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ArribaAbajo Prosas para Margot

José Pardo



Prosa primera

Sufría. Una tristeza infinita, un spleen incomprensible, algo así como una profunda y enfermiza melancolía, había ido, poco a poco, apoderándose de mi espíritu. Muertos mis padres y solo en el mundo, nada encontraba con que llenar el vacío que aquellos dejaron en mi corazón. Sentía la nostalgia del amor y lo buscaba. Pero en vano. Todas las mujeres que veía me eran ridículas. La edad de los sentimentalismos habíase alejado de mí con los veinte años y no deseaba miradas melancólicas, ni relaciones con flores secas. Anhelaba algo más positivo, algo que me hiciera sentir con más intensidad y huía lejos, muy lejos de esas niñas insensibles que sólo buscan un esposo que las proteja. Además las jóvenes, las ingenuas y las vírgenes no me seducían. Esas mejillas sonrosadas, esas frentes puras y blancas como un sudario de nieve, con formas impúberes, y esos senos apenas nacientes, producíanme una profunda desilusión.

Mis noches de insomnio no eran visitadas por hieráticas visiones místicas. El ideal que yo me había forjado era el de una mujer toda nervios, toda sensualidad, que sólo viviera por el placer y para el placer. Deliraba con una nueva Agripina y sólo comprendía el amor en brazos de una erotomaniática.

Pero todo era inútil. Pasaban los días y la mujer soñada no aparecía. Mi tristeza iba en aumento y sólo hallaba un pasajero consuelo en la lectura. Los amigos fueron alejándose de mi lado, como de un ser aburrido y despreciable, hasta el extremo de que sólo me quedaron mis libros y mis   —136→   ensueños. Entonces recordé a Barbey d'Aurevilly. Sus Diabólicas habíanme entusiasmado desde hacía mucho tiempo y casi estoy por creer que, el estudio de esos caracteres, refinadamente complicados, había influido, no poco, en la concepción de mi ideal amoroso.

Cuando el hombre está triste, los libros, si es que sabe amarlos, le distraen. El que no cree en ellos, o el que no sabe comprenderlos, acude a los licores y se embriaga. A mi ver son los dos únicos medios que existen. En cuanto al fin, siempre es el mismo; colocarse en un estado de semiinconsciencia. Unos lo consiguen bebiendo alcohol, otros bebiendo ideas. Yo me encontraba en este último caso. Bebía y me embriagaba de ideas.

Una tarde, contra mi costumbre, salí a paseo. Largo tiempo hacía que me hallaba aislado y lo hermoso de un cielo sin nubes hízome pensar en lo agradable que es vagabundear por esas calles de Dios, llevando por único compañero el pensamiento.

Y salí.

Era Domingo y por la Avenida Alvear trotaban hacia Palermo lujosos troncos arrastrando no menos lujosos equipajes. En estos, cómodamente arrellenadas, veíanse encantadoras señoritas envueltas en fastuosos atavíos que como una visión cromática, pasaban ante mis ojos. El rumor incesante de los transeúntes y la algazara de sus conversaciones fue poco a poco entusiasmando mi espíritu y haciendo que cuanto me rodeaba lo viera bajo un prisma más optimista que de costumbre.

El sol, cuyos últimos rayos doraba el polvo levantado por el continuo desfile de los carruajes, desaparecía tras los árboles de la Recoleta al mismo tiempo que auroleaba sus contornos con una sutil y delicada línea de luz.

Yo, entretanto, caminaba. Mis ojos paseábanse desde la vereda a los carruajes y desde estos a los balcones.

De pronto noté que una mano se posaba sobre mi hombro.

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Dime vuelta, y cual no sería mi sorpresa al encontrarme con Carlos, mi amigo íntimo, a quien hacía largos meses que no veía.

-¿Qué haces? -me preguntó fijando en los míos sus obscuros y brillantes ojos de enamorado.

-Ya lo ves; paseo, miro y me aburro.

En ese momento llegábamos a la boca, calle de Callao, donde nos detuvimos un instante. Carlos levantó la vista hacia los balcones de un palacete que se alzaba frente a nosotros y saludó... Yo, inconscientemente, seguí aquella mirada y vi... ¿Pero, a qué decir lo que vi, si tú, Margot inolvidable lo sabes mejor que yo?...

El sol había concluido por ocultarse y el crepúsculo iba poco a poco cayendo silenciosamente sobre la ancha y lujosa avenida. Los carruajes tornaban de nuevo a desfilar ante mis ojos, pero ahora lo hacían con más velocidad que antes y como si un viento desconocido los impeliese hacia el corazón de la ciudad. Carlos entretanto me hablaba. A una pregunta mía habíame contestado que sí, que la conocía y dulcificando en lo posible los acontecimientos, relatábame páginas un tanto escabrosas de la vida íntima de aquella mujer.

-¿Quieres conocerla? -preguntome de pronto interrumpiendo su larga peroración.

-Bueno -contesté, y mis ojos dirigiéronse hacia el balcón en cuyo alféizar apoyabas tus brazos y sobre estos tu seno escultural.

Poco después a pasos lentos y un tanto ensordecidos por el incesante ir y venir de los carruajes, marchábamos calle arriba, no sin antes haber dirigido una última y larga mirada al balcón desde donde tú, encantadora Margot, nos sonreías con una misteriosa y enigmática sonrisa.

Entretanto el crepúsculo, más misterioso todavía que aquella sonrisa, seguía cayendo silenciosamente sobre el ancho y lujoso boulevard.