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ArribaAbajo La hoja de parra2

A propósito del desnudo en el arte


Ricardo Rojas


Hace dos meses, en París, y en vísperas de este viaje por Italia, un artista argentino me avisó de las vehementes censuras promovidas en Buenos Aires contra la Municipalidad, por haber decorado sus paseos con mármoles desnudos y alegorías que una pudibundez aldeana consideraba licenciosos. Hízome saber, además, que tales protestas habían sido inspiradas por el clero, y que sacerdotes a quienes se considera como directores intelectuales de aquella cristiandad, habían osado subir a la tribuna eclesiástica para aconsejar la demolición de esos monumentos. Confieso que al oírle, semejante noticia me llenó de profunda congoja, pues no podría haberse imaginado argumento mejor para demostrar hasta qué punto es externa nuestra civilización, y para hacer comprender a los reacios del industrialismo hasta qué extremo puede ser funesta esa moral que desarrolla el progreso sin desenvolver la cultura. Pues hubiera sido un espectáculo singular en la historia del mundo, ver en aquella América novísima, tan llena de ímpetus generosos, caer en el parque público los mármoles alzados por el noble designio de una comuna burguesa -los mármoles desnudos que remedaban en su línea esbelta la gloria de los mármoles antiguos- y caer por la instigación irresponsable de un clero estulto, ignorante de las tradiciones estéticas de la Iglesia católica, que en el siglo XVIII aún nos daba con Pío VI el más ilustre restaurador de las formas paganas, como había dado con Julio II y con León X los muníficos protectores del Renacimiento, sin que ninguna preocupación mezquina embarazara ante sus ojos las actitudes libres de la Belleza.

Yo habitaba, a la sazón de esas noticias, frente al Jardín de las Tullerías, que me ofrecía a diario, desde el Arco del Carrusel hasta la puerta de la Concordia, el espectáculo de los mármoles y bronces, triunfando sobre pedestales pequeños y elegantes como las aras romanas, viviendo así su pacífica familiaridad con el pueblo feliz que los admiraba, sin que ningún pensar maligno turbase la serena contemplación de Fauno velludo, de Flora voluptuosa, de Céfiro ligero, y de Orithya, Cibeles o Deyanira contorsionando   —300→   el busto núbil en los brazos viriles de sus raptores. Antes de haber visitado los templos, los museos y los parques de Europa, ya mis opiniones eran en absoluto favorables a la idea del desnudo en el arte, de suerte que al visitarlos, sólo he encontrado en ellos el documento plástico que ratificaba una convicción anterior.

Y si en virtud de un credo estético muy sólido, debía producirme gran inquietud la noticia de esas protestas bonaerenses que hacían peligrar un loable pensamiento de cultura, no lo fue menos por la influencia educadora del Jardín vecino, en el cual se ve realizada la idea de convertir los parques públicos en museos abiertos donde la obra escultórica triunfe en la luz espontánea del espacio, y donde al par que decore la tersa linfa de las fuentes o la discreta umbría de las frondas, restaure ante nuestros ojos, en la figura dramática de los Sátiros y las Dianas el gesto de los instintos generadores, o glorifique nuevamente, en la línea tranquila de los Apolos y las Venus, esas formas excelsas de la naturaleza cuyo culto unifica en un solo amor el destino del arte y de la vida.

Han procedido bien los más prestigiosos órganos de nuestra prensa al condenar esa propaganda bárbara y regresiva; pero yo creo que si ahora la han dominado, su victoria es sólo una tregua. Tales protestas renacerán apenas otra ocasión análoga vuelva a irritar esos pudores de dueñas, y esos instintos de vándalos. Por eso yo atribuyo una constante oportunidad al tema de esta carta, en la cual desearía dar a mis lectores el concepto europeo sobre el desnudo en el arte, proclamar su absoluta moralidad, y decir la completa injusticia de esas alharacas hostiles, que sólo pueden hallar guarida en corazones fanáticos o en mentes horras de toda cultura estética y humanista. Y si en virtud de razonamientos teóricos tales eran mis convicciones, ellas se han fortalecido con arraigo más hondo en mi viaje a través de los templos y los museos de Italia, pues nada como un viaje por este país que ha sido el centro del catolicismo para familiarizarnos con esos cuerpos desnudos, y convencernos de que en sus grandes siglos la Iglesia no rechazó la desnudez de la figura humana. Las esporádicas protestas que a veces surgieron, no prosperaban en la voluntad de quienes tenían en sus manos el gobierno eclesiástico. Refiere Giorgio Vasari que cuando en el muro de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel pintaba su «Juicio final» -donde no os impresiona la composición sin armonías, sino el relieve escultórico de tantos hombres y mujeres desnudos-, Biagio da Cesena, maestro de ceremonias de Paolo III, criticó la concepción demasiado pagana y las figuras que se le antojaban licenciosas; pero el artista aún tuvo tiempo y libertad para castigar su estulticia, retratándole en la persona del Minos que va por la ribera del Infierno. Y se dice que cuando Biagio se quejaba ante el Papa de este castigo, Paolo III, sonriendo, solía contestarle: -Si el pintor te hubiese colocado en el Purgatorio yo hubiera podido salvarte; pero habiéndote confinado en el Infierno, no está en mí potestad el levantarte la pena, porque allí nulla est redemptio...

