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ArribaAbajoNotas de la primera parte


ArribaAbajoNota I

Relativa al Marqués de la ensenada, ministro de Hacienda de España


Era este Ministro de una extracción obscura, pero de un alma elevada, que, sin instrucción, le hacía desear el bien y buscar los medios de conseguirlo en las personas en quien lo hallaba y a las cuales se entregaba con entera confianza, y facilitaba a todos los medios. Anticipaba las recompensas, y estudiando de antemano lo que   —108→   podía ser más agradable a cada uno, según su situación, aumentaba el valor de la dádiva y el reconocimiento de los que, sin haber tenido que pretender, veían un Ministro que, adivinando sus pensamientos, y añadiendo una cierta gracia a todo lo que daba, suprimía la triste e incierta carrera de pretendientes, a los que su mérito particular distinguía del común de ellos. Por estos medios, que, por desgracia, olvidan o desprecian en general los que tienen en su mano el poder, se captó los corazones y la confianza de la nación, y con ella su crédito, de modo que todos le ofrecían cuanto quería, asegurados de que nada perderían, y que antes sí ganarían mucho en ello. Había sido este Ministro guardaalmagacen de los de marina, y aun entonces tenía humos de Ministro, convidaba a comer y se distinguía de los otros por su generosidad y trato. Estos principios le hicieron conservar siempre una inclinación particular a la marina, y puede, decirse sin mentir que de ella nació la regeneración, o, por mejor decir, la creación de la de España en el pie en que se halla en el día. Con todo, su primer establecimiento se resintió de la calidad del mismo impulso que le había producido, pues todo el manejo de los arsenales se fió a la gente de pluma, con una especie de desconfianza de los oficiales de marina poco decorosa para el cuerpo y sumamente perjudicial al bien del servicio; así, los comandantes, no pudiendo desechar los cables, velas, etc., de mala calidad, que la inteligencia secreta de los proveedores hacia más frecuente, se hallaba comprometido su honor y el de la nación, y aun las vidas de   —109→   sus individuos cuando salían a la mar y se presentaban al combate. Nada prueba más que la perfección es casi imposible, o a lo menos muy rara en el principio de un establecimiento, siendo éste en lo general el resultado de un esfuerzo de la imaginación del que le produce. Este es preciso proceda de un impulso interior suyo, o de interés, o de amor propio, o de otra pasión cualquiera, y difícilmente podrá dejar de resentirse a los principios el establecimiento del vicio que haya tenido influencia pública o secreta en él. Pero este defecto no debe impedir el que se ponga en planta; antes bien, es preciso mirarle como una cosa inherente a la naturaleza humana y dejar que el tiempo lo corrija luego. Así sucedió con el defecto que acabo de referir de la marina; después se ha corregido, y los oficiales de marina están actualmente en el pie que deben. Cada capitán es ducho y responde del almagacen destinado a su navío, y no tiene precisión de admitir lo que no crea lo mejor, con lo cual debe caer sobre él toda la responsabilidad, cuando ya se ha hecho a la vela abastecido a satisfacción de todo lo que necesita.

Si se hubiera insistido al principio en este método, hubiera creído el Ministro ser indecoroso a los oficiales de cuenta y razón de que había sido miembro y que queríase alzar por este medio, y, chocado de esto, se hubiera quedado la   —110→   marina lo mismo o peor que estaba. No hará muchos establecimientos útiles el que no sepa contemplar hasta un cierto punto ciertos afectos de esta clase en sus principios.

Pasó el Marqués a Italia por secretario del Infante D. Felipe, como grande Almirante, y de allí fue llamado al ministerio de Hacienda, a la muerte de Felipe V.

Estuvo en él hasta 1754, en que las intrigas de la Corte le hicieron salir, y los manejos secretos que le supusieron con los Jesuitas en el asunto del Paraguay y de la colonia del Sacramento, que luego se declararon por falsos.

Poco después de venir del despacho, le despertó un oficial de guardias de Corps, llamado Rozas, para anunciarle estaba cercada su casa de tropas, y que a la puerta le esperaba un coche, en el cual tenía orden de conducirle a Granada. Vistióse con tranquilidad, y, entregando todas sus llaves a las personas comisionadas para recibirlas, se puso en coche, reposando sobre su propia conciencia y sobre la justicia de su Soberano. Hay quien dice que el Duque de Alba, mayordomo mayor del Rey, que fue la principal causa de su caída, estuvo de oculto a verle salir. En el carácter de este señor, cuyo mal corazón igualaba a su gran talento, no sería extraño este hecho. La muerte de D. José Carvajal, hermano del Marqués de Sarria, español   —111→   honrado, fue la que facilitó esta desgracia. El Marqués logró en ella pruebas nada equívocas del concepto que debía al público, y todo le sobraba en su destierro. Transfirióse después al Puerto de Santa María, y en el año 1760 entró victorioso en Aranjuez, de orden del Rey Carlos, que le recibió muy bien.

Falto de subalternos y del poder, que eran los medios que le habían hecho brillar, y reducido a sí solo, se limitó a hacer una compañía servil a su bienhechor y amigo el Duque de Losada, Sumiller del Rey, y a acreditar a S. M., por medio de una corte asidua y molesta, la lealtad y reconocimiento de un buen corazón. Se le consultó en algunos asuntos; pero como nada era por sí, no satisfacía como se esperaba. Así pasó sin faltar ningún día a la mesa del Rey, en que se ocupaba en hacer fiestas a sus perros. Pero el astuto Soberano, a quien nada chocaba más que le adulasen y quisiesen obligar por este medio a prodigar sus palabras y distinciones, desde luego que penetró el sistema del Marqués (que no tardó mucho), no volvió a hablarle una sola palabra.

