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ArribaAbajo Letras argentinas

Roberto F. Giusti



El Derecho por Carlos Octavio Bunge

En esta misma sección me ocupé meses pasados de la obra extensa y variada del doctor Bunge. Formulé entonces ciertas reticencias sobre las que no es del caso insistir. Tócame ahora al contrario rendir cumplido homenaje a este nuevo libro del infatigable escritor, que así por su extensión como por su contenido impone el más franco respeto. Justo es que alabemos la laboriosidad intensa en esta tierra donde anda tan escasos los hombres de gabinete y tanto menudean los doctores poco menos que analfabetos. Cuando alguien como el señor Bunge se recluye espontáneamente para producir un libro como El Derecho, libro de doctrina y de pensamiento, que supone una ímproba labor de años, es menester abandonar la sonrisa la sonrisa irónica, arma perversa de quienes no pueden ni saben producir.

Esta última obra del señor Bunge, aunque en general de índole didáctica, aspira sin embargo, a un título más elevado: en ella el autor ha expuesto teorías personales que débense considerar como un bello esfuerzo de pensamiento, aunque presentaren puntos flacos a la crítica.

Mi propósito no obstante al trazar estas breves notas no es si no el de ocuparme de un único capítulo del libro que más que ningún otro ha despertado mi interés. La índole especial de esta sección, consagrada exclusivamente a las letras me excusa de que no me detenga en un examen minucioso de la obra entera. Deseo sólo   —328→   ocuparme de una personal teoría del señor Bunge sobre la ética, a cuya concepción sin duda ha dedicado sus más largas vigilias. Me tornaré la libertad de juzgar esta teoría con el más superficial criterio de literato (en el sentido más despectivo de la palabra), sin citar textos ni apadrinarme con respetables autoridades: la erudición intempestiva embrolla las cuestiones e impide concretar el pensamiento en unas pocas ideas inteligibles.

El señor Bunge en el último capítulo de su libro, después de analizar brillantemente los dos principios antitéticos de la ética contemporánea, el ecualitario en occidente y el antiecualitario en oriente, funda sobre estas consideraciones preliminares su esbozo de un sistema positivo de ética.

El señor Bunge es incuestionablemente un espíritu sistemático, sin que esto envuelva una censura sino una sincera opinión sobre una especial característica de su mente. Gusta hasta con exceso de ordenarlo, de clasificarlo, de encasillarlo todo. A este respecto ha tenido varias veces en sus diversas obras aciertos admirables; pero en ocasiones ha incurrido también en el grave defecto de generalizar con extremada rapidez. Con este necesario precedente se comprende desde ya que la ética que paso a analizar está perfectamente sistematizada y ordenada en claros aforismos.

El primero de sus principios es el cristiano «amarás a tu hermano y semejante». De la semejanza específica nace la simpatía humana que vincula los intereses de los hombres y los grupos, formando ciclos: la familia, la clase, la patria. La simpatía estará pues en relación con la cohesión del cielo y la mayor afinidad de sus miembros. Como se ve, nada nuevo por el momento. Pero el señor Bunge introduce en su moral un sentimiento desechado por la vieja moral igualitaria: introduce el odio como elemento útil y aún necesario. Hay mucha razón en esto: «El amor al enemigo es una falsa orientación ética». Y de aquí parte otro principio: «Desconfiarás del extraño y odiarás al enemigo». El señor Bunge prevé la objeción: ¿cómo distinguir al extraño y al enemigo del hermano y el semejante?, y para ello nos da varios criterios.

El señor Bunge está íntimamente convencido de la verdad de su   —329→   teoría y la fórmula en frases seguras y vigorosas. Escribe: «No desconfiar del enemigo, no poder odiarle es una prueba de debilidad y de decadencia: ¡he ahí lo que todo pueblo fuerte y grande debe decirse y predicarse! La gran obra moral de fines del siglo XX o acaso del XXI será, según mi tema, dar un criterio y un regulador al Odio. En las escuelas europeas llegará a enseñarse a odiar como en las japonesas».

