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ArribaAbajoIcono y televisión

Raúl Rodríguez Ferrándiz



Universidad de Alicante

Y aún contemplé otra maravilla en el palacio real: un espejo muy grande en la boca de un pozo no muy hondo. Si uno va y desciende al pozo puede oír todo lo que se dice en la tierra, en nuestro país, y si uno mira el espejo, ve todas las ciudades y todos los pueblos como si estuviera en medio de ellos. Entonces pude yo ver a mis amigos y toda mi patria, pero no puedo decir con certeza si también ellos me veían a mí.


Luciano de Samósata, Relatos verídicos                


El discurso sobre la iconicidad suele ser decepcionante. Las intenciones son buenas, pero los resultados no lo son tanto. Se parte del propósito de articular un discurso sobre la iconicidad y se llega a una mera iconicidad hecha discurso. Y luego no hay duda de que la iconicidad es contagiosa. Lo icónico, si es visual, contamina las palabras que se usan para describirlo; si es verbal, contamina las imágenes con las que queremos representarlo.


Tomás Maldonado                



1. La revisión del icono

Régis Debray (1994: 298), en su minucioso y documentado estudio sobre la historia de la imagen en Occidente, ha proclamado que la cuestión del icono sigue siendo el problema para la comprensión de la   —552→   mediasfera actual, y que el debate, iniciado desde la aparición del homo pictor, sólo se ha vestido en cada época de las técnicas e instrumentos de la figuración (las sombras chinescas, el trazo manual, la pintura, la escultura, la fotografía, el cine, la televisión, el vídeo...) sin alterarse en lo esencial. Y Román Gubern (1996) ha recorrido ese mismo camino recientemente -aunque prolongándolo a las últimas tecnologías de la imagen- y ha encontrado en esencia idénticos dilemas en cada una de las épocas analizadas. Se trata, en sus palabras, de la oscilación entre la imagen-escena (la imagen como trompe-l'oeil, como cosa entre las cosas del mundo, sin virtud representativa más allá de su presencia plena) y la imagen-laberinto (la imagen simbólica, vehículo de contenidos que trascienden su materialidad, signo de una ausencia radical). Bajo todas sus formas, la imagen deja transparecer su condición ambigua, que representa y se presenta, que significa y comparece, que es alegoría y al mismo tiempo epifanía.

Hemos empleado arriba conscientemente los términos icono e imagen como si fueran sinónimos y, de hecho, lo son139. Tanto la imagen -relacionada etimológicamente con imitari, como recordó Barthes: (1986: 29)-, como el icono (eikon, emparentado con eoika, «parecerse» en griego) muestran como condición necesaria la de que el signo concernido se asemeje a su objeto. Ahora bien, como veremos en lo que sigue, en ambos casos se ha primado exageradamente la semejanza visual sobre cualquier otra, de manera que icono e imagen se emplean generalmente (en el discurso semiótico el primero y en el discurso tanto científico como vulgar la segunda) por icono visual e imagen visual.

Sin duda, la cuestión del icono es delicada. Y lo es, precisaremos, empezando por la manifiesta vulgarización sufrida por el término en las versiones escolares de la semiótica a partir de la compleja definición que le dio Charles S. Peirce. Algo similar ha sucedido con algunos términos clave de la semiología saussuriana y por razones similares a las del icono peirciano: el conocimiento parcial de sus obras respectivas durante mucho tiempo, la complejidad de las teorías y, desde luego, la presión de la comunidad científica sobre unos textos canónicos y unas ediciones tenidas por fiables, frente a inéditos (en el caso de Saussure) o interpretaciones rigurosas y atentas (en el caso de Peirce).

