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Vida de Carlos III

Tomo I

Conde de Fernán-Núñez



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  —[V]→  

ArribaAbajoPrólogo

Con sobrada razón nos quejamos a menudo del errado y poco favorable concepto que forman los franceses de las cosas de España. En efecto, la generalidad de las gentes en Francia sabe muy poco de España y nos trata mal. Contribuye a esto la turba de escritores populares, novelistas, poetas y viajeros, que todo lo ven en nuestro país a través de un prisma que lo tuerce y lo cambia y que, hasta cuando quieren alabarnos, nos adornan o nos revisten de una originalidad grotesca, que es casi peor que el vituperio desenfadado y terminante. Víctor Hugo, Teófilo Gautier, Alfredo de Musset, el Marqués de Custine, Dumas y el mismo Zola, han fantaseado una España extravagante de toreros, majos, mujeres con puñal en la liga y curas y frailes lascivos, todo ello en una escena de un   —VI→   país desolado, pobre, sin árboles y sin yerba e infestado de un olor de aceite rancio que llena el aire desde que se pasan los Pirineos.

Esto es lo que el vulgo francés piensa de España, si de España algo piensa. De nuestras artes y de nuestras letras, han oído hablar de Cervantes, de Calderón, de otros dos o tres autores dramáticos y de Murillo, de Velázquez y tal vez de Goya. Hablan también mucho, y abominan más, sobre todo si presumen de ilustrados, del fanatismo español, de la Inquisición, de los muchos judíos y herejes que hemos quemado vivos, de la miseria de nuestros hidalgos y de la soberbia con que se envuelven en sus harapos hasta para pedir una limosna. Los escritores franceses del siglo pasado son los que más se han encarnizado contra nosotros. El Sr. Massón, que escribió el artículo España de la Enciclopedia, es quien lleva a mayor extremo la diatriba.

Es muy singular y contradictorio, mirado superficialmente, que, a pesar de lo dicho, sea posible citar no pequeño número de autores franceses que conocen tan bien nuestra historia, nuestras costumbres, nuestra civilización y todas nuestras cosas como los más doctos españoles; pero estos autores serios son los menos leídos en Francia. Dumas o Gautier tienen millones de lectores, mientras que Puibusque, Dámaso Hinard, Antonio de Latóur, Vielcastel, Puymaigre,   —VII→   Rossiew de Saint-Hilaire, Gounon-Loubens, Jurien de la Gravière, Pablo Rousselot, Próspero y Ernesto Mérimée y otros discretos hispanófilos, sólo son estudiados por pocas personas eruditas y curiosas.

En el día descuella entre estos hispanófilos, tal vez como el más profundo conocedor del idioma, de la historia y de la literatura de nuestra nación, el Sr. Morel Fatio. Entre muchos trabajos que ha dado ya a luz, son claro testimonio de lo que decimos, sus Estudios sobre España.

En el primer tomo de estos Estudios hay uno que trata del asunto que tocamos rápidamente al empezar este escrito: del concepto que en Francia han formado de España desde el siglo XV, o desde antes, hasta ahora. Durante los siglos XVI y XVII, a pesar de la rivalidad que entre ambas naciones había, el concepto ha sido casi favorable; y por el contrario, durante el siglo pasado, cuando casi siempre estábamos unidos y reinaba la misma familia real en ambos países, es cuando más los franceses se han desencadenado en diatribas contra nosotros, creyendo, sin embargo, que ellos tenían la misión de civilizarnos, de pulirnos y de sacarnos de la barbarie y del atraso en que habíamos caído.

Nuestra decadencia, a fines del siglo XVII, es lastimosa y evidente a todas luces. La causa de ella es harto difícil de explicar y lo que han dicho para explicarla no pocos a autores, no satisface   —VIII→   ni convence. Como quiera que sea, durante el siglo XVII hubo en España como un renacimiento, como un esfuerzo para salir de la pasada postración. Los franceses creían que esto era debido al influjo de ellos, y en España, a fuerza de oírlo y de leerlo, llegamos a creerlo también. Vino después, una reacción patriótica. Tal vez las guerras napoleónicas produjeron por toda Europa el efecto contrario al que los franceses querían producir. Todos admirábamos, imitábamos y seguíamos a los franceses, algo olvidados y aun desdeñosos de nuestro propio ser, pero la ambición de Francia hizo revivir con más brío que nunca el sentimiento de las nacionalidades, así como en Alemania, en España.

Mirado ya el siglo XVIII con este nuevo criterio de nacionalidad exclusiva, en combinación además con el sentimiento y con las doctrinas del romanticismo que vino más tarde, nos hizo creer que hubo durante el siglo XVIII menos originalidad que nunca en España; que todo lo que era español estaba dormido o aletargado y que lo que vivía y brillaba era un remedo del pensamiento y del saber de Francia. De aquí que hayamos nosotros despreciado y estudiado poco nuestro siglo XVIII como nada castizo.

Considerado esto con menos pasión, no han faltado escritores que nos han hecho comprender la injusticia con que mirábamos nuestro modo   —IX→   de ser en el siglo pasado, respecto a la literatura, señalándose entre ellos el Marqués de Valmar en la erudita historia que ha escrito de ella como introducción a los poetas del siglo XVIII en la colección de Rivadeneyra.

Como en España se han escrito pocas Memorias, género de literatura que tanto abunda en Francia, sabemos poco del trato social, y de las ideas y costumbres de nuestros abuelos, y lo poco que sabemos suele ser por relaciones de viajes y por noticias de autores franceses, que rara vez nos lisonjean.

El Sr. Morel-Fatio ha hecho a esta parte, en el día tan esencial de la historia en España, un señalado servicio con la publicación del precioso segundo tomo de sus Estudios.

Este segundo tomo contiene la obra que da ocasión a la publicación del presente libro. El Príncipe Manuel de Salm Salm, cuya hermana era mujer del Duque del Infantado, vino a servir como militar al Rey de España y contrajo íntima amistad con D. Carlos Gutiérrez de los Ríos, sexto Conde de Fernán-Núñez. Los dos amigos mantuvieron, cuando estaban ausentes el uno del otro, una correspondencia de cartas que duró muchos años. El Príncipe de Salm Salm pasó a servir al Rey de Francia Luis XVI, dejando el servicio de España. Cuando sobrevino la revolución, el Príncipe, que mandaba en Francia un regimiento,   —X→   tuvo necesidad de emigrar y sus papeles fueron secuestrados, conservándose casi todos ellos en las bibliotecas y archivos públicos de París. El Sr. Morel-Fatio ha encontrado entre estos papeles multitud de cartas del Conde de Fernán-Núñez y además algunas de sus otras obras.

Las cartas que evidentemente jamás pensó su autor en que habían de ser publicadas, están escritas con notable sencillez y naturalidad de estilo Y con una franqueza y un abandono familiar que las hace más interesantes. Estas cartas, sin embargo, a pesar de lo bien escritas que están, no sería de fácil lectura para la generalidad de los lectores, poco o nada al corriente de las personas que las cartas citan y de los sucesos a que aluden. El Sr. Morel-Fatio, uniendo a su diligencia y erudición paciente de investigador, el arte y el buen gusto de escritor elegantísimo, ha puesto en orden las cartas, o por mejor decir, se ha valido de ellas, engarzándolas en un comentario y ha compuesto así un libro amenísimo, una divertida narración que tiene todo el atractivo de la novela y que además nos traslada en espíritu al siglo pasado y nos hace vivir en medio de la sociedad más elegante y aristocrática de las cortes de Madrid, París y Viena, y nos da a conocer los usos, las costumbres, no pocas intrigas amorosas y políticas, las creencias y el modo de ser de la grandeza española, de los príncipes de   —XI→   Austria y de otros puntos del Imperio alemán y de notables señores franceses, inmediatamente antes de la Revolución.

El Conde de Fernán-Núñez escribiendo tiene el encanto del hombre de gran mundo y de talento, que no tiene por oficio escribir, que se ha ocupado en negocios públicos y que los explica y trata de ellos con una claridad y una concisión que tal vez el literato y escritor de oficio, poco práctico en estos negocios, no llega a encontrar nunca.

La lectura de las cartas y del comentario a que las cartas dan lugar, inspirarían el deseo, aunque el Sr. Morel-Fatio no nos excitase a que le tuviésemos, de ver publicadas la Vida de Carlos III y la Memoria de la expedición a Argel, que puede considerarse como complemento de dicha vida, obras que el Conde de Fernán-Núñez escribió y que han permanecido inéditas hasta ahora.

