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Sobre el discurso acerca del drama religioso español, antes y después de Lope de Vega, escrito por D. Manuel Cañete, individuo de la Real Academia Española, etc.

Juan Valera






I

Los ánimos están en el día tan preocupados con la política, y la política se mezcla tanto con la religión, que no hay asunto alguno científico, artístico o literario, en el cual no se haga intervenir más de lo justo la religión y la política. Los pensamientos y sentimientos de los hombres, así como las creaciones artísticas, científicas y literarias que de ellos nacen, están sin duda íntimamente entrelazados; pero esta idea es llevada hoy por muchos al último extremo, dando ocasión   —58→   a no pocas discusiones inútiles, llenas de acritud y de inconcebible intolerancia.

Tiempo ha que, hallándose quien escribe este artículo en una reunión de amigos, oyó censurar a cierto sujeto por haber abandonado a su novia, y oyó asimismo a uno de los concurrentes, que era de estos que llaman ahora neocatólicos, justificar el abandono, diciendo que la novia había leído las comedias de Moratín, y que todo buen cristiano y buen patriota debe abandonar a su novia, por mucho que la ame, si averigua que ha leído obras tan perversas.

Tenemos, pues, que, según este santo varón, son tan perversas y endemoniadas las obras de Moratín, que la mujer que las lea debe poner en fuga a su futuro.

El erudito y elegante discurso del Sr. Cañete, leído el domingo último en la Real Academia Española, es como el complemento de esta doctrina. En él no se trata de probar solamente que es un crítico infeliz, que no sabe estimar la belleza y la inspiración de la alta poesía, que carece de entendimiento de hermosura, que es, en una palabra, un mal estético, como se dice ahora, el que no gusta de los dramas a lo divino, que escribían nuestros poetas del siglo XVII. Si se tratase de probar esto y nada más que esto, casi estaríamos conformes con el Sr. Cañete. En nuestros dramas a lo divino hay por cierto cosas divinas, en medio de los mayores absurdos y de los disparates más atroces. Pero el Sr. Cañete propende a demostrar que es un impío o por lo menos un hereje quien no se admira de los tales dramas, y esto no se puede dejar pasar sin hacer algunas observaciones.

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Cada día se va estrechando más el círculo dentro del cual puede, según cierta escuela, vivir un hombre honrado sin apartarse de la religión católica, y es menester ensanchar este círculo a fin de que no nos ahoguen. Ya para muchos, el ser liberales y católicos era incompatible; ahora es también incompatible o punto menos que incompatible con el catolicismo el no pasmarse y encantarse de los Autos sacramentales, de los Misterios y de las comedias de falsos milagros y de vida de santos, por indecorosas y desatinadas que sean. Es muy recia y muy insufrible esta adición de artículos al credo, por personas que no tienen ni remotamente la facultad de aumentarle; y conviene poner las cosas en su punto, si no queremos pasar por todo lo que a cualquiera se le antoje, so pena de ser tenidos por ateos, volterianos, racionalistas o protestantes.

Claro está que el Sr. Cañete, que es persona de muchísimo entendimiento, no había de decir terminantemente que es poco religioso, o que no es religioso quien desdeña o menosprecia los dramas a lo divino del siglo XVII; pero en el progreso de todo su razonamiento se ve marcada esta propensión; y, aún bastante desembozada la idea en algunos pasajes. ¿A qué venía, si no, esa exclamación, que fue tan aplaudida, de que por desgracia, son ahora tantos los que tienen fe en la duda y no creen en la fe? Es evidente que esta fe en la duda y esta carencia de fe son, según el Sr. Cañete, los principales motivos de que no gusten los dramas devotos.

Nuestro objeto, pues, al escribir este artículo es demostrar que puede cualquiera tener por absurdos, ridículos,   —60→   y hasta bárbaros, muchos de esos dramas, sin dejar de ser muy buen católico. Podrá el que menosprecie estos dramas ser considerado como persona de mal gusto y de cortos alcances crítico literarios, pero no como impío. Nosotros queremos reducir la cuestión a sus verdaderos límites, y que sea sólo literaria e histórica, y no religiosa también. Nosotros, por último, queremos hacer ver que en los dramas religiosos del siglo XVII hay, al lado del elemento verdaderamente religioso, otros elementos deletéreos, a saber: la corrupción espantosa de las costumbres, la perversión de la moral, el gusto depravado, el ciego y cruel fanatismo y la negra misantropía, que estaban ya consumiendo las entrañas de nuestra sociedad, y que fueron los síntomas, si no la causa, de la ruina de nuestro poder y de nuestra importancia en el mundo.

Entiéndase que al afirmar esto no rebajamos; no tocamos siquiera la justa fama de algunos sublimes poetas que escribieron de estos dramas religiosos. Ellos no podían ser superiores a su siglo. Una cosa es la moral, la religión y la santidad que puede haber en una obra de entretenimiento; y otra cosa su mérito, como creación de la fantasía. Pocos son los que niegan; por ejemplo, la belleza de las odas de Horacio, pero nadie se empeñará en que la oda Ad anum subantem, y otras por el mismo orden, no reflejen la inmensa corrupción de aquella edad. Todos reconocen que Virgilio es un altísimo poeta, pero nadie le justificará de haber escrito la égloga II, ni querrá hallar en ella algún misterio profético y religioso como en la IV.

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En nuestro sentir, hay un error histórico muy trascendental, del cual proviene la alucinación del señor Cañete. Consiste este error en la importancia que se da hoy a la mal hecha división de todo el arte, en cristiano y pagano, en ortodoxo y heterodoxo. Si pudieran marcarse con toda su pureza estos dos artes distintos, si la religión católica influyera directa y constante, y hasta únicamente en la creación del uno, purificándole, y las falsas religiones o el racionalismo influyesen del mismo modo en la creación del otro, pervirtiéndole más y más, es evidente que todo lo que fuese arte cristiano sería más bello, más sublime que lo que fuese arte pagano, y que toda comedia a lo divino valdría más, poética, moral y religiosamente que las comedias a lo humano, por buenas que fueran. Por desgracia, no se puede hacer esta distinción, y todos los raciocinios que sobre ella se funden, están mal fundados.

