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Sarmiento: una escritura fuera de la ley

Mónica L. Bueno





Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es deleátur, se usa cuando necesitamos quitar algo o hacerlo desaparecer, la misma palabra lo dice, y tanto vale para letras sueltas como para palabras completas...


Historia del cerco de Lisboa, José Saramago                


Todos lo sabemos: Sarmiento funda con el Facundo una suerte de binarismo estimulante y polémico que todavía hoy intelectuales, académicos, estudiantes, en definitiva sus lectores, no podemos dejar de discutir. Civilización y barbarie se definen en el trazado de una biografía que despliega una cadena de nombres propios que se enlazan, según el propio texto ordena, de un lado u otro de la divisoria. Estas fronteras tienen barreras franqueables que permiten el paso tanto del propio lector cuanto del innominado sujeto de la autobiografía que se esconde detrás de los nombres ajenos.

La escritura de Sarmiento es siempre transgresora porque opera, a través las marcas de los explícitos, en la fuerza avasalladora de lo no dicho que pronto aparece en la superficie del texto. Se trata de una escritura que construye híbridos solapados en los marcos de una legalidad que la institución (periodismo-literatura) le permite. Paradójicamente, se define como una escritura empecinada en destruir esas formas de legalidad, en desandar marcos: una escritura bárbara. Sarmiento le pone nombre a las diferencias y para ello diseña un lenguaje que quiebra retóricas, que desarma los géneros y se pregunta por el lugar de los actores sociales de la época.

No debemos olvidar, más allá de la discusión por la dicotomía, otra tradición en la lectura del Facundo: todos sabemos de sus errores. Cualquier prólogo que se precie de tal no puede dejar de remitirse a la carta de Alsina. Alsina corrige a Sarmiento, con precisión traza los primeros deleátures, dibuja los signos superpuestos sobre la letra del autor. Pero no es el único. Aquí también se dibuja una cadena de nombres propios, correctores de una escritura que muestra, a cada paso, omisiones, citas falsas, obliteraciones, en definitiva, una escritura excesiva, proliferante que le otorga al lector una nueva potestad, que lo trasmuta a una nueva conciencia judicativa: la figura del lector corrector que arma su escritura sobrepuesta a la escritura ajena1. Vale como ejemplo el prólogo de Miguel Cané a las Ciento y una que nos sirvió como disparador para hilvanar estas reflexiones. Dice Cané en París, en octubre de 1896:

Salgo del taller de Rodin; la figura de Sarmiento va tomando vida y forma. El soberbio viejo, que fue uno de los raros cultos individuales de mi vida, me llena el espíritu [...].

De vuelta, me echo a vagar por las calles de este París que entra a su vida normal, pasado el síncope, y de nuevo Sarmiento surge en mi memoria, como si su personalidad absorbente saltara de la tumba para imponerse a los vivos, como en tiempo de la acción, por el vituperio o el entusiasmo, por el cariño o el odio.


(p. 1)                


Cané recuerda a Sarmiento pero el dispositivo de la evocación reduplica curiosamente los mecanismos ajenos. Se produce cierta transposición de una escritura a la otra, una alquimia que trastoca los lugares: el recuerdo casi se transforma en una invocación al espíritu de ultratumba y, de este modo, repite uno de los comienzos más efectistas de nuestra literatura. La imagen romántica del fantasma que sirve de recurso de comienzo en Facundo para ficcionalizar la multiplicidad de voces que juegan en el espacio textual se transforma en instrumento para el joven escritor culto, fragmentario y autobiográfico, que gustaba de recordar ancestros y de armar linajes en su escritura.

Sin embargo, la admiración de Cané no le impide establecer su lugar de lector-corrector:

Todos los que en nuestra tierra leéis, conocéis el estilo general de Sarmiento, ese ímpetu un tanto desordenado, aquel atropellarse de las ideas, que se quitan el sitio unas a otras para llegar primero, aquellas indicaciones bien vagas a veces, que nos obligaban a Del Valle y a mí, a ir metiendo en las frases los verbos ausentes.


(p. 9)                


Potestad para corregir, legalidad para declararlo, Cané como el personaje de la novela de Saramago «tiene ese notable talento para desdoblarse, traza un deléatur o introduce una coma indiscutible y, al mismo tiempo, es capaz de seguir el camino sugerido por una imagen, una comparación, una metáfora»2. Esta figura que se heteronomiza, se multiplica en los pasadizos de la crítica argentina y define una tradición con dos aristas: el que escribe mal y el que lo corrige.

La pregunta surge casi como una obviedad: ¿Cuál es el mecanismo que activa la escritura sarmientina para permitir esa mirada correctiva? O, tal vez, ¿por qué Sarmiento le permite a sus textos que se muestren tan expuestos al ojo de lince de los otros, ¿Por qué desarma la máquina de regulación de los límites de la propiedad?