Cuando la causa del Gobernador de la Habana, D. Juan de Prado, y del General de la escuadra, D. Gutierre de Evía, su amigo, se quiso mezclar en intrigas para protegerlos, y ponía espías al Conde de Aranda, presidente del Consejo   —112→   de guerra nombrado para juzgarlos, para saber sus pasos y buscar modos de atraerle a su dictamen. Esto, junto con la amistad íntima que tenía con el P. Isidro López, jesuita hábil e intrigante, que era uno de los que él había enviado a estudiar a Francia, hizo que, cuando se trataba de la expulsión de esta Orden, de que estaba encargado el mismo Conde de Aranda, se le mando salir de Madrid, y escogió para su morada Medina del Campo. Allí vivió, teniendo mesa de Estado, en la que no comía con motivo de su salud; pero convidaba a toda la gente de forma y forasteros, y asistía a la mesa más o menos, según la calidad de los convidados. Así acabó sus días en aquel destierro, alimentando con su magnificencia genial y el afecto que generalmente le tenían todos como a buen español, la ilusión de un Ministerio en que oía que muchos desearían verle colocado. Si en vez de quedarse en Madrid, y de seguir asiduamente los sitios, se hubiera retirado y venido solamente a Aranjuez o al Escorial algún año a hacer la corte a SS. MM, es casi cierto hubiera vuelto al Ministerio en el tumulto de 1766, cuando no se sabía de quien echar mano, y en cuyas circunstancias muchos le aclamaron. Pero acaso hubiera sido más infeliz que en Medina del Campo. Tal fue la vida del Marqués de la Ensenada, de quien, como la persona más interesante   —113→   del reinado del Sr. D. Fernando el VI, he creído deber hacer mención en esta nota. Es verdad no debía serle reconocido, por haber sido el que, en el año de 1748, reformó el cuerpo de las galeras, de que fue último Capitán general mi padre, que murió seis meses después medio loco de pesadumbre. Pero su fin era bueno, porque el cuerpo de las galeras, separado del de la marina, era un verdadero monstruo dañoso. Aquel pretendía preeminencias, como más antiguo; pero como en lo general su oficialidad era menos instruida, la marina, que necesitaba de otros principios, la despreciaba, y de este continuo contraste de antigüedad o nobleza ignorante y de ciencia superior, aunque moderna, nada podía resultar de bueno. Incorporado este cuerpo en el otro, hubiera sido uno, y se evitaba el inconveniente; pero como el Marqués había sido marino plumista, se resintió de la enemistad de los cuerpos, y partió por medio. Yo le debí particular amistad y atenciones, y así, debo hacer honor a su memoria, y no quitarle nada de la gloria que se merece por un mal que nunca hubiera querido ni creído hacerme su buen corazón.

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Dejo a mi padre y a todos los oficiales sus grados y sueldos; pero aquél empezó a decir: No, no; ¡yo con sueldo y mis soldados sin él! Nada quiero, nada quiero; y fue la víctima de su honradez y buen corazón.

Viendo mi padre que, en las instrucciones de reformas que se hallan entre mis papeles y en que se mandaban entregar los efectos de las galeras, no se nombraba expresamente el estandarte real que arboraba la Capitana, y en que estaban las armas de España, creyó no deberle entregar a la marina ni almagacenes sin especial orden, e hizo a este fin una representación en 11 de Diciembre de 48, que se halla entre mis papeles relativos a esta reforma. Representaba en ella ser aquellas insignias las primitivas de la marina española, citando las acciones en que en 1673, 85, 98, y 1701, y 702 se habían hecho particularmente respetar, y a sus expresiones acreditaba el celo y gusto con que a su vista había sabido exponer su vida repetidas veces, y el efecto que, como experimentado, conocía producían en las ocasiones en los militares semejantes estímulo, imaginarios en el fondo, pero incalculables por sus efectos; pero como en la secretaría sólo calculaban el valor del tafetán, respondieron lo entregase como lo demás en los almacenes. Mi padre, que había visto siempre en aquella insignia el Rey y la nación para perder por ella su sangre, recibió en esta respuesta el golpe de gracia que acabó de arruinarle. ¡Véase qué diferente efecto produce un mismo objeto, según el valor que le da la imaginación, que esta lección sirva de escarmiento a los que   —115→   la leyeren y lleguen a mandar, para no olvidar nunca lo que pierden y empobrecen al Soberano y a la nación, en no querer sacar el partido que deben de las preocupaciones útiles de los hombres! Si la respuesta del Ministro hubiera sido alabar el celo del General, y mandarle conservar en su casa aquellas últimas insignias, haciéndole con este motivo un elogio para consolarle de su reforma, le hubiera vuelto la vida a poca costa obligádole acaso a confesar, pasado el primer momento, la utilidad de la misma reforma que queda indicada arriba.




