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ArribaAbajo De mi vida

¡Fríos!


Federico S. Martens



I

Conversábamos... conversábamos... en fin... de todo y de nada con un oficial de justicia amigo mío, cuando se oyeron repetidas llamadas de auxilio.

Corrimos hacia el sitio desde donde partían.

Frente a una vieja casa de inquilinato se agolpaba la gente pretendiendo derribar al vigilante que impedía el paso en la puerta. Mi amigo Equis, el oficial, al ser reconocido por el agente pasó, y me hizo pasar a mí también, yendo ambos a dar, después de salvar el interminable zaguán, a una habitación tan miserable como desordenada. Una cama de fierro, dos sillas desesterilladas, una mesa de pino blanco a modo de escritorio y un ropero antiguo, sin espejo, y pintado, eran los muebles todos de aquel cuarto alfombrado de revistas, diarios y fajas a nombre de Roger Hant.

Todo esto lo he reparado después, porque ni bien franqueamos el umbral de aquella pieza, un horripilante cuadro hízonos contraer de terror, al menos a mí que no soy oficial de justicia. Sobra el lecho purpurado por la sangre, un hombre, joven aún, a deducir por los cabellos ebanáceos, pues en el rostro difícil o imposible era reconocer indicios seniles o lo contrario: parecía desgarrado a zarpazos de fiera sitibunda y vengativa. En aquella cabeza había horribles amplias heridas por todos lados. La frente abierta por el medio como a golpes de hoz, dejaba salir, entre coágulos de sangre negra, como pedazos de algodón granate, nauseabundos despojos de la despedazada masa cefálica. De la nariz descarnada surgía oscura sangre también. La boca, abierta, enormemente abierta, recordaba no sé qué heridas asquerosas, pestilentas, y dentro, mostraba, colgantes algunos y algunos rotos, unos dientecitos pequeños como de mujer que tintados por la sangre imaginábanse de coral. Los ojos, ¡oh los ojos!, no puedo hablar de los ojos. Y de los oídos destrozados como a fuerza de barreneos, brotaban espumarajos purpurinos ahora, sonrosados después, grisáceos y verdosos en seguida...

¡Ah, horrible, horrible!

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La bala suicida, disparada en la boca, habíale dado aquella repugnante desfiguración facial. Un segundo miré de fijo aquel cuadro y aunque mi interesada vista hubiera deseado observarlo un día entero, la helada sensación de terror que mordía mis carnes no me lo permitió, y pretendí salir. Pero mi amigo Equis me pidió que recogiera de sobre el escritorio todo aquello que creyera interesante para la identificación del suicida.

Obedecí.

De espaldas al cadáver, puse manos en la obra, y a poco, di en el cajoncillo de la mesa, con cinco cuadernos de doscientos y tantos folios cada uno en cuyas tapas leíase escrito en gruesas y firmes letras góticas: «De mi vida».

Como los cuadernos estaban numerados, tomó el último y leí el final.

He aquí la transcripción del último capítulo:




II

Terminada la cena en un modesto restaurant de arrabal, encendí un cigarrillo no menos modesto que el restaurant y salí sin rumbo... o mejor dicho... con rumbo a cualquier café central donde abonar diez centavos por un pocillito de agua sucia, cinco azucarillos y quince o veinte bodrios musicales; para, después, cuando el reloj, ese inmortal mensajero anunciador de nuestro nacimiento y de nuestra muerte -primero parcial, en seguida absoluta-, juntos los brazos, musita la oración de la noche, dándose devotamente, católicamente, doce golpes en el pecho, irme a dormir.

¡Que delicioso es dormir!

«La vida es un sueño corto y deleitable», dijo mi pluma incauta, mi pluma adolescente, mi púbera pluma de quince años, tres tomos anteriores a éste, página 155, capítulo XII.

«La vida es un sueño... corto... y deleitable».

Sonrío.

¡Ah, si la vida fuese un sueño! ¡Si nuestras almas no amasen; si nuestras almas no odiasen; si nuestros cerebros no levantasen quimeras, gigantescos andamiajes de ilusiones; si nuestros cerebros no amamantaran envidias, egoísmos, hipocresías; si nuestros cerebros no maquinaran venganzas; si fuéramos nada más que un montón de carne, animada, sí, pero sin cabeza, o con cabeza de palo, con cabeza de piedra, con cabeza de mármol!

¡Ah, si la vida fuese un sueño!...

* * *

Salí del café... de un café central donde hube abonado diez centavos por un pocillito de agua sucia, cinco azucarillos y quince o veinte bodrios musicales.

La noche estaba fría, fría y triste, tan triste y fría que hacía pensar en almas de escépticos, en corazones de esposas viejas y sin hijos, y en la vida, y en el porqué de la vida, y en la muerte, y en el porqué de la muerte, y en el más allá de la muerte.