El guiño de Sarmiento

Todos nosotros admitimos con cierta facilidad, en nuestra jerga académica, algunos términos que empiezan a circular y a repetirse infatigablemente en nuestros artículos y ponencias. Tal es el caso de las palabras legalidad y legitimidad, que yo ya usé en este trabajo con premeditación y alevosía. Premeditación que me permitió la lectura de un artículo de Noé Jitrik donde establece con exhaustivo cuidado las diferencias entre los dos términos: «La legalidad es un aparato que arrincona, o debe hacerlo, el desorden social, lo va limitando y es por eso sinónimo de progreso, requisito elemental de la civilización». Mientras la legalidad se establece en el marco reglado de lo escrito, la legitimidad se funda en un saber previo que no necesita verificarse pues está comprobado y en otra parte. La legitimidad se formula en una dimensión interdiscursiva pues «lo que tiene en cuenta para decirse está en otra parte que su discurso mismo el cual, sin embargo, se impregna de ese gesto». El discurso de la legitimidad no es uno sino que se pluraliza. Los discursos de las diferentes legitimidades se definen por los mismos campos que vehiculizan. El espacio de intersección de la legalidad con las formas de legitimidad se muestra como una relación constante y dinámica que se diseña entre dos extremos: la adulteración de un sistema legal por predominio de determinados discursos de legitimidad o, por el contrario, la palabra legalizada que puede prever arbitrariedades3.

Si pensamos esta relación en la escritura de Sarmiento, podemos entender mejor su mecanismo doble: por un lado, delinea un espacio donde la irreverencia y la falta anulan las normas externas, por otro lado, esa misma escritura le otorga legitimación como sujeto social. Más que mecanismo, resulta estrategia sumamente operativa pues establece su lugar fuera de la ley, fuera de una legalidad que, sobre todo en las polémicas, muestra como dependiente de órdenes de producción que la modelan y la utilizan, que arrinconan su propia eficacia.

Los lectores-correctores determinan sus desafueros, le muestran uno a uno sus errores. Sarmiento promete enmendarlos pero no lo hace, muy por el contrario, manipulará la falta como elemento persuasivo de refuerzo de su legitimidad en los esquemas de su argumentación. Este, me parece, es el punto de anclaje de una escritura que muestra sus limitaciones frente a la norma y se hace bárbara para los otros. Las reglas prefijadas son ignoradas a sabiendas y entonces el error no es tal, desde el marco de una legalidad no formulada, todavía oculta y que se basa en un saber legitimado. Otras leyes, las propias, le dicen que sus textos son correctos pero sabe que para esgrimir esas normas debe legitimarse, debe ser reconocido como sujeto en el marco de las leyes que no le interesan. La «Advertencia del autor» de Facundo prepara al lector, de alguna manera, para buscar errores. Sarmiento se hace cargo e inventa un juego de posposiciones y promesas que lo disculpen de sus falencias. El texto se transforma por su propia decisión en un borrador, por lo tanto, en una escritura plausible de modificaciones:

Después de terminada la publicación de esta obra, he recibido de varios amigos, rectificaciones de varios hechos referidos en ella. Algunas inexactitudes pueden necesariamente escaparse en un trabajo hecho deprisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto del que no se había escrito nada hasta el presente [...].

Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que han precipitado la redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un plan nuevo, desnudándola de toda digresión accidental, y apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una referencia4.



Prisa y originalidad son las excusas que el autor esgrime frente a las faltas que le adjudican a su obra. La primera sirve de soporte aleatorio a la segunda: Sarmiento tiene clara conciencia del gesto fundante del Facundo y la historia de las ediciones en vida del autor (con sus convenientes supresiones y también convenientes reposiciones) nos muestra la envergadura del falso borrador.




Los usos del género, las marcas del canon

Sarmiento es un escritor fatalmente romántico y como tal, apuesta al peso de su propia literatura como arma de combate, por lo tanto, construye sus textos en el marco de la estructura del género (biografía, autobiografía, carta, libro de viajes, etc.). Sabe además de la importancia de los modelos, los textos canonizados que forman la biblioteca de «los que en esta tierra saben leer» como decía Cané. Por eso el uso del epígrafe o la cita, la referencia al nombre propio o al personaje de ficción. Gran montaje que, en todo caso, deja ver en el error, la estrategia. Así juega a respetar las leyes que siente ajenas de un idioma propio. También ahí el descuido que, como señalaba Cané, obliga a reponer, a enmendar. Pero el descuido, muchas veces disfraza la norma propia que el sanjuanino quiere instalar.

