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ArribaAbajo Un anónimo más

Francisco A. Sicardi


No puede resistir más. El aroma del ajenjo lo persigue. Él sabe que su cabeza se ha mareado muchas veces, que ha tropezado en su marcha vacilante, que la gente lo señala con el dedo y ríe cuando pasa con su gran nariz colorada y el rostro lívido y macilento. Ya no quiere emborracharse. Lucha y lucha, mientras se apodera de su corazón una tristeza profunda. Camina como si le faltara un compañero y un punto de apoyo. Hace tiempo que no bebe y su vida se ha hecho desierta como una estepa y le parece estéril, áspera y solitaria como una roca. Lucha. No quiere emborracharse pero tiene la nostalgia seductora del ajenjo, quiere el enervamiento de sus perfumes y la lascivia de sus excitaciones.

De nuevo ha extendido su mano y bebe... Su organismo se desgaja, su vientre y sus piernas se hinchan y con el rostro extenuado, lleno de temblores y de insomnio, asaltado por las pavorosas visiones de la noche quiere a pesar de todo la loca alegría del alcohol venenoso, porque entonces su espíritu se serena y su inteligencia se yergue. ¿Qué tienen que hacer los demás con él? ¡Déjenlo vivir!¿No vive acaso la araña y llena de telas cenicientas los ángulos de la casa, y debajo del piso de tabla no salta el escuerzo acaso, y la suciedad no cunde y se apodera de su hogar? Él no ve eso, cuando entra de noche, manoteando en la oscuridad y cae sobre la cama de la mujer aterrada en medio del ronquido inconsciente del letargo... Es cierto que los suyos están semidesnudos y que en ese invierno no habrá frazadas y que algún día, peregrinos en la miseria, los arrojarán fuera, para que el cierzo les contraiga los músculos y los endurezca de frío. Es cierto eso; pero la gente no da   —144→   dinero, no socorre la miseria, no alcanza ropas... Lo que da es el sarcasmo que hiere el corazón y el puntapié que aleja el espectáculo. Tiene el estómago delicado la gente; la náusea le incomoda. Por eso él una noche de invierno con las piernas hinchadas, borracho y alegre no pudo llegar a su casa. El sueño lo venció en el medio de la calle. La helada le dio su sábana blanca que le envolvía el cuerpo como una mortaja fría y la muerte poco a poco paseó la tenaza de hierro y le mordió el corazón. La víscera era enorme. Se había agigantado en la lucha. Tenía escrita en sus fibras la odisea dolorosa de un alma buena. En ella estaban todos sus remordimientos, el amor generoso de la compañera de su vida, sus martirios llenos de silencios y las ternuras y las sonrisas de los hijos. Pero la helada no deja su presa y el cuerpo envuelto en la mortaja blanca entra en la boca obscena del osario -un anónimo más- ¡una melancólica larva más!...