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ArribaAbajo Breves apuntes

Acerca de don Miguel de Unamuno y de su influencia en las letras Hispano-Americanas


Max Grillo


La personalidad literaria y científica de Miguel de Unamuno adquiere cada día mayor relieve. Es una figura intelectual de innegable vigor; un representativo de generaciones redivivas de la patria española, al cual no se le puede llamar literato porque sería establecer limitaciones al juego de su espíritu inquieto, curioso e insaciable. De sabio tampoco debe calificarse al Rector de la Universidad de Salamanca; sería esto demarcar también el campo amplísimo por donde se agita el -para mí- original y verídico Unamuno. Cuando le han apellidado sabio, sin duda porque la forma de sus conocimientos se circunscribía a un especial asunto, ha saltado nervioso en su silla áulica, y con frescura deliciosa de pensamiento, apenas comparable con la santidad espiritual de Ganivet, entre los descendientes de Cervantes, ha dicho que él no era sabio, ni helenista, ni nada más que un amigo de la ciencia, con minúscula, y de la verdad humilde. Nadie se atrevería a cargarle el sambenito de la erudicción. Los eruditos le parecen detestables por lo mismo que sería capaz de sobrepujar a los mejor documentados de la laya. Yo me imagino que Unamuno se regocijaría si los hombres, sin perder la gracia de la civilización y las virtudes poéticas, se entregaran a olvidar muchas cosas para que fueran de nuevo descubiertas con ingenuo encanto, para que se encontrase en ellas un sentido primordial que han perdido en el tráfago de los libros, de las academias, de los discursos.

Si los hombres nos casásemos respetuosamente en presencia de la vida, siquiera durante veinte años, como se levantarían de su sueño, hermosas y frescas, puras y sentidas infinidad de nociones,   —150→   ¡hoy oscurecidas por el demasiado análisis! ¡Qué armoniosas resucitarían las palabras! Resurrección olímpica, semejante a la de los griegos al ser descubiertos después de un largo reposo, lleno de silencio augusto. Si se cerrasen los templos de las religiones ¡cuál sería el resurgir de los sentimientos místicos! La piedad iría a los altares verdaderamente paramentada de blanco con la unción de los niños. Todo lo ha gastado la civilización moderna; ya nada queda donde se espacie la ignorancia divina de los instintos y la santa idealidad del misterio. Y pensar que cuando algún espíritu consolador, como Maeterlinck, dice, verbigracia: pasad por este sitio del alma en silencio, porque allí duermen cosas misteriosas que el hombre aún no ha profanado; haya voces agudas y destempladas que griten con la maligna intención de despertarlas.

Unamuno tiene la vaga noticia, que tienen los espíritus profundamente poéticos o profundamente buenos, de la existencia de esas provincias inexploradas del ministerio, donde sólo penetran almas extraordinarias como Novalis, Kempis, Emerson o Mauricio Maeterlinck. Son almas de niños éstas, almas que tienen la clarovidente inconsciencia de la vida.

«Jamás olvidaré -dice Unamuno- una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando enajenado, de júbilo no más que estas palabras: ¡un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo! Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco».



Sí, estaban creando la palabra que surgió original, nueva, adorable de sus labios inocentes y de sus ojos iluminados por la única luz que no quema. Los que no comprendan por qué llama Unamuno inmortal la escena que recuerda, son almas herméticas, de una escasa comprensión sensitiva, que indudablemente las favorece en su mediana existencia. Su insensibilidad las aumenta, a lo menos las conserva; son almas que no pueden ser destinadas a roer en las trojes de los sembradores mientras los granos recién caídos en el surco llaman así las fuerzas inarticuladas de la vida para realizar el prodigio de sus germinaciones. Esta bien que no comprendan a ciertos poetas, los espíritus herméticos; bien está que no lo sientan. Así los jardines poéticos durarán floridos   —151→   muchos más días, sus rosas conservarán largo tiempo el aroma. Páginas existen del libro de la naturaleza y páginas hay en los libros de los hombres, que sólo son entendidas por los absolutamente ignorantes o por los videntes; los individuos de la mesocracia del pensar cuotidiano jamás las entenderán, porque sus ideas -las ideas suyas- son otros tantos obstáculos que les cierran el camino al conocimiento. Son ideas celosas, que están en el cerebro de los ilustrados, armadas de puntas y resueltas a rechazar nuevos huéspedes de la estrecha casa. Son muebles que no se admiten; no hay dónde colocarlos.