Es en este sentido que no podemos dejar de recordar las polémicas de Sarmiento en Chile sobre la lengua, sobre el romanticismo, sobre la ortografía que nos permiten conocer su concepción romántica del lenguaje. Así por ejemplo, la polémica sobre la lengua surge de un comentario de Sarmiento al artículo anónimo aparecido en El Mercurio cuyo propósito es corregir el mal uso del español mediante listas de palabras. Sarmiento valora la creación popular en el lenguaje y restringe el papel de los gramáticos ya que los considera «el partido retrógrado... de la sociedad habladora». Casi enseguida rebate sus conceptos Andrés Bello, quien habla de la degradación del lenguaje español y piensa que sólo los especialistas pueden establecer las normas del lenguaje correcto, así como solamente los que saben determinan las leyes de la sociedad. La polémica dura dos meses y mientras Bello abandona y deja en su lugar a su discípulo José María Núñez, Sarmiento se afianza y disfruta en el espacio de la polémica: («¡Viva la polémica! Campo de batalla de la civilización...»)5.

A propósito, la revista Nosotros ofrece un dato curioso: una carta de Sarmiento a un homónimo. Más allá del juego especular donde el nombre del encabezamiento se duplica en la firma y sólo la inicial da la pista acerca de quien escribe y quien lee, marcando como singularidad el acontecimiento de la firma, la carta aparece escrita con grafías que reflejan nuestra pronunciación particular del español: no hay v cortas, no ya elles, no hay z ni c. Gesto extremo de una escritura que apela a las posibilidades de su autonomía y que define y practica las leyes nuevas de una lengua nueva. En la Memoria leída en la Facultad de Filosofía y Humanidades, de la Universidad de Chile, sostiene que es ridículo estar usando la ortografía de una nación que pronuncia las palabras de distinto modo y así lo hace conocer al destinatario de la carta, su tocayo Domingo S. Sarmiento:

Le rremito un ejemplar de la Memoria que leí a la Unibersidad, y que es causa de un alboroto de dos mil diablos, en los diarios. Todavía sige. Le rremito a sí mismo muchos de los escritos qe se han publicado. Y mis defensas. Oi salen nuebos artículos míos qe no se los mando porqe son prinsipio de otros qe le segiran bien pronto. Mando a todos los diarios de América y dentro de algunos meses tendremos el tiroteo en todas partes y los elojios y los bituperios6.



La transgresión a la ley no es tal ya que, como reconocen Bianchi y Noé, se funda en una ortografía que «es la que Sarmiento sostuvo como práctica y necesaria para América». Se trata de la afirmación de una legitimidad en el uso del idioma como propio. Genealogía de una disputa por el lugar de la norma y la construcción de un lenguaje nacional: Roberto Arlt (otro que «escribe mal» y que es corregido) le contesta a Monner Sans en una de sus Aguafuertes, «es absurdo pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos»7.

Canon, género, sintaxis y normativa son vistos desde una perspectiva peculiar que aparece como bárbara a los ojos de los correctores que se apropian de su escritura. Apropiamiento efímero, evanescente, porque las leyes que regulan su entramado son desconocidas. Fuera de la ley, la letra adquiere cuerpo y diseña un espacio diferente, genealógico, el del «libro extraño»8.




Alberdi corrige a Sarmiento: el inicio de la polémica

Esta tensión que genera la escritura sarmientina entre el saber enmarcado en las leyes y un lugar que se construye con un orden diferente llega a su punto más álgido en la célebre polémica entre Sarmiento y Alberdi. En esa lucha agónica entre la letra legalizada y la letra bárbara se genera una zona de atracción que intentaremos describir.

En sus Investigaciones retóricas, Roland Barthes le adjudica a la historia del concepto significaciones diferentes y complementarias: la retórica es una técnica, una enseñanza, una moral, una práctica social, entre otras. Se define como moral ya que funciona como un cuerpo de prescripciones «cuyo rol es vigilar (es decir, permitir y limitar) los desvíos del lenguaje pasional» y es una práctica social porque es técnica privilegiada que permite a las clases dirigentes asegurarse la propiedad de la palabra9. De acuerdo con esto, la retórica tiene una fuerza reguladora y se inscribe en el campo de la legalidad. Volviendo a nuestro planteo, las cartas entre Alberdi y Sarmiento se registran en la retórica epistolar del siglo XIX que simula ser privada. Como tal, se establece entonces un sistema de reglas que determina el marco de esta escritura por el cual el que escribe la carta finge un destinatario singular pero argumenta para un público. Alberdi escribe las Quillotanas aceptando ese pacto implícito, Sarmiento lo viola desde el comienzo al destinar sus cartas alternativamente al mismo Alberdi y al público y quiebra el juego de las máscaras a que ese espacio retórico lo obliga. La polémica, como bien señala Adolfo Prieto, es un discurso intertextual que genera y prevé la réplica y «tiende tanto a orientar la lectura como a reclamar la inserción misma del lector en el espacio textual construido por los polemistas»10.

Sarmiento provoca con su Campaña en el Ejército Grande y su Carta de Yungay dirigida a Urquiza. La dedicatoria a Alberdi es en verdad un desafío: «Usted que tanto habla de política práctica, para justificar enormidades que repugnan el buen sentido, escuche primero la narración de los hechos prácticos, y después de leídas estas páginas, llaméme detractor o lo que le guste. Su contenido, el tiempo y los sucesos probarán la justicia del cargo o la sinceridad de mis aserciones motivadas. ¿Ojalá usted pueda darle este epíteto a las suyas?».

