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Emile Duprat


Vingt-cinq années de Vie Littéraire par Maurice Barrès, de l'Académie Française, avec une introduction par Henri Brémond. Un vol. in 16, Blond, éditeur. Paris, 1908.

He aquí un libro que no será nunca recomendado demasiado a los extranjeros que se interesan por la literatura francesa contemporánea.

Es una reunión, excelentemente formada, de páginas escogidas en la obra ya considerable de Mauricio Barrés. La personalidad del joven académico es, del punto de vista puramente literario, curiosa y atrayente; pero les es difícil a quienes no están ya desde larga fecha y desde la infancia familiarizados con el genio francés, de penetrar en la intimidad de ese pensamiento tan hostil al cosmopolitismo. Y, sin embargo, Mauricio Barrés es digno como literato de atraer la atención del gran público internacional. Sus impresiones de España, sus páginas sobre la «voluptuosidad de Córdoba», sobre Toledo, sobre El Escorial, merecen ser recordadas por su interés psicológico.

Su nacionalismo, en fin, no es solamente una doctrina política de la cual nosotros no debemos ocuparnos aquí, sino una teoría literaria, presentada bajo un aspecto sumamente seductor, con sorprendentes recursos de dialéctica. Pero lo que sobre todo es menester alabar en Barrés, lo que está muy por encima de sus teorías sociales o literarias, es su arte. Escritor de una pureza clásica, ha sabido expresar en una prosa rítmica y concisa, las más sutiles delicadezas sentimentales. Como ironista se deleita en la sátira violenta o en la jovialidad intelectual, al modo de Renan, un Renan cuya sonrisa esconde a menudo la aspereza de sordas cóleras. Poeta y paisajista, Barrés nos lleva consigo por los museos de Italia, por las viejas ciudades españolas, por Grecia y, sobre todo, por la Lorena.

Es la Lorena que él ha cantado con mayor amor; su pequeña patria es la región a la cual vuelve con fidelidad, después de las largas excursiones que una curiosidad apasionada le obliga a emprender.

El lector de estas «páginas selectas» encontrará además en este volumen un cuadro fiel de la evolución del pensamiento de Barrés. El autor de Déracinés ha partido, en efecto, del individualismo radical para acabar en el nacionalismo: él se ha convencido   —310→   que el individuo no se halla aislado, que el yo orgulloso no se basta, siendo la existencia una condición creada por necesidades históricas y geográficas que es menester saber aceptar. Nuestra raza habla en nosotros mediante los instintos y los sentimientos elaborados por una larga serie de antepasados; una tradición se nos impone, querámoslo o no. No rebelarlos contra nuestras propias leyes «aceptar nuestro determinismo», tal es la fórmula última a que llega el individualisme primitivo de Barrés. Y, justamente, en este volumen, les textos han sido agrupados en modo de hacer sensible la continuidad de la evolución que desde un Hombre libre llega a las Amistades francesas. Agreguemos que la introducción del señor Henri Brémond, clara y sabrosa, es un excelente prefacio a la lectura de estas páginas selectas.

Indicamos, pues, con placer a los espíritus afectos a las letras francesas, este volumen, que ha coronado un éxito legítimo.

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Morale des Idées-Forces por Alfred Fouillée. Bibliothèque de Philosophie contemporaine, F. Alcan, éditeur, Paris, 1908.

Los lectores de la notable obra que Fouillée ha consagrado a la Crítica de los sistemas de moral contemporáneos, esperaban desde tiempo atrás la síntesis moral personal prometida al público por el autor del Evolucionismo de las ideas-fuerzas. La parte puramente crítica de la doctrina de Fouillée, pedía un complemento. Su Moral de las ideas-fuerzas que aparece ahora, nos prueba que el autor, no ha perdido ninguna de las cualidades de su análisis claro, de su dialéctica flexible y sutil, de su erudición siempre bien informada. Pero lo que nos parece sobre todo interesante es la noble preocupación de conciliación y de unidad que caracteriza el punto de vista de Fouillée. De acuerdo con el hermoso pensamiento de Leibniz, Fouillée trata antes de todo de conciliar los pensamientos divergentes, de harmonizar los fragmentos esparcidos y, por decirlo así, las facetas de verdad que toda doctrina esconde.