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Los padres de la semiótica contemporánea, en fin, están más cercanos de lo que se suponía. Por parte de Saussure, parece claro que estuvo interesado (fascinado, diríamos) por la iconicidad verbal de la poesía, a despecho del radical convencionalismo que en su texto fundamental -Curso de lingüística general- atribuía a la lengua y, por elevación, a todo sistema semiológico digno de tal nombre. Saussure concibió la posibilidad de que el texto poético fuera, en su producción, la imitación de una figura verbal nominal -el nombre de un héroe, de un dios, del autor, del destinatario del texto- y que, por tanto, fuera posible al lector descubrir en el texto los vectores tónicos (paronomásicos, aliterativos, armónicos) y temáticos (parafrásticos, de amplificación, de glosa) de ese nombre mítico (Rodríguez Ferrándiz, 1997 y 1998). Es decir, una iconización poética de carácter anagramático: el poema es propiamente una imagen (un ícono de cualidad, según Peirce) del nombre propio, pues imita, amplificándolas, cualidades (fónicas y «legendarias») de éste. Saussure pareció intuir qué es lo que verdaderamente «aumenta» el auctor: su trabajo poético es siempre par-onomásico y para-frástico, es imagen de un objeto verbal concentrado pero mudo (un nombre propio es eso), al que hay que darle voz iconizada.

Y, en lo que concierne a Peirce, es más que evidente el empobrecimiento de su icono, la difuminación de sus matices. El icono se ha visto reducido a categoría sígnica abusivamente identificada con el signo visual (pinturas en sentido lato, digamos), en el marco de su conocida tricotomía, en la que el símbolo se identificaría no menos abusivamente con el lenguaje verbal y el índice con los síntomas y otros signos naturales. Hay que recordar que Peirce postuló la naturaleza icónica de la propia percepción (las imágenes mentales semejantes a las cosas percibidas por los sentidos, el juicio perceptivo de reconocimiento basado en la semejanza con experiencias perceptivas anteriores), es decir, avanzó la idea de que en la percepción hay ya una forma básica de semiosis y que esta base es icónica. La iconicidad sería, pues, una dimensión universal tanto de los signos como de los fenómenos.

Por otro lado, hay que recordar que el icono peirceano genuino no admite ser sino cualidad no encarnable, posibilidad, idea, de manera que cualquier concreción objetual suya es hipoicónica, degenerada (en parte ya simbólica, convencional, pues «la idea de 'sustituto' implica la de propósito y, por consiguiente, la de terceridad genuina» C. P. 2.276). Es más, el icono genuino no precisa serlo de un objeto existente, y, por lo tanto, no sirve para certificar una existencia. El icono,   —554→   como afirma Peirce, es «una imagen inmediata, es decir, en virtud de los caracteres que le pertenecen como un objeto sensible» y «tiene la naturaleza de una apariencia y, como tal, en términos estrictos, sólo existe en la conciencia, aunque, por razones de conveniencia del léxico común y cuando no se requiere una extrema precisión, extendemos el término icono a los objetos exteriores que suscita en la conciencia la propia imagen» (C. P. 4.447).

Esta hipoiconicidad más plegable a la idea usual que nos hacemos de un «signo» es la que supone una cualidad que es tomada de un objeto, semiotizándola, y parece que, según Peirce, su condición necesaria es la semejanza140 entre la cualidad del «representamen» y la del objeto (dejemos de momento de lado la naturaleza de éste). Lo cual hace que no todo signo visual sea (hipo)icónico (no lo es, por ejemplo, una señal de «no aparcar») y que no todos los iconos sean signos visuales (la iconicidad verbal anagramática -Herrero Blanco, 1998-, o la iconicidad musical, por ejemplo)141.

El abuso terminológico del icono ha sido notable, y quizá parte de la culpa la tenga una lectura apresurada no tanto de Peirce, cuanto de Umberto Eco. En un conocido capitulo de su Tratado de semiótica general («Crítica del iconismo»), Eco 1977: 287-318), lleva demasido al terreno de lo visual la argumentación que le iba a servir para desmontar el concepto de icono (de hipoicono, en realidad), argumentación   —555→   que, paradójicamante, va a dejarlo instalado permanentemente en la semiótica con esa deficiencia o reduccionismo de tan hondas consecuencias142.