Alberdi toma el guante pero intenta llevarlo a su terreno. Su primera carta, de acuerdo con las leyes de la retórica, dejará de lado el ataque personal. La carta, que está dirigida a Sarmiento, se refiere a «los gauchos de la prensa». Con esta estrategia, Alberdi reconoce la existencia de un espacio diferente, de un espacio otro cargado de signos negativos. De este modo, la polémica entre los dos escritores parece enmarcarse en la determinación de un campo establecido para definir y determinar roles, para hacer crítica. Jitrik sostiene que la legalidad se manifiesta por lo menos en tres circunstancias de enunciación: como texto mismo de la ley, como interpretación y aplicación y como sistema de evaluaciones. Es en este sentido que el nombre propio funciona como condensador de estas significaciones, Alberdi es la Ley y por lo tanto puede determinar su aplicación y evaluar sus alcances y limitaciones y también puede definir y sancionar a quienes la transgreden. Sarmiento también reconoce la legalidad alberdiana no sólo por la publicación de sus Bases sino por el trayecto del tucumano desde su provincia al Salón Literario. Sarmiento destaca al político, al pensador y al poeta. Ya en 1838 le había pedido consejo y crítica acerca de su composición poética «Canto a Zonda». Estas cartas parcialmente perdidas arman genealógicamente el diálogo entre los dos hombres y presuponen también el juego con los nombres propios: Sarmiento firma con el seudónimo de García Román la primera carta, y con su nombre la segunda. La pregunta de Willima Katra es válida: por qué elige a Alberdi como crítico de su obra poética (crítico despiadado por otra parte, ya que si bien no se conocen las respuestas de Alberdi, sí sabemos que Sarmiento no escribió más poesía)11. Ocultamiento y despliegue, intento de legitimar su figura en el campo intelectual porteño apelando al origen común de provinciano. Tempranamente, entonces, Alberdi se constituye en el alter ego del sanjuanino ya que posee un lugar legitimado y reconocido por la continuidad del linaje, por la Ley del Padre. Así lo sabe y así lo dice:

Nuestros padres nos dieron una independencia material: a nosotros nos toca la conquista de una forma de civilización propia, la conquista del genio americano: dar a la obra material de nuestros padres una base inteligente12.


Legitimación del provinciano y legalidad del linaje, ésas son las carencias del sanjuanino que Alberdi posee, bienes inestimables para la mirada de aquél que debe construir su lugar, que debe inventar una tradición, una ficción de origen en sus Recuerdos de Provincia.

Posiblemente la respuesta desalentadora del joven Alberdi frustró la vena poética de don Yo pero no invalidó la creencia en la fuerza poderosa de la escritura. Por el contrario, ése es el espacio que le sirve para diseñar su figura social y política. Pero siempre con una escritura «fuera de», un texto exiliado que echa mano de los géneros con un saqueo rápido y desprejuiciado. Facundo es claro ejemplo. Pero el juicio de los hombres cultos de la «culta Buenos Aires» rápidamente pone en evidencia su desprolijidad. La voz de Echeverría -que regula la estética romántica- es lapidaria: en la Ojeada sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37, aunque alaba en general los escritos de Sarmiento, escribe que el aspecto biográfico e histórico le parece «poco dogmático». En una carta a Alberdi, cuatro años después, agrega: «en la obra se destacan las lucubraciones fantásticas, descripciones y raudal de cháchara infecunda». También Alberdi en esa oportunidad reconoce el talento del autor pero critica las falsificaciones del libro que eran símbolo de la «barbarie letrada». El mismo Echeverría, en una carta a fines de 1845, caracteriza los ataques ideológicos desde la prensa como «un charlatanismo supino... que sólo merece chufla y menosprecio». Fuera de la ley, al margen del canon, en contra del dogma, por lo tanto invalidado para la entrada al mundo civilizado. Tal vez, es éste un posible origen que arma la serie de los que corrigen a Sarmiento, línea que llega a extremos, a absurdos como el de Florencio Varela que confiesa haber aceptado el Facundo sólo después de haber escuchado los elogios vertidos por un almirante francés en Montevideo13.

Las Quillotanas participan de esa genealogía. Alberdi, obviamente, se apoya en la Ley dictada, sanciona a los «gauchos de la prensa» y define su literatura: «El escritor de este género, el caudillo de la prensa como el gaucho de los campos se distingue por su amor campestre a la independencia de toda autoridad, a la indisciplina. Detesta el yugo de la lógica», (p. 25)14. Este es el momento de la primera carta, donde Alberdi reconoce la existencia de ese espacio diferente. Al obliterar el nombre de Sarmiento, no sólo intenta desviar el ataque personal, sino que paradójicamente pluraliza la imagen del escritor bárbaro y enuncia la existencia explícita en la institución literaria de este sector. De esta manera, Sarmiento se torna, por el dictum de su crítico, en fundador de un género que se enmarca en la negatividad de los géneros establecidos. Como oposición aparece la «nueva prensa»: «Quiero hablar de la prensa, de su njuevo rol, de os nuevos deberes que le impone la época nueva». Cambio de perspectiva propone y cambio de tono.