De ambas obras, y singularmente de la Vida de Carlos III, se han aprovechado ya y han tomado bastante algunos historiadores, como por ejemplo, D. Antonio Ferrer del Río; pero estas citas, lejos de hacer menos deseable la publicación íntegra de las obras de que se han tomado, despiertan mayor curiosidad de conocerlas por completo.

En cierto modo es una casualidad que yo intervenga en la publicación de este libro. Escribí   —XII→   a Morel-Fatio contándole que di noticias a la actual Duquesa de Fernán-Núñez de que él acababa de publicar las cartas del antepasado de ella, con un tan discreto comentario, que no sólo nos pintaba su vida si no que nos ofrecía, un cuadro fiel y agradabilísimo de la alta sociedad española y francesa de entonces. La Duquesa. quiso ver el libro que acababa de llegar a Madrid y yo tuve el gusto de enviársele. Con mucho placer le leyeron la Duquesa y asimismo su hija la de Alba, tan aficionada y entendida en cosas de historia. Cuando Morel-Fatio supo todo esto se alegró y se sintió lisonjeado y me dijo que pues yo conocía a ambas Duquesas me rogaba les pidiese permiso para publicar la Vida de Carlos III; que hiciese yo sacar copia del manuscrito original que está en Londres en el Museo Británico; que buscase en Madrid un editor y que él se encargaría de ilustrar la Vida con notas y apéndices, publicando asimismo, como complemento, la Memoria sobre la expedición, de Argel.

Editor hallé pronto. D. Fernando Fe se prestó gustoso a publicar la obra en la colección titulada Libros de antaño, y ambas Duquesas tuvieron la bondad de darme la venia para la publicación. Es más: no fue menester escribir a Londres para sacar la copia de la Vida. En casa de Fernán-Núñez tienen un manuscrito de ella y ambas Duquesas hicieron sacar copia y me la entregaron.

  —XIII→  

Estos escritos del Conde de Fernán-Núñez, merced al esmero y al saber del dicho Sr. Morel-Fatio, auxiliado del laborioso e inteligente bibliotecario Sr. Paz y Mélia, están ya tan bien y tan correctamente impresos e ilustrados con las notas que requieren o conviene que lleven, que un prólogo mío es casi inútil. ¿Qué puedo, decir yo que no esté ya dicho? Y sin embargo, esta obra, considerada y estudiada en unión con la obra anterior de las cartas del Conde de Fernán-Núñez y del discreto comentario del escritor francés, dan ocasión a tantas y a tan importantes consideraciones, que no sólo un breve prólogo, sipo un largo discurso, pudiera escribirse sobre ellas.

La figura del Conde aparece, más que como en retrato como en fiel espejo, en las cartas y en la Vida misma, donde con tanto candor, con tanta sencillez de estilo y con tanta nobleza, elogia a su querido soberano sin que por eso su espíritu pierda la libertad y sin que su juicio se tuerza o se debilite para juzgar y estimar los sucesos de aquel reinado.

El modo de pensar y de sentir de los hombres, toma inevitablemente cierta dirección y cierto carácter en cada época, casi con completa independencia de lo que puedan decir o de lo que digan los grandes escritores que parece como que dirigen el movimiento de las ideas y que sin embargo   —XIV→   no son acaso sino aquellos que aciertan a reflejarlas y a expresarlas con más claridad, elegancia y energía. Quiero decir con esto, sin negar la preponderancia intelectual de Francia en el siglo pasado, como la tuvo antes y como la tiene ahora, y sin negar tampoco el poderoso influjo de los enciclopedistas, de Rousseau y sobre todo de Voltaire, que había algo en el ambiente espiritual del siglo pasado, que inspiraba a los hombres el sentimentalismo, la filantropía, la tolerancia religiosa, una filosofía llana y rastrera, casi sin metafísica, y tal vez, a menudo, cierta propensión anticristiana y hasta antireligiosa. De esto último se salvaron en España los espíritus. Hubo menos irreligión de lo que se piensa, pero hubo tolerancia y cierto filosofismo sentimental. Tal vez, nuestros nobles y grandes señores, sobre todo cuando iban a Francia, presumían de irreligiosos más de lo que eran y luego se arrepentían de haber presumido. Iban en peregrinación a visitar a Voltaire porque era moda, pero con menos entusiasmo del que los anima hoy cuando van a Lourdes. Los franceses han tenido siempre el arte de atraernos, ya de una manera ya de otra.

Bien puede afirmarse que el Conde de Fernán-Núñez es un verdadero dechado del gran señor y noble caballero español de aquel siglo, así como su Rey, a quien el Conde retrata con tan cariñoso esmero, es el verdadero dechado de los reyes   —XV→   filántropos, benignos y profundamente convencidos de que la Divina Providencia, al colocarlos en tan elevada posición, les prescribía el deber ineludible de velar por la felicidad de sus vasallos; de procurar su bienestar material con el fomento de la agricultura, la industria y el comercio; de desenvolver la general instrucción y la moralidad pública, fundando escuelas y facilitando por todos los medios la divulgación de los conocimientos científicos y todo linaje de buenos estudios; y de promover el esplendor elegante y la magnificencia de la patria protegiendo la literatura y, las bellas artes. Lo que Carlos III hacía en mayor escala, erigiendo hermosos y magníficos monumentos, construyendo caminos y canales, creando fábricas, favoreciendo a los artistas y a los escritores y afanándose porque todo floreciese en España, era lo que el Conde, imitando a su Rey hacía en menor escala en su estado de Fernán-Núñez, sin dejar por eso de prestar su auxilio, como no pocos otros ilustres validos y favorecidos del Rey, al benéfico impulso que éste daba a la civilización española. Y no puede tildarse este impulso de poco castizo, de inspirado por las ideas francesas y, de imitación servil de lo extranjero. En consonancia estaba España con el pensamiento general de Europa y con la corriente de ideas del siglo XVII, pero, movida por esta corriente, jamás se dejó arrebatar por ella hasta olvidarse de su propio ser y de su glorioso   —XVI→   pasado, defendiéndole contra injustos ataques, como los de Masson, Betinelli y Tiraboschi en los elocuentes y apasionados escritos de Forner, y, de los abates Serrano, Andrés y Lampillas España, a pesar de ferrocarriles y de telégrafos, fuerza es confesarlo, se halla hoy más remota que entonces del concierto europeo. Menos aislada que en el día estaba entonces del resto del mundo, sin que por eso hubiese solución de continuidad en su cultura y desapareciese en punto alguno la propia inspiración de su genio.

Nuestros poetas líricos y épicos y nuestros jurisconsultos y hombres políticos, siguieron siendo originalmente españoles, y hasta en el teatro, donde siempre influye más la moda, donde las reglas y preceptos franceses se hicieron sentir tan tiránicamente que nos llevaron al extremo de despreciar nuestros grandes dramaturgos del siglo XVIII, se sostuvo y perseveró la originalidad antigua, aunque modificada para no ser anacrónica, y resplandeciendo en las obras de García de la Huerta, de D. Ramón de la Cruz y posteriormente de D. Leandro Fernández de Moratín y del gran Quintana.

Al leer la vida de Carlos III, escrita por el Conde de Fernán-Núñez se siente la suave impresión de algo apacible y bondadoso. España, señora aún de inmensos territorios, es respetada y considerada entre las primeras naciones del mundo. Por   —XVII→   todo él prevalece el antiguo régimen todavía. Y entre nosotros, este antiguo régimen da lúcida muestra de sí, merced a un monarca, a quien no podemos calificar de grande ni de genio, pero sí de bienhechor, de excelente. Así como en Roma se deseó para todo príncipe que fuese más feliz que Augusto y mejor que Trajano, bien hubiera podido desearse entre nosotros para cualquier rey la felicidad de Isabel y de Fernando y como bondad la de Carlos III.

Comprendiéndolo así el Conde de Fernán-Núñez, lo deja curiosamente expresado en uno de sus planes o proyectos. Este plan que tiene más que ningún otro de los del Conde el sello y carácter del siglo pasado, es el de una especie de juicio de Reyes muertos, a semejanza de los juicios de Egipto, y del Panteón en que el Conde quería colocar las estatuas de los reyes que después de juzgados se considerase que las merecían. Él era fervorosamente monárquico, pero no se puede decir que fuese adulador. Claro esta que a los Reyes Católicos les da estatuas; a Carlos V también, a Felipe II ya con menos entusiasmo. De los otros reyes de la casa de Austria sólo deja las peanas, y por último eleva la mejor estatua y no sin razón a su muy amado monarca.