ArribaAbajoNota II

Relativa a la última enfermedad del Rey Fernando el VI, que fue el 28 de Agosto de 58, en Aranjuez


Inmediatamente que murió la Reina Bárbara, se trasladó el Rey al antiguo castillo de Villaviciosa, distante de Madrid dos leguas, cuyas espesas murallas parecían, más que otra cosa, una prisión y no un lugar destinado y propio para distraer el ánimo de un melancólico, y la aridez de sus inmediaciones no eran tampoco capaces de contribuir a conseguir el fin. Sin duda que el motivo que obligó a escoger esta morada fue buscar   —116→   un paraje próximo a la Corte en que el Rey no hubiese nunca estado con la Reina, su esposa, a fin de quitarle todos los recuerdos melancólicos que esta memoria podría ocasionarle. Pero el pueblo, que amaba poco al Mayordomo mayor del Rey, le culpó en la elección, y tuvo tanto más motivo de murmurar de él, que no fue a hospedarse a Villaviciosa, donde sólo iba algunas veces, teniendo su residencia en Madrid, con un pretexto frívolo de salud. Esta conducta era tanto más chocante, cuanto que dicho señor había sido siempre particularmente querido y distinguido por el Rey.

Entregado, pues, a sí mismo nuestro santo Monarca, creció de día en día su tristeza y el abatimiento de ánimo, y, aunque salía por las tardes un poco a caza, aquella diversión, que ocupaba su cuerpo, no aliviaba su imaginación, que era su tormento. Sólo se le notaba algo de alegría y un interés particular en saber del correo de Italia, y, estaba siempre impaciente el día de su llegada hasta el recibo de las cartas. Tenía el Infante D. Felipe, su hermano, dos hijas, la una, nuestra actual Reina Doña María Luisa, y la otra, mayor, que era la Infanta Doña Isabel, que casó con el Emperador Josef II. Había el Rey conocido a esta última Princesa, que nació en España, y, por esto, y las noticias que tenía de su educación, talento y piedad, le profesaba   —117→   una particular inclinación, y, pensaba sin duda, según todas las apariencias, en casarse con ella. Este interés, y el gusto con que miraba un retrato que tenía suyo eran unos indicios ciertos de ello.

Si el Rey hubiera tenido bastante resolución para hacerse superior a los respetos humanos, y, para conocer la necesidad en que se hallaba de superarlos para no ser la víctima de su tristeza, hubiera dicho lo que pensaba, hubiera tomado su partido, y, haciendo venir a su sobrina, hubiera sido feliz; y el reino, que le amaba, hubiera tenido el consuelo de conservarle. Esta Princesa fue adorada después por el Emperador, su esposo, y de cuantos la conocieron, y fue tanto el amor que S. M I. la conservó siempre, que jamás pudo acostumbrarse a su segunda mujer, por más que ésta hiciese para serle grata. Entrado en San Sebastián, en vino de los dos viajes que hizo a Francia, hallándose ya viudo la segunda vez, dijo con ternura y efusión de corazón al Duque de Crillón, que le acompañaba, y me lo ha dicho: Si estuviera cierto de hallar en una de estas mujeres, aunque fuese del pueblo, una española como la que tuve la desgracia de perder, me casaría con ella en el momento. Este dicho, en la boca de un Príncipe que no había tenido nunca pasión por ninguna mujer, es un elogio completo del mérito de esta Princesa.

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La timidez natural del carácter de Fernando le privó, pues, de poseerla, y continuó siempre aumentando su melancolía.

He visto en Viena, en el panteón de los Capuchinos, los sepulcros de las dos mujeres del Emperador José, inmediato uno a otro, y he notado en ellos una cosa muy singular. En el de la parmesana, que amaba tiernamente, está un corazón, y en él, me parece, el retrato del Emperador. En el de la bavaresa, que S. M. I. no podía sufrir, sólo hay una serpiente redonda con la cola en la boca, que, aunque es símbolo de la eternidad, atendidas las circunstancias, parece hubiera podido omitirse y preferir otro emblema menos susceptible de interpretación.

Otro inesperado suceso fue el que dio el último golpe al ánimo demasiado abatido de este Monarca. El Rey D. Josef II de Portugal, hermano de la Reina Bárbara, cuya falta era la causa de su tormento, yendo de noche en su calesa a casa de la Marquesa de Tavora, según su costumbre, acompañado sólo de su ayuda de cámara Texeira, se vio asaltado por varias gentes a caballo, que, deteniendo al postillón, le tiraron un tiro a la calesa, que hirió a. S. M., habiendo tenido la fortuna de que faltase fuego al trabuco con que tiraron al postillón, con lo cual pudo galopar y salvar la persona del Rey. Según los indicios, el que tiró al postillón fue el   —119→   mismo Duque de Aveiro, Mayordomo mayor del Rey, a quien todo Lisboa atribuía al día siguiente a voces este intentado asesinato. Su carácter personal, su ambición insaciable y las relaciones del Rey con la Marquesa de Tavora, estaban tan complicadas entre sí, que dieron lugar a esta uniformidad de opinión, que fue un grito casi general luego que se traslució en el público esta triste noticia. Al día siguiente fue el Duque a ver al Rey, que se hallaba en la cama, como si nada supiese del hecho, y S. M. le recibió como si no sospechase de él. Con todo, un ayuda de cámara, favorito del Monarca, escribió en un papel después de la visita: El asesino del Rey es el Duque de Aveiro. Y lo dio sellado a un amigo suyo, diciéndole no le tocase hasta que él se lo dijese. Así se hizo, y se realizó su previsión. Inmediatamente empezó a instruirse con la mayor reserva el proceso, bajo las órdenes y dirección del famoso Marqués de Pombal, Ministro favorito, que siguió tratando al Duque como si nada hubiese. Este, con todo, acusándole su conciencia, y mirando acaso como sospechosa aquella misma tranquilidad, quiso descubrir terreno, y fue un día a ver al Marqués de Pombal, para pedirle apoyase una pretensión que tenía, y decirle que si S. M. no hallaba inconveniente, se iría por unos días a una quinta o casa de campo que tenía del otro lado del río, entre Lisboa y   —120→   Setuval. El Marqués estaba justamente con su proceso entre las manos, que ocultó, como puede creerse, de modo que no lo viese. Lo oyó con el mayor agrado, y, le dijo que no hallaba el menor inconveniente en que partiese, y que, en cuanto a su asunto, que le tenía muy presente, y que no debía dudar se le haría la justicia que merecía.