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La noche estaba fría, fría y triste. En las calles desiertas casi, las mechas incandescentes de algunos faroles oscilaban como si tuviesen frío, mucho frío: algunos se apagaban recordando mendigos que se murieron ateridos, otros permanecían inmóviles, impasibles, indiferentes, como si tuvieran gabanes de gruesas pieles y hubieran bebido sendos ponches de rhom. En las esquinas, los vigilantes, envueltos en sus capotes, se resguardaban del rocío y pretendían también resguardarse de la brisa glacial acurrucados en las puertas de los almacenes ya cerrados. Unos miraban al suelo, pensando talvez en que un hada milagrosa o una bella hechicera disfrazada de vieja bruja, abriendo de improviso un boquete en la tierra, aparecería entre una humareda de incienso para decirles: -Yo soy Todolopuede ¿qué queréis? Pedid. -Ser millonario. -Tomad esta varita de virtud, agitadla tres veces y pedid que serán cumplidas ipso facto vuestras órdenes. Otros, miraban al cielo, esperando ver desprenderse un aerolito y contar después hasta veinte, antes que se perdiera el bólido en el espacio, y luego ansiar, como el primero, ser millonario, o, si menos ambicioso, tan sólo un ascenso a sargento, y ver satisfechos sus deseos, según dicta la vulgar superstición. Pero ni el boquete se abría, y aunque la piedra meteorólica se desincrustaba del vacío, nunca llegaban a contar hasta veinte, y si llegaban, los millones ni el ascenso aparecían para no desviar la rutinaria característica de la esperanza, ese imposible de lo imposible, esa interminable senda alumbrada, pero sin metas, ese inconmensurable mar navegable, pero sin puertos.

Otros se adormecían. Luego el trote de un caballo de carruaje les despertaba. ¡El oficial! No. No era el oficial. Y volvían a amodorrarse semisoñando en que la vida era un sueño.

¡Ah, si la vida fuese un sueño!...

* * *

Llegué a mi vivienda. Al introducir la llave en la puerta pensé en las puertas de la felicidad siempre sin cerrojos y siempre herméticamente cerradas, y en las puertas del dolor siempre abiertos de par en par y siempre con una amable portera, joven y hermosa, que, con la flamante mirada de sus aleves ojos ingenuos que parecen brindaros un mundo de dichas inequiparables, y la sonrisa fementida de sus labios sanguíneos, os atrae, os atrae.

Entré a mi habitación.

¡Qué sola estaba mi habitación, qué frío estaba aquel cuarto de bohemio en donde jamás, desde cinco años ha, entró un amigo porque los amigos son como las amigas: objetos de venta, y yo nunca pude reunir unos centavos para comprarme un compañero y una compañera para... ¡vaya! para ambos. ¡Y pensar que nunca podría comprarme estas frágiles chucherías pueriles, mientras los trabajos literarios de un día, de un mes, de un año, sigan dando a sus padres tan sólo para vivir una hora, un día, una semana!

¡Qué sola estaba mi habitación, qué sola y fría!, más fría y sola que de costumbre porque, días pasados, hasta mi biblioteca también me había abandonado para irse con un vampiro ruso.   —315→   ¡Oh, Sudermann, Maupassant, Baudelaire, Ibsen y vuestros compañeros de estante, perdonadme, pero los primeros fríos me acobardaron!

¡Y sin embargo!, ¡sarcasmo de sarcasmo!, ¡vosotros todos apenas sí me disteis para un par de mamelucos y media docena de camisetas! Pero, mañana, mañana vuestros retratos me darán para una frazada. Mas, ¡oh, ingrato de mí!, ¡desagradecido! Algo más me disteis, sí. Me disteis esta vida neurótica, hipocondríaca, y, si no me disteis también este escepticismo misantrópico, acaso cooperasteis en la obra de la Humanidad y de los Años, cooperasteis a envenenar mi alma inocente de los quince eneros, o al menos, me predispusisteis a ello... ¡Hoy ya soy un viejo niño de quince eneros y siete junios, con canas en el alma, achaques en el corazón, y frío, mucho frío en el cerebro!...

¡Ah, si la vida fuese un sueño!

* * *

Me acosté. ¡Ah, qué helada estaba mi cama! ¡Qué helada! ¡Qué helada!

* * *

Comencé a dormirme.

¡Qué delicioso es dormir!

¡Si pudiese dormir eternamente!

¡Ah, el sueño sí que es la Vida!

* * *

Un vecino que cruzaba el patio, encendió un fósforo al cruzar por mi habitación y la luz de la cerilla, franqueando los cristales de la puerta, hizo brillar mi revólver sobre su repisa.

¡Ah, qué deliciosas ideas danzaron un vals cadencioso y melifluo en mi cabeza!

Pero, no obstante, me levanté, tomé mi revólver y lo oculté en el cajón del ropero.

¡Cobarde! ¡Cobarde!

Tuve miedo que algún otro vecino encendiese un fósforo frente a mi pieza y la fulguración incitante de mi revólver me llevara a ser valiente.

¡Cobarde! ¡Cobarde!

Y más cobarde fui aún. Pensé que, ya en el cajón, podría brillar al contacto de otra lucecilla y cerré los postigos.

¡Ah, qué cobarde soy, qué despreciablemente cobarde!

¡Ah, si la vida fuese un sueño! Si la vida fuese un sueño ¿sería lo que soy?




III

Tal capítulo estaba fechado 20 de mayo.

Y aquella noche era 31...