Al contemplar nosotros su valer moral y político en el retrato fiel, aunque trazado por mano amiga, que este libro ofrece, en esta vida suya con   —XVIII→   tanta sencillez y sinceridad contada y en su reinado cuyo término casi coincide con el comienzo de la terrible y grande revolución francesa, nos asalta duda semejante a la que surge en nuestro espíritu al pensar en el Renacimiento y en el brillante y glorioso reinado de aquel Sumo Pontífice que dio nombre a nueva edad, casi en el punto en que empezaba la reforma protestante. Rompiendo el lazo que unía a las naciones cristianas, negando o desconociendo el principio superior, que informaba la civilización europea y le prestaba unidad armónica, y haciendo brotar enemistades, persecuciones crueles y prolongadas y sangrientas guerras, tal vez el protestantismo retardó el progreso en lugar de acelerarle e hizo que esta civilización europea se apartase del punto a que anhelaba llegar, crease dificultades y peligros y se expusiese más a perderse, dando un salto mortal y tomando por el atajo, que yendo a paso lento por el camino trillado y seguro. De la misma suerte, si miramos la pintura del antiguo régimen como Fernán-Núñez nos la presenta de buena fe en su vida de Carlos III, y si comparamos aquella paz relativa con el desorden, tumulto y extrago, que sobrevino a poco, nos parece que un suave idilio se cambia en tragedia horrorosa, y que se retarda en vez de acelerarse el movimiento de las sociedades humanas hacia más altas esferas de ilustración, de paz, de igualdad posible, de libertad   —XIX→   y de justicia. El rápido encumbramiento de algunos despierta y solevanta la ambición de todos; el triunfo de la clase media mueve la envidia en el proletariado y hace germinar absurdas doctrinas de nivelación radical o de venganza y exterminio; y las victorias de la revolución y del déspota nacido de ella reaviva la enemistad y las rivalidades de los pueblos y el espíritu belicoso y difunde entre las gentes, con vigor y, descaro insólito, la convicción de que no hay más derecho que la fuerza. Es verdad que los hombres, valiéndose de artes útiles y de nuevas e ingeniosas invenciones, elaboran hoy inmenso cúmulo de productos; pero al ver y codiciar las enormes riquezas reunidas en pocas manos, la miseria de la gente trabajadora es esfinge que lejos de morir se agiganta, que pone mayor grima que nunca y que plantea pavorosos problemas. Entre tanto, la desconfianza de unas naciones contra otras apenas conserva la dispendiosa paz, manteniendo millones de hombres y empleándolos sin otro provecho que amenazas y preparativos para titánicos duelos a muerte. De aquí que todo ciudadano se vea obligado a empuñar las armas y a costear su importe y el gasto que ocasionan, lográndose así la suspirada paternal concordia y la dulce libertad por la que tanto se ha combatido. Con la difusión pacífica de las luces y con el pausado adelanto y modificación de leyes y costumbres ¿no se hubieran   —XX→   logrado mejor que revolucionariamente la extirpación de abusos, la atenuación en el rigor y crueldad de las penas, la desaparición de no pocos defectos de que el antiguo régimen adolecía y el advenimiento de la libertad y de la fraternidad verdaderas?

Tales son los pensamientos y las dudas que sugiere este libro del Conde de Fernán-Núñez, inspirado por la gratitud y por el cariño respetuoso a su bienhechor y a su príncipe, y tan candorosamente escrito. Pero la noble pasión que mueve la pluma del Conde no le ciega ni le impone silencio para ver y censurar, sin menoscabo de la veneración que debía a su Rey y culpando a sus consejeros responsables los errores, las faltas y hasta los delitos que afearon aquel reinado. Sea ejemplo de esta franca imparcialidad del Conde, el generoso ardor con que censura la expulsión de los jesuitas, da testimonio de que nunca enseñaron doctrina contraria al orden público y a la legítima constitución de los poderes, y sobre proclamar la inocencia de los Padres de la Compañía, celebra la gloria que para ellos y para su nación alcanzaron en Italia, el ingenio y el saber de que dieron tantas y tan admirables pruebas, y el patriotismo que mostraron ensalzando y defendiendo a la nación que con tan ruda violencia los había expulsado de su seno.

Muchas otras justísimas alabanzas, si no temiese   —XXI→   pecar de prolijo, me complacería yo en consignar aquí, así para la VIDA DE CARLOS III, como para el talento y el carácter de su autor el Conde de Fernán-Núñez. No se extrañe, pues, la satisfacción de amor propio que siento yo por haber contribuido a la publicación de obra tan útil e interesante, lo cual no me impide reconocer que mucho mayor merecimiento es el de los señores Morel-Fatio y Paz y Mélia, que tan sabia y elegantemente la ilustran. Y es mayor, en mi sentir, el merecimiento del Sr. Morel-Fatio, porque siendo extranjero, escribe con facilidad y elegancia nuestra lengua y ha compuesto y publicado en francés el libro de que hablé ya, con la correspondencia de Fernán-Núñez y de Salm, y que fue como precedente y fundamento de esta obra española que viene a completarle.

De todos modos el Sr. Morel-Fatio, el Sr. Paz y Mélia, y yo también, aunque apenas he tomado parte en el trabajo, porque si al principio serví de estímulo, he sido después por mi desidia estorbo y rémora para que se logre, los tres estamos profundamente agradecidos y nos complacemos en encomiar a la amable Duquesa de Fernán-Núñez, tan celosa del honor y de la gloria de su linaje y a su simpática hija la gentil y elegante Duquesa de Alba, que acrecienta el valer de las mismas prendas con su amor a los estudios históricos y con los preciosos libros que ha publicado. Ambas señoras   —XXII→   accedieron generosamente a mis ruegos, no bien acerté a expresarlos; hicieron sacar con prontitud y me entregaron copia de los manuscritos; manifestaron vivísimo interés en su publicación; y dieron al Sr. Paz y Mélia franca entrada en los archivos de su ilustre casa, para que investigase cuanto pudiera importar y adornase y completase con curiosas noticias el texto de la obra principal que al fin sometemos al público, esperando merecido aplauso póstumo para su autor, justos elogios para el sabio extranjero que tan bien conoce y estima nuestras cosas, y benévola, aprobación y favorable acogida para nosotros los editores españoles.

JUAN VALERA



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ArribaAbajoIntroducción

Si la muerte tiene el incontestable derecho de arrebatarnos nuestros parientes, amigos y bienhechores, le falta, a lo menos, la facultad de privarnos de su memoria y de la de sus virtudes. El hacerlas pasar a la posteridad es, pues, el único arbitrio que nos queda para contrarrestar su duro poder. Por este medio tenemos los vivos el consuelo de inmortalizar a nuestros difuntos y de hacer que, pasando de siglo en siglo la memoria de sus virtudes, sientan todos no haberlas poseído. Este es el fin que me propongo, reuniendo aquí, para mi propio consuelo y para mi ejemplo y el de mis hijos, algunos dichos y los principales hechos de la vida de mi amado Monarca el Señor Don Carlos III que la Providencia ha querido llevarse para sí el 13 del mes pasado de Diciembre.   —2→   Mi amor y mi gratitud me obligan a tributarle este último obsequio.

Quedé huérfano de padre y madre a la edad de ocho años, en el de 1750. Mi madre mandó en su testamento se me trajese a París al Colegio de Luis el Grande, donde quería me criase bajo la tutela de mi tío -y su hermano- el Duque de Rohan-Chabot. El Rey Fernando el VI se opuso a esta resolución, y tomándonos bajo su protección a mi hermana y a mí, encargó del cuidado de nuestras personas al Duque de Béjar, como marido de la Princesa Leopoldina de Lorena, nuestra tía materna; dio la tutela de mis bienes a Don Francisco Cepeda, del Consejo de S. M., y, para que estos pudiesen desempeñarse, puso a mi hermana en el Real Monasterio de la Visitación de Madrid, y a mí en el Real Seminario de Nobles, pagando 800 ducados anuales por mí y 400 por mi hermana, que fue lo que sus superiores reputaron suficiente. Educado así a expensas de S. M. el Sr. Fernando el VI, en 18 de Abril del año de 1758, me hizo alférez de R.s G.s Españolas en que había sentado plaza de cadete en 18 de Marzo de 1752. Salí a hacer como tal mi primer servicio, montando la guardia de Aranjuez con mi compañía, que era la del Marqués de Rosalmonte. En esta mi primer salida tuve el dolor de ver morir, el   —3→   28 de Agosto, a la reina Bárbara, esposa del Rey, que, afligido de su pérdida, se retiró al castillo de Villaviciosa, donde acabó sus días, después de once meses de una penosa enfermedad, el 10 de Agosto del año siguiente de 59.