Así comprendían el arte aquellos grandes papas del Renacimiento;   —301→   y fue menester que viniesen tiempos de decadencia artística y de decadencia religiosa, o pontífices insensibles a la belleza, para que se sintiera la necesidad de vestir aquellos sexos inocentes y para que se atrevieran a vestirlos pseudoartistas -que han pasado con el mote de camiseros al otro terrible infierno de la Historia-. Sería de ver a esos moralistas de Buenos Aires en aquella capilla donde el Papa dice su misa, para oír como concilian sus escrúpulos con esas caderas redondas y esos vientres sensuales de las figuras miguelangelescas, donde a veces cuerpos desnudos se entrelazan en cópulas ambiguas. Seguramente responderían que tales son los restos, conservados por respeto a la tradición, de una época en la cual el paganismo renaciente en el arte había invadido los dominios del culto. Sí: aquélla es la época en que la madre de Pietro Aretino, que había sido una linda cortesana de Arezzo, sirvió de modelo para la Virgen que colocaron en el templo de su ciudad, y que el hijo, expósito y libertino, muchos años más tarde, en sus días de gloria, encargaba copiar sin duda para conservarla con orgullo en su palacio de Venecia. Sí: aquélla es la época en que Nanni Grosso, agonizante en un hospital, según la anécdota que Taine nos refiere, rechazaba el crucifijo vulgar que se le ofrecía y pedía que le trajesen en cambio uno tallado por la mano de Donatello. Pero yo creo que esa confusión de lo religioso y lo profano, de lo místico y lo sensual, no fue en manera alguna un renacimiento del paganismo, sino un simple y vigoroso florecimiento del arte, que no es pagano ni cristiano, pues su obra no reconoce otro ideal que la perfección de las formas ni otra religión que el amor a la naturaleza.

He ahí por qué cuando el catolicismo necesitó decorar sus capillas o erigir sus divinidades ante los ojos del pueblo, los artistas prefirieron para sus creaciones aquellos episodios de los libros santos que les permitían pintar la carne humana en su magnífica desnudez. Así se explica esa profusión incontable de Susanas perseguidas, de Sebastianes asaetados, de Magdalenas penitentes, de Cristos depuestos, de Juanes adolescentes, de Adanes seducidos y de Evas pecadoras -temas que sin cesar se repiten en la imaginería religiosa de Italia-. Y qué decir de las figuras simplemente decorativas con que los pintores gustaban exornar los lugares sagrados, tales por ejemplo aquellos frescos realistas del Tintoreto en la Escuela San Roque de Venecia o en la Sala Constantina del Vaticano, aquélla que pintó Francisco Penni junto al retrato de San León: una mujer desnuda que simboliza la Verdad... Las citas podrían multiplicarse hasta lo infinito, y no sólo dentro de ese idealismo que reproduce la figura humana en su prístina y pura desnudez, sino de ese otro más audaz que complicó el desnudo con fábulas dramáticas, henchidas de sensualidad o de lujuria; y no dejaré de mencionar que el gótico de las basílicas, siempre en rebusca de nuevas magnificencias decorativas, llegó a florecer en alegorías monstruosas; que en el Castillo de Sant'Angelo, antigua residencia de los papas, aún puede verse obscenos episodios de sátiros abrazados a sus ninfas; y que una serie de medallones bizantinos en el vestíbulo de San Marco de   —302→   Venecia, ilustra la historia del génesis y los amores edénicos, con tal profusión de detalles que raya en las escabrosidades de la ginecología... ¡Oh, no! La Iglesia y la moral religiosa, para protestar del desnudo en el arte, necesitaría quemar primero sus frescos más admirados y sus basílicas más gloriosas.

Cabe, sin embargo, establecer una diferencia importante entre la pintura y la escultura, respecto a esta cuestión, y es que la primera puede crear una composición admirable con figuras vestidas, mientras que a la segunda le es casi indispensable la desnudez. Esto se debe a que la escultura está limitada a la forma y al individuo, de tal modo que el color es producido en ella por una ilusión de la sombra, y que si puede agrupar varias figuras, lo hace, o adhiriéndolas a un plano como en los sarcófagos y los vasos antiguos, o uniéndolas por un vínculo tan débil que cada una de ellas conserve su individualidad, como ocurre con el Laocoonte, si he de ejemplificar mi teoría con una obra clásica. En cambio, la pintura puede reproducir todo lo que reflejan nuestras miradas, y disponiendo de la perspectiva y el calor, su campo de composición es más extenso.