Es innegable que la poesía, así como el teatro, que es una clase o género de poesía, tuvo en un principio cierto carácter sacerdotal y sagrado entre los pueblos primitivos. La poesía de la India, cuyos más antiguos cantos se guardan en los Vedas, y la de Grecia, aunque de ella no conservemos ningún monumento antihomérico con verdadera autenticidad, se puede suponer que fueron religiosas en su origen. Los poetas anteriores a Homero, venidos de Tracia y de Tesalia, introdujeron en las otras regiones de Grecia el culto de ciertas divinidades que llamaban musas, pronunciaron oráculos, porque eran adivinos y sacerdotes a par que poetas,   —62→   y concurrieron poderosamente a formar todo el sistema religioso, la teogonía, los misterios divinos y la moral de aquel pueblo, que no tuvo revelación sobrenatural como los judíos, y después los cristianos. Se puede decir, por consiguiente, que los poetas fueron los profetas, los apóstoles, los legisladores y los civilizadores del pueblo griego. Zeethos y Anfion, inventores de la música, son como dos grandes santos de la religión pagana. En Mantó, en Fimonoe y en las diez Sibilas, la religión y el arte poética están también mezcladas. Museo, Orfeo, Eumolpo y Lino, son asimismo personas casi celestiales, maestros y directores de los héroes y lumbreras de la humanidad,

Es evidente que este despertar de la civilización entre los griegos no puede equipararse al renacimiento de la civilización en la moderna Europa. En la Edad Media, época bárbara con relación a la época en que apareció y se divulgó el cristianismo, y época al mismo tiempo iluminada por esta santa religión, no podían los poetas religiosos tener la autoridad que tuvieron en las antiguas edades. Gracias a que no pervirtiesen la moral y desfigurasen la religión de una manera indigna. Menester fue todo el ingenio de Dante para producir un poema religioso que no desmereciese de la elevada y divina ciencia sobre la cual pretendía estar fundado.

La diferencia entre el origen de la poesía moderna y el de la antigua está patente. En lo antiguo nació del Santuario; estaba confundida con el Santuario, en su origen: la poesía y la religión eran una misma cosa, aunque más tarde se separaran.

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En los siglos medios acontece lo contrario; si no la poesía, porque la poesía en su acepción más lata, es inseparable de la religión verdadera, el arte de la poesía, y en particular el del teatro, entraron en el Santuario, después de no corta y tenaz resistencia, porque venían a él como un resabio del paganismo.

San Gregorio Nacianceno, San Basilio el Magno, San Apolinar de Laodicea compusieron tragedias; y algunos historiadores, incluso el Sr. Schack, citado a menudo por el Sr. Cañete, se empeñan en ver en la liturgia, en las funciones de iglesia, en los coros alternados y en los diálogos entre el sacerdote y el acólito durante la misa, cierto germen de las futuras representaciones teatrales, como si pretendiesen equiparar con las Dionisiacas estas sagradas ceremonias. Nosotros, empero, no podemos conformarnos con semejante opinión. Todo lo que es diálogo, pompa, coro alternado, representación en suma, no se sigue que sea comedia, o tragedia, o función de teatro, y aún nos parece algo irreverente buscar tales semejanzas, llevados del afán de hacer que hasta el teatro nazca de la Iglesia. La Iglesia, por el contrario, desde sus primeros tiempos hasta nuestros días, desde Tertuliano hasta el abate Bautain, ha reprobado altamente las representaciones escénicas. El que se canonicen en cierto modo, haciéndolas a lo divino, no las ha salvado del anatema de los más severos doctores, Pontífices y Santos Padres; antes bien las ha hecho más odiosas, como si a la inmoralidad uniesen de esta suerte la profanación y el sacrilegio. Cuando a San Agustín le dijeron   —64→   que el teatro se había hecho cristiano y que podía aceptarle, se limitó a replicar: ¿Conque el diablo se ha hecho cristiano? El gran Papa Inocencio III condenó y prohibió las representaciones que se hacían en las iglesias, porque in conspectu populi decus faciunt clericale vilescere. Mariana recuerda con horror aquel caso del comediante que hacía de Cristo, y que estaba amancebado con la comedianta que hacía de Magdalena. Sería cuento de nunca acabar el ir citando sentencias de no menor peso contrarias al teatro y a las comedias a lo divino. No es sólo el calvinista Sismondi quien las ha condenado.

Para formar un juicio imparcial sobre las comedias a lo divino del siglo XVII, importa, en nuestro sentir, tener una idea menos elevada del teatro. El teatro, sobre todo en los tiempos cristianos, no es una escuela de moral y de religión, como suponen algunos; no es una pública academia de virtudes, que anda en competencia con el púlpito. El teatro es una diversión que fácilmente degenera en voluptuosa a provocante a los vicios, y que ya nos podemos contentar con que se mantenga dentro de los límites de la moralidad y del decoro.

En cuanto a su origen, el teatro es pagano y no cristiano; y por su naturaleza, el teatro, más que ninguna otra creación literaria, tiene que ceder a las preocupaciones del vulgo para quien el poeta escribe y cuyas pasiones halaga, aparentando y quizás creyendo que le corrige y le perfecciona. El teatro suele ser, y tiene que ser casi siempre, no el dechado, sino el espejo de la sociedad de una época y de una nación. El   —65→   grande ingenio de los autores dramáticos suele limitarse a comprender esa sociedad y a pintarla, ora en ridículo, ora por manera ideal y encumbrada, sublimando y hermoseando sus defectos, sus preocupaciones, y hasta sus perversos y depravados instintos: así es que, por lo común, la moral o la religión no sirve sino de pretexto para sancionar o justificar luego estas cosas, mezclándose con ellas por medio de atrevimientos extraños.