Privado desde el principio de dos Soberanos que habían hecho conmigo las veces de padres, sólo me quedó el dolor de no poderles acreditar con mis servicios mi reconocimiento. Pero llamado a la legítima sucesión del Trono su hermano el Sr. D. Carlos III, que reinaba en Nápoles, tuve la fortuna de recibirle en Madrid con mi compañía, que fue la primera que le montó la guardia en el palacio del Retiro, donde llegó el día 9 de Noviembre de 1759, y encontré en su benignidad un nuevo objeto digno de todo mi cariño y gratitud.

En 15 de Mayo de 1760 me hizo S. M. segundo teniente de la compañía del Marqués de Torrenueva, con la cual pasé a Barcelona el año de 1760, y en 22 de Agosto de 1761 me ascendió a primer teniente de la compañía de Don Juan de Sesma, y con ella me transferí, en 1762, al ejército que hizo la guerra en Portugal a las órdenes de los Excmos. Sres. Marqués de Sarria y Conde de Aranda en las provincias de Trasosmontes y Beira. Llevé a S. M. al Real Sitio de San Ildefonso la noticia de la toma de Almeida, que se rindió el 25 de Agosto de aquel   —4→   año. S. M., después de haberme distinguido con sus honrosas expresiones, me dijo haberme dado el grado de coronel. Solicité por medio de Don Ricardo Wall, ministro de la Guerra, pasar de coronel agregado a un regimiento de infantería para incorporarme, a fin de poder pedir luego el mando de alguno, respecto de no ser mi ánimo quedar de capitán de Guardias, cuyo servicio no proporciona las ocasiones de instrucción que el mando de un cuerpo. Hizo presente a S. M. el Ministro mi solicitud, y su respuesta fue: «Díle que yo le sacaré desde allí a mandar un cuerpo.»

Restituíme al ejército, donde llegué tres días después. En este intermedio había solicitado su retiro, por falta de salud, D. Antonio Idiaquez, que era coronel del regimiento de infantería de Castilla, hoy Inmemorial del Rey. Díjomelo luego que me vio el Inspector general, Marqués de Villafuerte, que era mi amigo y sabía mi deseo de pasar a la infantería, instándome a que diese luego memorial; pero yo que, aunque no tenía más que veinte años, había ya hecho un concepto justo del valor de la palabra de mi buen Rey, le dije la que acababa de darme, y le añadí: que creería ofenderle con mis recuerdos. El hecho lo confirmó, pues cuatro días después vino la admisión de la dejación que Idiaquez había hecho del Regimiento de Castilla, que S. M. se había dignado conferirme.

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Toda mi vida me gloriaré de haber sabido, en aquella edad, conocerle y apreciarle como se merecía.

Acabada la campaña, pasé con mi regimiento de guarnición a la plaza de Cádiz, y, estando allí, se dignó S. M. conferirme, en el mes de julio de 1763, la Encomienda de los diezmos del septeno en la Orden de Alcántara, pensionada en la tercera parte a favor de Don Fernando Andrián, segundo comandante de la Real Brigada de Carabineros.

Habiendo pasado con licencia a Madrid en Agosto del mismo año, en 15 de Febrero del siguiente de 64 se digno S. M. honrarme con la llave de su Gentilhombre de Cámara con ejercicio, con motivo del matrimonio de la Serenísima Sra. Infanta de España, Doña María Luisa, con el gran duque de Toscana, habiendo desde luego tomado como tal mi servicio y debido a S. M. la honra de que en el primer día que entré de guardia me diese las obras del Herculano que tengo en mi librería.

En el año siguiente de 65 hice como Gentilhombre la jornada del Pardo, en que mi amor y reconocimiento a mi Soberano hallaron continuamente motivos de admiración, respeto y cariño.

Tuve el consuelo de estar a su lado, sin otro intermedio que su confesor, las dos veces que,   —6→   en 23 de Marzo de 1766, se vio precisado a presentarse al público de Madrid en el balcón de su palacio, cuando el tumulto, y de admirarle y compadecerle en aquella triste situación.

En el año de 1767, estando mi regimiento de guarnición en Madrid, asistió S. M. a una de las maniobras militares que hizo en julio en los altos inmediatos a la Ermita del Ángel, y habiendo yo ido después a hacerle mi corte a Palacio, entré en su R.I Cámara al tiempo que se estaba quitando la casaca para retirarse a dormir la siesta. No había allí más que tres o cuatro Gentileshombres y jefes; pero ninguno de ellos era militar. Se encaró a mi S. M., empezó a alabar las maniobras y particularmente a mi regimiento, a lo cual manifesté la debida gratitud. Pasado un corto rato, dijo: «Señores, aquí tienen vuestras mercedes un nuevo Brigadier.» Yo estaba tan cansado y distraído, que no hice en ello el menor alto, de modo que dirigiéndome S. M. la palabra me dijo: «Hombre, ¿dónde estás? ¿A quién puedo yo haber hecho aquí Brigadier sino a ti?»

No sólo yo, sino el Duque de Santistéban y cuantos se hallaban presentes, le besaron la mano, por la gracia y el modo amistoso y honorífico con que me la había conferido.

Después de haber viajado desde junio de 1772 en Italia, Alemania, Polonia, Inglaterra y Francia, hallándome en París en Abril de 75 con ánimo   —7→   de seguir en aquella primavera mi viaje de Holanda y Suiza, recibí la noticia de haber marchado mi regimiento, y luego me puse en camino para Cartagena. Allí me incorporé con él, y pasé al desembarco de Argel, efectuado el 7 de julio del mismo año. En él recibí una contusión en el pecho, y, concluida la expedición, pasé de guarnición a Valencia, y con licencia a Fernán Núñez y Madrid, donde llegue el 18 de Enero de 1776.

En el mes de Marzo de este año me hizo S. M. Mariscal de Campo, con agregación al ejército de Castilla la Vieja, y me eligió para hacer como Gentilhombre las jornadas de San Ildefonso y el Escorial, y de vuelta de este sitio, me confirió, sin solicitud alguna mía, la gran Cruz de su Real y distinguida Orden, el 7 de Diciembre del mismo año.

Corrieron constantemente voces en aquella jornada de que S. M. se quería retirar a San Ildefonso, como lo había hecho su padre. Mi ánimo fue decididamente pedir a S. M. me nombrase para acompañarle el resto de su vida, lo que hubiera preferido a toda otra satisfacción y ascenso, por el amor que le profesaba; pero no se verificó la noticia, y empleado posteriormente por S. M., tuve la satisfacción de continuarle mis servicios, aunque no tan desinteresadamente como los que mi cariño se proponía hacerle   —8→   personalmente, sin otro galardón que el de la satisfacción interior que sentiría mi corazón de acreditarle mi amor y reconocimiento.

Habiendo yo tomado estado en el siguiente año, y manifestado al Sr. Marqués de Grimaldi desearía emplearme en la carrera diplomática, insinuando después a su sucesor, el Sr. Conde de Floridablancadesearía fuese en Portugal, se dignó S. M. conferirme esta Embajada en 26 de Febrero de 1778.

Con motivo de los servicios útiles que S. M. creyó le había hecho en esta Embajada, durante la guerra que duró desde 79 a 83, se dignó conferirme, sin solicitud mía, la Orden del Toisón, cuyo collar me puso en el capítulo celebrado en Madrid en julio del mismo año.

La arenga que le hice fue: «Señor, V. M. se ha dignado anticipar sus recompensas a mis servicios.» Su respuesta fue: «No, no, estoy bien cierto que me los continuarás siempre.»

Nombrado por S. M. en el año de 1785 por su Embajador extraordinario y plenipotenciario a la misma corte de Lisboa, con motivo de los desposorios del Seren.mo Sr. Infante D. Juan de Portugal (hoy Príncipe del Brasil) con la Serenísima Sra. Doña Carlota, hija del Rey, Nuestro Señor, Carlos IV, entonces príncipe de Asturias; y el del Seren.mo Sr. Infante D. Gabriel, su hermano, con la Seren.ma Sra. Dolia Mariana   —9→   Victoria, Infanta de Portugal, y efectuados dichos dos matrimonios en el mismo año, se dignó S. M. nombrarme su Consejero de Estado con sueldo de tal, gracia a que ni debía ni podía aún aspirar, por mi edad y servicios; pero la bondad de este Soberano me adelantó como siempre sus recompensas.

En 22 de Julio pensó destinarme y me propuso la Embajada de Viena, por medio del Secretario de Estado, Conde de Floridablanca; pero habiendo yo manifestado que sólo una obediencia indispensable me empeñaría a aceptarla, no se volvió a hablar del asunto, y en 3 de Marzo de 86 me nombró S. M. por su Embajador a la corte de Londres, para la cual me disponía a marchar, cuando, en 6 de Marzo del año siguiente, recibí en Lisboa el aviso de haberme transferido S. M. a la Embajada de París, por haber pedido su retiro el Sr. Conde de Aranda que la ocupaba.

