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ArribaAbajo Letras argentinas

Roberto F. Giusti


Por más que el mérito de tal o cual libro sólo sea escaso, sin embargo se impone en esas notas bibliográficas el elogio, la frase de aliento para su autor, si es que ese libro, en su valor meramente relativo, revela un digno esfuerzo o una sana aspiración de arte. Y la razón es obvia.

Nuestra literatura -si es que existe- no tiene sino un valor relativo. Por la tanto no se puede usar a su respecto el mismo criterio que se emplearía al juzgar una literatura europea. Es de desear, naturalmente, que la producción artística argentina sea de verdadero mérito, mas no han de exigirse imposibles. Por algo hay que empezar. Al lado de un Obligado, de un Groussac, de un Lugones, de un Ramos Mejía y de algunos otros hombres de letras que honrarían a cualquier país ¿cuántos, entre nosotros, cuya labor, que es considerada y es justo considerar con respeto, quedaría borrosa en otro medio?

En estas cosas como en todas, no puede haber criterios absolutos. Con ellos, verbigracia, debiera empezarse por excomulgar desde ya nuestro naciente teatro que, ni vale la pena decirlo, no resiste por cierto el parangón con ningún teatro europeo. Apenas si Sánchez, en alguna de sus obras, se acerca al tipo. Y sin embargo no es cosa de desdeñar la labor de los demás.

¿Y qué decir de nuestra entera literatura? Si a su respecto no se hicieran valer los mismos argumentos, a qué quedarían reducidos Echeverría, Mármol, Andrade o Gutiérrez, al lado de   —265→   Hugo, de Byron, de Zorrilla? Valuaciones distintas han de regir, no hay duda. Con criterios absolutos no se llega a ninguna parte. Eso sí, guerra a la mediocridad, a la pereza, a la falta de honradez artística, en una palabra, a la grafomanía.


Joyeles por Juan Aymerich

Este libro podría dar tema para volver a repetir todo cuanto se ha acostumbrado decir respecto de las dificultades que opónense al buen manejo del soneto, las que por otra parte han sido exageradas, y de las positivas ventajas que esa especie lírica ofrece para ciertos asuntos, cuando se ha logrado dominarla. Pero la materia está agotada y no vale la pena insistir.

Atento a lo dicho, los cien sonetos que Joyeles contiene, están trabajados con maestría suficiente como para merecer el respeto de todos los cultores del difícil arte en estas tierras.

Parnasiana podríase definir la estética del señor Aymerich, y su misma admiración por Heredia, del que nos da unas felices adaptaciones (apláudase la cautela) de algunos de sus sonetos, abona en favor de esta opinión. Mas no es el suyo un parnasianismo completamente definido, si por tal cosa se entiende una absoluta impersonalidad artística. Su obra, en efecto, no es del todo impersonal, como dicho sea entre paréntesis, nunca he visto que lo fuera tampoco la de los parnasianos de primera fila, poniendo entre ellos al mismo Heredia. Ciertamente, fiel a la susodicha estética, el señor Aymerich ama la línea y el color con preferencia al sentimiento; sin que esto excluya de muchos de sus mejores sonetos esa interna vibración emocional que por ellos derrámase infundiéndoles alma.

Todo es cuestión de grados. Antepone, sí, el cuidado de la forma que trata de hacer luminosa y sonora, al contenido, lo que no significa que haya desterrado de sus versos todo elemento subjetivo.

Sus sonetos, endecasílabos y alejandrinos, (salvo dos de versos de diez y seis sílabas) desenvuélvense serenamente, sin tropiezos, encerrando con holgura la idea que los informa, que sabe siempre terminar en el último pie con un rasgo sintético y expresivo, que acertadamente redondea y cierra la composición.

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Como defecto principal de esos sonetos puede señalarse la trivialidad de la rima, no siempre rica cuanto fuera de desear. Así los consonantes oso, osa, ado, ada, io, ia, ante, ente, y otros del mismo jaez, son repetidos en Joyeles con una lamentable frecuencia.

En cuanto al procedimiento descriptivo del señor Aymerich es sencillo y directo. Usa de las metáforas con sobriedad y buen gusto. Pero deben hacerse reservas respecto a su adjetivación. Sus epítetos pecan a veces de poco novedosos, de manoseados y en ocasiones también de impropios. «La dura piedra», «un invierno frío», «la palidez nevada de tu frente incolora», «heladas ráfagas de frío», y algunas otras expresiones que encuentro al azar, no se recomiendan por cierto por su propiedad. Pero no ha de darse a estos deslices sino la importancia que merecen, pues, si me he detenido en anotarlos, sólo ha sido porque se trata de un libro que sale de lo vulgar. Aplaudamos por consiguiente a este nuevo poeta cuya voz nos llega de la somnolienta Córdoba, y felicitémonos de que a la sombra de la doctoral ciudad, en el corazón de la República, trabajen y produzcan ya varios caballeros del ideal: al lado de Aymerich, ese otro poeta del color, José María Vélez, y el ameno y sincero Martín Gil.




Cavalcanti por Luis María Jordan

La Túnica de sol, el libro con que se estrenara el señor Jordan, nos daba derecho para esperar de él algo más de lo que en Cavalcanti nos brinda.

En este último libro se ve al autor luchar con la falta de tema. Es lógico creer que todo cuento ha de girar alrededor de algo. Y en verdad algunos de los del señor Jordan, por no decir la mayoría, están construidos sobre un asunto bien pobre, cuando no carecen por completo de él, limitándose a simples páginas descriptivas o a estrofas truncas de hipotéticos poemas en prosa.

Esa misma narración final, Venus Dolorosa, que parece por unos instantes prometer mucho, termina lo más trivialmente posible, causando en el lector la natural decepción.

Sálvase el libro empero por el estilo. El señor Jordan es un   —267→   artista y un poeta. Su lengua es fácil, su imaginación rica. Y abunda en delicadezas de expresión dignas de todo elogio.

Por estas mismas razones, porque el señor Jordan ya se ha conquistado un envidiable puesto entre los cultores del arte entre nosotros, y porque ya se halla en plena posesión de su estilo, que le permite expresar los más variados matices del sentimiento, débesele exigir lo que a un novicio podría perdonársele: un libro completo por el fondo y por la forma.

Cuando se nos prometen cuentos, justo es esperar cuentos.




Vértigos de sol por Rafael Alberto Arrieta

Un prometedor librito que encierra seis breves cuentos, ingenuos e interesantes. Su autor no carece de imaginación ni de sensibilidad, cualidades esenciales de todo artista. Tampoco fáltanle dotes de observador. Sus páginas descriptivas son encomiables. También dialoga con desenvoltura. Nótanse, sí, en el libro algunas vacilaciones, consistentes en la repetición de ciertas palabras y frases predilectas o en algunas incorrecciones de régimen, inexperiencias todas que sin duda salvará fácilmente el señor Arrieta en su producción posterior.

Esperamos, pues.