Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —39→  

ArribaAbajo Almafuerte

(Primer capítulo de un ensayo crítico en preparación)


Juan Mas y Pi


-¿Almafuerte?

Y aquellos a quienes preguntaba por el cantor de Jesús, por el que poco antes había conmovido a toda una generación con la dolorosa elegía del Misionero, arqueaban las cejas en un extraño visaje, como si les hablara de visitar al monstruo Fafner en su cueva. Y cuando ratificaba mi deseo, insistiendo en saber a dónde debía dirigirme, levantaban el brazo en un gesto vago, indicando lo infinito, lo desconocido, y decían:

-Por allá... Por Tolosa, siempre... En su covacha...

Había algo de cruel en ese gesto de un pueblo que albergando al más grande de sus poetas simulaba ignorarlo, queriendo engañar al que desde lejos venía, como atraído por misterioso poder, hacia el pensador que tantas veces y tan hondo había hecho vibrar en él magnas tempestades de sentimiento.

La Plata, que olvidaba el camino de la «covacha», pretendía que los demás lo ignorasen. ¿Sería verdad, pues, aquella leyenda de ogro formada alrededor del cantor de la chusma? ¿Sería verdad aquella leyenda de brusquedades carduccianas, de hirientes frases, de malhumores terribles, cayendo como golpes de maza sobre la frente del importuno? Por fin, alguien me dijo:

-Venga usted... Yo le llevaré a la casa del Maestro.

...Y fue en una tarde de invierno, fría, desapacible. Una de esas tardes de invierno que más tristes y dolorosas parecen, en   —40→   la desolación de una ciudad inconclusa, de una gran capital fracasada, como La Plata. Calles amplias, bordeadas de árboles desnudos, con grandes huecos de edificación, solares vastos que se iban ensanchando a medida que avanzábamos por el suburbio desierto, silencioso, triste como un pueblo de campo. Había llovido pocas horas antes; grandes charcos de agua en el desigual empedrado, reflejaban tropeles de nubes corriendo por el cielo, cubriendo el sol, dejándolo brillar de nuevo. En un amplio terreno abandonado, un gran charco, brillando y apagándose bajo el intermitente reflejo, parecía pestañear, como si guiñara maliciosamente, riendo de nuestro apresuramiento.

Mientras caminábamos, golpeados de frente por una brisa fría, glacial, cortante, mi compañero hablaba...

Y la vida del poeta pasaba, rápida, febril, como en un cinematógrafo mudo, ante mis ojos. Era una vida, completa vida de amor, de sentimiento, de nobleza, que no comprendían los bárbaros, los crueles, los indiferentes de la ciudad cercana. Era una vida, recta dentro de su tortuosidad superficialmente inexplicable, en marcha hacia la realización de un grande ensueño de amor y fraternidad, combatiendo el mal.

¿Éste es odio, mentira, miseria? Pues, contra esa miseria, ese odio y esa mentira debe de ir la obra del hombre verdadero. Solamente los relativos, los inútiles, pueden detenerse en consideraciones sobre los peligros de la marcha. Los obstáculos no se deben de contar... Pero, los hombres los cuentan; los hombres miden y calculan el posible resultado inmediato de sus acciones, evitando perjudiciales errores.

El poeta no calcula, no piensa, no mide. ¿Esto es verdad?

pues esto debe de ser dicho. ¿Hay peligro? «Una verdad es más llamativa cuando corro más peligro». La vulgar imposición, temor del cobarde, no alcanza con su brazo a la región del pensamiento. El odio es ignorancia, la miseria es inconsciencia. Enseñar es aliviar. El que sabe y comprende hállase a cubierto de males: pero el que comprendiendo y sabiendo los padece por asimilación apostólica es un héroe. Ese heroísmo, empero, es locura dentro del equilibrio anormal de la sociedad contemporánea. Por eso el poeta es «el loco» para los hijos degenerados de los imbéciles que veían en Jesús «el bandido». Ese heroísmo   —41→   nervioso, desequilibrado en el raquítico medio ambiente donde todo lo grande es anormal, es el de Almafuerte: gesto amplio en los brazos abiertos para recibir al desgraciado y al miserable; ímpetu de león, irguiéndole, vibrátil, caliginoso, ante una miseria relatada; arrojo de adversario valioso que baja, fuerte de sí mismo, a rogar al poderoso que combate, en beneficio ajeno...

Heroísmo que va a la abnegación, lindante con la superficialidad ridícula; que llega a lo más alto del sacrificio, en un desesperado abandono de sí mismo, en una anulación del propio ser, en una superabundancia de amor, como el que habiendo nacido «para ser madre» se da, enteramente, totalmente, en un olvido glorificador de la miseria propia...

A la evocación de mi compañero pasaban por mi memoria, vibrantes, fulgurantes, aquellos hechos de la vida del poeta, que corrían de boca en boca, diciendo de una firme voluntad, de una fe inquebrantable. No había sido siempre la «covacha» del suburbio, olvidada; pero este abandono volvía siempre, a grandes espacios, como ritornelo forzado, marcando la marcha progresiva, ascensional, de aquel espíritu único. Lo demás, todo lo demás, era accidental, fugitivo, vano. El salón donde se tejen los perfumados triunfos mundanos; el pasillo del palacio legislativo, el despacho ministerial, donde se trepa y se asciende en el dominio de los hombres; el proscenio deslumbrante, donde se conquista el corazón y el sentimiento de los auditorios; todo eso, es lo accidental, lo inútil, lo pasajero, dentro de la vida genial de los héroes del amor humano. Lo esencial es la escuela primitiva, en pleno campo; la dura lucha con el ambiente salvaje; la obstinada labor, casi manual, de sembrar abecedario en los cerebros incultos, más vírgenes que la dura tierra nunca herida por la reja; lo indispensable es la permanente lucha en el suburbio, frente a frente de las pasiones malsanas que irrumpen como vahos fétidos de una falseada civilización; es la inmensa gesta de un ejemplo noble, de una vida intachable, de un sacrificio prolongado hasta la propia aniquilación cerebral.