Tanta continuación de beneficios, que sólo recapitulo para aumentar, si es posible, mi gratitud, sería capaz de esclavizar el corazón más ingrato, aun cuando la persona que los dispensase no fuese un Soberano, y no tuviese otro motivo que este para ser amado.

¿Que será, pues, uniendo al título de mi particular bienhechor, tantos y tan dignos de la memoria y veneración, no sólo de todos sus vasallos,   —10→   sino de cuantos tuvieron la fortuna de tratarle y conocerle?

Satisfago, pues, en parte mi obligación y los impulsos de la gratitud de mi corazón, recordando a mi memoria, y a la de mis hijos, para estimular su lealtad y amor a sus Soberanos, parte de los principales hechos y de algunos dichos particulares de la vida de mi amado Rey, sintiendo no haber estado siempre a su lado, para haber escrito exactamente su vida, en que ciertamente habría mucho que admirar, y de la cual tengo el dolor de que sólo pueda ser este papel un muy limitado compendio, sobre todo de sus virtudes y del continuo ejemplo que daba, aún en su interior, con sus palabras y sus acciones.





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ArribaAbajoPrimera parte

Compendio de la vida del rey D. Carlos III de España


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ArribaAbajoCapítulo I

Desde su nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia


Después de haber superado gloriosamente nuestro Monarca, el Sr. D. Felipe V, todos los obstáculos que se opusieron a sus justos derechos a la Corona de España, y de haber asegurado la sucesión a esta monarquía con dos hijos, Luis y Fernando, nacidos de una princesa de Saboya que, por sus virtudes, talento y conducta debiera haber sido inmortal, quiso la Providencia probar la constancia y resignación de este gran monarca arrebatándola de su lado.

No obstante el justo dolor que ocasionó a este Soberano su pérdida, haciendo nuevamente uso de aquella firmeza que tenía tan acreditada a   —14→   la nación entera en las fatigas de una larga y penosa guerra, creyó no deberla exponer nuevamente a otra igual, dejando abandonada la sucesión de la Corona a las vidas de sólo dos tiernos hijos, y resolvió contraer nuevo matrimonio con la Princesa heredera de Parma, doña Isabel Faunesco, reuniendo por este medio a los derechos que la Corona de España tenía a la de Portugal los de la augusta casa de Faunesco, superiores aún a los de Felipe II y a los de la casa reinante de Saboya.

El tiempo acreditó la justa previsión y prudencia de esta determinación, pues, aunque los dos hijos primeros del Sr. Felipe V tomaron estado y reinaron con la denominación de Luis I y de Fernando el VI, ni uno ni otro dejaron sucesión alguna, y por su falta se hubieran seguido nuevamente a la España los mayores males. Aunque los hijos de los Reyes son por lo común una carga al Estado, ésta puede disminuirse en beneficio suyo, empleándolos en su servicio, lo cual no debe temer en el día un gobierno prudente y firme, a quien será imposible evitar las malas resultas de la falta de sucesión.

Quiso, pues, la divina providencia precaverlas, concediendo una sucesión numerosa a nuestra segunda Reina, D.ª Isabel Faunesco, cuyo primogénito el Sr. Infante D. Carlos, había destinado el cielo para defendernos de tantos males,   —15→   para restablecer un Reino extinguido después de doscientos años, y para reinar y hacer felices por el espacio de cincuenta y cuatro los pueblos de Italia, España y América, que vivieron bajo su justa y benéfica dominación.

1716.-Nació el Infante D. Carlos en Madrid, el día 20 de Enero de 1716, y educado con el cuidado y esmero correspondiente, se mantuvo al lado de sus padres, acompañólos en el viaje que hicieron a Badajoz para efectuar en el río Caya, en una casa de madera construida sobre él a este fin, los desposorios del Sr. Don Fernando el VI, su hermano, entonces Príncipe de Asturias, con la Seren.ma Sra. D.ª Bárbara de Portugal, hija del Rey D. Juan V. Este monarca con toda su corte se transfirió igualmente a aquel punto de reunión del Caya en que ambas familias R.ls de España y Portugal se vieron unidas por la primera vez, después de tantos años de enemistad y desconfianza. Parece que el cielo destinó al Infante Don Carlos para presenciar desde sus primeros años objetos análogos a la bondad de su corazón y al constante deseo que tuvo toda su vida de reunir el género humano, considerándole como un solo individuo, para amarle y anhelar su felicidad.

Para mayor conocimiento del corazón humano, que es el objeto primario de todas las historias,   —16→   y para imponerse en la delicadeza de las cortes, conviene referir aquí una anécdota particular, de aquellas que no suelen hallarse sino en los manuscritos.

El Marqués de Abrantes, Embajador extraordinario de Portugal en España, comisionado como tal para esta ceremonia, vino desde Madrid acompañando a SS. MM. y AA. hasta la frontera. Luego que llegó la Corte a Badajoz, pasó el Marqués a la plaza de Yelves, donde estaban esperando SS. MM. FF. y toda su Real Familia.

Ufano de su comisión el Marqués, que merecía la mayor aceptación y confianza de su Soberano, le dijo: «Aquí traigo a V. M. el León fiero de Castilla que le espera en Badajoz.» Chocada de esta frase la altivez de D. Juan V, cuyos primos segundos venían sirviendo al Monarca español, le respondió con enfado: «¿Pues no vengo yo aquí también? ¿Qué mucho que él venga?» Desde este punto trató al Marqués siempre con despego y como quien le habla ofendido.

Prescindiendo de lo que distan entre sí ambas monarquías por su poder y antigüedad, pasemos a comparar el mérito personal de estos dos Monarcas. Felipe V, nieto del mayor Monarca de la Europa, por su valor y su conducta, había sabido ganarse el Reino y el corazón y amor de todos sus vasallos, empleándose constantemente   —17→   en defenderlos y hacerlos felices.

Don Juan V, nacido en un reino reducido, no había tenido ocasión de adquirirse una reputación pública, pues, aunque estaba dotado de cualidades de Monarca por su generosidad y grandeza de ánimo, faltas éstas de objetos dignos de ellas, se habían empleado en amores escandalosos de todas clases, sin perdonar las religiosas, y en generosidades vanas e indiscretas; y cuando creyó hacerlas menos perjudiciales, o por mejor decir, capaces de borrar delante de Dios y de los hombres sus primeros errores y escándalos, fundó una Patriarcal que sería magnífica para todas las Américas. Logró con ella, a costa de millones que hizo pasar a Roma, edificar un establecimiento con que disminuyó las rentas de los obispos y catedrales del reino. Creó un Patriarca, que es un mal remedo del Papa, a cuyas ceremonias arregla las suyas; veinte y cuatro plazas con el título de Principales y paga de 120.000 reales para doce segundos jóvenes (que logro, no de balde, vestir de Cardenales, como los chicos se visten gratis de frailecitos), que buscan el modo más alegre de comérselos en Lisboa; setenta y dos plazas de Monseñores, que también imitan a los de Roma, con 40.000 reales cada uno, que procuran disfrutar a imitación de sus principales, y, a proporción, un número competente de canónigos racioneros, etc.

  —18→  

Fundó también un magnífico convento, llamado Mafra, a seis leguas de Lisboa, para poner en él cien frailes descalzos de San Francisco, de la Reforma de San Pedro de Alcántara, cuyo fundador, si los viera en aquel suntuoso edificio, tan ajeno de la humildad de su instituto, se agarraría a dos de las columnas magníficas de aquel templo para dejarle caer como Sansón, o los arrojarla fuera, como Cristo a los mercaderes que estaban en el Templo. Otra locura de magnificencia hizo también en un paraje llamado Ventas Novas, a diez leguas de Lisboa, donde en pocos días edificó un magnífico palacio, sólo para pasar una noche cuando fue a la raya a efectuar el matrimonio de que se trata. Estas son las tres grandes y mejores memorias de éste Rey, que hizo a costa de muchas vejaciones Y tropelías, de modo que no hay portugués sensato que no las desapruebe, y uno de ellos me decía un día: que eran tres guerras que había hecho a Portugal, y cuyas malas resultas durarían mucho tiempo.

Compárese ahora el merito de uno y otro Monarca y se conocerá mejor la ceguedad del corazón humano, la dificultad del conocimiento propio, y los efectos del natural orgullo en quien no sabe corregirlo, que es el fin que me he propuesto en esta digresión.