Como sabemos, en una argumentación, la ideología reside no sólo en forma manifiesta a través de sus contenidos, sean ellos latentes o explícitos, sino también en sus patrones de organización. En la segunda carta, Alberdi cambia su esquema y se refiere directamente a Sarmiento; singulariza entonces el ataque al «Gaucho malo»:

No es la resistencia señor Sarmiento que deben enseñar los buenos escritores a nuestra América española enviciada en la rebelión, es la obediencia. [...] la autoridad no se funda por la discusión, ni por la resistencia. Ella presupone y envuelve esencialmente la obediencia.


(p. 65)                


Rescatemos esta frase: «la autoridad no se funda por la discusión, ni por la resistencia». Mal consejo para Sarmiento que desde siempre había encontrado placer en la polémica. Aludíamos antes a la tensión entre subjetividades que la polémica produce, tensión que incluye al lector cuya inserción reclama el espacio textual construido por los polemistas. Tensión que se potencia por el desequilibrio en los patrones de organización de la argumentación pues Sarmiento, como señala Nicolás Rosa, «viola todas las leyes del discurso y se complace en ello»15. Esa «falta de obediencia» en términos alberdianos provoca el descontrol, la proliferación, el exceso y el despilfarro en el texto del otro. La réplica es arrastrada a esos terrenos bárbaros y Alberdi también quebrantará las normas retóricas. Su discurso diluye su sesgo jurídico con ciertas exacerbaciones impropias; su estrategia se desarma.

Sarmiento viola por lo menos dos reglas del principio de cortesía según lo entiende la pragmática (seguimos citando a Nicolás Rosa). La primera dice que el locutor no emplee los «axiológicos de elogio sobre su propia persona» y la segunda que el locutor no acepte sino rechace los axiológicos injuriosos del alocutor16. Pero también Alberdi se dejará llevar por los desvíos del lenguaje pasional. Si en la primera carta Alberdi realiza su diagnóstico general sobre la mala prensa, en la segunda ataca a Sarmiento, la tercera desplaza su ataque al análisis de la obra del sanjuanino para finalizar, posteriormente, en una defensa de su persona. En la cuarta carta, más breve define a las anteriores como una «crítica seria y respetuosa» y marca algunos otros puntos de desacuerdo: libre navegación de los ríos, la inmigración, los ferrocarriles, etc.

Debemos aclarar que la polémica entre Alberdi y Sarmiento no comenzó con las Cartas Quillotanas (pensemos en la dedicatoria de La Campaña en el Ejército Grande17 a Alberdi y la famosa Carta de Yungay a Urquiza así como una serie de artículos periodísticos que tanto uno como otro publican en diarios de la época). Asimismo tampoco termina con las Ciento y una. Las Quillotanas tuvieron continuación en La complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina también de 1853, donde Alberdi pierde el tono medido del comienzo. Una vez aprobada la Constitución de Santa Fe, aparecen los Comentarios adversos de Sarmiento. La réplica de Alberdi no tarda en llegar en los Estudios sobre la Constitución Argentina de 1853. Aún no había concluido el año 1853.

En esta larga polémica, la letra del gaucho malo se filtra en la sólida escritura alberdiana. En la tercera Carta, decíamos, Alberdi analiza la obra de su contrincante y pone especial atención en Facundo. «Un libro que lo representa a Ud. más completamente que ninguno de sus escritos» (Tercera Carta, p. 79) y es precisamente con su exhaustivo análisis textual que intenta probar el uso de la literatura que Sarmiento hace para erigirse en mito político. Al acotar los márgenes del libro («El Facundo no es un libro de política, es una biografía como Ud. mismo lo llama. Es la vida de un caudillo con pretensiones de ser explicación teórica del caudillaje argentino», p. 103) pretende también delimitar la ubicación de su autor («Teoría incompleta porque deja en blanco los caudillos de la prensa y de la tribuna que tan bien calificó el padre Castañeda con el nombre de "Gauchipolíticos"», p. 104).

Alberdi delimita, pone vallas a un universo de uno: la prensa del desquicio, del desorden tiene un solo nombre propio. Sin embargo, la necesidad de afianzarse en sus trincheras lo hace exacerbar su lenguaje jurídico y afilar el ataque personal del cual él mismo se queja. Varias veces habla del delito en el debate, del fraude en la polémica. Fraude y delito dos términos que definen la ilegalidad sarmientina.