La sociedad española del siglo XVII era una sociedad profundamente corrompida y fanática a la par, y estos dos elementos, casi siempre juntos en la sociedad, pasaron también unidos a las representaciones teatrales. Por esto el Sr. Schack, que se maravilla del ingenio de nuestros poetas, y que no puede menos de ensalzarlos, censura harto claramente el pensamiento y la tendencia de sus comedias espirituales, y lamenta que, cuando el teatro había llegado entre nosotros al más alto punto de perfección, se atreviesen nuestros autores a presentar en las comedias espirituales las indecencias más groseras, pintadas con la mayor crudeza de colorido, justificándolo todo con que en el desenlace triunfe la fe y los pecadores se arrepientan y se salven.

Cuenta que no es esto decir que no salve el arrepentimiento, ni poner límites a la infinita bondad de Dios, ni dudar de que su misericordia es bastante a limpiar nuestra alma de los más espantosos crímenes, y a salvarla y a llevársela a gozar de la gloria eterna. Esto es decir sólo que los tales argumentos suelen ser   —66→   inmoralísimos en el teatro, mucho más inmorales que el de La Dama de las Camelias; y que la persistencia de los autores dramáticos del siglo XVII en traerlos a las tablas, y el aplauso con que el público los recibía, muestran la corrupción de entonces, superior a la de ahora; así como el placer con que se presenciaban, aunque fingidos, el asesinato, el robo, el incesto y las mayores infamias; y la facilidad con que al parecer se alcanzaba el perdón de Dios, después de tantas iniquidades, y se iba el pecador al cielo, con tal de que tuviese devoción a la cruz y se arrepintiera.

Crea el Sr. Cañete que el Sr. Schack, a cuyo testimonio apela varias veces, no aprueba como él, sino que reprueba como nosotros, esa tendencia del teatro místico español, impregnado de un peligroso molinosismo. El mundo es un abreviado infierno, la carne es flaca y además está corrompida y dada a todos los diablos: no hay, pues, sino dejarla ir y no cuidarse de ella, como cosa perdida, que ya Dios querrá venir en nuestra ayuda en la hora de la muerte. Esta suele ser la doctrina moral de nuestros dramas religiosos. Casi todos son, por lo tanto, moralmente malos, aunque literariamente haya entre ellos algunas obras maravillosas de poesía. ¿En qué se opone lo uno a lo otro? El poema de Lucrecio encierra páginas bellísimas, y no se dirá que es moralmente bueno. El Cándido, de Voltaire, es una joya literaria, y moral y religiosamente considerado, es una abominación.

Mucho nos queda aún que decir sobre este asunto importantísimo. El discurso del Sr. Cañete está escrito   —67→   con singular habilidad y discreción, y merece ser refutado con todo esmero, separando lo que en nuestro sentir hay en él de falsedad y de verdad, y aceptando lo último cuando lo primero se rechace. Debemos también elevarnos, si esto nos es posible, a ciertas trascendentales consideraciones que no puede menos de sugerir el asunto en que nos hemos empeñado.




II

Si quisiéramos esforzar más nuestro argumento y demostrar con mayor claridad que las representaciones teatrales tienen más de origen pagano que de origen católico, y que la Iglesia, lejos de favorecerlas, no siempre las toleró, sino que las condenó muchas veces, nos sería fácil lucir erudición de segunda mano, y acumular cita sobre cita, tomándolas del Tratado histórico sobre el origen y progresos de la comedia y del histrionismo en España, de Pellicer; de las Conversaciones de Lauriso Tragiense, pastor árcade, sobre los vicios y defectos del teatro moderno, etc.; de la introducción misma a la historia de nuestro teatro, de Schak, en la cual explica este autor con mucho juicio y saber el origen del drama en la moderna Europa; y de otras obras no menos conocidas y divulgadas, a las cuales remitimos a los lectores curiosos. Para no pecar de prolijos; bástenos repetir por ahora que el teatro no pudo purificarse jamás de los resabios paganos, y que nunca ha sido más moral, más decente y más circunspecto que en el día. Es injusto, es apasionado   —68→   lo que dice el Sr. Cañete de la inmoralidad e infamia del teatro de ahora, relativamente al de otros siglos. ¿En qué siglo hubo mayor moralidad en el teatro? ¿Fue quizás cuando en la corte de León X y en presencia de este pontífice, se representaban las comedias de Machiavelli? ¿Fue quizás en la anárquica Edad Media, cuando los concilios y los Papas condenaban a los mismos histriones y juglares, per debachationes obscaenas gesticulationum suarum? Cuando reyes, princesas y canónigos, escribían tan indecentes novelas, como las de Bocaccio, Luis XI y la reina de Navarra, ¿cree el Sr. Cañete que el teatro sería más honesto y delicado? ¿Lo sería en el imperio de Oriente, donde, siendo muy cristianos y muy devotos, se divertían los griegos en ver desnuda sobre las tablas a Teodora, la que después fue emperatriz y mujer de Justiniano, hacer cosas que en ninguna lengua viva pueden referirse, y que Gibbon mismo deja veladas en la oscuridad de la lengua griega, sin atreverse a traducir el lascivo y desvergonzado pasaje de Procopio? ¿Qué Manon Lescaut, que Marion de Lorme, ni qué Dama de las Camelias equivale, en las historias o dramas fingidos, al drama verdadero de esta mujer, que fue emperatriz después de hacer tales cosas? Crea el Sr. Cañete que en todos los siglos, en todas las edades y en todos los países, podemos hallar un fango más inmundo que el fango en que nace y se revuelca el drama realista francés, apoteosis de toda prostitución.

