Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —191→  

ArribaAbajo Escepticismo

Luis Ipiña (hijo)


Era bastante rara la preferencia que el joven Derval manifestaba por la filosofía. Este estudio le llevaba largas horas de molesta meditación y análisis y confrontaciones prolijos. Jamás había concluido una lectura sin comprenderla totalmente y conseguir que le despertase un cúmulo de ideas que sucintamente consignaba en las márgenes de los libros. Martirizando su inteligencia, proporcionábase una voluptuosidad sutil, tanto más intensa, cuanto mayor fuese la fatiga.

Poco duró esta delectación en el dolor. En un invierno en que su dedicación y entusiasmo por el estudio alcanzaban máxima tensión, cayeron a sus manos los libros del inglés Berkeley. Demás decir, que la influencia del pensador sobre aquel espíritu fue enormemente funesta. Su temperamento siempre propicio a la negación cobró nuevos bríos tras ese estudio, llevando la simpatía por el atormentado sajón al frenesí más loco. En el fondo de este frenesí, empero, no faltaban reservas. Para Derval, Berkeley fue un gran espíritu lógico mientras no se acogió a las ideas y a Dios; tales refugios inconsecuentes le habían perdido y esta circunstancia, disgustaba a él profundamente. Tímidas escapatorias destruían la mejor de las obras.

Y así el joven estudioso quería pensar tan sólo, en un negador sin contradiciones ni miedo y, por cuenta propia, llevaba los análisis del autor a extremos inconcebibles. Dios, decíase, no puede ser, puesto que no es el mundo, y las ideas, desde que no   —192→   son sino representaciones de lo irreal, más que de lo irreal, de lo problemático, de lo ignorado, de lo desconocido, tampoco son. Y como las cosas, también los hombres eran nada, o podían ser, o no ser. La lógica le imponía no creer en ellos.

No detuvo aquí el análisis; llegó a negarse a sí mismo. Ignoraba la realidad de su cuerpo; pero por un rarísimo razonamiento salvó -en su concepto- una contradicción: sin creer en los órganos no dudaba de lo que los psicólogos llaman la cenestesia.

Afirmaba un yo orgánico muy difuso, su cenestesia propia, que él la sentía y sintiéndola se la explicaba, pero que para precisarla en palabras tenía que recurrir a una terminología que la desfiguraba y que era, al mismo tiempo, asaz diferente de la que la moderna Psicología emplea al señalar el fenómeno.

Día a día, nuevas dudas se imponían a su espíritu. Y de manera análoga -no idéntica- a los melancólicos, iba disolviéndose su personalidad. Su mismo yo orgánico le parecía problemático, o por lo menos discutible; en fin, llevaba ya camino de verse apariencia entre apariencias, cuando un incidente de familia que por lo doloroso y fuerte, pudo expresar locura, tuvo más bien por consecuencia desviarle la atención de aquellos lastimeros análisis. Su madre, de quien tanto le apartaran las más frías abstracciones, acababa de morir después de una enfermedad seguramente agravada por justos celos, pues que desde colegial, su hijo más que a ella, perteneció a los libros.

Derval se anotició del suceso con indiferencia pasmosa. ¿Qué sabía él de su madre, qué de la vida, qué de la muerte? Ni sus apariencias conocía.

De no introducirlo su hermano en la estancia mortuoria, habría permanecido impasible en la biblioteca, su residencia habitual.

La presencia del cadáver no desalojó de su conciencia el razonamiento con que dejara su habitación. «¿La realidad como la veo, diferente, apariencia, nada, qué?». Y sólo a indicación del hermano inclinose inconsciente sobre la frente de la difunta, menos helada en su insensibilidad de muerte que la indiferencia de esos labios, todavía adolescentes. Antes de separarlos, sintió rozar su mejilla por una mano albísima y fina que fue a posarse en   —193→   la cabellera de la muerta para acariciarla mucho tiempo. Y con ese contacto, un subitáneo hervor de sangre y un crujir en mil pedazos de toda su máquina lógica.

Hacía tiempo que el joven filósofo había conseguido acallar con la consagración al estudio y con toda clase de recursos succedáneos, los irresistibles impulsos de su virilidad. Pero nació en el trópico y la lucha fue desigual y costosa, la victoria, provisional.

Hoy que la filosofía acababa de aislarle del mundo, libertándole de toda cadena material, ardía su sangre salvajemente al remotísimo contacto de inasible chispa. Brotole del corazón un sí fogoso y vibrante, que fue ahogando, uno a uno, en sus sonoridades prestigiosas, todos los No que se le aferraban en el cerebro.

-¡Sí, la vida es; yo amo la vida! -repitió Derval con voz a un tiempo segura y trémula.

Y bien próximo al lecho de muerte, ofreció a la existencia la ofrenda ardiente de una mirada subyugadora, hipnotizante...

Desde aquel día Laura fue suya. Sus besos le arrancaban los sí más enérgicos. Hasta que tornó a los libros... Entonces, pudo constatar en carne propia la ley de contradicción de Hegel... Perdíase en las antiguas sombras, en esta vez, para siempre.

Él, que reprobó al desesperado místico por sólo dos refugios ideales, luchaba en vano por encontrarlos en un par de labios. ¡También moría el pobre nido de besos!...

Fue en una tarde de fuego. Derval y Laura fundían sus bocas con pasión tan devota y sabia, que aquellos labios sólo parecían copas carnales de trémula finura en que los amantes escanciaran sus almas... De pronto, el primero, retrocedió como espantado; hundiéronse las órbitas de sus ojos y, en la lividez de esas cuencas, giraron las pupilas en macabra expresión de ruina. Su voz opaca dijo: ¿Y tú... yo... qué?...

Pasó una nube oscureciendo el sol.