Sinceramente confieso que todo esto me encanta. Cualquier idea novedosa aparte su valor como idea, tiene un valor artístico. Si se admira una hermosa frase, un verso sonoro, desprovistos de toda otra utilidad que no sea la del placer intelectual que reportan, ¿por qué no ha de admirarse a hermosa idea, aunque falsa? Toda bella paradoja, bien que llegue al absurdo, encierra siempre un mérito inapreciable como expresión de un común esfuerzo de pensamiento. Es algo así como un bello gesto completamente estéril.

De los dos susodichos principios derivan algunos aforismos prácticos: los choques de intereses con los hermanos y semejantes se solucionarán por la paz, la lealtad y el amor; los con extraños, y enemigos en favor propio y en el modo que más convenga, por la razón o la fuerza.

Que el señor Bunge me perdone, pero yo creo completamente inútiles estas construcciones sistemáticas. Una ética de esta índole podrá ser una constatación de hechos, acaso lo es la misma que tratamos, mas no una propulsora de acciones. ¿Qué eficacia moral han de tener esos principios abstractos: «ama al hermano; odia al enemigo»? Pero, ¿cuál es mi enemigo? Al señor Bunge no se le oculta que bien puede odiarse a un coasociado y amar a un extraño; pero resuelve la cuestión en una forma a mi ver inadmisible. «La ética -nos dice- debe enfrenar o moderar la aversión al coasociado, y la simpatía al extraño».

El sistema evidentemente es de un intelectualismo exagerado y sin arraigo en la realidad. Nuestra moral depende de nuestra sensibilidad y no de nuestras ideas. No es por principios metafísicos que nos guiamos sino adaptándonos a las diarias contingencias de la vida. Ese mismo principio de amor universal incrustado desde siglos en nosotros no tiene ninguna eficacia moral cuando   —330→   choca con nuestros intereses. ¿Ha impedido tal vez que los franceses odiaran cordialmente a los alemanes después del 70? ¿E impedirá el principio del odio que el señor Bunge proclama, que mañana los japoneses, hoy adversos a los blancos, se inclinen a ellos determinados por motivos más poderosos que todas las enseñanzas que se les inculcan? Llegar como llega el señor Bunge a querer graduar el Amor y el Odio según casos y personas, escalonando una serie de valores afectivos que arranquen del cariño de los padres a los hijos para llegar al caso opuesto de la enemistad bélica, me hace el efecto de pretender trazar caracteres en el vacío.

El señor Bunge cree que nunca llegará a constituirse la obligación moral en una manera tan espontánea y orgánica de obrar, que pueda considerarse como una forma fatal de la actividad de todos y de cada uno. Pero como su ética no se detiene más que en fijarnos los dos polos de nuestra acción individual y colectiva, exigiéndonos para los unos el amor, para los otros el odio, paréceme que esos dos sentimientos tan humanos, tan primitivos, no necesitan de obligación moral alguna, pues radican en el fondo de cada cual y sí constituyen en nosotros «una manera orgánica de obrar».

Dejo esbozada la crítica en estos pocos rasgos generales, habiéndome únicamente movido el interés que me inspira la producción del señor Bunge, a detenerme más de lo usual sobre la teoría expuesta. Podría haberme limitado a algunas frases vagas de elogio: he preferido en vez abrigar algunas dudas sobre ciertos puntos, de lo que no ha de habérsela a mal seguramente el autor, cuyo interés, supongo, está en que se discutan sus opiniones, cosa que, justamente, no se acostumbra hacer aquí con libros de la índole de El Derecho. Esta obra seria e intensa, clara en la exposición, apreciable característica de todas las del mismo autor, segura en el método y original por sus ideas, representa un esfuerzo que, estoy seguro, no será apreciado como fuera de desear. ¿Cuántos son los que se leen 500 páginas que representan el pensamiento de un escritor de la tierra? Sin duda deberá venirnos una vez más del extranjero alguna voz de aplauso para este interesante removedor de ideas. Porque éste es ciertamente   —331→   el mérito del señor Bunge, de quien ya es tiempo que se deje de alabar sólo su laboriosidad, fácil escapatoria que atestigua la pereza del crítico que dejó sin cortar las hojas del libro.

El señor Bunge piensa y trabaja. Si se ha equivocado alguna vez, también ha acertado a menudo, y esto último compensa aquello, mejor dicho, lo implica. Nuestra América y La educación hablaban ya de un espíritu que se salía de lo común. Esta última obra El Derecho confirma la opinión. Invito a los verdaderos entendidos en la materia a decir su palabra.