Como es sabido, Eco sostenía una concepción innegociablemente antirreferencialista de la semiótica: los objetos y estados del mundo eran entidades extrasemióticas, de manera que la tentativa peirceana de clasificar los signos por el vínculo mantenido con sus objetos respectivos era inadecuada (Eco, 1977: 268, 287 y ss.). En particular, el icono, signo que se postulaba como similar a su objeto, era sometido a severa revisión. La semejanza no era una constatación absoluta y autoevidente, sino el producto de un conjunto de reglas socializadas (convenciones gráficas, modelos de perspectiva y de proporcionalidad, técnicas de proyección). La semejanza era, por tanto, una institución mudable que tenía su sede en las ideas y no en lo real: a lo que se parecía el icono (Eco piensa siempre en un icono visual pictórico) no era al objeto físico, sino a un objeto mental mediado culturalmente, siendo ambos términos entidades -ellas sí- plenamente semióticas (Eco, 1972: 70-72; Volli, 1972). La distinción peirceana entre objeto dinámico y objeto inmediato podría salvar este obstáculo, pero, en cualquier caso, Peirce sostenía que había una native likeness entre el segundo de ellos y su icono. Y para Eco, en cambio, aun ese parecido debía producirse e interpretarse apelando a códigos compartidos.

Desmontando el concepto, para él ingenuo, de icono -de hipoicono, como lo llama ya propiamente en su última revisión de aquel texto Eco, 1999: 391-461 -, Eco ponía buen cuidado en no caer en el abuso contrario. Esto es, en considerarlo como artificio absolutamente convencional y codificable sin borrosidad posible, dotado de una articulación en entidades diferenciales bien definidas. Es decir, calcado sobre el modelo ejemplar del lenguaje verbal. Ahora bien, como señala Debray, el tratamiento científico de la imagen ha adolecido, precisamente, de esta abusiva reducción de su especificidad a la órbita de lo lingüístico y, por lo tanto, a la tentación del verbocentrismo. La semiología ha impuesto el paradigma de lo arbitrario, de lo comunicable mediante unidades discretas en el dominio de lo visual. Dice Debray (1994: 48):

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Tal es en la actualidad el prestigio del signo que todas las imágenes quieren serlo. Ni dignidad, ni redención, ni elevación para el que quiere dar a ver, artista, videasta o saltimbanqui, si no articula al menos significantes, una escritura, una gramática. En el siglo XII, en París, la ciencia noble era la teología, y a su sombra el discurso trataba de ennoblecer al «imaginero». A finales del siglo XX, nuestra teología se llama semiología, y la lingüística, ciencia piloto, tiene autoridad a los ojos de la comunidad especular y especulativa (...) ¿Qué artista plástico no se precia, o, mejor dicho, no es apreciado por sus exégetas, de «formar sintagmas visuales» e inventar «un lenguaje plástico» que exige «una lectura rigurosa»?



Para Debray ese afán semiológico sobre la imagen viene a compensar la penuria semántica de éstas, esa verborrea de los códigos y los lenguajes visuales intenta paliar la defección del sentido. Y a ello no es ajena la irrupción de las nuevas tecnologías de la reproductibilidad de lo visual (Debray, 1994: 49):

El modo de difusión de las imágenes por las reproducciones ha desmaterializado en gran medida a la escultura, ha desencarnado a la pintura e incluso a la fotografía. Álbumes, catálogos y libros de arte separan formas y colores de sus soportes, de sus vistas, de su entorno, a la vez que eliminan el espesor las proporciones reales, los valores táctiles. La reunión o yuxtaposición de las obras más alejadas unas de otras en una amable y fluctuante indistinción fotográfica iguala las diferencias de materiales, las relaciones de tamaño y territorio, facilitando así la constitución de conjuntos ficticios y clasificaciones a voluntad. Esas imágenes de papel, de manejo fácil, permiten manipular no ya objetos sino unidades abstractas que se integran sin dificultad en otros tantos sistemas de equivalencias y oposiciones [...] En la edad del multimedia interactivo y de las colecciones numerizadas en pantalla, la evaporación de las texturas, de los relieves y de las paletas promete un porvenir aún mejor a la transformación de las figuras en ideogramas.