Volviendo, pues, de nuevo al principal objeto   —19→   de este escrito, diré que, después de haber asistido SS. MM. a los desposorios del Príncipe de Asturias, que se verificaron en el día 19 de Enero de 1729, continuo toda la Real Familia su viaje a Sevilla. Allí se embarcó para Sanlúcar a bordo de las galeras que mandaba mi padre, y fue por tierra a Cádiz, donde permaneció algún tiempo.

Reunía la Reina Isabel Faunesco y su línea el derecho a la herencia de los Estados de Parma y Toscana (que se hallaban sin sucesión), como sobrina del Duque D. Antonio de Parma y nieta de Ranucio, segundo hijo de Margarita de Médicis. La Reina madre, que vela que su hijo primogénito era el tercero de Felipe V, su marido, pensó desde luego colocarle en aquellos Estados, para asegurarle una suerte independiente, en lo posible, de sus medios hermanos. Para conseguirlo, aconsejada por el ábate Alberoni, hizo hacer un desembarco en Cerdeña y Sicilia, perteneciente entonces al Duque de Saboya, cuya línea posee hoy el trono de Cerdeña, a fin de estar en disposición de apoderarse de los puertos de Toscana; pero los austriacos, auxiliados por los ingleses, como garantes del tratado de Utrecht, atacaron y batieron nuestra escuadra en los mares de Mesina, e impidieron el fruto de esta empresa. La Sicilia pasó a poder del Emperador, y se concluyó en Londres, en 1718, el   —20→   Tratado de la Cuádruple alianza, a que al fin accedió Felipe V, a favor de cuyo hijo D. Carlos ofrecía la Corte de Viena la posesión futura de los Estados de Parma y Toscana, con tal que se reconociesen por feudo del Imperio y se le diese la investidura como tal. Este artículo, que hacía a la Casa de Austria dueña de la Italia, y que ésta apoyaba diciendo ser necesario para contrarrestar la preponderancia que la Casa de Borbón tendría en ella, poseída por sus Príncipes, ofreció muchas dificultades, y, para ventilarlas, se celebró en 1721 el Congreso   —21→   de Cambray.

Tratóse en este tiempo el matrimonio del Infante Carlos con la Princesa de Beaujolois, hija del Duque de Orleans, Regente de Francia en la menor edad de Luis XV, dando, en cambio, para esposa de este Príncipe a la Infanta Doña Mariana Victoria, hermana del Infante D. Carlos, que fue después Reina de Portugal. Convenidos los matrimonios, pasaron estas Princesas a sus destinos, para que, educadas en ellos desde sus tiernos años, les fuesen menos extrañas las costumbres; cuya política convendría observar, en cuanto fuese posible, para los matrimonios de los Soberanos. Este tratado aumentó la desconfianza de las Cortes de Viena o Inglaterra sobre el engrandecimiento y poder de la Casa de Borbón en Italia, y las negociaciones del Congreso de Cambray, que desde el principio habían sido un tejido de intereses complicados que no producían sino intrigas y retardos, tuvieron un nuevo motivo de aumentar uno y otro. Para inutilizarlas, trataba entre tanto, directa y reservadamente, Felipe V (subido por la segunda vez al Trono, por muerte de su hijo Luis I, durante cuyo reinado se había retirado a San Ildefonso, después de haber abdicado a su favor la Corona) con los Duques reinantes de Parma y Toscana, para arreglar el punto de la sucesión de su hijo Carlos. Por otro lado, éste, muerto su hermano Luis I, se hallaba ya el segundo para la herencia de la Corona de España, lo cual aumentaba en los españoles el interés de conservarle en el reino, y en las potencias extranjeras el de impedir si reuniesen de nuevo los Estados de Italia a la dominación española.

En 1725 pasó a Viena el Barón (después duque) de Riperdá para concluir la paz, directa y reservadamente, con el Emperador Carlos VI, a quien era ya gravosa la mediación de la Inglaterra, como a la España la de la Francia, y en 30 de Abril de 1725 se firmó el Tratado con arreglo al de Londres, excepto que en el artículo en que se trataba de la sucesión de Toscana y Parma se quitó la introducción de la guarnición. Quedó con todo lo de la investidura Cesárea, que rescató luego la España en virtud de 200.000   —22→   doblones dados por una vez, y quedó convenido el matrimonio del Infante D. Carlos con la hija menor del Emperador.

De esta novedad inesperada resultó, como era regular, una mutación total y un aumento de recelos y desconfianzas. Su primero y preciso efecto fue el regreso a Madrid de la Infanta de España D.ª Mariana Victoria, que se hallaba en París, y el de la Princesa de Beaujolois a Francia. Esta potencia, enemiga natural de la Inglaterra, se reunió a ella, a la Holanda y a la Prusia. Los españoles atacaron a Gibraltar, a las órdenes del Conde de las Torres, hombre singular e ignorante en su profesión. Con todo, conducidos por un pastor, lograron las tropas españolas subir a lo alto del monte por una senda llamada del Pastor; pero fueron rechazados. Los ingleses bloquearon a Portobelo. Los manejos secretos del Cardenal de Fleuri hicieron entibiar la empresa de esta nueva alianza, y logró se firmase en 1729 el tratado de Sevilla, en que Francia y la Inglaterra se obligaban a hacer recibir por fuerza al Emperador guarniciones en los presidios de Toscana; pero este Tratado no tuvo más efecto que los que le habían precedido.

A vista de tantas dilaciones, se resolvió Don José Patiño, Ministro de Estado de España, a escribir al gran Duque D. Juan Gastón admitiese en sus Estados al Infante D. Carlos, haciéndole   —23→   reconocer como Príncipe heredero de ellos. Convino en ello el Duque, en virtud de un Tratado que se firmó en Florencia en 25 de julio de 1731.

En estas circunstancias, murió el Duque de Parma, D. Antonio, cuya mujer se creyó quedaba preñada. Declaró por heredero en su testamento a lo que naciese, y, en su falta, al Infante D. Carlos. El Conde Carlo Stampa pasó con 6.000 alemanes a tomar posesión de los Estados del Duque por el Emperador Carlos VI. Pero desvanecido el preñado, se deshizo el matrimonio, tratado por Riperdá, entre el Infante Don Carlos y la primogénita de dicho Emperador. Este ponía en una justa desconfianza a todas las potencias de Europa, y, sobre todo, a la Francia, por ver si podía verificarse (como se hubiera verificado) la reunión de los Estados de España a los de la Casa de Austria, y así, por un acuerdo hecho en Viena en 30 de Septiembre, se tomó nueva posesión del Estado de Parma, en nombre del Infante D. Carlos, que quedó desde entonces reconocido por el Duque de Parma y Plasencia, bajo la tutela de la Duquesa viuda Dorotea de Neubourg, y por heredero inmediato de la Casa de Médicis, como se declaraba en el Tratado de 25 de julio arriba citado.

Reunióse en Barcelona una escuadra inglesa a la española, mandada la primera por el Marqués   —24→   Mari la segunda por el Almirante Wager. Componíase de 25 navíos de línea, 7 galeras y 17 buques ingleses, y llevaban a su bordo 6.000 hombres de desembarco, que llegaron a Liorna el 26 de Octubre de dicho año de 31, y tomó su mando el Conde de Charni. El día 11 de Septiembre había depositado el gran Duque en el archivo de Pisa una protestación contra la feodalidad del Imperio. Incorporáronse a esta escuadra tres galeras del gran Duque de Toscana, a pesar de las representaciones del Ministro del Emperador, Conde de Estampa, cuya Corte veía de mala gana, y forzada sólo de las circunstancias, a un Príncipe español en posesión de aquellos Estados de Italia. Se dirigió la escuadra a Antibo para cubrir el paso del Infante D. Carlos, que se despidió de su padre en Sevilla el 20 de Octubre, y llego a Liorna la tarde del 27 de Diciembre, después de haber sufrido muy mal tiempo en esta travesía.

Pasaron a Italia, con S. A., el Conde de Santistéban, después Duque, en calidad de ayo y Mayordomo mayor; D. Joseph Miranda, después Duque de Losada, y el Marques de Villafuerte, como gentil hombre; D. Manuel de Larrea, Don Francisco Chacoro y D. Juan de Garicochea, con ayudas de cámara y caballerizos de campo, y otros varios españoles. De éstos, los cinco últimos volvieron a España en 59 con el Rey Carlos   —25→   cuando vino a tomar posesión del reino, y el Duque de Losada fue nombrado su Sumiller de Corps. El de Santistéban regresó después que S. M. tomo estado.

