el acto sería inmoral, puesto que el valor moral de las acciones, repite Kant hasta el cansancio, depende de la pureza del motivo, entendiendo por tal cosa una idea huérfana de afectividad. Despojemos al imperativo categórico de toda tonalidad afectiva y quedará reducido a un glacial y descolorido elemento intelectual, exento de eficacia dinámica. Claro está que fuera superfluo poner de relieve el carácter calculador e intelectualista de la moral del imperativo categórico.

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En multitud de espíritus, el imperativo categórico existe y tiene influjo en la conducta, precisamente en virtud de la afectividad que le acompaña. ¡La eficacia del imperativo así entendido, se explica merced a las condiciones psicogénicas y a las sugestiones de un ambiente ético cristiano! Surge en la conciencia, no ya cual mandato de la razón, en forma autonómica, sino a manera de inclinación natural. Y precisamente el fin de la educación ética está en convertir el imperativo categórico en inclinación. A Kant se le ocurriría que semejante imperativo no pasa de ser hipotético, puesto que hay en la voluntad un principio subjetivo, la inclinación, importando por lo tanto, la negación del legítimo imperativo categórico. En realidad, diría Kant, más que moral, estamos haciendo antropología moral. La perfecta moralidad sólo la alcanzaremos cuando la voz del deber no coincida con la inclinación. Esta, cuando se realiza tal coincidencia, sólo nos lleva a la legalidad.

Preguntemos a Kant: ¿Es posible poder librarse de las inclinaciones para obedecer puramente a los mandatos de la razón? ¿El mismo deber no sería, acaso, una inclinación, y la conciencia de la libertad de la voluntad no pudiera ser un motivo? ¿El triunfo de la ley moral, en su más pura forma, excluye, por ventura, el determinismo psicológico?

Kant, a mi manera de ver, no ha clarificado mucho su concepto del deber. Es de presumir que a estas preguntas hubiera contestado: No me preocupa la posibilidad de ver realizada mi moral. Sólo sostengo que su base es la conciencia de la libertad de la voluntad. Se impone el imperativo categórico limpio de todo móvil impuro. Efectivamente: «Un observador de sangre fría, dice Kant, que no desee hacer el bien por sí mismo, puede, sin ser enemigo de la virtud, dudar en ciertos casos (sobre todo si la experiencia y la observación han ejercitado y fortificado su juicio por espacio de largos años) que exista realmente en el mundo una verdadera virtud, y siendo esto así, sólo una cosa puede salvar nuestras ideas del deber de una completa ruina y sustentar en el alma el respeto que debemos a esta ley, que es estar plenamente convencidos de que, aunque no hubiese habido nunca   —130→   una acción derivada de esta fuente pura, aquí no se trata de lo que tiene o no lugar, de lo que es o no es, sino de lo que debe ser o de lo que la razón ordena por sí misma y con independencia de las circunstancias; que la razón prescribe inflexiblemente acciones de aquellas a que al mundo no ha dado ningún ejemplo, y cuya posibilidad puede ser dudosa para el que lo refiere todo a la experiencia, y que, por ejemplo, aun cuando hasta aquí no hubiera habido un amigo sincero, no sería la sinceridad en la amistad menos obligatoria para todos los hombres, pues este deber, como deber en general, reside con anterioridad a toda experiencia en la idea de una razón que determina la voluntad por principios a priori» 9.

Esto basta y sobra para demostrar que la moral formal no fue hecha para esta humanidad. Es intelectualista en demasía, es infecunda porque no arraiga en la afectividad, resorte de la vida y de la historia. Y tanto más inexplicable resulta esta concepción mientras Kant persista en calificar de inmorales a las inclinaciones, aún cuando generen actos que el sentido común no vacilaría en calificar de morales. Y es de advertir que Kant no desprecia el sentido común cuando está en armonía con su tesis.

Para nosotros, la inclinación, estado de conciencia compuesto de elementos sensitivos, volitivos e intelectivos, es la causa de los actos que significan triunfo unas veces, fracaso otras de la ley moral. La inclinación no produce necesariamente la inmoralidad ni la moralidad; pero puede generar la moralidad, puede el deber kantiano: ser el producto de la inclinación. La psicología no puede sino constatar la fatal heteronomia de la voluntad, siendo arbitrario deducir de este hecho el amoralismo.