El mismo Sr. Cañete reconoce en varios lugares de su discurso las depravadas costumbres que hubo en España   —69→   en épocas anteriores a la presente. ¿Cómo, pues, no había de trascender esa depravación a la literatura dramática y reflejarse en ella? En los mismos versos que de nuestros primeros dramáticos cita el Sr. Cañete, se descubren a cada paso las huellas de esas costumbres depravadas. ¿Quién, por ejemplo, disculparía hoy a un malhechor y a un amancebado, asegurando que había cometido estas faltas para que su nombre no perdiese, como si se tuviera por sandio y para poco al que no las cometía? ¿Qué poeta, tratando del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, había de introducir hoy, en su poema, chiste tan grosero como el de hacer decir a su marido que no estaba seguro de si su hijo era suyo o del cura? Sería cuento de nunca acabar el ir trayendo ejemplos por el estilo, y así nos limitaremos a poner aquí uno de Gil Vicente, en que lo divino y lo humano se mezcla de una manera por demás escandalosa, aunque no se ha de negar que con muchísima gracia, pues al cabo Gil Vicente era un poeta egregio.

Un clérigo se confiesa a otro, y dice:


    Padre, digo a Dios mi culpa
que amo a una doncella,
tan graciosa y tan bella,
que su gracia me disculpa
aunque me muero por ella.



La muchacha querida, desdeña aún al clérigo, y él está fuera de sí. El confesor, en vez de decirle que se arrepienta y no ame a las muchachas, le aconseja que   —70→   persista y no se queje, que no se ganó Zamora en una hora, que él está también enamorado de otra moza muy arisca, y que no por eso pierde la esperanza.


   Vos pensaréis que amores
son como buñuelos entiendo;
no más que friendo y comiendo;
pues no se cogen las flores
sino espinas sufriendo.



No contento el confesor con dar tan sabios consejos quita a su hijo espiritual todos los escrúpulos de conciencia que tenía; le dice que no merece penitencia por ser enamorado, y que los que no lo son, sí la merecen; que Dios mismo nos manda amar a la mujer y abandonarlo todo por ella; y que esto no debe entenderse de la mujer propia, sino de cualquier otra mujer que nos parezca bien, porque, cuando Dios lo mandó, Eva aún no estaba casada. Sin embargo, el confesor, que era un hombre de buen gusto, hace en este caso una distinción muy importante, afirmando que, si bien Dios nos manda hacer todos estos extremos por la mujer,


   Entiéndese por la hermosa,
y no por cualquier tiñosa.



Hecha la distinción, el padre de almas absuelve al penitente, exclamando:


Sobre vos pongo la mano,
como dice el Evangelio:
haced cuenta que sois sano.



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Pero dejemos ya los orígenes de nuestro teatro, y pasemos a la época de su mayor auge y perfección, al siglo XVII.

«Dos son las principales causas, dice el Sr. Cañete, de la falta de imparcialidad con que críticos y preceptistas han juzgado en absoluto el drama español, y muy particularmente el místico y religioso. Una, su índole popular, contraria a los cánones de la antigüedad clásica dominantes en la escuela de que ellos salían, y el demasiado apego al principio de imitación, para quien sólo era dable realizar bellezas siguiendo las huellas de Grecia y Roma. Otra, cierto espíritu filosófico adverso al catolicismo, que en el siglo pasado se infiltró, digámoslo así, hasta en muchos escritores católicos, y para el cual la belleza de nuestros dramas religiosos, es una belleza salvaje tocada de un fanatismo brutal».

Sobre la primera causa convenimos casi con el señor Cañete, aunque nos importa hacer algunas aclaraciones. La poética pseudoclásica del siglo pasado, es in dudable que, encerrada en sus mezquinas reglas, basadas sólo en el empirismo y en el sentido común, y sin elevarse a ninguna alta idea filosófica que determinase la condición esencial del arte, era incapaz de comprender la maravillosa hermosura de nuestro teatro del siglo XVII; pero ese empirismo y ese sentido común de las reglas, si de nada servían para hacer la crítica positiva, si no daban luz para descubrir la sublime inspiración de nuestros grandes autores, eran bastantes a poner en claro todas las faltas, todos los errores, todos los lunares que la corrupción del buen   —72→   gusto y de las costumbres había puesto en sus obras.

Así es que la mayor parte de las censuras, por acerbas que sean, hechas por los clásicos galicistas contra nuestro teatro, quedan en pie y son incontrastables, a pesar de los esfuerzos de los estéticos del día. Lo que estos pueden hacer y hacen es mostrar la belleza pasmosa en que abunda nuestro antiguo teatro, belleza que no acertaban a ver los preceptistas a la Moratín, y que compensa con usura los defectos más enormes. Por cierto que ninguno de esos preceptistas notó jamás en Calderón «aquella inspiración santa que reunía, según dice Schack, todos los objetos visibles de este mundo, los más grandes y los más pequeños, los animados y los inanimados, los próximos y los remotos, y viendo y celebrando en la naturaleza el trasunto y la sombra de un espíritu más alto, formaba de todo un ramillete de flores, en cuyas perlas de rocío se reflejaba, como en un espejo, la eterna hermosura de lo que está más allá». Pero, los defectos notados por los preceptistas ¿los niega Schack? No; antes conviene en ellos, a pesar de todo su entusiasmo. Y lo más singular es, que los defectos suelen ser tales, a veces, que ponen en contradicción y se diría que pugnan por destruir las casi simultáneas alabanzas. Poco después de pintarnos Schack a Calderón como a un poeta que lo comprende todo, que encierra en sus dramas el universo visible y el invisible, añade que sus personajes y el movimiento escénico de sus comedias se resentían no pocas veces de la etiqueta de la corte, «y en vez de una representación comprensiva de la humanidad en su variedad   —73→   infinita, el poeta nos daba a menudo sólo la pintura de una pequeñísima parte de ella, a saber: de las personas entre quienes vivía y para quienes escribía». Tenemos, pues, que el mismo poeta que, en un párrafo, comprende en su poesía a toda la creación y al Creador además, aunque sólo en reflejo, en otro párrafo, no comprende a menudo sino a las damas y galanes de la corte del Buen Retiro, con sus discreteos y con su estilo archi-culto. De este estilo no deja tampoco de hacer el Sr. Schack una censura tan severa como la que hacía Moratín, citándonos algunos de los tríos que sirvieron de modelo al famoso de El gran cerco de Viena.