La presencia hermosa del Infante, su edad de diez y seis años, su viveza, y su agrado y humanidad le ganaron todos los corazones, y añadiéndose a sus cualidades personales las de la magnificencia, esplendidez y política generosidad de su Corte, nada dejaba que apetecer la llegada de un sucesor semejante. Las ventajas que los comerciantes de Liorna preveían en esta nueva unión con la España, fue un nuevo motivo para desearla y celebrar el verla realizada.

Cuando S. A. se preparaba a pasar a Pisa, le acometieron las viruelas, lo cual retardó el viaje, que se efectuó después de bien pasado el término de la convalecencia. En dicha ciudad conoció a Bernardo Tanuci, lector de derecho público en Florencia, y le hizo auditor del ejército con motivo de haber defendido una causa de inmunidad de un soldado español. Logró ganar se después de tal modo la confianza del Infante, que fue su Ministro favorito en Nápoles hasta su regreso a España, y aun después, durante la menor edad del Rey D. Fernando, su hijo.

El 9 de Marzo de 1732 hizo S. A., a caballo, su entrada pública en Florencia, y, con todas las aclamaciones y honores de un Príncipe heredero   —26→   de aquellos Estados, fue conducido al palacio Pitti. En el cuarto que le estaba preparado le esperaba la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María, hermana del gran Duque reinante Juan Gastón. Esta Princesa, después de demostrarle la satisfacción que tenía en verle, le condujo al cuarto del Duque. Este, aunque postrado en cama tres años hacia por su suma debilidad, abrazó con el mayor gusto y ternura a este hijo adoptivo.

El 24 de Junio, día de San Juan, fue S. A., en nombre del Duque Juan Gastón, y como su sucesor inmediato, a recibir el homenaje de los castillos, etc., según la costumbre anual de aquellos Estados, con lo cual quedó aún más asegurado en sus derechos. Este paso desagradó mucho a la Corte de Viena, que procuró por todos los medios impedir su efecto, pero sin poderlo lograr.

Asegurado, pues, el Infante, pasó a tomar posesión de los Estados de Parma, en cuya ciudad hizo su entrada pública, en medio de vivas y aclamaciones, el día 9 de Septiembre del mismo, habiendo dejado guarniciones españolas en Liorna y Portoferrajo. La Corte de Roma, en la cual reinaba entonces el Papa Clemente XII, protestó, y protestó inútilmente contra esta posesión de los Estados de Parma y Plasencia, de que no ha vuelto a recibir desde entonces ni aun   —27→   el censo que los Farnesios pagaban a la Cámara apostólica.

Esto, y la pretensión del Infante a los Estados de Castro y Roncillone, cuya denominación tomaba, desagradó mucho a la Corte de Roma, que no se atrevía a recurrir a la de Francia.

No obstante que, según las leyes de Italia, los Príncipes deben salir de la menor edad a los catorce años, se mantenía aún en ella el Rey Carlos, que tenía diez y siete, por consideración a su abuela la Duquesa viuda de Parma; pero, viendo que ésta se hallaba bien con el Gobierno, se declaró S. A. mayor de edad, confirmando la ley, y tomó las riendas del Gobierno.

Estaba entonces, felizmente, en paz la Europa, por la prudencia de los dos Ministros de Francia e Inglaterra, Fleuri y Walpole; pero la muerte del Rey de Polonia, Augusto I, Elector de Sajonia, alteró esta tranquilidad. Carlos XII quería le sucediese Estanislao Lenzinski, que tenía la mayoridad de la nación, 37 fue elegido Rey; pero el Czar Pedro decidió la suerte en la batalla de Pultava a favor de Augusto, Elector de Sajonia, y Estanislao se vio precisado a retirarse a Alemania. Este Príncipe (como suegro de Luis XV) era adicto a los franceses, y como tal, la Emperatriz de Rusia, Ana, se oponía a su elección. Había tenido correspondencia con el Príncipe Ragozzi y los rebeldes de Ungría, y   —28→   así el Emperador y la Rusia tenían un mismo interés. Acercaron tropas a las fronteras, y formaron un segundo partido a favor de Augusto II; y Estanislao, que, con el mayor número, había pasado a Dantzic, viéndose abandonado, tuvo que salir del reino, sin que la Francia pudiese socorrerle con una escuadra, como lo intentó, por haberse opuesto a ello la Inglaterra. Los rusos tomaron a Dantzic, el Embajador de Francia quedó prisionero, y el Rey se vio precisado a huir disfrazado, porque el General ruso había puesto a precio su cabeza. Esta fue la época de la primera dominación de la Rusia en Polonia.

Para vengarse y distraer las fuerzas de la Casa de Austria, entraron los franceses en la Lorena. El Mariscal de Villars, unido con las tropas del Rey de Cerdeña, se dirigió a Milán. Hízose una liga entre estas dos potencias y la España; pero la conducta de Víctor Amadeo, que en 1730 había hecho un tratado doble y contradictorio con la Francia y la Austria, de resultas del cual hizo dejación del reino, le hacia sospechoso, y los intereses complicados de cada una de las tres potencias no satisfacían las miras de la Reina Isabel a favor de su hijo Carlos.

Carlos Manuel, sucesor de Víctor Amadeo, pensó diferentemente y se lisonjeó lograr el Milanés.

El Marqués de Ormea, su Ministro, supo persuadir   —29→   al General Filipi, enviado por el Emperador a Turín, que no había tal alianza con España, y aun le dio de ella un testimonio por escrito, que llevo a Viena, y con el cual quedaron tranquilos y descuidados, que era lo que se quería. Entonces las tropas de Francia y Saboya atacaron el Milanés en 26 de Octubre, y el Conde de Daun se retiró a Mantua. El Duque de Castropiñano, al frente de los españoles, tomó el castillo de Aula para abrir la comunicación entre los Estados de Parma y Florencia, en cuyos puertos desembarcaron otras tropas españolas, a cuyo frente estaba el Conde de Montemar, en cuya presencia y la del Mariscal de Villars quedó el Infante D. Carlos reconocido y declarado Generalísimo del ejercito de su padre en Italia el día 20 de Enero de 1734, día de su cumpleaños.

En la marcha del ejército que se dirigía a los Estados de Nápoles se encargó y guardó la más exacta disciplina para conservar la benevolencia de los pueblos de la Toscana, y se protegió el comercio con particular cuidado, para empeñar a la Inglaterra y Holanda a no tomar parte en esta guerra. Al mismo tiempo, el Príncipe de Conty entró en Alemania, tomando el fuerte de Kell.

Envió el Emperador a Italia al General Conde de Mercy, hombre intrépido y rudo, cuyas   —30→   cualidades le hacían pocos amigos. Propuso un plan violento de ataque en Toscana, ganando marchas para cortar las del ejército español que se dirigía al reino de Nápoles, tomándoles los puestos, a fin de impedir su retirada y los socorros. El plan era el único, si hubiera podido llegarse a tiempo; pero tenía que superar el ejercito galo-sardo que cubría la Lombardía. Retirado éste del Póo, con sorpresa del General, se atrincheró desde Parma a Sala. Lo atacó allí el General alemán, que perdió la batalla y la vida el 29 de junio. Mandaban el ejército francés el Mariscal de Coigny y el de Broglio, por retiro del de Villars, que murió en Turín. El 19 de Septiembre se dio la batalla de Guastala, que libró a Parma y Toscana del poder de los alemanes.

El Infante había pasado a Florencia en principios de Febrero, y el 24 se despidió para seguir el ejército que se dirigía a Nápoles. El sentimiento fue general, pues nadie veía a Carlos que no le amase, y así le seguían un gran número de personas, que hay quien lleva a 10.000, para establecerse en Nápoles.

No sólo concedió el Papa el paso a las tropas españolas, que pasaron el Tíber a las inmediaciones de Roma en 15 de Marzo, sino que dio las mayores pruebas de amistad y benevolencia, acaso esperando lograr algo en Parma o Toscana   —31→   si se verificaba la conquista del reino de Nápoles. Esta conducta desagradó mucho a la Corte de Viena, y el Emperador escribió una carta al Papa, en que se lo hacía conocer, y le añadía que Nápoles, provincia, era un recurso para él y sus Cardenales, por las pensiones y los beneficios que de él sacaban; pero que, restablecida en reino, les privarían de todo.

El 28 de Marzo tomó S. A. el mando del ejército, y entró en el reino de Nápoles por San Germán.