Ahora bien: supongamos hallarnos contemplando una sociedad donde todos los hombres, sin excepción, son sociables y morales por pura y exclusiva inclinación. Allí todo el mundo cumple su deber sin lamentarlo; antes, al contrario, importaría para aquellas almas de Dios un dolor moral el incumplimiento   —131→   del deber. Pues bien: llamemos a Kant para mostrarle aquel prodigio, aquella sociedad perfecta, producto de la afectividad, única fuerza que hizo posible el triunfo de la ley moral que él forjara; ¿nos figuraremos que Kant la contemplaría arrobado? De ninguna manera. ¡Nada más inmoral! -exclamaría. ¿Por qué? Porque los motivos que determinan los actos de aquellas personas no son puros: entra la inclinación. Aquella moral es heteronómica, puesto que sienten placer siendo buenos. La moral -insiste dogmáticamente Kant-, tiene que ser autonómica. Es la única digna de tal nombre.

Una sociedad perfectamente moral para el sentido común, que Kant no desdeña- ¡es inmoral! A esta singular paradoja había de conducirnos su criterio puramente formal. Esto basta y sobra para demostrar que el formalismo ético no es digno de este mundo inmundo. ¡Y en esta indignidad reside su mayor gloria! -exclamaría Nietzsche.

Con el mismo autor, diríamos continuando la Critica de la Razón Práctica debiera llevar como aditamento: «Arte de aherrojar a los instintos humanos para fomentar el espíritu acarnerado» . ¡Esa moral negadora del instinto es la concepción más inmoral que haya brotado jamás de un alma de tarántula!

Sin que ello implique participar de las indignaciones de Nietzsche, por mi parte, diré que el horror que Kant profesa a los instintos, a las inclinaciones, su insistencia en la quimérica pureza del motivo sólo pueden explicarse suponiendo que hubo aceptado al pie de la letra el célebre aforismo de Hobbes: «Homo homini lupus» . Debió tener un concepto altamente pesimista de la naturaleza humana. Tenemos derecho a ver en ello algo más que una conjetura. La prueba evidente está en que sostuvo que la única moral concebible debía estar por encima de toda Antropología Moral. La Psicología Ética jamás podrá fundamentar una moral como pretendía Spencer, cuya obra, más que Fundamento de la Moral, debiera llamarse, como de seguro la llamaría Kant, «Antropología Moral».

La verdadera perfección moral sólo se alcanzaría si fuera   —132→   posible contar con la neutralidad de la sensibilidad; de lo contrario, kantianamente hablando, quedarían justificadas estas palabras de Nietzsche: «La sumisión a las leyes de la moral puede ser provocada por el instinto de esclavitud o por la vanidad, por el egoísmo o la resignación, por el fanatismo o la irreflexión. Puede ser un acto de desesperación o la sumisión a la autoridad de un soberano; en sí no tiene nada de moral» . Se diría que acaba de hablar Kant, se diría que su místico horror a los instintos, su amor al formalismo ético le fue inspirado por esas palabras de Nietzsche.

Y, por otra parte, volviendo a Spencer, ¿qué ha hecho con su Fundamento de la Moral sino demostrar el porqué del fracaso de toda moral absoluta? Fundándonos en lo mentado, ¿es permitido columbrar en Kant y en Spencer conatos de amoralismo? ¿Y estos conatos caricaturizados no producirán la doctrina de Nietzsche? Ello es evidente tratándose de Kant. Su quimérico formalismo ético implica esta grave afirmación: el hombre es orgánicamente inmoral.

Pero cabe preguntarse: la imposibilidad de llevar al terreno de la efectividad una moral absoluta, ¿constituye acaso, un sólido argumento que alegar en pro del amoralismo, sobre todo, no ya del amoralismo subjetivo que se desprende de la ética formal de Kant, sino del amoralismo propiamente dicho, es decir, social? Y aún cuando la conducta humana de todas las épocas presentara caracteres de evidente amoralidad, ¿fuera lógico erigir al individualismo amoralista en ética ideal? A lo menos, esta es la inclinación que domina a Zaratustra y a su ingenua cáfila de turiferarios; pero ya sabemos cuán arbitrario y dogmático es el criterio de Kant y Nietzsche. Sin embargo, no está de más mentar ligeramente algunas razones aducidas para justificar científicamente al individualismo amoralista.

(Concluirá).