Pero la crítica novísima, más profunda que la del siglo pasado, no ha encontrado sólo bellezas en Calderón; también ha encontrado faltas que no se notaban o que se disimulaban en otro tiempo. La fama de originalidad y la portentosa apoteosis que hicieron de Calderón los Schlegel, han decaído mucho en Alemania, cuando se han conocido y estudiado allí nuestros otros dramáticos. El Sr. Schack hace prodigios de ingenio para demostrar que es casi un mérito el haber tomado muchísimo de otros poetas; pero, a pesar de toda la elocuencia del Sr. Schack, nosotros no nos convencemos. Calderón habrá mejorado infinito, habrá llevado al último extremo de perfección las obras de que se ha servido; pero, ¿no sería más glorioso para él que fuesen completamente suyas las referidas obras? Según el Sr. Schack, Calderón tomó La Dama duende de otra comedia antigua, y su Encanto sin encanto, de Amar   —74→   por señas, de Tirso; en La devoción de la cruz se descubre, en el todo de la acción y en muchas singularidades, que es una imitación de El esclavo del demonio de Mira de Mescua; en El Mágico prodigioso hay muchas reminiscencias y copias de El Ermitaño galán, del último autor citado; en El mayor monstruo los celos hay mucho tomado de La prudencia en la mujer y de La vida de Herodes, de Tirso; la idea de El secreto a voces parece del mismo Tirso en Amar por arte mayor; y hay muchas analogías entre En esta vida todo es verdad y todo es mentira y La rueda de la fortuna, de Mescua, y entre Los cabellos de Absalon y La venganza de Tamar, de Tirso; Peor está que estaba es, por último, escena por escena, de otra comedia de Luis Álvarez. Estas y otras observaciones prueban, al menos, que Calderón repetía, mejorándolos quizás, los argumentos, los caracteres, y hasta las situaciones de otros dramas.

El Sr. Schack trata a Calderón con amor y quiere explicar y hasta canonizar sus defectos, mas no por eso deja de mostrarlos. Uno, gravísimo en nuestro sentir, y que no nos atrevemos a achacar a nuestro poeta tan resueltamente como se le atribuye el crítico alemán, es la falta de caracteres, la ausencia de personas vivas en sus dramas. Calderón, según el Sr. Schack, procura personificar ciertas pasiones, ciertos poderes espirituales, de donde resulta que la individualidad de sus héroes desaparece, y que suelen ser meras alegorías. También supone el Sr. Schack que las ideas o nociones de la fe, del amor, del honor y de la lealtad,   —75→   tales como las entendían los españoles del tiempo de Carlos II el Hechizado, estaban siempre con incansable predilección en las obras de nuestro poeta, haciéndolas como el eco unas de otras, y prestándoles cierta monotonía muy distante de la infinita variedad de las comedias de Lope. Confiesa asimismo el Sr. Schack que Calderón, a pesar de aquella santa inspiración que lo abarcaba todo, carecía de sentido histórico, no comprendía sino las cosas de su época; y confiesa y se lamenta, en fin, de que cansan a veces las finuras, los perennes discreteos, y las pomposas, simétricas y poco naturales expresiones de los galanes y de las damas, lo cual sólo se interrumpe con los chistes de los graciosos, que no lo son tanto en Calderón, como en Tirso de Molina y en otros poetas dramáticos de segundo y de tercer orden.

No es, empero, nuestro propósito rebajar el mérito verdadero de Calderón ni de ninguno de nuestros antiguos dramáticos. Somos tan entusiastas de ellos como el Sr. Cañete; nos parece, como a él, una lástima y una vergüenza que la traducción inédita de la obra de Schack, debida al ilustrado escritor D. Eduardo Mier, no esté publicada por falta de un editor; y creemos asimismo, que nuestro teatro antiguo, religioso y no religioso, debe ser estudiado con detención y juzgado en España con arreglo a la más filosófica, íntima y levantada crítica moderna.

En todo esto convenimos con el Sr. Cañete. En lo que no convenimos es en la limpieza y ortodoxa hermosura de nuestras comedias místicas, que sólo puede   —76→   negar un espíritu anticatólico; lo que no vemos es el resplandor de esas santas virtudes que ve o se complace en ver el Sr. Cañete. Nosotros, por el contrario, descubrimos en el siglo XVII, y en nuestro país, una profunda perversión de la moral cristiana, que iba a reflejarse en la literatura dramática, y que lucía más aún en lo místico, empañando y afeando la fe de nuestros mayores, y convirtiéndola en superstición y fanatismo; exagerando a veces los sentimientos más nobles, y trocándolos en vicios y manías feroces, o extravagantes al menos. ¿Quién ha de negar que entonces había también virtudes y nobleza de alma, y que se reflejaban en la literatura, como las hay y se reflejan ahora? Pero lo cierto es que la corrupción, y la perversión y los vicios, eran entonces mucho mayores, y, teniéndose menos conciencia de ellos, se confundían más fácilmente con las virtudes.

La idea del honor, llevada hasta la ferocidad, no sólo ocasionaba duelos y pendencias, cara a cara y con razón, sino venganzas traidoras y abominables asesinatos; la idea de la lealtad y del respeto a los reyes, llevada al último extremo, engendraba un servilismo monstruoso; hacía de la voluntad del rey la medida de lo justo y de lo injusto, e impulsaba a un caballero a matar a su hermano porque el rey se lo mandaba, y al poeta a celebrar como hazaña heroica semejante barbarie; la idea del amor a la mujer acababa por perderse en los tiquis-miquis escolásticos y en los conceptos y formas silogísticas, y ya en las comedias de nuestro gr an dramático, en las comedias de Calderón, apenas   —77→   se descubre un asomo de ternura; la idea, por último, de la fe, se convertía en una atroz enemistad contra judíos, herejes y gentiles, y en un deseo vehemente de matarlos o de quemarlos vivos.