Ella puede copiar rincones de la tierra, así el paisaje y la marina, donde la figura del hombre no es indispensable. Ella puede manejar muchedumbres, así en los cuadros de cortejos y de batallas. Y como el placer pictórico es muchas veces producido por el contraste o la gradación de los colores, las vestiduras tienen para ella una importancia esencial. Tal se ve, sobre todo, en las obras magníficas del Tiziano, bien los retratos, como esa Catalina Cornaro, suntuosa en sus sedas y sus joyas; bien la Asunta famosa, donde el contraste de los vestidos sobre el fondo rojizo que entona el cuadro, dominan tanto como la serenidad ya divina de la Madona y el asombro todavía humano de los apóstoles. Pero nada de esto acontece con la escultura, arte de tres dimensiones que al completarse aíslan en el espacio la obra realizada, y que necesita, por la misma simplicidad de sus recursos, buscar sus modelos entre aquellas figuras de la naturaleza que son capaces, por sí mismas, de sugerir profundas emociones.

Entre aquellas figuras, ninguna como el cuerpo sagrado del Hombre. Cualquiera de mis lectores puede hacer la experiencia de que los animales, o las formas inanimadas del Universo, tales como los árboles y las rocas, no tienen interés escultórico sino en relación con la figura humana. La sala de los Animales, en el museo de antiguos del Vaticano, tiene un gran interés pintoresco, pero la perfección banal de aquellos perros cinegéticos y de aquellas vacas eglógicas, no os da una sola emoción comparable a la que proporciona cualquiera de los dioses en las salas vecinas. Entro los propios animales, el león, por ejemplo, tiene su sitio como apéndice decorativo de la arquitectura en el umbral de los pórticos, o como temible centinela de las columnas heroicas, pero nunca es de por sí, a pesar de su efectiva grandeza, un objeto exclusivo del arte. El caballo es el que más nos interesa, pero es porque su figura se asocia a los grandes momentos de la historia del hombre. Cuando lo hallamos solo como en el bronce   —303→   arcaico del Museo de Nápoles, nos despierta una simple curiosidad arqueológica, y no consigue conmovernos sino cuando imaginamos que aquel corcel perteneció a una cuadriga, y que atados al carro condujeron al soldado vencedor en la guerra o al auriga vencedor en el circo. Los caballos que en la escultura han perdurado son los de la estatuaria, los caballos de los monumentos ecuestres, los caballos cuyos ijares sangraron al golpe de las espuelas del guerrero, los caballos que atropellaron con los jinetes de la patria contra los enemigos de la patria, los caballos que cuando muere Patroclo saben verter las lágrimas con que los hombres lloran a los héroes. Mas en todo eso, como veis, la figura central e inspiradora de la obra escultórica es siempre el Hombre; y entonces volvemos a nuestro punto de partida, para saber si hay el derecho de impedir al arte la libertad de representar en roca o bronce esa figura con toda su magnífica desnudez.

Hoy ya nadie osaría contradecir esa libertad en Europa. Hasta los yanquis groseros y las púdicas inglesas han sido dominados por la pureza del desnudo; y es en la mayor aptitud de estas sociedades para el culto del arte donde finca precisamente la superioridad de su civilización sobre la nuestra. Aquí la mujer se ha independizado de esos prejuicios, más que por una prédica teórica, por la educación estética de los museos; mientras sé de viajeras argentinas que después de una visita al Louvre de París o al Capitolino de Roma, han huido escandalizadas por el sexo desnudo de los Apolos y los Bacos, mientras la turista venida de Nueva York permanecía arrobada ante ellas, pues sus ojos sólo veían la gracia de las cabezas juveniles, la fuerza de las espaldas robustas o la elegancia de las piernas serenas. Yo aconsejaría a los que vienen a Roma que visitaran primero el museo del Capitolio, el del Vaticano, el de las Termas de Diocleciano, el de la Villa Borghese, todos los que conservan las esculturas clásicas salvadas de los siglos y de las ruinas, y que sólo más tarde habituado ya el ojo a la figura desnuda fuesen por la primera vez al Museo de Arte Moderno sobre la Via Nazionale, arte de figuras vestidas y de decadencia. Y ante esos trajes de mármol, ante esos trajes sin color de los cuales sólo vemos la forma que el cambio de las modas tornara ridículos, yo les pediría que me confesaran si bajo pretexto de una falsa moralidad, prefieren esas fealdades grotescas o la belleza del desnudo, glorioso por la insuperable plenitud de sus formas, por la elocuencia divina de su significado, por la eternidad universal de su gesto. Si algún velo las cubre, ha de ser esa túnica ligera que transparenta bajo un fino lino la silueta desnuda, así la Danzarina que se adelanta voluptuosa en el Gabinete de las Máscaras del Vaticano, y así el peplo y la falda de las Victorias, que un viento heroico delineaba sobre los pechos firmes, sobre los vientres jóvenes, sobre los muslos ágiles.