Menos acierto habría aún en llamar artista a Unamuno. El artista, únicamente artista, como el mero crítico, no renueva las almas, ni imprime, hoy por hoy, impulso hondo, vividor y significativo al espíritu moderno. Buscan en los actuales momentos los hijos de la ansiedad humana, pensadores que consuelen, poetas que con su espada ideal abran camino por donde se llegue a las fuentes pacificadoras del alma, a praderas invioladas, a las cimas serenas del amor que rejuvenece. Quizá el dictado de crítico; poeta conviniera mejor a las facultades de Unamuno. Sus procedimientos críticos se alejan casi siempre de los métodos conocidos y de las maneras peculiares a los escritores castellanos. Carece de dogmatismos; no demuele por el encanto de derribar sutilmente fábricas levantadas por otros; detesta el escepticismo por indigno; es incapaz de usar la ironía, ni el humorismo, que es al decir de un malogrado italiano, «el arte de hacer sonreír melancólicamente a las personas inteligentes»; rehuye las absolutas y los sistemas; elogia con parsimonia, porque juzga debe ser moderado el elogio si ha de revelarse sincero; la sinceridad no la entiende Unamuno como expresión de lo que sentimos, sino a modo de resultante del contacto del sentir con el conocer. La sinceridad puede ser falta si se ignora uno de los términos de la relación perseguida. Solemos decir: «en esta obra puse yo toda la sinceridad de mi alma», para que se considere vibrante la obra; a lo cual es de observarse que si tenemos un alma mediocre bien poco valdrá la sinceridad alardeada. Un partícula de la sinceridad de un Leopardi aparecerá más intensa que toda la de dos o   —152→   tres almas reunidas, pero que carecen del espíritu vivificador del gran poeta.

Escribe Unamuno con descuido de la forma; se detiene lo menos posible a pulir el período; se expresa en un idioma que no es propiamente el suyo; confiesa él en uno de sus libros que maneja el castellano con deficiencia; su prosa suele presentarse desgarbada; se le escapan por tener el oído atento a la armonía de los pensamientos, el número y la ligereza de la frase. El estilo comprende las ideas y las formas peculiares del autor; pero es factible una relativa separación de los elementos que concurren necesariamente a crear la fisonomía del escritor de raza. Los pensadores españoles que yo conozco, descuidan en sus obras lo extrínseco -vaya esta palabra del derecho civil- sin provecho de lo intrínseco. Con todo, ¿no sería de temerse que el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho, al ganar en el orden y compostura de la dicción, perdiera parte del encanto que en sus páginas encontramos ahora? Es Unamuno, cual pocos, poeta por dentro. Poeta por la generosidad de sus visiones; poeta a la manera de Don Quijote, de nobles empresas e ideales pensamientos. «Y aún llego a sospechar -observa en su libro Unamuno- que mientras he estado explicando y comentando esta vida me han visitado secretamente Don Quijote y Sancho, y aún sin yo saberlo, me han desplegado y descubierto las entretelas de sus corazones».

Nobilísima fe del caballero vasco, ¡sin sombra de levadura literaria! Hermosa confesión de quien, a haber vivido en remotas edades, hubiera sido caballero andante, y en los presentes tiempos, menos poéticos y menos dorados por las virtudes heroicas, se resigna a ser sembrador de conocimientos en la Universidad de Salamanca. ¡Cuán respetable es el quijotismo de Unamuno; cuán sincero trasciende su apostolado sin hipocresías y sin preocupaciones!