La digitalización de la imagen, es decir, su fragmentación en unidades minúsculas (pixels) y la escrupulosa codificación de éstas, así como las posibilidades de su transmisión y plasmación en soportes distintos, serían para Debray la fase terminal de la desmaterialización de la imagen vía su conversión en código binario. Ahora bien, parece claro que, como señala Eco (1999: 400), la traducibilidad digital de la imagen en el plano de la expresión no resuelve en absoluto el problema de la monstruosidad semiótica del icono. La aureola de indecibilidad, que Debray teme ver reducida, queda intacta, pues permanece inexplicado el efecto de realidad asignable a las imágenes. Podremos ampliar la trama fotográfica hasta ver el grano de la emulsión, o las imágenes del ordenador hasta individuar los pixels singulares y alterarlos uno a uno, pero entonces habremos perdido de vista la imagen figurativa y manejaremos solamente valores plásticos.

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La cuestión del icono permanece, pues, abierta, incluso para Eco. Como apuntábamos arriba, el pensamiento de Eco en torno al iconismo se ha moderado con el tiempo, desde aquella viva polémica que mantuvo con Tomás Maldonado en los primeros setenta (Eco, 1969: 187-275; Maldonado, 1977)143. En su último libro, Eco da una parte de razón a sus contradictores y reconoce que la iconicidad primaria de la percepción, de semejanzas nativas, esenciales, puede extenderse también a la producción de signos icónicos. Y asume tácitamente que el intento de reducir toda semejanza a similaridad si no codificada, sí codificable, es decir, instituida a partir de reglas de pertinentización de rasgos, reglas de codificación icónica y reglas de reconocimiento era vano, acaso imputable de soberbia semiótica (Eco, 1999: 392-404).

Es decir, para el Eco de La estructura ausente y del Tratado, la terceridad simbólica, convencional, de los signos icónicos anulaba la primeridad propiamente icónica de la semejanza: la desvelaba (apocalípticamente, podríamos decir en buena etimología) como construcción, como institución socializada, no la integraba ni permitía la cohabitación. Para el Eco de Kant y el ornitorrinco, en cambio, parece admitirse -bien que tímidamente- que el iconismo de la percepción (que Eco no duda) podría extenderse en ciertos casos a la semiosis de los hipoiconos. En otras palabras, hay semejanza, y por tanto motivación, entre los estímulos perceptivos del objeto y los estímulos sucedáneos de su representación realista, y esta semejanza no puede reducirse a un catálogo de estipulaciones culturales.




2. Televisión como prótesis

La oscilación entre imagen-escena e imagen-laberinto, entre analogon y convención, alcanza en el caso de la televisión gran relevancia, ahí donde el discurso de la semiótica se anuda y pierde el hilo en la trama compleja del discurso sociológico, psicológico, estético, político.   —558→   Régis Debray (1994: 297-298), una vez más, ha explicado muy bien esta monstruosidad del hipoicono televisivo, entroncándolo con una tradición secular:

Al ficcionar lo real y materializar nuestras ficciones, tendiendo a confundir drama y docudrama, accidente real y reality-show, la televisión pasa una vez más de la tesis a la antítesis, *de la ventana abierta al mundo+ al *muro de imágenes+, de la música al ruido y viceversa. Y esa imprevisible oscilación es tal vez su verdad última. Factor de certidumbre e incertidumbre, summum de transparencia y colmo de ceguera, fabulosa máquina de informar y desinformar es en la naturaleza de esa máquina de ver donde se hace bascular a sus operadores de la mayor credibilidad al mayor descrédito en un instante, como a nosotros, los telespectadores, del arrobamiento al hastío. Dios o diablo, redención o condena, santa o pecadora, ¿no estaba destinada la imagen artificial de Occidente, por sus orígenes religiosos, a ese descuartizamiento neurótico? Como si los Padres bizantinos del segundo Concilio de Nicea continuaran su disputa delante de la pequeña pantalla balanceándose de un extremo a otro ad vitam aeternam, entre la tesis homo de los iconódulos y la tesis pseudo de los iconoclastas. La validez o no validez del icono, y sus límites, sigue siendo el núcleo lógico de los debates contemporáneos sobre los medios audiovisuales. ¿Cómo comprender la actualidad sin hacerla retroceder al menos doce siglos?