Brazos abiertos, grandes brazos abiertos para toda la miseria humana... «Hermano lobo», decía el de Asís; «hermano vicio», ha querido decir éste, no menos grande. Y si el vicio, más cruel que el lobo del seráfico, panteísta, ha llegado a veces a envolver   —42→   en sus anillos de sombra la frente del hombre, no ha podido, nunca, nunca, bajar hasta su corazón... Job se lamenta, Cristo lanza un arito de desesperación y perdona; nuestro Misionero, nuestro Poeta, que comprende y por comprender duda, no hace más que entregarse, darse todo, en su vida de apostolismo excepcional.

Idiosincrasia tan desequilibrada en nuestro mundo requiere su ambiente propio, su marco de sombra, donde pueda su luz brillar más esplendorosa. ¿Qué hacer en el ambiente falso, hipócrita, de virtud meliflua, de vicio cobarde, de ambición rastrera, de odio afeminado, de utilitarismo calculador, de mal temeroso y grotesco?

¿Qué hacer en ese mundo, falso, pequeño, aniquilador? Por esto los grandes sacrificios requieren calvarios, no salones; tristes, desolados suburbios de miseria y de ignorancia, no los barrios de un aristocrática, plebe, con rumor de sedas y deslumbramientos de pedrerías.

Y el suburbio es la llaga, pero es la llaga serenamente abierta, más fácil de curar. El impulsivo pasional tiene regeneración posible; no el degenerado calculador, frío matemático del delito. De ahí que, al suburbio vayan los grandes, los nobles, los heroicos, llevados por su apostolismo generoso, cristiano...

Tales almas no pueden vivir la vida falsa de nuestro ambiente; la lucha permanente los endurece y a ellos no resisten nuestros vidriosos convencionalismos. Y esto es abandono, es olvido...

...Mi amigo se detuvo y con un gesto brusco del brazo nervioso mostrome el desierto, silencioso arrabal. La penetrante y aguda brisa había cesado; en torno de nosotros todo era calma, como si de repente se hubiera hecho el vacío. El sol, detrás de una gran nube gris cala en occidente. La ceniza del crepúsculo pesaba en los corazones; y el brazo de mi amigo trazaba lento surco en el aire mostrando una vasta explanada, dos o tres calles, abiertas a lo lejos, un grupo de caras, blancas, en la tarde oscura, claras, sobre el espacio gris... Reanudamos la marcha.

...La enemistad de unos, la malquerencia de otros, la desconfianza de los más, hace cada día más alta y fuerte la muralla del aislamiento del apóstol. Aquí, en este ambiente primitivo, late   —43→   la sinceridad que es la base del heroísmo. Sólo así puede realizarse la transubstanciación del espíritu del genio a la masa dolorosa del miserable sollozante.

¿Sabe de esta química de las almas el mundo? ¿Es el abrazo dado al leproso, es el beso al criminal, es el cariño a lo más bajo?... ¡No, no sabe el mundo de tales vidas; no sabe el mundo de riada que sea ruda pasión, impetuosidad brava, sentimiento puro! Y Almafuerte es el sacrificio loco, irreflexivo, espontáneo.

Es el heroísmo único, excepcional, sobrepuesto a la pequeñez de la imitación, fuerte en su originalidad de inimitable. Es el maestro sin discípulos; el poeta cuya valía no está en la mecánica del ritmo o en la gramaticalería de la rima, sino en la idea hecha carne, ya aplicada, acción antes de verbo, como el rayo es luz antes que sonido, antes que la grotesca resonancia del trueno, espanto de cobardes. «¡Maestro!» llamole cierto día un joven poeta. ¿Maestro? Y el joven poeta sufrió un día la prueba, la clásica prueba del patio de la casa de Pilatos... No, no era fácil ser discípulo de un apóstol en acción que al mismo mal defiende si en el mal ve la inconsciencia y la posible regeneración. El místico compadecía al demonio porque no sabía amar...

¡Maestro! No es fácil ser discípulo de tal maestro que pone la poesía en parábolas en acción, que da lo superfluo y lo necesario, que llora con el afligido, y que, también, fuerte y duro hasta la crueldad, somételo todo a la implacable gimnasia de su visualidad, de su manera de ver las cosas, con un amor tan grande a todo que a veces toca al odio y a la muerte...

Sólo, único, exclusivo; tiene que pasar, como el sol, encegueciendo.

Nos detuvimos de nuevo. La noche había cerrado, rápida, después del corto crepúsculo de invierno. De nuevo un aire frío, glacial, pasaba con un suave siseo. Ante nosotros abríase el paso a nivel de una vía férrea. Del otro lado una pequeña casa con una ventana iluminada; mi amigo hizo un pequeño gesto indicándola a mi atención.

Yo volví la mirada por todo lo que me rodeaba, queriendo grabar en mi espíritu aquel fugaz momento de mi vida. La noche era oscura, sin estrellas; el hondo silencio persistía; en la vía   —44→   férrea, lejos, brillaba una luz verde, más lejos y más altas tres luces rojas...

Delante de mí la ventana iluminada de la casa del Poeta...

Cuando entré y unos brazos vigorosos me estrecharon, sentí que algo temblaba en mis párpados, humedeciéndolos...

Eso era en una noche de invierno fría y desapacible.