Entre tanto, otros vicios que no podían sentar plaza de virtudes, se miraban entonces con la más singular indulgencia. La estafa, el hurto y la falsía, pasan por una travesura ingeniosa en La Villana de Vallecas, donde un caballero muy principal roba a otro, maleta, joyas, dinero y nombre, sin que el poeta lo repruebe, ni el caballero pierda el honor, en otros puntos tan vidrioso; los más de los galanes de las comedias andan siempre por los garitos, y a menudo suelen llamarse fulleros; las hermanas se pelean, se maltratan y se aborrecen de todo corazón, y las hijas se burlan del padre, que suele ser un vejete ridículo. Esto, en lo cómico.

En lo trágico, sueñan los poetas, los autores de comedias y los novelistas de entonces, crímenes casi inverosímiles de puro repugnantes y bestiales, y los refieren como cosa corriente, usual y diaria. Doña María de Zayas y Sotomayor, cuenta en una de sus novelas, que una de sus heroínas va a parir a un corralón para dejar allí el niño y que se le coman los cerdos, que otra está amancebada con un negro feísimo, a quien consume y mata con su lascivia, y todo esto y más lo cuenta de broma y sin hacerse cruces. En el Quijote de Avellaneda, hay una historia de un señor flamenco, que trae de huésped a su casa a un caballero español. La mujer del anfitrión acababa de parir, pero estaba muy hermosa   —78→   en el lecho; el español la ve, se apasiona de ella, y aquella noche la viola. ¿A qué autor se le ocurriría en nuestro siglo bestialidad tan asquerosa y estupenda? No es menos bestial el cuento de la monja que última mente ha puesto en verso Zorrilla, poetizándole y suavizándole y haciéndole posible en esta edad más púdica, más decente y más honrada: pero en el cuento original, la monja se huye con el galán, muy segura y sabedora de lo que hacía, y, con pleno conocimiento del pecado, hurta, si no recordamos mal, algunas alhajas del convento; vive en francachelas y en orgías con su amante; gastan todo el dinero que llevaban, y la monja se prostituye a toda la ciudad de Lisboa, para mantenerse ella con lujo, y mantener los vicios de su amante, convertido en rufián inmundo. La Virgen, entre tanto, toma la forma de aquella desvergonzada, y hace su papel en el convento, a fin de que no la echen de menos. Imposible parece que estas abominaciones sean tenidas por algunos como hijas del verdadero espíritu católico, como inspiraciones santas, como fantasías, éxtasis, y divinos ensueños con que la musa cristiana regala a sus bienaventurados favoritos.




III

Sería prolijo hacer aquí una pintura de la corte de Felipe IV y de Carlos II, y demostrar la mayor inmoralidad de entonces. Las historias, las relaciones de aquella época y toda clase de documentos nos dan claro testimonio de ella. Esta inmoralidad se retrata de   —79→   una manera vivísima en la literatura, según hemos probado ya con algunos ejemplos. El mismo Schack, a quien así como el Sr. Cañete, hemos de seguir citando a menudo, conviene con nosotros. Hablando este autor de la licencia de Tirso, dice expresamente que en nada difiere más el siglo XVII de nuestro siglo, que en punto a moralidad. «Es indudable, añade, que los contemporáneos del poeta jamás se escandalizaron de sus obras; el autor mismo pertenecía a una orden monástica muy estrecha; para todas las obras que se daban a la estampa había una severa censura, siempre ejercida por sacerdotes, y nosotros leemos con asombro en un permiso que va al frente de las obras de Tirso de Molina, que en ellas nada se contiene que ofenda a las buenas costumbres y que no sirva de excelente ejemplo para la juventud».

Lope fue quizás más libre aún que Tirso, y no se espantaba de sacar a la escena y de pintar, con los más fuertes colores, vicios atroces e infames: en La Reina Juana de Nápoles nos describe toda la crueldad y toda la lujuria posibles en la más desenfrenada mujer; en El anzuelo de Fenisa y en El arenal de Sevilla, figuran las cortesanas como heroínas, y tratadas con bastante menos severidad que en los modernos dramas franceses de Augier, Feuillet y Dumas; en El Rufián Castrucho y en El Caballero de Olmedo se retratan con la mayor verdad las Celestinas; y el adulterio y el incesto dan asunto también a algunos dramas de Lope. La opinión de este poeta sobre la corte, expresada por él en una carta particular, viene en favor de nuestro aserto. Lope   —80→   la llama Océano de perdidos y desvanecidos, lleno de rameras, hambres, hidalguías, poder absoluto y sin p disoluto y otras sabandijas.

Con tal público, con tal opinión del público, y creyéndole además necio, el vulgo es necio, etc., no es extraño que los poetas se atreviesen a todo. Calderón llegó a poner en escena un hijo que abofetea a su padre. Si alguien se ofendía, a veces, no era por virtud, sino por orgullo, como cuando silbaron una comedia de Rojas, porque puso en ella a un caballero, que casándose halló violada de otro amor a su mujer, o cuando quizás le dieron muerte alevosa porque satirizó en otra comedia a unos caballeros.