En este libro, particularmente, el autor ha querido conciliar la moral tradicional con la teoría kantiana del imperativo moral; ha ensayado de hacer la síntesis de las morales de lo deseable (hedonismo antiguo) y de las morales del deber. Por otra parte, la misma conciliación es intentada en lo que concierne a la ética clásica, fundada sobre las revelaciones de la conciencia y la nueva ciencia de las costumbres, elaborada por la sociología en la escuela de Dürkheim y Lévy-Brühl. Esta tarea era difícil; tratemos de ver cómo Fouillée la ha realizado.

El verdadero punto de partida de la moralidad se halla en la sola reflexión de la conciencia sobre sí misma. Es necesario plantear al principio «un análisis radical de la experiencia interior y de la idea misma de moralidad, en que la conciencia se expresa». Pero la conciencia no está aislada; ella es un individuo, un sujeto de una sociedad de conciencias. Al cogito de Descartes   —311→   que ha desempeñado un rol tan grande en la filosofía teórica, es necesario, en filosofía práctica, substituir un cogito, ergo sumus. Así, la moral de las Ideas-Fuerzas huirá de la estrechez de las doctrinas basadas sobre un principio único y abstracto: en vez de ser unilateral, ella será omnilateral. Apoyándose en una síntesis completa de los resultados de la experiencia, ella utilizará así las condiciones objetivas de la vida social como la reflexión sobre la conciencia. Esta moral será, pues, metafísica en sus principios, científica en lo que concierne a los datos objetivos sobre los cuales ella establece sus reglas y deduce sus aplicaciones. Es una primera conciliación.

De otro lado Fouillée reacciona contra el kantismo ortodoxo y se aproxima a las morales antiguas. Él cree en el valor práctico de las verdades puramente racionales: no hay heterogeneidad absoluta entre la verdad y la moralidad. Una idea verdadera puede tener un coeficiente moral. Aunque reconociendo la importancia de la noción de ley en la moral kantiana, Fouillée protesta contra una doctrina que separa la razón y la conciencia humanas, que rehúsa al sentimiento un papel legítimo, y que, para fortificar mejor la razón práctica, la separa de todo lo que la sostiene. La moral kantiana implica un dualismo de los elementos concientes, dualismo que Fouillée se niega a admitir. «Una de las más íntimas bases de la moralidad es precisamente esa disposición científica y filosófica que caracteriza al hombre: sentido de la unidad, aspiración a la síntesis total. En la sociedad como en sí mismo, el hombre concibe y quiere la unidad. Es imposible no querer existir y vivir universalmente. Esta vida, comenzada por la inteligencia, tiende, bajo la ley de las ideas-fuerzas, a terminarse en el sentimiento y la voluntad reflexiva». He aquí una segunda síntesis.

Es necesario agregar que la moral de la obligación no es el estado más elevado de la moralidad. La verdad moral es la moral de la libertad. Fouillée substituye al imperativo categórico el Supremo persuasivo. En este punto, unos sutiles análisis psicológicos nos indican el sentido en el cual son entendidos esos términos. «Lo que nosotros debemos, es lo que ya queremos en el fondo mismo de nuestro ser y de nuestra conciencia, por esto mismo que tenemos en nosotros una voluntad que va a lo universal como nuestro pensamiento, no sólo una voluntad concentrada en el yo egoísta». El principio de la moralidad es, pues, en el fondo, el bien, lo deseable. Solamente que el bien no debe ser definido por una aspiración parcial, deseo único, sino por el conjunto de nuestras tendencias, por la ciencia completa de nuestro ser. Será necesario asimismo utilizar el carácter estético del ideal moral, bien que una moral puramente estética no puede bastar. En suma, es necesario considerar los diversos elementos racionales, estéticos y sentimentales y volitivos de la moralidad, sin atribuir un papel exclusivo a ninguno de ellos.