Jamás aparece enamorado de la letra en perjuicio del espíritu. Su culto se dirige al héroe manchego, a quien considera más real que a Cervantes mismo, no al libro; original y aún paradójica manera de contemplar la poesía ajena, convirtiendo su substancia en propia substancia, con ánimo de descartar de en medio al creador del poema, que apenas es un biógrafo de un tipo histórico, concreción simbólica de un pueblo, relato auténtico de los hechos   —153→   reales e indiscutibles de un personaje, el cual encontró su historiador; pero que de todas maneras habría dejado renombre imperecedero. Extraordinario punto de vista es, por lo dicho, el en que se coloca Unamuno. Llegaría Cervantes, habitador del Empíreo, hasta agradecer al comentador su comento, porque el inmenso amor de Unamuno para Don Quijote le hace digno de la mayor alabanza y propicio a todo perdón; aunque no dejaría el pobre manco, cuya vida fue muchas veces más dolorosa que la de Don Quijote, y en tal proporción meritoria, de sonreír con la melancólica sonrisa de su humorismo nunca igualado.

Despojemos a Don Quijote de la Mancha del ropaje con que lo vistió Miguel de Cervantes; quitémosle el estilo al libro; la triste y suave ironía que el historiador puso al relatar las proezas del caballero ¿y qué nos quedará? Una figura de ficción, novelesca, un caballero andante que realiza hechos estupendos, verbigracia, Amadís de Gaula.

Cierto es que Don Quijote representó en un momento histórico el alma española; y que Cervantes halló su creación en el ambiente, los elementos psicológicos indígenas necesarios para contrastar, con la locura de uno, el buen sentido del otro; los ensueños del santo con las durezas del héroe, y crear un personaje ideal, simbólico y vivo; pero ¿acaso los arquitectos geniales tuvieron siempre que hacerlo todo y débeseles menoscabar la plenitud de su obra porque recogieran en la corriente de la vida las piedras miliares para levantar sus fábricas asombrosas?

Caballeros andantes de carne y hueso hubo en España antes de Don Quijote y aun en sus tiempos los había. Íñigo de Loyola fue uno de estos caballeros, de la santa milicia. Bien interesante es la manera que emplea Unamuno para demostrarnos el parentesco espiritual entre Don Quijote y San Ignacio. Veló el santo sus armas según lo cuenta el padre Rivadeneira, su biógrafo minucioso; protegió a las mujerzuelas extraviadas, llevándolas a lugar seguro; disputó con malandrines moros y a punto se halló de desafiarlos a sin igual combate; tuvo que vencer la oposición de sus parientes antes de salir a sus andanzas, y así de lo demás en que se asemejan Don Quijote y San Ignacio. El padre Rivadeneira nos cuenta todo esto. ¿Quién diría que se pueden igualar el libro de Cervantes y el libro de Rivadeneira? ¿Qué virtudes alejan   —154→   el uno del otro inmensamente? Las virtudes del genio de Cervantes. Es imposible despojar el Quijote de las vestiduras que le puso su autor; por eso todas las traducciones que se han hecho del Ingenioso Hidalgo son más o menos tapices vueltos al revés. Unamuno pierde de vista que los hechos de Don Quijote valen infinitamente más, pero contados por Cervantes.

Si una que otra vez el narrador de las aventuras del héroe se muestra inferior a su empresa; si ofende de burlas al caballero digno de todo respeto, débesele disculpar tamañas irreverencias que deslustran el limpio brillo de su obra. ¿Acaso todo creador no tiene horas en que reniega de los hijos del espíritu? ¿La naturaleza misma no se complace en ridiculizar sus creaciones, en hacer caricaturas de las más armoniosas formas que antes concibió con amoroso deleite?

La tarea que se ha impuesto el profesor salmantino al dar a conocer en las revistas madrileñas el movimiento literario de la América hispana tiene laudables consecuencias. A los autores ibéricos les conviene fomentar las relaciones intelectuales en las antiguas colonias españolas, por bien de su fama y provecho de sus libros que se venderán en más extenso mercado. Si en América se han mirado con desvío toda suerte de productos peninsulares, la culpa principal la tienen ingenios y mercaderes españoles. España ha debido hacer siempre esfuerzos inteligentes y constantes por conservar sus influencias legítimas en estos países. Muy poco hace por medio de sus diplomáticos para fomentar el acercamiento de su pueblo y el nuestro. Sus letrados nos desconocen en absoluto, y se necesita que vaya a Madrid un Rubén Darío para estimarla, y nos tienen -con excepción de Buenos Aires- por indios sin catequizar o cuando más por mambises acicalados de generales. «Puede aparecer allá un libro maravilloso -me escribe Unamuno-, definitivo, de los que entran en el caudal de la literatura universal y decirlo aquí en España los que nos interesamos por cosas de América. Primero no nos lo creerán...».