Pero hablemos ya del drama religioso, que según el Sr. Cañete produjo obras maestras del más esmerado artificio; obras que despliegan a la vista, aun del más abatido y lacerado, horizontes de esperanza y de consuelo. Schack dice: «Muchas de las vidas de Santos puestas en escena, carecen de unidad de acción, y muestran en su rudeza una abigarrada confusión de todo linaje de elementos, de lo religioso y de lo profano, de lo literal y de lo alegórico, de lo grave y de lo burlesco, hasta el último punto. Allí hay sutilezas teológicas y discusiones escolásticas al lado de profanas escenas de amor: allí salen a las tablas el niño Jesús y la Virgen María, y ángeles y diablos, y santos y figuras simbólicas, mezclados con reyes, estudiantes y graciosos, que incurren en mil anacronismos e impropiedades. Se diría que todo lo inverosímil y todo lo incongruente se salva y perdona con la   —81→   fe. Pero lo que más se extraña es el grosero materialismo con que se entiende la religión y se trata de ella en estos dramas. La trascendencia de lo suprasensible es en ellos completamente aniquilada, y sólo queda la exterior apariencia. Estos dramas están llenos de visiones y milagrerías desde el principio hasta el fin; pero en balde se busca en ellos verdadera piedad, elevación del alma y profundidad en la pintura de las cosas espirituales».

Esto dice el Sr. Schack antes de examinar una por una las principales comedias divinas de Lope de Vega, a quien llama divino en las comedias profanas, y a quien tacha mil veces de desatinado y de absurdo en las divinas.

El Cardenal de Belén es una monstruosidad, donde figuran y salen a desvariar San Gerónimo, San Gregorio Nacianceno, San Dámaso, San Agustín, el emperador Juliano el Apóstata, los tres reyes Magos, el arcángel San Rafael, el diablo, un león, un burro, y España y Roma y el mundo entero personificados.

San Nicolás de Tolentino es aún más desatinada comedia. El Padre Eterno aparece allí, sentado en su tribunal, en conversación con la Justicia y la Misericordia: un hermanuco persigue graciosamente al diablo, que sale acompañado de leones, serpientes y otras bestias; y el santo baja del cielo, entra en el purgatorio como en su casa, y se lleva las almas de sus padres. Combinadas con todo esto, hay escenas de soldados e intrigas de amor nada edificantes.

El animal profeta es más parecido a un cuento de   —82→   las Mil y una noches que a la vida de un santo. Una cierva profetiza a Julián que dará muerte a sus padres, y la profecía se cumple con un fatalismo más ciego que el pagano. Julián hace después penitencia de este crimen involuntario, y de otros que no lo son, y probablemente se va al cielo.

En La fianza satisfecha es menester confesar que las extravagancias, según las propias palabras de Schack, citadas por el Sr. Cañete; «están compensadas con rasgos de la más atrevida poesía, y debemos rendir homenaje al genio del poeta hasta en sus propios extravíos».

En El niño inocente de la Guardia, tampoco negaremos que hay verdadera hermosura y cierta inspiración religiosa; pero, como dice Schack, este drama «hace una impresión penosa, merced al fanático aborrecimiento que respira en cada uno de sus versos contra los que pertenecen a otra religión».

Mira de Mescua es más extravagante aun que Lope en sus comedias divinas, y como carece de las altas calidades que el Fénix de los Ingenios poseía, no es posible perdonarle los sacrilegios e indecorosos desatinos de El ermitaño galán, de El esclavo del demonio, de El negro del mejor amo y de otras creaciones por el estilo, en que los misterios de nuestra santa religión hacen las veces de mitología y de tramoya en farsas para divertir al vulgo ignorante. Mira de Mescua estaba, sin embargo, dotado de una fecunda inventiva, y prestó en estas comedias, argumentos y situaciones que, tratados más tarde y con más arte por   —83→   Calderón, Tirso y Moreto, dieron origen a las mejores comedias a lo divino de que el teatro español puede gloriarse.

Como en este artículo no nos es posible extendernos cuanto el asunto requiere, sino pasar muy ligeramente sobre todo, nos vemos obligados a menudo a apuntar opiniones e ideas que tal vez sería conveniente desenvolver y aclarar; pero ya llegará ocasión en que podamos hacerlo, sobre todo si, como es de desear, adquiere la Dirección de Instrucción pública la obra de Schack traducida, y la da a la estampa, como un monumento elevado a las glorias españolas. Para entonces prometemos hacer un análisis detenido del trabajo del sabio alemán, comparar sus opiniones con las de los críticos españoles y con las de otros críticos alemanes, como Schmidt y ambos Schlegel, y dar también la nuestra, procurando, por lo mismo que es tan humilde, autorizarla y realzarla con razones.

Siguiendo ahora en nuestras ligeras observaciones al discurso del Sr. Cañete, que, si bien es obra de un sujeto muy entendido, todavía peca, y no puede menos de pecar, merced a su índole y a su indispensable concisión, de no hacer, como nuestro artículo, sino apuntar ideas sin desenvolverlas ni explicarlas cuanto conviene, diremos que Tirso de Molina es, en nuestro sentir, el más gran poeta dramático que ha habido en España después de Lope de Vega. Este último es creador, y Tirso discípulo e imitador suyo; pero Tirso perfecciona, y hermosea, y pule lo que el primero inventa. Tirso, pues, poniendo a un lado a Lope, es más   —84→   cómico, más trágico, más conocedor del corazón humano, más chistoso, más profundo, más inventor de caracteres y de enredos, más religioso en lo divino, más elevado y sabio en lo histórico, más poeta, en suma, que Calderón, que Rojas y que Moreto. Difícilmente podrá presentar ninguna literatura extranjera, salvo Shakespeare, nada que deba ni remotamente compararse con Tirso de Molina.