Fuese tranquilo el Duque a su casa de campo, en la cual fue arrestado poco después, de resultas del gran proceso, en que fueron condenados a muerte el Duque de Aveiro, Conde de Atouguia y Marqués de Tavora y demás señores comprendidos en la causa, que padecieron su castigo el día 13 de Enero de 1759, día de horror y consternación para toda Lisboa, que no se olvidará nunca. En él dio el Marqués de Pombal, aún Conde de Oeiras, una prueba bien grande de su despotismo y del punto de abatimiento a que había reducido la nobleza del reino. Mandó aquella misma tarde a todos los parientes de los reos que no se hallaban presos, y que, por consiguiente, no se miraban como implicados en el asunto, se vistiesen de gala y fuesen a palacio a besar las manos a SS. MM. y a darle gracias de haber castigado a unos parientes que miraban como infames y traidores a sus Soberanos. Así lo hicieron, de tan mala gana como puede considerarse, y me han confirmado en Lisboa veintiséis años después, llenos aún de   —121→   cólera y horror los mismos que entonces pudieron reprimirla, que estaban viendo humear el cadalso en que ardían las cenizas de sus próximos parientes desde el palacio en que ellos estaban reunidos para celebrar su ejecución.

Este proceso es uno de los más famosos de la Europa; ha dado mucho que hablar contra el Marqués de Pombal, que todos convienen en que, por sus fines particulares, extendió el rigor sobre algunos inocentes, aunque no hay quien cuente en este número al Duque de Aveiro. Es cierto que el Marqués de Pombal, no siendo de las familias primeras del reino, y, siendo altivo y ambicioso, hizo siempre un estudio de abatir a una nobleza orgullosa que conocía le miraba con desprecio, y, se aprovechó de esta ocasión para conseguirlo y, ejercitar algunas venganzas y opresiones crueles, de que no desistió hasta que, muerto el Rey, veinte años después, y falto de poder, le hicieron retirar. La Reina María I, actualmente reinante, hizo salir de las cárceles a todos los destinados a morir en ellas, entre los cuales se vieron muchos que se suponían ya muertos, y, se vio faltaban otros que se creían aún vivos. Entre los primeros merece tenerse presente uno llamado Enserrabodes, que había sido Ministro en Inglaterra, y luego en Roma, y que el Marqués había hecho retirar de este último destino porque no se conformaba a sus   —122→   ideas religiosas. El Rey de Inglaterra le había estimado mucho durante su residencia en Londres por su gran talento y mérito, y se interesó con el Rey Don Josef para que le diese su libertad, haciéndole hablar por su Ministro en Lisboa. Viendo que no tenía respuesta, resolvió escribirle, y mandó a su Ministro diese al mismo Rey su carta. Así lo hizo, y habiendo S. M. hablado a Pombal, diciéndole quería dar gusto al Rey de Inglaterra, este Ministro le replicó no era posible, porque Enserrabodes había muerto, y para probarlo, dio a otro una pensión que él tenía. Así me lo ha contado el mismo muerto, en Lisboa, en 1785. En la segunda clase merece singular atención el Conde de la Rivera. Este había podido entretener una correspondencia con su mujer por medio de un negro, por el cual la Condesa le enviaba papeles y dinero. Muerto el Conde, vio el negro le faltaba aquel recurso, y tuvo la maña de continuar una correspondencia, por medio de la cual, a más del pago de su trabajo, se embolsaba los socorros que le daban para el difunto Conde. Abiertas las cárceles, la Condesa envió a buscar a su marido, y se preparaba a recibirle; corre a la escalera, cuando ve de lejos el coche, llega éste, y, en vez de su marido, ve sólo al criado, que, a fuerza de pretextos, procuró prepararla lo que pudo a recibir la noticia de su muerte. Por este estilo   —123→   hubo otros varios sucesos sumamente extraños. Pero entre ellos no debe omitirse el del Conde de San Lorenzo. Era este señor gentil hombre de cámara, favorito del Infante D. Pedro, que sucedió al Rey, D. Josef II, como marido de la Reina Doña María. El motivo de su arrestación fue la predilección que el Infante tenía por él, y las sospechas del Marqués de Pombal de que le servía de espía a favor de los Jesuitas, a que S. A. y él eran adictos. Esto bastó para encerrarle como a los otros, mostrándose el Infante muy ofendido de esta providencia. Creía, pues, el Conde que, luego que subiese al trono, el primer objeto del nuevo Rey, sería librar a su favorito, que sabía padecía por él; pero ninguna demostración hizo a su favor, y salió de la prisión a su turno, como uno de tantos. El Conde, que es hombre de mucho talento, instrucción y carácter, no podía ser insensible a esta indiferencia, y, desde que salió del encierro, se le notó una manía singular y única, pues en todo lo demás estaba muy racional, sin la menor agitación en nada, ni aun en su manía, fuera de la cual hablaba de literatura, historia y de todos los demás ramos, en que estaba muy instruido, y su memoria y modo de producirse hacia su sociedad tan agradable e instructiva como lo había sido siempre. Su manía única fue fijarse en la época en que entró en el castillo, y renunciar   —124→   a reconocer cuanto había sucedido después. El Rey D. Josef y, Pombal reinaban siempre para él en Portugal. El Rey D. Pedro era siempre el Príncipe del Brasil, y en él esperaba, haciéndose lenguas de sus virtudes y repitiendo las honras que le debía constantemente. Clemente XIII ocupaba siempre la Silla apostólica, y así de lo demás. Esta situación le impidió el ir a la Corte, ni ver a nadie. Retiróse en este estado a un Monasterio, llamado la Penina, que está en lo más alto de la sierra de Cintra, y allí se mantuvo algunos años, haciendo una vida cristiana y estudiosa, y siendo las delicias de los tres o cuatro religiosos que habitaban aquel desierto. De él se pasó después a Lisboa al convento de las Necesidades, de Padres de San Felipe de Neri. Allí hay hombres muy dignos e instruidos, una biblioteca selecta, que le ocupa enteramente. Tiene más sociedad y ve a tal cual de sus parientes y amigos muy íntimos. Todos le hallan el mismo que antes, salvo en el artículo dicho, en que no da cuartel, manteniéndose siempre en no pasar adelante de la época de su arrestación, como la de su muerte para el mundo.