En el libro reciente que venimos citando, y al hilo de su reflexión nueva sobre la iconicidad, Eco (1988: 11-41) retorna también el ensayo de 1985 «De los espejos», que le va a servir para formular una semiosis posible de la televisión. En él, como se recordará, negaba la condición semiótica de la imagen especular, argumentando que el espejo es una prótesis que no engaña nunca, no un signo. Mientras el signo está en lugar de otra cosa en su ausencia, con la imagen del espejo comparece necesariamente el objeto del que es imagen. La imagen especular es un doble perceptivo del objeto: ante ella experimentamos los mismos estímulos perceptivos que ante el objeto mismo. El espejo es percepción asistida, prótesis visual no falsificable, no semiosis.

Eco (1988: 18-19 y 1999: 420-421) recuerda la pequeña tipología de las prótesis que estableció en su día, distinguiendo las sustitutivas (palían una merma física: las dentaduras postizas, los bastones, las gafas); las extensivas (amplían el radio de acción de un órgano: los megáfonos, las lupas, el propio espejo); las magnificantes (una ampliación desmesurada: el telescopio, el microscopio, la rueda) y las intrusivas (el periscopio, el endoscopio, la ecografía). Y por este camino llegamos a una semiótica de la televisión como prótesis especular (Eco, 1999: 431-437), que corrige lo sostenido en el pasado (Eco,   —559→   1988: 39). El autor nos propone que imaginemos una cadena de espejos oportunamente angulados desde un punto A donde existe un objeto o se desarrolla una acción a un punto B donde está el observador. La confianza de éste en sus percepciones ante el espejo último, en tanto idénticas a las que tendría que estar presente ante el objeto o la acción, sería total. Supongamos ahora que el espectador supiera que las imágenes del primer espejo pueden ser desmaterializadas de alguna manera y recompuestas en su cristal receptor. Aceptando la posible merma en la definición debido al proceso de codificación y descodificación (como un espejo levemente empañado), el observador mantendría la misma confianza perceptiva que ante el espejo de su cuarto de baño. La conclusión es obvia (Eco, 1999: 432 y 436):

Eso es lo que sucede con la imagen televisiva. La televisión se nos presenta como un espejo electrónico que nos muestra a distancia lo que sucede en un punto que nuestro ojo, de otra forma, no podría alcanzar. Como el telescopio o el microscopio, la televisión es el ejemplo excelente de una prótesis magnificante (además, ampliamente intrusiva cuando es necesario). Por lo tanto, siempre desde un punto de vista teórico, lo que aparece en la pantalla televisiva no es signo de nada: es imagen para-especular, aprehendida por el observador con la confianza que se le da a la imagen especular.



Ello, claro está, si pensamos en una televisión en estado puro, es decir, la televisión de la toma directa y el circuito cerrado, con cámara fija que graba todo lo que sucede. Aun así hay distorsiones o incongruencias: la reducción de la escala de la imagen televisiva, la imposibilidad de ver el objeto desde otro ángulo moviéndonos ante la pantalla, como hacemos con el espejo. Pero, para Eco, ésas serían minucias. La imagen televisiva es definitivamente para-especular, es percepción asistida y no signo. Interesa, por tanto, a la semiótica como le interesan a la semiótica las percepciones, y no en tanto función semiótica productiva144. Es más, incluso cuando retransmite en diferido, cuando emplea ostensiblemente artificios de iluminación, juego de cámaras, montajes, incluso cuando muestra una evidente puesta en escena, tendemos a depositar en ella esa misma confianza, «ante la que   —560→   no parece estrictamente necesaria la suspensión de incredulidad» (Eco, 1999: 436). La televisión, por tanto, se situaría según esto no ya del lado de la hipoiconicidad, sino del lado del iconismo primario de la percepción. Su valor de signo no sería en sustancia distinto del que para nosotros alcanzan las percepciones de objetos y estados del mundo. No es artificio visual (sobre el que poder debatir al infinito su naturalidad o convencionalidad), sino extensión protésica del campo estimulante visual que incorporamos para ampliar nuestra visión.

Vemos, pues, que las concesiones de Eco a una «nativa semejanza» en el campo semiótico de la producción sígnica son en verdad muy limitadas: acepta un iconismo primario (que se daba ya por descontado) para negar la condición de signo a la imagen televisiva. Es decir, decidido a evitar a toda costa un reducto de «expresividad natural», de «significatividad espontánea» en las imágenes, niega la mayor: las imágenes (televisivas, en principio) no son propiamente signos. Se sitúa, por tanto, en la segunda de las alternativas que él mismo había rechazado en el La estructura ausente y en el Tratado por simplificadoras: o las imágenes son signos, y entonces están codificadas o son codificables completamente, o bien, no pudiendo ser codificadas completamente, no son en absoluto signos (Eco, 1969: 218 y 223 y 1977: 287-289 y 313-314).