Borderland por Atilio M. Chiappori

«¡Mi arte debía ser de una simplicidad natural en la descripción exterior, y el resultado de un análisis minucioso, de innumerables observaciones en lo espiritual... Es decir: verista no sólo en las representaciones visibles -escenas, actitudes, fisonomías-, sino también en las realidades de la vida interior -conflictos sentimentales o morales; de suerte a dar, en una síntesis preponderante, la exactitud del momento dramático».

Estas palabras puestas en boca de un personaje de Borderland resumen seguramente las aspiraciones artísticas del señor Chiappori. Él ha tratado de darnos un libro que aunase la observación más prolija de los fenómenos objetivos a la de los más fugaces estados de conciencia, con el objeto de circunstanciar en cada instante el drama interior y exterior que viven sus personajes. Y casi siempre lo ha logrado. El señor Chiappori, con una probidad artística completa, nada descuida: ni las actitudes, los gestos, las expresiones, los incidentes triviales caracterizadores de toda una situación, ni el más escrupuloso análisis subjetivo cuando es menester.

Esas almas trágicas o anormales que atraviesan el libro, abrumadas de misterio, las ha puesto al desnudo. Viven. Las vemos gesticular. A través del entrecejo que se frunce, del rostro que se contrae en una ambigua sonrisa, del ojo que echa una mirada aviesa, se nos perfilan, netos y claros, un pensamiento, una intención, un complejo estado espiritual.

El señor Chiappori ha arrancado sus tipos a los libros de psiquiatría. Los desequilibrados que ambulan por sus cuentos, son almas   —332→   llenas de sombra. Lindan con el más allá, con ese inmenso océano de misterio que bate a nuestras orillas. Borderland... «Tierra de confín»... Me atengo por un instante al titulado Un libro imposible. Es una extensa narración, casi una corta novela, obsesionante y extraña, hábilmente tramada, en la que gesticula sus rarezas de manicomio el protagonista, Augusto Caro. Obsesionante y extraña he dicho. En efecto el señor Chiappori con singular pericia ha sabido rodear su narración de un aire tal de horror que por momentos el relato adquiere matices verdaderamente poeianos.

Ciertamente esta clase de literatura no es nueva; pero sí lo es la forma altamente personal con que se nos presenta en Borderland. Personal sobre todo es el estilo del señor Chiappori, un estilo trabajado, sutil y preciso. Preciso en el epíteto, nunca vulgar y siempre usado con sobriedad: preciso en la arquitectura de la frase, delineada con esmero de artífice. En todo el libro campean unas nobles maneras de buen señor de las letras.

El señor Chiappori, inquiridor curioso de hechos mórbidos, ha puesto en alguno de sus mejores cuentos todo un caso científico, ocultando su triste aridez con el ropaje, elegante de su fino arte. Un libro imposible por más que finalice con una inconvincente escena de una exageración de cuento fantástico -¡pero tan hermosa, tan original!- a ella llega empero por un ingenioso razonamiento lógico. Esa última escena remata el curioso desarrollo de una teoría en boga, sabiamente aprovechada, la teoría somática de las emociones, que, con una claridad en que el arte no daña a la exactitud científica, expone el señor Chiappori en unos pocos párrafos de un tecnicismo riguroso. Abundan además en el libro y en esa primer novela principalmente, mil peregrinas teorías, mil observaciones psicológicas de no escaso valor, que acreditan en el señor Chiappori un espíritu penetrante y reflexivo.

Más vulgar encuentro el caso relatado en La corbata azul, ya explotado otras veces. Sin embargo, el cuento, como todos los del libro, es una página bien hecha. Porque esa es precisamente otra de las encomiables características del señor Chiappori: su arte en componer los cuentos. Las partes en ellos están siempre sabiamente distribuidas: la presentación de los personajes, las circunstancias   —333→   ocasionales, el diálogo, la acción culminante. Y a este propósito no quiero referirme sino al cuento de menor mérito del libro, al titulado Mademoiselle Gauroche, que en toda la insignificancia de su argumento, está construido con una maestría reveladora a las claras de la mano de un verdadero artista.