Semejante conducta, combinadas todas las circunstancias, acredita, a mi modo de ver (y no soy el solo), que el respetable Conde de San Lorenzo, lejos de estar maniático, nos da una lección muy rara, y acaso única, de tesón, prudencia   —125→   y honor. Ofendido y olvidado por el que fue la causa de su arresto, y no pudiendo tomar de él la satisfacción que hubiera exigido de un igual suyo, creyó no podía presentarse a su Soberano como verdaderamente reconocido, cuando anidaban contra él en su corazón Justos motivos de resentimiento, y que el mismo Rey podría sentirlos en su corazón cuando le viese, conociendo su falta de consecuencia y amistad. Para evitar, pues, los malos ratos recíprocos de semejantes reflexiones y sus resultas, y convencido, después de diez y ocho años de encierro, de lo que vale el mundo y las Cortes, se resolvió a renunciar a uno y, otro, y dar una nueva lección decorosa y prudente y verdaderamente filosófica, de consecuencia y amistad a quien le había faltado a uno y otro, sin salir del deber que le imponía la calidad de vasallo. Esto debe servir de ejemplo a todos, y mucho más a los Soberanos, cuya elevación los expone más a incurrir en estas faltas, en perjuicio suyo y de su reino, pues las personas de carácter, consecuencia, verdadero mérito y, reflexión cuentan menos de lo que pudieran con sus demostraciones, y aun con sus resoluciones, y, alejándose de ellos, dejan el puesto a los tontos y aduladores bajos, o a los ambiciosos malignos, que los ocupan en descrédito del mismo Soberano y en detrimento del bien de sus vasallos.

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Este Ministro singular, uno de los primeros que ha tenido el Portugal, es, como todos los hombres, un compuesto de buenas y malas calidades, y de la combinación de unos y otros, resulta tenía calidades grandes para el mando, y que si, en vez de haber sido ministro, hubiera nacido Rey de Portugal, no hubiera incurrido en las faltas que cometió, y que nacieron las más de su situación. Si su cuna le hubiera hecho tan superior a los otros como creía serio por su talento, no hubiera necesitado de cometer las faltas que no tuvieron otro estímulo que el de querer avasallar a los otros, y si han sido ciertos los defectos que atribuyen a su ambición para enriquecer su casa, o no los hubiera tenido tampoco, o si era ambicioso, su ambición le hubiera hecho guerrero y, conquistador, y hubiera mudado de nombre.

Otra prueba de lo dicho es que, mientras su Ministerio, hizo con su prepotencia se casase su hijo segundo con la hija heredera del actual Embajador de Portugal en París; pero esta señora, que tenía otra inclinación, tuvo más tesón que todos los suyos, y jamás cohabitó con su marido, de modo que, aunque la pusieron en un convento para forzarla a ello, sufrió la prisión, que acabó por casarse con el otro.

Entonces el Marqués casó a dicho hijo segundo con una heredera de la familia Tavora, cuyo   —127→   padre, Nuño de Tavora, tenía y mantuvo preso, sin que ni siquiera supiera la boda. Cuando salió este hombre virtuoso de la prisión en que el Marqués le había tenido diez y ocho años, y de que sólo lo sacó la justicia de la Reina, halló que su yerno, heredero de su casa, era un tonto, hijo de su Nerón. Lo único que dijo al saberlo fueron estas palabras: Dios lo ha querido; a mí me faltaría esto para purificarme, y abrazándole, ha continuado en tratarle como si él mismo hubiera hecho la boda. Sólo una verdadera religión puede producir semejantes efectos en el corazón del hombre convencido íntimamente de ella, y así he querido, hijos míos, no ignoréis este ejemplo de su poder y utilidad aún en lo humano.