Se comprenderá fácilmente por qué Unamuno se ha impuesto el trabajo de leer obras americanas y por qué razón goza de simpatías, que se traducen para él en alabanzas merecidas y en cordial acogida para sus obras.

Libre de preocupaciones de casta -que hacen a críticos españoles   —155→   mirar, a los americanos de arriba para abajo, Unamuno trata los asuntos con amplísimo criterio. No recuerdo haber leído en otro escritor español conceptos tan noblemente despojados del prejuicio de casta, como los que van en seguida, tomados del estudio Algunas consideraciones sobre literatura hispano-americana, que registra La Lectura, en sus números de Septiembre y Octubre del extinto año de 1906:

«Antes de ahora lo he dicho, y aquí creo deber repetirlo. Cuando algún americano pretende que la lengua española está en vías de desaparecer de América, o que sus literaturas están animadas de un espíritu contrario al de la española, se lo contradigo, y no ciertamente por patriotería, vicio de que me siento libre, sino por creerlo un error de espejismo y de perspectiva; pero a la vez me parecen dañosísimos y disparatados los pujos de magisterio literario respecto a América, que aquí en España se dan muchos, el desatinado propósito de ejercer el monopolio del casticismo y establecer aquí la metrópoli de la cultura. No, desde que el castellano se ha extendido a tierras tan dilatadas y tan apartadas unas de otras, tiene que convenirse en la lengua de todas ellas, en la lengua española o hispánica, en cuya continua transformación tengan tanta participación unos como otros. Un giro nacido en Castilla no tiene más razón para prevalecer que un giro nacido en Cundinamarca, o en Corrientes, o en Chihuahua, o en Vizcaya, o en Valencia. La necia y torpe política metropolitana nos hizo perder las colonias, y una no menos necia ni menos torpe conducta en cuestión de lengua y de literatura podría hacernos perder -si estas cosas se rigieran por procedimientos de escritores y literatos- la hermandad espiritual. Tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en eso de madre patria, y comprender que para salvar la cultura hispánica nos es preciso entrar a trabajarla de par con los pueblos americanos, y recibiendo de ellos, no sólo dándoles.

»Y lo que digo de la lengua digo de la literatura. Decir que las literaturas hispano-americanas no se distinguen sustancialmente, ni forman en el fondo, nada diferente y aparte de las literaturas españolas, es decir que la literatura española no se distingue sustancialmente ni forma en el fondo, nada diferente y aparte de las literaturas hispano-americanas. Y si se me dice que la española precede   —156→   a aquellas, haré observar que es una proposición de poco sentido y análoga a la de llamar a los americanos hijos nuestros, como si ellos no descendiesen de los conquistadores por lo menos tanto, y de seguro más que nosotros. Es aplicar a cosas del espíritu un Criterio meramente topográfico. Aquello es una continuación de la España del siglo XVI tanto como esto, y en regiones americanas, en parte de Colombia, v. g., aún más fielmente que esto.

»Cierto es que nuestros escritores influyen en América; pero ¿acaso no han influido en España, e influyen hoy mismo, escritores americanos? Y si no tanto aquéllos aquí como éstos allí, se debe a que su producción es más escasa, por razones especiales. Y cada día, es de esperar, influirán más. Hoy mismo ¿cabe negar la influencia, buena o mala, mejor o peor, que de esto no nos toca tratar ahora, de Rubén Darío en la juventud española que al cultivo de la poesía se dedica? ¿Cabe negar la que ha ejercido José Asunción Silva, aún en muchos que han fingido desconocerlo?»