El señor Chiappori se ha estrenado con una obra aristocrática refinada, por consiguiente poco accesible al vulgo, pero que ha de darle entre nuestros escritores la posición que bien merece. Este Borderland es una flor extraña: es un libro demasiado doloroso. Sobre sus páginas se cierne una atmósfera malsana. Por eso, expresando una opinión puramente personal, sin pretensiones de despacharla como receta, gustaríame que el señor Chiappori se apartara desde ya de esta literatura anormal, y nos diera con su estilo tan propio, tan inconfundible, algún otro libro -¿cómo decirlo?- más sano, más humano...




Almafuerte por Juan Mas y Pi

Siempre han sido descuidados en el país los estudios de aliento sobre tal o cual escritor, sobre éste o aquel aspecto de nuestras letras. Bien sé que en general ellas valen muy poco, mas no a tal punto de no presentar lados interesantes para la curiosa mirada de los que a tales estudios gustan de aplicarse. Ha tiempo que murió Juan María Gutiérrez, quien tanta luz arrojó sobre la poesía argentina de las primeras décadas del siglo, y nadie hasta la fecha lo ha sustituido. A lo más pueden citarse algunos estudios en libros o entrevistas, escasos los serios y en conjunto casi nada2.

En condiciones semejantes, bienvenido sea este ensayo crítico del señor Mas y Pi, que aporta, una no pequeña contribución al conocimiento de Almafuerte, ese lírico genial «a veces delirante, sonoro como Hugo y atrevido como Junqueiro».

Su obra atormentada y fuerte, no reunida aún sino en mínima parte, pedía desde tiempo atrás un estudio sereno y penetrante.   —334→   Mas y Pi nos lo ha dado. Se hallaba por otra parte en condiciones de dárnoslo. Poco, ya lo dije, se cultiva la crítica entre nosotros, aun la militante, pero entre aquellos que a tal género se dedican ya se había conquistado Mas y Pi una honrosa reputación, a pesar de no frecuentar los círculos consagradores de los cafés. Su labor crítica no es escasa ni es mediocre. Algunos literatos extranjeros podrían hablar por mí y decir en qué estimación tienen el estudio que Mas y Pi les consagrara. Es además un conocedor de literaturas para nosotros exóticas, malgrado la vecindad: la portuguesa, la brasileña y la catalana.

Su estudio sobre Almafuerte es serio y mesurado. A grandes rasgos, sin sutilizar demasiado, Mas y Pi ha seguido la unidad del pensamiento siempre ascendiente del poeta, fijándola ingeniosamente en cuatro jalones, La sombra de la patria, La inmortal, El misionero y Trémolo, esos cuatro enormes eslabones de la cadena de combates librados por Almafuerte en pro de la patria, de la humanidad, del hombre y del yo.

Mas y Pi lo ha hecho con cariño de hijo y de discípulo; pero si alguien por esto mismo dudara de su imparcialidad, se le podría contestar que por el momento no es menester detenerse sobre los innegables defectos de la obra de Almafuerte. Cuando tan gran poeta no había tenido todavía su comentarista, injusto hubiera sido que el primer llegado se perdiera sobre todo en mostrarnos las humanas debilidades de su obra. Mas y Pi ha hecho lo que ha debido, analizando con perspicacia la mentalidad robusta del poeta y mostrándonos el aspecto perdurable de sus cantos. La tonta y sin embargo tan humana tarea de poner al desnudo los defectos quede para los críticos posteriores.

Y justamente mis instintos de roedor me hostigan a hincar los dientes en este estudio crítico tan apreciable. No puedo resistir a la tentación de hacerle un reparo. ¿Por qué no nos ha presentado Mas y Pi también la faz moral del poeta, su vida íntima? Los críticos futuros, él nos dice, para estudiar a Almafuerte deberán recurrir a los mil documentos de su vida, a las menudencias de la anécdota, a los detalles epistolares, a sus luchas por el bienestar ajeno. ¿Por qué no haberlo él ya intentando someramente? Comprendo su resistencia a entrar en la vida íntima del   —335→   Padre y del amigo, pero no se exigía tanto. Más aún, soy de aquellos que repugnan de esa enfermiza y pseudocientífica curiosidad que arrastra la crítica moderna a escudriñar los más íntimos rincones de las vidas de quienes tuvieron la desgracia de ser grandes.