Como decimos, Eco habla de prótesis sólo en el caso de la televisión, pero, al menos en primera instancia, niega dicha condición a la fotografía y al cine. Según él, la fotografía y el cine rompen la simultaneidad del directo; congelan y materializan visiones y las hacen permanentes, introducen la sospecha razonable de la manipulación, de la alteración, al ser consumidas en diferido: son, por tanto, leídas, devienen signos convencionales, hipoiconos. Y así afirma que «consideramos las fotos y las películas como objetos materiales que no se identifican con el objeto representado y, por tanto, sabemos que el objeto que tenemos en la mano está en lugar de otra cosa» (Eco, 1999: 435).

Ahora bien, ¿es legítimo establecer ese hiato entre unas formas y otras de imágenes tecnográficas? Las tomas fotográficas, cinematográficas y televisivas comparten en esencia el mismo fenómeno de incidencia de la luz sobre soportes fotosensibles, con independencia de las modalidades de plasmación, revelado, conservación y proyección (caso de la fotografía y el cine) o de conversión en señal electrónica y transmisión simultánea (caso de la televisión en directo). De hecho, en «De los espejos», Eco oponía precisamente la naturaleza asemiósica de las imágenes catóptricas (ancladas causalmente a su referente) de la   —561→   semiosis de las imágenes fotográficas, cinematográficas y televisivas, en tanto improntas plenamente sígnicas (Eco, 1988: 36-40). Para nosotros, la clave está precisamente en la categoría peirceana del índice, que Eco omite extrañamente ahora. Como es sabido, el índice era para Peirce aquel signo conectado o «contaminado» por su objeto, y precisamente uno de sus ejemplos predilectos para ilustrarlo era la fotografía (C. P. 2.265, 2.281, 4.447). Frente al icono, que es un signo de esencias, el índice certifica una existencia material concreta, individual. Ahora bien, Peirce habló de que a veces el índice, precisamente por esa conexión física con su objeto, es fácil que posea alguna cualidad en común con él, es decir, que contenga un icono, aunque «un icono de una clase peculiar, y no es la mera semejanza con su Objeto, aun en los aspectos que lo convierten en un signo, sino que es su modificación real por el Objeto» (C. P. 2.248, y también Schaeffer, 1990: 42-44). Parece difícil negar que la fotografía, el cine y la imagen televisiva son esta clase de índices que conjugan la certificación de una existencia con la cualidad icónica tomada del objeto, son huellas que se asemejan al objeto que las imprimió y que testimonian un contacto físico con éste, sea pasado o presente145. En cualquier caso, si la no co-presencia temporal (evidente en cine y fotografía, incluso para las Polaroid) no funciona para la televisión en directo, sí lo hace la no co-presencia espacial, salvo casos excepcionales o irrelevantes, que son a los que apunta Eco: alguien entrevistado en televisión, viéndose a sí mismo en una pantalla del propio estudio. O un individuo frente al escaparate de una tienda de electrodomésticos, viéndose en un televisor conectado a una cámara en circuito cerrado que toma a los viandantes. Usos verdaderamente para-especulares de la televisión, pero insignificantes frente al uso social mayoritario.

Eco pretende salvar la distancia habitual entre el objeto televisado y el receptor televisivo con el recurso a la cadena de espejos, conservando su condición protésica. En todo caso -habría que precisar para hacer asumible la asociación- espejos activos, múltiples, móviles, con interrupciones y elipsis constantes, con repeticiones (instant replay) con licencias espaciales (plano/contraplano, movimientos de cámara), temporales (cámara lenta, cámara rápida, pausa) y actorales (cámara subjetiva, interpelación a la cámara), con segmentos de continuidad antirreferenciales,   —562→   con manipulaciones varias de las imágenes, con inserciones de textos en subtítulos, en viñetas u otros artificios gráficos. Un espejo con ritmos, con reserva de imágenes para su visionado «anacrónico», con cadencias, con intervalos e interrupciones que no son en absoluto los del objeto o acción retransmitida, sino producto de una transformación, de una manipulación, de una voluntad de sentido asumida por un receptor cómplice, que también interpreta un sentido (y no sólo ve pasar la vida). La televisión testimonia una conexión con el objeto y un parecido con él sólo asumibles como especulares en tanto metáfora o hipérbole (ni siquiera como antonomasia): nunca en su uso recto.