El desquiciamiento progresivo de la escritura alberdiana se hace evidente en Complicidad. En un momento se pregunta por qué escribe y le da a su respuesta casi el cariz de una empresa heroica: «Para desarmar un agitador», «para inutilizarle sus armas de desorden» (p. 170). Las fallas ya se dejan ver: la posición elogiosa de si frente a la aceptación de la forma injuriosa como modo de argumentación que su oponente ya había instalado en el espacio de la polémica.

En un momento dice Alberdi, «sus gritos de cólera pueril me dan lástima» (p. 155). La imagen se abre como repetición incesante de esa genealogía de correctores y de escrituras fuera de la ley: los gritos de Sarmiento o la voz chillona de Storni que resulta insoportable para el oído melodioso del joven Borges, una phoné destemplada, metáfora de una escritura insospechada desde un lugar no permitido.




La voz insoportable de Sarmiento

«Leálos el que quiera, critíquelos el que guste» azuza Sarmiento en la Campaña en el Ejército Grande. Provocación que cita Alberdi para justificar sus propias réplicas («Hablé provocado y hablé mal de esa Campaña de desorden y rebelión», p. 156). Esta incitación casi obscena resulta insoportable para los marcos de la cortesía y las buenas costumbres. Tal vez, le faltó agregar «aquél que los critique, espere mi defensa». Las Ciento y una son el resultado de una de las tantas defensas que Sarmiento decidió asumir luego de su provocación. La respuesta de Sarmiento «desordena el orden propuesto por Alberdi» como señala Prieto, ya que extrae sus prioridades, las sopesa y las enuncia con el recurso de diálogo directo (Prieto: 1988, p. 480).

La Primera de las Ciento y una empieza con la respuesta a la crítica de Alberdi a su obra. Sin elipsis ni rodeos, ataca la figura de su contrincante mediante lo que en lógica se llama «falacia ad hominos» (declarar inválida la argumentación del otro no por lo que dice sino por las características del enunciador). Para esto utiliza una serie de interrogaciones y respuestas breves que le sirven como formas introductorias del punto central: el abogado culto frente al periodista a sueldo. La carta comienza así:

En la olla podrida que ha hecho usted de Argirópolis, Facundo, de la Campaña, etcetera etc., condimentados sus trozos con la viscosa salsa de su dialéctica saturada de arsénico, necesito poner orden para responder y reestablecer cada cosa en su lugar.

¿De qué se trata en sus Cartas Quillotanas? De demoler mi reputación. ¿Quién lo intenta? Alberdi ¿Qué causa lo estimula? Ser empleado para ello ¿Cuál es el resultado de su libro? Dejar probado que no soy nada y que usted lo es todo.


Pero también Sarmiento nos da las condiciones reales de esta contienda epistolar que lejos de ser privada se publica en la época y nos muestra la diferencia de tiempos entre los «panfléticos» de Quillota en enero y sus respuestas en marzo.

Al desenmascarar la ficción de lo privado, abre la retórica de la escritura al lector, lo muestra como real protagonista del debate, hace explícito su lugar. Por eso plantea la discusión en términos binarios, básicamente el mismo binarismo que despliega en Facundo, pero ahora lo construye en relación con dos imágenes, el abogado culto y el periodista a sueldo, con dos nombres propios y con dos modelos conceptuales: legalidad y legitimidad. De esta manera, instala al lector astutamente en la dicotomía, sólo que ahora invierte la carga axiológica y el bárbaro de la prensa es víctima del civilizado abogado. Y entonces sí hace público lo verdaderamente privado ya que, por ejemplo, transcribe las esquelas en las que Alberdi se excusa por no haber leído los escritos que Sarmiento le enviaba. La cita textual le permite mostrar las contradicciones de su oponente. Mientras públicamente Alberdi dice «no espere de mí sino una crítica alta, digna y respetuosa» (Alberdi, Primera Carta, 12) se excusa privadamente de no poder leerlo con notas apresuradas y de muy mala caligrafía, según su oponente.

Sarmiento también corrige a su adversario pero los supuestos errores de Alberdi son para Sarmiento artimañas para mostrar la inestabilidad del lugar que el sanjuanino ocupa. Pone en evidencia que Alberdi resta mal. («Como no sabe restar el doctor, halla que la diferencia entre 1851 y 1844 es dos. Sólo sabe agrupar pesetas y palabritas» le recrimina Sarmiento en la «Segunda de las Ciento y una», p. 93). Dato curioso: Alberdi no pone fechas pero sí habla de Facundo y Argirópolis para mostrar el cambio de opinión de su oponente sobre «la forma de gobierno» («En dos años, usted ha tenido dos opiniones contrarias», p. 121). Sarmiento adjudica fechas erróneas a la publicación de ambos libros y aleja más la diferencia. La cercanía que les adjudica Alberdi, dice Sarmiento, hace veleidoso el cambio; su falsa distancia (1844 en lugar de 45 y 1851 en lugar de 50) lo disculpa. Queda claro el uso del error como táctica para destruir las argumentaciones del contrincante.