Palabras y plumas, Quien, calla otorga, La celosa de sí misma, Amar por señas y El vergonzoso en Palacio, no tienen rivales fuera de España, sino en Mucho ruido para nada y en alguna otra comedia del gran dramático inglés; y Marta la Piadosa vale más que las imitaciones frías de Molière y de Moratín. Pero, como Schack dice muy bien, lo que pasma verdaderamente es ver el ingenio de nuestro poeta, que en las susodichas comedias parece «una mariposa que revolotea entre las flores, levantarse hasta las nubes, semejante a un águila; al ameno y burlón Tirso transformarse en el cantor de los héroes y celebrar con tono inspirado las altas hazañas del noble pueblo español, y su estilo burlón adquirir la más enérgica fuerza con el impulso de los pensamientos sublimes. Algunas de sus obras de este género pueden ser consideradas como epopeyas dramáticas». La prudencia en la mujer, Las hazañas de los Pizarros, Escarmientos para el cuerdo y otros dramas históricos merecen las mayores alabanzas del crítico tantas veces citado. Pero, ¿cree el Sr. Cañete que se aprueban por esto la inmoralidad y las malas tendencias religiosas de dichos   —85→   dramas? La venganza de Tamar es, según Schack, un drama magistral, un drama donde la musa trágica española se ha elevado a la mayor altura, donde los caracteres son admirables, y donde lo terrible y lo patético llegan a lo sumo de la poesía; pero es un drama que nadie sufriría hoy en la escena sin horror y sin repugnancia.

En los dramas verdaderamente a lo divino de este gran poeta se notan la misma licencia y mayor perversión y relajación de costumbres. Hasta los títulos encierran a veces peligrosísimas sentencias que pueden corromper a la juventud, como, por ejemplo, Quien no cae no se levanta. Se diría al leer este título que importa cometer las mismas o semejantes maldades que las de la heroína Margarita, para que Dios preste a quien las cometa más especial favor, haga muchos milagros para separarle del mal camino, y casi a pesar suyo se le lleve al cielo. El asunto de La Condesa bandolera da motivo a las mismas reflexiones. Esta señora condesa hace las mayores insolencias y comete los más atroces delitos hasta que un ángel la convierte por medio de un milagro.

No así, por fortuna El condenado por desconfiado. Nada quisiéramos decir en elogio de este drama, porque es poco todo lo que se diga para encarecer su mérito poético, y porque después del examen crítico que hizo de él el Sr. Durán, es difícil añadir algo ni bueno ni nuevo. Lo único que diremos y confesaremos es que, a pesar de lo peligroso del asunto y de lo atrevido de las escenas y de los caracteres, este drama está escrito   —86→   con tanto saber y conciencia, que casi no ofenden los vicios espantosos que en él se pintan, y se comprende el que se salve Enrico y el ermitaño se condene. Este último es un egoísta desconfiado que hace penitencia movido de un interés y de un deseo de salvación eterna, lleno de monstruoso amor propio y falto de amor de Dios, y de santa y verdadera caridad. Enrico, mientras tanto, tiene un noble corazón, en medio de sus grandes maldades, y algunas virtudes en medio de sus mayores vicios. La idea de Víctor Hugo en Lucrecia de Borgia y en El rey se divierte, parece tomada de este drama. Triboulet el bufón y la envenenadora duquesa de Ferrara se ganan nuestras simpatías por el amor que tienen a sus hijos, amor que hasta cierto punto nos hace perdonar los otros crímenes. Pero aunque Dios los perdone también, porque es infinita su misericordia, la sociedad, la vindicta pública, permítasenos emplear esta palabra, no puede dejarlos impunes. Se resiste a las ideas modernas, más sociales, menos anárquicas que las ideas que reinaban en España en el siglo XVII, el que alguien se sobreponga a la sociedad y quede libre de castigo por severa que sea su penitencia. Así como la sociedad castiga, una vez conocido el delito, así tiene que castigar también el poeta a sus héroes malvados, con un castigo independiente de la voluntad de quien le recibe. La muerte ejemplar de Enrico en un patíbulo afrentoso, es por consiguiente ejemplar, y más ejemplar y más patética, si se atiende a que se vuelve a Dios, no por milagros ni signos exteriores, sino por efecto de la propia virtud   —87→   que aún conservaba en el alma, por su amor filial y por la ternura que las lágrimas de su anciano padre infunden en su pecho.

En moralidad, pues, así como también en mérito poético, sobrepuja El condenado por desconfiado a las obras modernas que hemos citado antes, en las cuales hay un castigo providencial, por donde el sentimiento de la justicia queda satisfecho; pero falta el arrepentimiento y el perdón divino que satisfacen además el sentimiento religioso, la idea que nos hace considerar el mal como un accidente que ha de resolverse en el bien, término y fin de todas las cosas creadas.

Si todos los dramas a lo divino fuesen como El condenado por desconfiado, no hubiéramos hecho la menor observación al discurso del señor académico, salvo en aquella parte en que injuria tan sin razón a la edad presente, y a las cosas de la edad presente, las cuales son, a pesar de todo, consideradas en conjunto y con excepciones rarísimas, bastante mejores que las cosas de cualquiera otra edad pasada, por buena que se imagine.

De la maravillosa y poética figura de D. Juan Tenorio y de su carácter, trazado con mano firme y maestra por Tirso de Molina, y levantado por él sobre las tablas del teatro español para que sirviese de jamás bien imitado modelo a poetas de todas las naciones, ¿qué hemos de decir nosotros que no esté ya dicho? Byron en Inglaterra, en Francia Molière y Tomás Corneille, en Alemania Hoffmann, en Rusia Puschkin, y en estas mismas, así como en otras naciones, otra infinidad de   —88→   novelistas y de autores dramáticos, han hecho su héroe de D. Juan; pero todos son muy pequeños en comparación de la gigantesca figura creada por la fantasía popular de los españoles y encerrada con toda su grandeza dentro del estrecho cuadro de un drama, por nuestro fraile mercenario. Quiera más ha decaído en la imitación de D. Juan, como en sus demás imitaciones del teatro español, ha sido Molière. Molière ha convertido en un petimetre cualquiera aquella gigantesca figura.

Todo esto se puede decir, y mil alabanzas más que no decimos por carecer de elocuencia, en elogio de El burlador de Sevilla; pero el Sr. Cañete nos ha de perdonar si no confesamos la moralidad de este drama, ni los cristianos efectos que ha producido en el mundo.

Ya, cuando tengamos tiempo, hablaremos de Calderón, deteniéndonos más en el examen de sus dramas a lo divino.





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