Eco (1977: 225-418) estableció en su día una tipología de los modos de producción de funciones semióticas que atendía al trabajo productivo puesto en juego. Ahora, con buen criterio, Eco atiende también a consideraciones sobre los modos de recepción, y recurre a una hipótesis sobre las presuposiciones del receptor sobre la garantía y fidelidad de unos mensajes y de los otros: plenas -según él- en el caso de la televisión, y matizadas y cautelosas en el caso de fotografía y cine. Y ello le lleva establecer una frontera entre estímulos perceptivos (aun siendo protésicos: televisión) y estímulos sucedáneos hipoicónicos (cine y fotografía), elevando la sospecha a criterio semiótico. Presuposiciones desde luego relevantes, que abren la tipología de los signos no sólo al riguroso juicio de la semiótica de la significación, sino también a las expectativas del receptor modelo, es decir, a una semiótica de la comunicación aliada provechosamente a la sociología de la comunicación de masas y a la psicología del receptor, pero que no parecen del todo justificadas.

Presuposiciones, digámoslo ya, tocadas de un sesgo apocalíptico disimulado, porque, al fin, la conclusión a la que apunta Eco es muy otra: las imágenes televisivas serán no-signo por lo que el receptor hace con ellas, pero está muy equivocado. Como ya apuntaba Eco (1969: 308-311) en Apocalípticos e integrados, el directo televisivo es una farsa de transparencia e inmediatez inocente. Y, como advierte ahora, «(el público muestra una) tendencia a disfrutar de gran parte de los programas como si fueran en directo y en circuito cerrado, es decir, infravalorando las estrategias interpretativas debidas a posiciones y movimientos de cámara y puesta en escena protelevisiva» (Eco, 1999: 436). El directo es un simulacro de simultaneidad y de espontaneidad, pues está oportuna y competentemente mediado. En resumen, el telespectador no habría aprendido nada en casi medio siglo de trato con el aparato. La televisión sigue siendo un trompe-l'oeil en sesión continua, una máquina expendedora de imágenes construidas que consumimos   —563→   con inquebrantable fe perceptiva. Sirve para mentir (es potencialmente una máquina semiótica), pero en la práctica no es tenida por mentirosa, no es descodificada como signo de algo ausente, sino mirada como ese algo bien presente ante nosotros. Reflexión (especular) que evacúa toda reflexión (intelectual) sobre la verdad de lo reflejado.

En este punto la cuestión, según creemos, no es negar a las fotografías y al cine la condición de signos, por aquello que les acerca a la televisión (y a ésta con el espejo) y que Eco no reconoce, sino precisamente lo contrario: proclamar la indiscutible condición sígnica de esos tres hipoiconos visuales (a diferencia del espejo), a despecho de su codificación débil y en algunos aspectos insatisfactoria.

Al hilo de unas reflexiones de Gianfranco Bettetini, podemos intentar aclarar nuestra posición. Recuerda Bettetini la ambigüedad de la palabra simular: por un lado, 'imitar, representar, reproducir'; por el otro, 'fingir, engañar, mentir' (VV. AA., 1990: 67-96). Contradicción, en el fondo, coherente, pues sólo a quien construye signos que representan en ausencia de los objetos o estados representados le es dado falsificarlos. Y entre los signos, los hipoiconos, que se parecen a su objeto, son los más competentemente simuladores en todos los sentidos. Ahora bien, como apunta Bettetini, la raíz simul posee también un componente temporal que aparece en simultáneo. Nada más y mejor simulador de los objetos que un hipoicono que les es contemporáneo, que añade a la dimensión espacial de lo visual la temporalidad real de su devenir. Pero a mayor simultaneidad, mayor potencia, a la vez, de la imitación y de la falsificación (del símil y del simulacro, diríamos), anverso y reverso de la misma moneda.