Por otra parte, Sarmiento resalta que Alberdi se ocupa de refutar libros y no periódicos y, por lo tanto, se pregunta «¿Cómo un escritor que ha escrito seis obras [...] es periodista de profesión, será autor de profesión y, por accidente, periodista...?», p. 159). De esta manera, marca las fronteras de los discursos y de las instituciones tornándose más restrictivo que el mismo Alberdi. Literatura y periodismo se definen, entonces, como universos excluyentes.

Acepta la definición alberdiana, se reconoce como un gaucho malo de la prensa pero hace positiva esa condición pues le permite conocer y explicar mejor el medio y las condiciones de ese medio. Alberdi le otorga existencia «legal»: «El caudillo de la prensa, libre como el centauro de nuestros campos embiste a la Academia con tanto denuedo como a las primeras autoridades de la República» (Primera Carta Quillotana, p. 26). De esta manera su condición legitima su rol de intelectual.

Argumentar es caer bajo el impacto de una regla de coherencia y estar conforme con ella. Al presentar un argumento ya no se puede decir todo lo que se desea pues se ha realizado una enunciación indicando que se está comprometiendo con cierta clase de coherencia y ya no es posible salir de ella bajo pena de incorrección. Sarmiento logra componer una argumentación proliferante que evita circunscribir su escritura a marcos reglados por la coherencia. La imagen de focos intermitentes resulta productiva para entender el diseño de una escritura que presupone múltiples centros, pero que, tal vez, rodea uno solo: el Nombre Propio.

La ironía es una paradoja argumentativa ya que permite argumentar sin arriesgar ni el encierro ni las sanciones que acarrearía una incoherencia. Por tal razón, resulta un arma defensiva contra todas las formas de regulación. La ironía se hace soporte de la proliferación en las cartas y exaspera el juego de inversión y socavamiento que se pone en marcha frente a la máquina legalizada de Alberdi. Así, también, la pequeña historia le sirve para lograr la mirada irónica que voltea las imágenes del revés. Por ejemplo, cuenta el episodio de Alberdi con la sonámbula, una especie de pitonisa que el abogado culto consulta:

Y no crea el lector que hay algo de broma en este asunto de la sonámbula, Alberdi, con sus disposiciones innatas a la superchería, artificioso por carácter, alucinador por necesidad de suplir con el arte de las artimañas y las apariencias a la imposibilidad de llegar a la realidad.


(Las Ciento y una, p. 95)                


De pronto es Alberdi el que queda fuera de un sistema donde el diagnóstico acertado, el conocimiento del medio y la mirada certera resultan leyes no escritas para aquéllos que intentan la comprensión profunda de la realidad. Es Alberdi el que tiene contradicciones: mientras en el año 47 apoya a Rosas, en el 51 repite el anuncio de la sonámbula acerca de la caída de Rosas. Es Alberdi, quien en ocasión de actuar como defensor en un juicio en Chile publica en los diarios la biografía de su defendida. La pequeña historia le sirve a Sarmiento para trastrocar los espacios.

El tercero en discordia, el lector, es asediado permanentemente, no sólo se lo nombra («¿Descubre el lector, por lo que precede y lo que seguirá...», p. 117) sino que se lo hace asistir a la presentización -como diría Benjamin- de una escritura que se va haciendo y que escenifica la ficción de la oralidad («Iba decir un disparate. Iba a decir que si un día nos encontramos sentados ambos en los bancos del Congreso», p. 81), o representa su manera de leer («Di vuelta la página salteándome...», p. 81). El simulado repentismo -que Barrenechea ha definido como «estética de lo espontáneo»- o la enfatización exacerbada, -así como la repetición rítmica- contribuyen al entramado de una escritura que apela a una actividad «guiada» del lector, en un espacio donde (Alberdi tiene razón) la voz disonante de Sarmiento se expande de todas las maneras posibles: en ondulaciones susurrantes, en gritos destemplados, en irónicos comentarios, en narraciones en voz baja que recuerdan el chisme.

Decíamos una escritura proliferante que se multiplica, que se adapta a las circunstancias («Pero yo tengo muchas plumas en mi tintero», p. 163). Esa versatilidad de su escritura, como señala Julio Ramos, legitima un saber diferente, bárbaro, según él mismo define, pero mejor preparado para representar lo particular americano, es decir, la endeble civilización, utópica en el presente de un mundo bárbaro.