A Unamuno no puede juzgársele aún con suficiente acierto. Quizá sea este un momento inoportuno, porque, yo me engaño, o su espíritu se halla en el comienzo de una fecunda floración de ideas prometedoras de abundante poesía. Para el creador llega la hora núbil en que se realizan sus nupcias con la vida y la belleza. El incansable vasco, tenaz y enérgico como su pueblo, estudia prodigiosamente, lee con aterradora rapidez y se informa de todo lo interesante que sucede en el mundo. Lo considero llamado a influir, cuál ningún otro pensador español visible, en la renovación de su patria y en el desarrollo de las relaciones comprensivas y útiles de España con los pueblos americanos. Varias veces ha conmovido el alma nacional; sus atrevidas disertaciones acerca de la institución militar y el patriotismo españoles, lo consagraron como verídico conductor de huestes pensantes. Su valor civil, su intrepidez ciudadana, tienen de compararse a los de Zola y Anatole France, en caso análogo.

Para Unamuno, todo lo humano debe ser comprendido, a lo menos explicado. En su programa ha dicho:

«Cada día me interesan más los sentimientos y los hombres, cada día me interesan menos las ideas y las cosas.

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»Por mi parte, no pretendo convencer a nadie de nada; en rigor, y pese a las falaces apariencias, jamás lo he pretendido. Si una arbitraria afirmación mía -casi todas mis afirmaciones, cuando son mías de verdad, son arbitrarias- te corrobora en tu opinión, contraria a lo que yo afirmo, o te hace formar tal opinión, estoy pagado. Tomo de mis prójimos, no sus ideas, sino el calor con que las sostienen, calor de humanidad».



Después de una declaración tan amplia de tolerancia, cual conviene a varón del intelecto de Unamuno, se hace difícil hallar la razón que tuvo para unirse a Azorín y a Manuel Bueno en protesta contra las manifestaciones ruidosas que el pueblo español hizo recientemente a don José Echegaray. Unamuno conoce, como el más sociólogo, autor de En torno al Casticismo; observador permanente de las multitudes; versado en reconditeces psicológicas; maestro de juventudes, todo parecía indicarle que el homenaje al anciano dramaturgo elegido por la academia sueca para conferirle el premio Nobel, era justo y propio del pueblo cuyo carácter ha interpretado en parte el autor El Gran Galeoto. Quizá fue la oposición al homenaje un brete de aquel individualismo zahareño que señaló Plinio en los iberos, defecto que disgrega en un momento las mayores fuerzas de cohesión de nuestra estirpe y nos hace incapaces de una acción común política o social, prescindiendo de los detalles que no armonicen con todas las aspiraciones, con el fin único de llegar a un resultado de beneficios generales.

El insigne sociólogo del idioma castellano, señor Julio Cejador, llama a la faz del carácter español, de que hablo, «individualismo brutal»; y don Manuel Bueno, escritor de nervio entre los mejores de la juventud hispánica, dice: «El atomismo, el individualismo orgulloso y rebelde que acaba de descubrir Martín Hume en el subsuelo de nuestra raza, es achaque tan viejo que ya Strabón, al mentar a los españoles, escribía ‘que por su altanería no alcanzaban a unirse entre sí ni podían mantener sus alianzas, de donde nació el no poder ser iguales en fuerza a los que de fuera venían a embestirles’». (El falso Hidalguismo).

Y más adelante agrega:

«El único pueblo imposibilitado de un gran acto de contrición o para un movimiento de redentora protesta es el nuestro, porque   —158→   nadie acepta la iniciativa de su vecino ni se allana a obedecer o secundar lo que otro ha pensado».



Ese individualismo, que se diría es un espíritu de contradicción fuertemente arraigado en el alma indígena, es nuestro gran inconveniente en la lucha por el progreso, y tal vez la fuente ingénita de nuestras guerras civiles. El pueblo español, y más aún, sus descendientes cismarinos no saben resignarse a tiempo ni menos deponer su individualismo en aras de un pensamiento general de trascendentales consecuencias. Es posible que me equivoque, pero creo que el individualismo español tiene una raíz radicalmente opuesta a la del individualismo inglés, que tan extraordinarios triunfos ha obtenido en favor de la dignidad humana. Cuando los españoles se asocian quedan tantos individuos como personas se congregan; cuando los ingleses se asocian no aparece sino una persona que piensa y que obra.