Pero hubiera bastado que Mas y Pi perfilara a grandes pinceladas el alma compleja y amorosa y huraña del maestro, el alma exteriorizada en el diario ajetreo de la vida. ¡Es tan hermoso todo lo que tiene olor de vida! Así, viendo al hombre, comprenderíamos sin duda mejor la obra del poeta. Una anécdota sola de Almafuerte acaso nos dijera más sobre él que cien páginas de sutiles divagaciones.

En fin, ya hinqué el diente.

Mas y Pi debe quedar satisfecho. No sólo ha hecho una obra útil sino también una obra buena. Una nación que alberga a un lírico de la talla de Almafuerte y se olvida de él, no lo merece.

De alabar es que Mas y Pi nos lo haya recordado. Verdad que nos hallamos en el bello país en que desde la tribuna parlamentaria cualquier Andrónico Castro se atreve a preguntar para qué sirven los poetas; pero debemos recordar que nunca, y mucho menos hoy en día, ha sido el congreso que dictara leyes en materia intelectual.

Ahora, a propósito de este libro una consideración final. ¿Cuándo se publicará la obra dispersa de Almafuerte? De él no se ha editado más que ese pequeño volumen titulado Lamentaciones. Todos citan al autor de El misionero con ¡ohes! muy redondos, pero pocos, muy pocos lo conocen seriamente. Popularizando su obra se lograría tal vez que el «parche no fuera golpeado en favor de otros nombres más populares por una hábil combinación de ecos en la prensa y en el libro», que dice Mas y Pi.




Intención y voluntad por Mario A. Carranza

El señor Mario A. Carranza no ha querido irse a Europa sin dejarnos un libro, fruto de su pensamiento y actuación de varios años. Es este un libro desconcertador: su lectura borra la pésima impresión que una recorrida general de él produce a primeras; sin embargo, algo de esa impresión perdura en el ánimo.   —336→   ¿Se debe acaso a la falta de unidad de las materias que contiene, y a la índole especial de muchos, de la mayor parte de sus capítulos, simples alegatos jurídicos? Probablemente. Sin duda fastidia encontrarse en un libro que lleva un prometedor título filosófico y un lema de Nietzsche (en francés), con una media docena de alegatos de interés relativo y éste sólo para el jurisconsulto. Francamente eso produce el efecto de una emboscada que se nos hubiese tendido. Ahí estriba a mi parecer el error del señor Carranza: el haber pretendido dar a luz, necesariamente, un libro. Recogió su producción dispersa y heterogénea, y la publicó, siguiendo la criticable costumbre que se ha convertido en ley para nuestros intelectuales. Hablando familiarmente: el vino no alcanzaba y lo alargó con agua.

Sin embargo, si nos atenemos a los artículos de índole literaria ya cambian de aspecto las cosas. Esos primeros capítulos del libro, incluso el prólogo, son páginas bien intencionadas. El señor Carranza revélase un admirador y un discípulo de Anatole France. Véase: «La ironía y la piedad, pensé para mí mismo, nos enseñan a tolerar y a burlarnos de los malos y de los pobres de espíritu, sin lo cual se podría incurrir tal vez en la debilidad de odiar». A pesar de esto el señor Carranza tiene convicciones, sólidas convicciones de las que carece el Maestro, o mejor dicho, el Franco de la primera hora, que más tarde él también hubo de adquirirlas. Son fuertes y saludables las convicciones del señor Carranza. Tampoco fállale audacia para pensar y criticar, y eso es bueno. En este sentido el libro merece un aplauso. Repito no obstante que no me entusiasma, aunque ven en él un millón de cosas de que generalmente carece nuestra producción. Creo por consiguiente que, sin necesidad de entonar prematuramente fanfarrias triunfales por este libro común, bien intencionado y mal compuesto, aun del punto de vista estilístico, puede esperarse de su autor alguna otra obra más uniforme a la que sin duda ni le faltará nervio ni utilidad. «Es tan triste convencerse inútil». Sí, tiene razón el señor Carranza, pero para alcanzar a ser útil no deben ahorrarse esfuerzos, se debe escribir y pensar con el sudor de la frente, y si es posible con la propia sangre.