Conclusiones

¿Quién gana la polémica? Más allá de las circunstancias coyunturales, por las que Sarmiento arremete contra Urquiza, contra el acuerdo, contra Alberdi, en el espacio de tensión que se arma entre las cartas de los dos escritores, Sarmiento logra desmontar el dispositivo de control que Alberdi representa sobre las autoridades y los lugares. Los textos del tucumano muestran una progresiva distancia con los principios de la retórica, distancia que provoca una suerte de desplazamiento que las estrategias desaforadas y proteicas de la escritura sarmientina logran en las Quillotanas. El intento alberdiano de vigilar los desvíos del lenguaje pasional falla porque su misma escritura se extravía, se aparta de la norma. En La complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina también de 1853, donde Alberdi pierde el tono medido del comienzo y adquiere un modo y un ensañamiento con respecto a Sarmiento que no abandonará hasta el final de sus días. Señala al comienzo de la Complicidad:

Se han empleado tres medios para replicar a mis Cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina. El primero consiste en prescindir del raciocinio y del examen del asunto general. El segundo en aseveraciones calumniosas. El tercero en insultos personales. A estos medios contesto, prosiguiendo mi estudio de las prensas de desorden, rectificando las calumnias con respeto. Obligando al detractor a que me haga enmienda honorable con sus palabras de otro tiempo.

Prosigo con la serenidad del principio, sin sacar un pie de la ley, que hace imposible a la libertad...



Pese a sus promesas iluministas, Alberdi ha quebrado las leyes de la retórica y el desorden pasional aflora a pesar de sus propósitos: «Con la calma que el naturalista examina la escoria que el volcán arroja a sus pies yo estudiaré en el interés del progreso y la libertad, el fango echado sobre mis vestidos por el carro de la prensa bárbara» señala y las imágenes desbordan la aparente calma del polemista. Curiosamente toma muchas de las estrategias ilegales de su contrincante. Por ejemplo, utiliza citas de las cartas privadas de Sarmiento a Alberdi donde el primero elogia la actividad intelectual del segundo.

Nicolás Rosa señala que en el espacio de la escritura convergen diversos saberes: el de la escritura, el del sujeto, el del objeto, el del lector. Agrega que la escritura es un producto de un espacio de luchas y de un sistema de fuerzas donde retóricamente se forman todas las representaciones agónicas del polemos (reputación, confesión simulada, diatriba, invectiva, defensa, etc.). Al asumirse el polemos injurioso -ése es el caso de las Ciento y una que arrastra a Alberdi- diseña en la propiedad siempre cuestionable del espacio enunciativo dos espacios superpuestos y contradictorios: el egocéntrico (el Nombre Propio) y el agónico (el Nombre del Otro). Esta superposición desborda la escritura en su condición argumentativa que intenta producir en el otro una suerte de conciencia de la necesidad donde se busca concluir en la justicia, en la verdad, en la legitimidad de tal o cual afirmación. El ideal de la argumentación es reducir el auditorio al silencio pero en el caso de la polémica, el tercero en discordia parece tener la última palabra.

En esta polémica los triunfos pueden estar repartidos: Sarmiento legitima una forma de escribir que queda reconocida por el campo intelectual. Por otra parte, si sus textos lo construyen como mito político como denuncia Alberdi, logrará la comprobación de la fuerza de su escritura bárbara al asumir la presidencia. Sin embargo, Ricardo Piglia refiere una anécdota que se vuelve paradójica: el discurso que Sarmiento escribe para inaugurar su presidencia no lo puede leer porque sus ministros lo rechazan, en su lugar, lee un texto escrito por Avellaneda. ¿También en ese momento los correctores hacen valer la ley? De cualquier manera, su escritura siempre dispuesta a un nuevo deleátur, potencia el signo de la corrección porque como señala Harold Bloom, «La angustia de las influencias cercena a los talentos más débiles, pero estimula el genio canónico»18.

Alberdi, por su parte, llevará hasta el final de su vida está polémica de los nombres propios, decíamos más arriba. Así lo muestran sus Escritos Póstumos publicados por su sobrino Francisco Cruz. En esos borradores Alberdi ataca al Sarmiento político, pone de relieve sus contradicciones, analiza su labor como Presidente, y no deja, de volver una y otra vez a los escritos del sanjuanino. Con la excusa de analizar la edición de 1874 del Facundo hecha en París por la Librería Hachette con prólogo de Mary Mann, en Facundo y su biógrafo volverá sobre los argumentos de la Tercera Carta y destruirá la eficacia de la dicotomía argentina y señalará el cariz de usurpador y plagiador de su apócrifo autor:

El Facundo, en efecto, fue un álbum en que todos los amigos literarios emigrados en Chile dictaron una o varias páginas por vía de conversación [...] Sarmiento solo ha provocado daño al país, que le ha confiado grandes proyectos, atribuyéndole las capacidades de que ese libro lo acreditaban dotado y poseedor. Pero como en realidad no las tenía, el resultado ha sido que de ningún puesto público se ha probado merecedor, y en todos ha cometido errores y desaciertos dignos realmente de un hombre sin la menor preparación para el manejo de los negocios públicos o del Estado. En ninguno se ha mostrado consecuente con las ideas y doctrinas liberales del Facundo, por la sencilla razón de que, no siendo suyas, las olvidó tan pronto como las dio a luz, si alguna vez las tuvo presentes antes de copiarlas19.










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