Así con la televisión: simultaneidad que simula (imita) y simula (engaña), siendo ambas funciones solidarias perfectamente descontadas por el usuario. ¿No es posible invertir la tesis a la que apunta ahora Eco?146 El directo televisivo (bastante limitado en el conjunto de la programación   —564→   al uso) no convertiría en estímulo perceptivo protésico cualquier otro tipo de imágenes televisivas (hasta los engaños entendidos como imitación), sino más bien al contrario: la televisión en directo ha devenido, para el telespectador, representación, ficción verosímil, al modo de las teleseries y los telefilmes, de la puesta en escena (hasta las imitaciones entendidas como engaños). Una mentira generalizada, pero mentira al descongestionado modo de Eco: mentira semiótica, que sólo puede escandalizar a las almas cándidas, pero no al espectador curtido por décadas de trato carnal con el medio, y menos todavía al semiólogo.




3. Apocalipsis e icono

De lo dicho anteriormente deducimos la persistencia de la perplejidad ante la imagen, a despecho de los rigurosos análisis teóricos-críticos y en consonancia con unos avances de las tecnologías de la visión que parecen situarnos en un límite siempre transgredido147. Una perplejidad, con todo, productiva, y no paralizante, constante generadora de ideas y de polémicas, que mantiene la discusión en un tono aceptablemente elevado.

Asistimos, en fin, a un doble y sólo en apariencia contradictorio movimiento de reflexión en torno al icono y la imagen: una ciencia (la semiótica) que trata todavía el icono con ansia mal disimulada de codificación lingüística, y un lugar común (de comunicación de masas), por el que vivimos inmersos en una cultura de la imagen (por imagen visual, sea en cuanto al soporte, sea como «apariencia» o «superficialidad»). No hay contradicción: la racionalización de la imagen, su explicación, su exégesis, la reducción al mínimo de su inefabilidad que busca la ciencia parece responder a una demanda social de signos claros, no ambiguos, francos. No es cierto que la imagen (electrónica sobre todo) domine sin oposición la videosfera humana, que la «verivisión» que proporcióna sea aceptada acríticamente. El verdadero tópico que recorre popularmente el consumo de imágenes televisivas   —565→   es precisamente el contrario: la palabra «imagen» se carga de valores disfóricos, como opuesta a «realidad» o «verdad». Hay desconfianza esencial ante las verdades de la cámara, que coexiste con su poder subyugante. Y es la ciencia especializada la que viene a tranquilizar con el análisis, con el escalpelo que pone a la vista las arterias sintácticas, las glándulas semánticas, los músculos pragmáticos, demostrando la corporeidad de lo que temíamos que fuera espejismo, alucinación.

¿Quiénes no comulgan con esas explicaciones del experto, quiénes se mantienen perpetuamente alerta frente al discurso racionalizador de la ciencia? Los intelectuales, que son los reticentes por excelencia. A ellos les está reservada la enmienda a la totalidad de la imagen, que viene a echar por tierra la comprensión del experto, la exención benevolente de responsabilidades, o, al menos, la salvación puntual de este o aquel espécimen o género o técnica. Vivimos un fin de siglo pródigo en visiones apocalípticas que eligen a la imagen (la televisiva todavía, y ahora también, por motivos distintos, la infográfica) como factor de la decadencia, del cretinismo, de la aculturación, del neototalitarismo, de la guerra (Virilio, Postman, Enzensberger, Baudrillard, Sartori, entre otros).

¿Qué decir, a este propósito, de la televisión? El último Eco quiere demostrar que no es signo (ni icono, ni índice, ni símbolo), que es prótesis. Lo suyo también es una racionalización semiótica, aunque ponga a la televisión en las afueras de su dominio (en la entrada del reino del signo), pero que tranquiliza con la constatación de su inocuidad, en pie de igualdad con el espejo, las lentes correctoras, el telescopio, el periscopio, el endoscopio. El pensamiento apocalíptico dirá: «¡no!», y Eco, que no quiere entrar en el asunto, parece que, tácitamente, les deja hacer.




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