Estoy casi cierto de que en la guerra con España, en 1762, en que los ingleses ofrecieron al Rey de Portugal y a su familia un asilo en su reino (en que nada hubiera perdido la Inglaterra), el Marqués lo rehusó, y tenía pronta una flota con todo lo necesario para un viaje de mar de seis meses de la familia real. No tenía otra mira en esto que la de transplantarse a la América y establecer en el país un nuevo reino de Portugal sin límites. Esta idea era propia de su genio y ambición de gloria. Por ella tenía la de ser el establecedor de la revolución y nuevo Imperio del otro mundo, que tanto tiempo hace   —128→   nos estaba pronosticada y que otros han realizado después. El hubiera enriquecido como hubiera querido su familia, y aquellos habitantes le hubieran mirado como una divinidad, y, hubieran adoptado, como venida de ella, todas las leyes que les hubiese querido imponer, y que en el corto terreno que poseían en Europa podían dar poco de sí, teniendo que vencer un sin número de obstáculos autorizados por la costumbre envejecida de siglos. Allí se hubiera reído y aun hecho temer de los españoles, en cuyos dominios hubiera podido introducirse a poca costa y con muchas ventajas, en vez de que en Europa era preciso los mirase siempre con respeto y temor, y que hiciese Portugal el papel de una potencia secundaria. Tales creo eran las ideas del Marqués, sobre el cual y el singular suceso de la desgracia del Rey de Portugal y sus resultas he querido dar una noticia, algo detallada, aun a costa de esta digresión.

Volviendo, pues, a lo que toca al Rey Fernando, diré que la noticia de esta inesperada y horrible desgracia hizo tanta impresión en su ánimo débil, preparado ya a la melancolía, que pasando esta a su segundo grado, degeneró en manía. Con motivo del luto del cuñado no volvió a salir del castillo encantado en que le habían puesto para alegrarle, y pasaba horas enteras paseándose solo en su cuarto. Al fin, un día se   —129→   encerró desde por la mañana, y, no obstante de que era sumamente devoto, no abrió ni para oír Misa ni para nada, y se le veía por la cerradura de la puerta andar de arriba a abajo Paseando melancólicamente. Por fortuna quedó este consuelo en medio de esta aflicción, pues, a no haber podido ver lo que hacía, hubiera sido preciso echar abajo la puerta, y sabe Dios el efecto que hubiera causado en los principios esta contradicción. Así continuó hasta las tres de la mañana del día siguiente, que se acerco a la puerta, la abrió y se presentó en chupa y gorro, llamando a la orden lo ordinario, como si nada hubiera habido. Considérese la sorpresa de todo el mundo. Dio el Santo a lo acostumbrado, y se retiró a acostarse. Todos saben que su padre, Felipe V, había estado maniático en sus últimos tiempos, casi desde que volvió a tomar la Corona, después de la abdicación que había hecho de ella en favor de su hijo Luis, contra la voluntad de su mujer la Reina Isabel Farnesio, que bien a pesar suyo le hizo volver a subir al trono. Decía Felipe que éste ya no le podía pertenecer, y que el verdadero Rey era su hijo Fernando; que él había ya hecho su abdicación, y que era usurpador del derecho de sus hijos. Esta manía, nacida de su deseo de la inacción, le tenía triste y disgustado siempre. Llegó a tanto su desvarío, que al fin iba a pescar a las dos de   —130→   la noche, se quería montar sobre los caballos de las tapicerías y hacía otras estravagancias semejantes. Su mujer, que no se apartaba de él, las estaba ocultando cuanto podía, no sin peligro, pues a veces la amenazaba, como cuando se mete miedo a los chicos; pero ella le conocía, y no le temía, porque sabia que, aun en sus desvíos, la respetaba y quería. Falto su hijo Fernando de este auxilio necesario y continuo de una persona que le diese sujeción, hizo más rápidos progresos en el este terrible mal de la melancolía, y fue pasando de manía en manía y de extravagancia en extravagancia, habiendo estado una vez diez y ocho horas sentado sin moverse en la esquina de un taburete, y otras cosas semejantes. Procuraban distraerle; pero sin fruto, o a lo menos muy pasajero. Hicieron venir de San Ildefonso a su hermano el Infante D. Luis, que estaba siempre en aquel sitio acompañando a su madre, y que quedó en Villaviciosa mientras vivió el Rey; pero nada se adelantó. Otro día hicieron venir al P. Rábago, Jesuita de edad y de un aspecto severísimo, que había sido su confesor, y a quien S. M tenía mucha sujeción. Otra vez llamaron, y vino, a la Marquesa de Aytona, camarera mayor de la Reina Bárbara, que era una señora muy respetable, y a quien el Rey quería mucho; pero no quiso verla. Lo mismo sucedió con el   —131→   Gobernador del Consejo, y aun a veces con el Sr. D. Manuel Quintano, Inquisidor general, su actual confesor. Semejantes procedimientos en un hombre de piedad y dulzura no dejaban duda de la triste situación en que se hallaba su imaginación. El Duque de Béjar, mi cuñado, su Sumiller de Corps, a quien amaba el Rey tiernamente, y que consideraba por su virtud y excelentes calidades, era el único a quien conservaba aún algún respeto, y no se separó del Rey en todo el tiempo de su enfermedad, en que le sirvieron también con el mayor celo y esmero, como sus gentiles hombres de cámara, mis sobrinos el Duque del Infantado y Marqués de Santa Cruz y los Duques de Uceda y Montellano. Desde luego que se declaró la enfermedad, entabló el Duque de Béjar una correspondencia semanal con el Rey Carlos, como su inmediato sucesor, para darle cuenta de todo cuanto pasaba. Por muerte de mi cuñado y mi hermana, su mujer, conservo, vinculado en mi casa un libro encuadernado en tafilete encarnado, con presillas de plata, en que se hallan originales de su mano todas las respuestas del Rey al Duque durante la enfermedad del Rey Fernando.