Y vuelvo a Echegaray para explicar por qué no hallé acertada la protesta de Unamuno. Echegaray es un representante de ciertas virtudes o modalidades del pueblo español. La Nación ibérica ama las tragedias resonantes y sangrientas. El Circo es su fiesta por excelencia. El español busca los colores precisos, las situaciones dramáticas, los lances pasionales, el ruido y las emociones evidentes. Entiende a Segismundo y apenas oye a Hamlet; con Ibsen bosteza y a Maeterlinck, afortunadamente, no se le entiende allá, ni aquí mucho menos. Digo esto sin ánimo de mortificar a nadie. Los descendientes del león ibero somos lo mismo; y no es que yo reniegue de la estirpe; líbreme Dios de parecerme a esos descastados que por haber dormido en París y Nueva York, se hacen los ingleses, maldicen el idioma y de todo lo patrio y no se acuerda de su país más que para explotar su tesoro. Bien al contrario, a honra tengo la estirpe, y si ahora -vaya ello sin ironía- me prometiera un Genio, de los que andan en cuentos de hadas, la trasformación de nuestra sangre aborigen, convertida por arte de encantamiento y suprema alquimia, en sangre yanqui, pongo por caso, le tiraría a la cara al Aladino la bacía que yo tenga por yelmo.

Yo no cambio mi lámpara de oro viejo por la lámpara de oro nuevo del riego. Si es triste que un hombre envidie, en vez de   —159→   sobrepujarlo, a otro hombre, ¡cuánto más triste que un pueblo envidie a otro pueblo!

Echegaray es un tipo castizo, conforme con el modo de ser de los españoles. ¿Acaso la tolerancia, base del pensar del profesor vasco, y la armonización de las distintas filosofías, consecuencia de su lúcido criterio, no le bastaban para explicarse la preponderancia del poeta laureado?

A manera de los conductores de pueblos, Miguel de Unamuno entra en la pelea; que sólo en el combate se ve quién tiene alma yuxtapuesta y quien la trajo desde el seno materno. Desconoce el recinto de la torre de marfil; prefiere vivir en un castillo almenado que tiene fosos, vigías y mesnada que lo defienda.

Defiende lo que debe defenderse: la patria en lid abierta, sin patrioterías, orientando su espíritu a todos los vientos; defiende la libertad, que no es un vano nombre ni puede ser enterrada porque claudiquen todos los desalientos y giman todos los escepticismos; defiende la religión, mejor dicho, el sentimiento religioso, porque es aquella elevación de las almas en presencia de lo desconocido; defiende la tradición castiza, no la que aspira a conservarse por vieja, si no la que debe perdurar por generosa; defiende a su pueblo del prosaísmo enervada, y le grita ¡adelante!, señalándole el camino de la nueva jornada.

Idealista de raza, magnificado por su idealismo, es Unamuno.

Es de aquellos héroes que no temen ser derrotados. El mundo está repleto de hombres que temen ser derrotados. El catolicismo, v. gr., no cuenta hoy en sus filas un solo hombre que no tema ser derrotado, por lo cual no existen Íñigos de Loyola, ni Teresas de Jesús, ni Franciscos de Asís. La especie carecería de objeto si no surgieran de cuando en cuando esos Duques de los Abruzzos que van en busca del polo Norte, sabiendo que serán derrotados por la soledad; esos médicos que se inyectan sueros inexperimentados con conocimiento de que van a exponerse a la muerte.