Es lamentable que los moralistas confundan a menudo la desnudez con la obscenidad. Yo estoy en contra de la obscenidad porque la creo antiestética; pero estoy en favor de la desnudez porque lo creo moralizante. Juzgo antiestética la obscenidad porque perturba la emoción artística con pensamientos impuros; y   —304→   juzgo moralizante la desnudez, porque ella nos enseña la serenidad de alma en la belleza, y la elegancia de las actitudes y la perfección de las formas, y nos hace sentir tragedias y dolores del espíritu en el gesto carnal que todo hombre comprende y que es perenne en los siglos. Estas ruinas fecundas de Pompeya han dado el museo de Nápoles una contribución de arte que sugiere sobre este asunto muy concluyentes reflexiones. Los pompeyanos tenían a Venus por patrona de la ciudad, y Gastón Boissier refiere que hasta los candidatos a las magistraturas edilicias ofrecían los favores de la diosa, como el voto mejor que podían formular a sus electores. A la sombra de este culto, floreció una cultura serena, inspirada en la pureza apolínea pero creció a su vera otra dionisíaca, monstruosa, libertina y deforme. Ejemplo insuperable de la primera es el pequeño bronce de aquel Narciso praxitélico del cual me acordaré toda mi vida, porque jamás un efebo ha alcanzado una desnudez más casta ni una elegancia más exquisita. Ejemplo de la segunda es aquel grupo de mármol donde un sátiro y una cabra se entrelazan en cópula tan abominable, que la dirección del Museo lo ha confinado en una sala secreta. He ahí expresadas con ambas obras dos órdenes de ideas que es necesario no confundir: esta última es inmoral porque es obscena, porque es contra natura y por consiguiente contra belleza; mientras el Narciso es moral porque nos pacifica el alma en una sana contemplación, y difunde por nuestro ser un goce etéreo, infinito, que está, como el de la música, más allá de nuestras palabras y nuestros pensamientos habituales. Si cubrís su sexo con la menguada hoja de parra, no haríais sino llamar nuestra atención sobre una parte de su cuerpo que si la dejáis desnuda se desvanece en la armonía de la línea que baja de la cabeza hermosa al cuello grácil y del torso elegante al glúteo firme y a la pierna viril.

Puéblese, pues, la tierra americana, no sólo de hombres que la trabajen, sino de bronces y mármoles desnudos que la glorifiquen. Bella es la Victoria de Samotracia que está vestida, pero la moralidad de su belleza no consiste en el velo que cubre su cuerpo decapitado, sino en el esfuerzo triunfador con que se avanza sobre la proa, tanto que hace sentir bajo su nave el rumor de las olas y en torno de sus alas entreabiertas el viento de la inmensidad. Bella es también esa Venus de Milo cuya belleza es grande como su fama, y aunque el seno y el vientre están desnudos, la carne de su cuerpo es impoluta, tanto que su alma ni lo sabe, y esa inocencia se transparenta en la serenidad de su frente y en la paz de sus ojos. Tal es el verdadero sentido de la moral en el arte. Sus criaturas viven más allá del bien y del mal. Sus formas son simplemente bellas o feas. Los cánones morales podrían, tal vez, someter a su juicio el valor ético de las concepciones expresadas en las formas, pero jamás las formas mismas. No podemos someter esos hombres y esas mujeres ideales a los usos de nuestra vida cotidiana; y sería ilícito ir a abrochar un peplo al busto de la Venus Capitolina o ir a envolver un manto a las espaldas de la Venus Calipigia, porque faltaban a los edictos de las buenas costumbres. Yo he visto por el contrario, en torno   —305→   de la Sagrada Desnudez, hombres venidos de las más diversas partes del mundo, unirse fraternalmente en los museos de Europa, para inclinarse en una silenciosa y pura adoración. Y mientras en nuestro país no pase lo mismo, mientras el pueblo pida hojas de parra para los mármoles desnudos, mientras la belleza no sea un culto y una religión, significará que el haber realizado al evangelio del frac predicado por Sarmiento ha sido para nosotros una simple maniobra de sastrería, significará que hemos desarrollado el progreso sin haber desenvuelto la cultura, y esas muecas de enano seguirán ridiculizando nuestro vanidoso ademán de gigantes.

Pompeya, enero de 1908.