Todo se pasaba en el reino durante estos diez meses de la falta del Rey de legítimo sustituto de su persona, con la misma tranquilidad que si viviese. Parece que todos se habían dado la   —132→   palabra para darle la prueba mas extraña y única del amor que le profesaban y del deseo y esperanza que tenían de su restablecimiento. Los tribunales seguían su curso regular, y por medio de las órdenes de los Ministros (de acuerdo con la Reina madre y el Rey de Nápoles), tomaron el medio término de valerse de esta expresión: Conviene al servicio del Rey.

Con todo, no faltaron espíritus inquietos que quisieron, conmover el público, haciendo coplas para conseguirlo, entre las cuales había unas que empezaban:


   Españoles descuidados,
insensibles e indolentes,
cobardes, de confiados,
necios de puro prudentes, etc., etc.



Este principio indica bien el espíritu que reinaba en semejantes escritos. A esto se juntó también que no faltó quien, mirando ya el sol que iba a aparecer sobre el horizonte, y formando cálculos sobre su llegada, quiso prevenirla y hacer una especie de junta de Estado, en que entrasen el Embajador de Nápoles, como representante del inmediato heredero, y algunos de los señores principales del reino, de cuyo número no se creía excluido, siendo el motor del pensamiento. Pero todo esto se desvaneció, y la fidelidad y amor de los españoles fueron el mejor garante   —133→   del orden y de la tranquilidad del reino, empleado todo en rogativas y demostraciones piadosas, propias del deseo que tenían de volver a vivir bajo el dulce yugo de su amado Fernando. Este se agravaba de día en día, y a veces se ponía furioso y mordía aun los vasos de plata con que habían reemplazado por esta razón los de cristal. Se postró al fin en la cama, en que hacía todas sus inmundicias, que arrojaba indistintamente a todos los que le servían, sin respetar ya a lo último, ni aún al mismo Duque de Béjar, que naturalmente no conocía. Con todo, tenía algunos momentos de razón, y, entre ellos, preguntando un día por el Marqués de Villadarias, Sargento mayor de Guardias de Corps, hombre devoto, a quien quería, sin dejar de conocer tenía un carácter cortesano y adulador (calidades que suelen no separarse), le respondieron estaba en la iglesia pidiendo a Dios por su salud, y replicó S. M.: Sí, sí, por mi salud;... estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos.

Al cabo, pues, de diez meses de continuo padecer, murió privado de los consuelos de la religión y entre sus propios escrementos el Rey de España Fernando, el más religioso y el más pulcro de los hombres, y su mujer la Reina Bárbara, que era igualmente pulcra, murió (aunque con todo su conocimiento y Sacramentos) en el mismo estado de inmundicia. Quedó el pobre   —134→   Señor de tal modo, que me han asegurado el Duque del Infantadoy el Marqués de Santa Cruz, que le vistieron después de muerto, que, al lavarle, todo el pellejo se venía con la esponja.

Ambos Soberanos se enterraron en Madrid en el Monasterio de la Visitación, que había sido fundación de la Reina Bárbara. Yo, que estaba de guardia con mi compañía, como alférez de Guardias españolas, en Aranjuez, cuando murió la Reina Bárbara, y me retiré al cabo de cincuenta días a Madrid, con sólo cinco hombres y el teniente de la compañía, pues los demás eran reemplazos de los que habían caído con tercianas, que tuve yo al año siguiente, y asistí con ellas al entierro del Rey, su esposo, no debo olvidar este día, pues en una de las descargas reventó detrás de mí el cañón de un fusil, que, por la buena calidad del hierro, se abrió sin saltar, pues, a haberlo hecho, es probable no hubiera podido dar aquí esta noticia y tributar a estos dos Soberanos, a quienes mi hermana y yo debimos nuestra educación, como lo dije al principio, este testimonio de mi reconocida memoria.



  —135→  

ArribaAbajoNota III

Abdicación de la Corona de Nápoles y establecimiento del Consejo de regencia durante la menor edad del Rey y de la sucesión de la Corona para después de sus días


Nos, Carlos III, por la gracia de Dios Rey de Castilla, etc.

Entre los graves cuidados que me ha ocasionado la Monarquía de España y de las Indias después de la muerte de mi muy amado hermano el Rey católico D. Fernando el VI, ha sido uno de los más serios la imposibilidad conocida de mi primer hijo. El espíritu de los tratados de este siglo muestra que la Europa desea la separación de la potencia española e italiana. Viéndome, pues, en la precisión de proveer de legítimo sucesor a mis Estados italianos, para partir a España, y escoger entre los muchos hijos que Dios me ha dado, y decidir cuál sea apto para el gobierno de los pueblos que van a recaer en él, separados de la España y de las Indias, esta resolución, que quiero tomar desde luego para la tranquilidad de la Europa, y, para no dar lugar a sospecha alguna de que   —136→   medite reunir en mi persona la potencia española e italiana, exije que desde ahora tome medidas respecto a la Italia. Un cuerpo considerable, compuesto de mis Consejeros de Estado, de un Consejero de Castilla, que se hallaba aquí, de la Cámara de Santa Clara, del Teniente de la Sumaria de Nápoles y de toda la junta de Sicilia, asistido de seis diputados, me ha referido que, por más exámenes y experiencias que han hecho, no han podido hallar en el Príncipe uso de razón, ni principio de discurso o entendimiento y, criterio humano, y que, habiendo sido lo mismo desde su infancia, no sólo no es capaz ni de religión, ni de raciocinio al presente, pero ni se deja ver para lo futuro sombras de esperanzas, concluyendo su parecer uniforme este Cuerpo que no se debe pensar ni disponer de él como quisieran la naturaleza, la justicia y el amor paterno. Así, viendo en este momento recaer por divina voluntad la capacidad y el derecho de hijo segundo en el tercero D. Fernando, no obstante su edad menor, he creído debía pensar en el acto de traspasar a él mis Estados italianos, como Soberano y como padre, y, en su tutela y cuidado, que no pienso ejercitar con un hijo que viene a ser Soberano independiente en Italia, como yo lo soy en España.