El General Traun, que sólo tenía 4.600 hombres, se retiró, y su plan fue guardar las plazas, para dar tiempo a la llegada de un socorro de 20.000 hombres que le ofrecían de Viena. Caraffa, al contrario, quería sacar las guarniciones, reunir todas las fuerzas e impedir la toma de la capital, «con la cual, decía (y decía bien), caería todo el reino». Prevaleció la opinión del primero, con lo cual el ejercito siguió tranquilamente su marcha, y llegó el 12 de Abril a Aversa. Allí fue la Diputación de Nápoles a dar al Rey las llaves de la ciudad y a hacerle juramento de fidelidad. S. A. hizo su entrada pública en aquella capital el 10 de Mayo de 1734, después de haberse apoderado de todas sus fortalezas. Antes de esto había publicado S. A., por medio de un Manifiesto, la carta que su padre el Sr. Felipe V le había escrito en 27 de Febrero, dándole   —32→   el mando del ejército y autorizándole a hacer aquella conquista para librar a los napolitanos del yugo austriaco, de que se le habían quejado, quitándoles los impuestos gravosos establecidos por él, dando los beneficios a los nacionales, etc. Este Manifiesto, que anunciaba lo que todos los Pueblos del mundo desean y esperan comúnmente en los principios de un nuevo Gobierno, no podía dejar de producir buen efecto.

Poco después llegó la cesión de los reinos de las dos Sicilias, que el rey Felipe V había hecho en 22 de Abril a favor de su hijo D. Carlos, lo cual llenó de gozo a un pueblo de los más hermosos y bien situados del mundo, que, teniendo las mejores proporciones para prosperar por sí, hacía doscientos y treinta años se veía reducido a la suerte, no de una provincia unida a los Estados del Soberano, pero de una colonia remota, de que, por lo común, sólo piensan en sacar el jugo mientras duran los Soberanos y sus Virreyes y dependientes. Tuvo, pues, el Rey Carlos la gloria de volver a dar el ser al reino más hermoso de Europa, que decía el gran Federico II de Prusia debía ser el retiro honrado del decano de sus Reyes. La Providencia quiso dar este consuelo al hombre más digno de él, y cuyo corazón era el más capaz de sentirle y de hacer feliz al género humano.

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El Conde de Montemar, instruido de que los alemanes se reforzaban en Bari con 7.000 hombres, marchó con 15.000 españoles, y los atacó y deshizo en Bitonto, donde logró una victoria completa, y el Rey le dio el título de Duque de Bitonto. La conducta del Príncipe de Belmonte, General napolitano, fue algo sospechosa en esta ocasión, según algunos; pero el número superior bastaba, sin necesidad a infamar a nadie. Todas las plazas se rindieron, y la de Cápua, en que estaba el General Traun, capituló el 24 de Noviembre. A este sitio, y al de Gaeta, asistió en persona el Rey Carlos. Los alemanes se embarcaron en Manfredonia para pasar a Trieste veintisiete años después de haber tomado posesión del reino, en que entraron en 7 de Junio de 1707 y salieron en 30 de Noviembre de 1734.

El Duque de Montemar se presentó victorioso delante de Palermo el 25 de Agosto con cinco navíos de línea, 300 tartanas, cinco galeras, dos balandras muchos buques de transporte. La ciudad le abrió sus puertas, y reconoció al Rey Carlos por Soberano. Lo mismo hizo Messina, y al año siguiente se rindieron los fuertes de Matagrifon, Castelazzo y Taormina, en los cuales habla reunido el resto de sus tropas el General Lobcowitz. Entre tanto, tomaron los franceses a Filisburgo, y el Príncipe Eugenio   —34→   no los pudo empeñar en una acción decisiva, como lo deseaba.

El Emperador recurrió a la Inglaterra y Holanda, a quien no podía ser indiferente el considerable engrandecimiento de la Casa de Borbón, y amenazaron atacar las posesiones ultramarinas de España y Francia si no se convenían a una paz general, a que la primera no quería acceder sin que le asegurasen la posesión de sus conquistas de Italia.

El Duque de Montemar se encaminó con su ejército victorioso a incorporarse en Lombardía con el ejército aliado galo-sardo, y para evitar las resultas, pasó el Adigio el General Königsegg, y se retiró y fortificó en Goito, donde el Duque quiso atacarlo y hacer el sitio de Mántua; pero los aliados lo impidieron, pues ya empezaban a tener celos de los progresos de las armas españolas, y no querían poner en sus manos la plaza de Mántua, que miraban como la llave de la Lombardía. El Cardenal de Fleury envió a Viena a Mr. de la Baume para tratar de la paz directamente con el Conde de Zinzendorff, Ministro del Emperador. La base del tratado fue una evaluación y cambio de Estados, a lo cual prestaba campo el estado decadente de la salud del Gran Duque de Toscana, cuyos dominios no convenían las potencias de Europa que quedasen en poder del nuevo Rey de Nápoles; firmáronse,   —35→   pues, los preliminares en Viena el 3 de Octubre de 1735.

Por ellos se estipuló:

1.º Que Augusto II quedaba reconocido Rey de Polonia, y su competidor Estanislao conservaba el título de Rey y la posesión de los Ducados de Bar y Lorena, que, por su muerte, se incorporarían a la Corona de Francia.

2.º La Toscana pasaría a la Casa de Lorena a la muerte de Juan Gastón, en pago de las cesiones hechas por el artículo anterior, y se retirarían las guarniciones españolas.

3.º Renunciando el Rey Carlos a todos sus derechos a este Estado y el de Parma, conservaría para sí y su línea Nápoles, Sicilia y los puertos de los Estados de Siena y Longon.

4.º Los Estados de Parma y Plasencia quedarían unidos al Milanés, y el Papa en quieta posesión de Castro y Roncillone.

5.º El Novares, Tortones, Vigevano, Tesino y Langhe quedarían por el Rey de Cerdeña.

Este tratado secreto lo hizo saber el Mariscal de Noailles al Duque de Montemar, y le dejó sólo con su ejército español. Atacado éste por 30.000 alemanes, al mando del General Kevenhuller, tuvieron que levantar el sitio de Mántua y retirarse precipitadamente a Florencia, donde causó la mayor consternación esta noticia inesperada. Vieron con el mayor dolor y miedo la   —36→   pérdida de su futuro Soberano Carlos, que había sabido ganarse sus corazones, y, al paso que sentían verse privados de la generosidad de los españoles y de las ventajas que su alianza ofrecía al comercio, temían las resultas de la alegría que habían manifestado de verse libres del yugo alemán, bajo el cual caían nuevamente.

Disfrutaba entre tanto tranquilamente en Nápoles el Rey Carlos de las bendiciones de todos sus vasallos, que eran el fruto de su justicia, de su afabilidad y del amor que no podía ni quería ocultar les profesaba, pues acomodado a las costumbres del país, y hablando a cada cual en su lengua, el noble, y el último de los lazarones le miraba como padre y le amaba como tal, tratándole con la misma confianza que si fuese uno de ellos.

Aumentó los privilegios de la ciudad, abrió las cárceles, concedió perdones, pago de su bolsillo y del de su padre lo que la ciudad había adelantado a sus tropas, confirmó la posesión de los dominios comprados en tiempo de los austriacos, con tal que sus dueños prestasen, como era justo, juramento de fidelidad, en el tiempo y forma prescrita por su ley.

Prestado el juramento en manos del Duque Lorenzana, nombró un Consejo para proceder contra los que rehusasen hacerlo. Nombró doce Vicarios para presidir en las provincias, todos   —37→   de los principales señores, olvidando lo pasado, y de este modo, y dando audiencias diarias a todo el mundo, sin distinción de clases, se granjeó las voluntades de todos, y todos los Príncipes feudatarios de la Corona de Nápoles, residentes en Roma, quitaron las armas del Emperador para poner las de España.

El Rey Carlos nombró, en 9 de junio, al Duque Cesarinipor su Embajador para presentar al Papa la hacanea y los 7.000 ducados romanos del tributo anual, pagado sólo en virtud de un acuerdo hecho entre Eugenio IV y Alfonso I y otro entre Sixto IV y Fernando I. El Emperador nombró por su parte al Príncipe de Santa Choce, porque aún no había reconocido al Infante D. Carlos como Rey de Nápoles. Clemente XII nombró una junta de Cardenales para salir del conflicto. Esta decidió a favor del Emperador, ínterin que todas las Cortes no reconocían al Rey Carlos, y el Príncipe de Santa Choce hizo la ceremonia, contra la cual protestó el Duque Cesarini, en nombre de su Soberano, y se retiró a Nápoles.

¿Quién diría que el mismo Rey que, a porfía con el Emperador, quería pagar aquel tributo al Papa, antes de cincuenta años lo miraría como injusto y lo negaría redondamente? Así va el mundo; la posición y las circunstancias mudan el colorido de todas las cosas.



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