Unamuno es íntimamente indígena. Sírvele lo que toma de las fuentes universales de las ideas para hacerlo entrar en su alma castiza. Los creadores son duros -dijo el Solitario-; Unamuno es duro con su casta. Les habla a españoles y americanos, en el lenguaje más claro, las verdades necesarias. Pero, ¡qué hermoso es el amor del poeta por su pueblo! Nada pasa inadvertido para   —160→   Unamuno de lo que interesa al desarrollo de las unidades nacionales, a las relaciones de los países de un mismo origen hispánico, a la producción literaria o científica de los grupos sociales. Estudia con cariño la historia americana. A sus manos llegan los libros y las revistas de todo el Continente. De tan vasto acervo toma lo útil para formular síntesis críticas. Las de Unamuno son generalizaciones muy sustanciosas. Hace crítica comparada en sus ensayos publicados en las revistas madrileñas. Sus análisis resultan generalizaciones acerca de los pueblos americanos.

Le carga el cosmopolitismo; lo considera una especie de filoxera, de gota que le cayó a la vid española o a la papa de la Sabana. El ansia de informaciones de todo lo extraño nos ha privado de conocer lo propio, sobre todo de sentirlo y de amarlo. El exotismo literario nos obliga a pasar indiferentes ante el Magdalena mientras nos empeñamos en ayudarles a los bardos germanos a describirles el Rhin o a cantar el Mosela. El cosmopolitismo es libresco. «Lo universal -dice el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho- riñe con lo cosmopolita; cuanto más de su país y más de su época sea un hombre es más de los países y de las épocas todas».

Tal es el principio u opinión, que sirve a Unamuno de guía en sus juicios acerca de la producción suramericana y de la peninsular que se apartan por mal modo de la observación sincera y de las emociones vividas en fraternidad con la familia propia y el solar nativo.

Pone esmero el crítico peninsular en alejarnos del cosmopolitismo literario y de los gustos exóticos. Se sonríe amablemente cuando observa que nos entregamos en Sur América a los juegos malabares de la literatura y que mientras tenemos el cuerpo sometido al medio físico, viaja el alma al través de los libros olvidada del más fecundo aprendizaje, el que deja la misma que vamos viviendo.

A propósito de un estudio de jugosa doctrina, escrito por el señor de la Riva Agüero, crítico peruano a quien encuentra acertadísimo Unamuno, trata éste por magistral manera de varias tesis relacionadas con las tendencias de las letras hispanoamericanas: de nuestro prurito de imitación, especialmente de lo francés; de nuestra falta de ideal; de las diversas especies de americanismo;   —161→   de la influencia de los escritores peninsulares en nuestra literatura; del desvío con que miramos la labor del pensamiento inglés, etc.

Es el ensayo que cito un dechado de crítica comparada. Las observaciones que lo esmaltan suelen parecer paradojales. Las paradojas son verdades que aún no tienen el sello de la evidencia; verdades que juegan en la cuerda, como los acróbatas, según pensó el extraordinario Oscar Wilde.

Dice Unamuno, por ejemplo, al hablar de Hipólito Taine: fue «portensoso falsificador y sistemático caricaturista». Esto es mucho más exacto, sin duda, que afirmar nos dejara el pensador francés un concepto sobre el arte; siendo así que dejó un método, pero no un concepto. Preferibles son las paradojas, opiniones que todavía no han sido vividas o verificadas sino por un individuo a esas mentiras preestablecidas.

El tema del exotismo y del cosmopolitismo daría para escribir hastas páginas. He de volver otro día a tratarlo. Por ahora deseo hacer una pregunta, que dedico a nuestros ingenios polemistas:

Cuando somos los americanos más exóticos y más chirles: ¿al traducir por centésima vez las odas de Horacio y las Églogas de Virgilio, o al seguir las modas literarias actuales, que son maneras de ver y de sentir de los hombres contemporáneos, en otros pueblos íntimamente unidos a nosotros?

La obra de Unamuno es ya extensa y cada día interesa con mayores veras. La prensa nos refiere que recientemente terminó una conferencia en Barcelona con este grito: ¡Viva la verdad! Creo haber anotado que Unamuno carece de sectarismo; de modo que ese grito significa: vivan nuestras verdades humildes, nuestras verdades sentidas, amadas en un santo silencio o en una actividad noble.

Sí, cuando hay quienes pretenden asesinar la verdad enterrándola viva bajo arcos de muerte, debe gritarse: ¡Viva la Verdad! aunque se necesite explicar que ésta no es la Verdad con mayúscula de los enlabiadores americanos.