Constituido, pues, el Infante D. Fernando, mi tercer hijo, en estado de recibir mis dominios   —137→   italianos, paso en primer lugar, aunque no fuese necesario tratándose de un Soberano, a emanciparlo con este presente acto, que quiero se repute el más solemne y, con todo el vigor de acto legítimo, y, aun de ley, y quiero que desde este punto sea libre, no sólo de mi paterna potestad, sino también de mi autoridad suprema. En segundo lugar establezco y ordeno el Consejo de regencia, para la menor edad de dicho mi tercer hijo, que debe ser Soberano y Señor de todos mis Estados italianos, a fin de que este Consejo administre la soberanía y el dominio mientras llega a su mayor edad, con el método prescrito por mí en una Constitución de este mismo día, firmada de mi mano, sellada con mi sello y firmada por mi Consejero y Secretario en el departamento de mi Estado y casa real cuya Constitución quiero que sea y se juzgue parte integral de este mi acto, y se repute en todo y, por todo referida aquí, para que tenga la misma fuerza de ley. En tercer lugar, decido y establezco por ley fija y perpetua de mis Estados y bienes italianos, que la mayor edad de aquellos que, como dueños y señores tendrán la administración libre de ellos, sea a les diez y seis años cumplidos. En cuarto lugar, quiero igualmente, por ley constante y perpetua, para la sucesión del Infante D. Fernando, y para mayor explicación de los reglamentos interiores,   —138→   que su sucesión sea el orden de primogenitura, con el derecho de pasar a la descendencia masculina de varón en varón. A aquel que, siendo de la línea recta, le falten hijos varones, deberá suceder el primogénito de varón de la línea más inmediata y próxima al último reinante, del cual sea tío paterno o hermano, o, en mayor distancia, sea el hijo mayor en su línea en la forma ya dicha, o sea en el ramo que inmediatamente se ha separado de la línea recta primogénita del Infante D. Fernando o de la del último reinante. Lo mismo ordenó en el caso de que faltasen todos los varones, hijos de varón, de la descendencia masculina de dicho Infante D. Fernando, y de varón en varón respecto al Infante Don Gabriel, mi hijo, a quien deberá pasar entonces la sucesión italiana, y en sus descendientes varones como queda dicho. Faltando dicho Infante D. Gabriel y sus descendientes varones de varón, como arriba es dicho, pasara la sucesión, con el mismo orden, al Infante D. Antonio Pascual, y después de él y de su descendencia varonil, al Infante D. Xavier y su descendencia, y después a los otros Infantes, mis hijos, que Dios me diere, según el orden de la naturaleza y su descendencia varonil. Acabados todos los varones de varón en mi descendencia, sucederá aquella hembra de la sangre y del parentesco que al tiempo de la falta esté viva, o bien sea   —139→   hija mía o de otro Príncipe varón de varón de mi descendencia, la cual sea la más inmediata al último Rey y al último varón de la consanguinidad que falte, o de otro Príncipe que haya faltado antes, repitiendo siempre que en la línea recta se observe el derecho de representación, con que se mide la proximidad de primogénito, siendo ella de la afinidad; y respecto a ésta, de sus descendientes varones de varón, que la deberán suceder, obsérvese el método arriba explicado. Faltando después la línea femenina, recaerá la sucesión en mi hermano el Infante Don Felipe y sus descendientes varones de varón, y faltando éstos, también en mi hermano el Infante D. Luis y sus descendientes varones de varón, y faltando éstos, en la hembra más próxima de la consanguinidad, con el orden prescrito arriba. Bien entendido, que el orden de la sucesión señalado por mí, nunca podrá ocasionar la unión de la Monarquía de España con la soberanía y dominios italianos, de modo que, o varones o hembras de mi descendencia, conforme a lo dicho, sean admitidos a la soberanía italiana, siempre que no sean Rey de España o Príncipe de Asturias declarado ya o para declararse, cuando haya otro varón que pueda suceder en los bienes italianos en virtud de este mi acto. No habiéndolo, deberá el Rey de España, luego que Dios le provea de un segundo hijo varón, o nieto   —140→   o biznieto, pasar a él todos los Estados y bienes italianos.

Encomiendo humildemente a Dios el dicho Infante D. Fernando, que dejo para reinar en Nápoles, dándole mi bendición paternal, y encargándole la defensa de la religión católica, la justicia, la mansedumbre, la vigilancia, el amor a los pueblos, que, por haberme servido y obedecido fielmente, son beneméritos de mi real Casa. Por lo mismo, cedo, transfiero y doy al mismo Infante D. Fernando, mi tercer hijo por naturaleza, los reinos de las dos Sicilias, y todos los demás Estados, bienes, razones, derechos, títulos y acciones, y, hago al mismo desde este punto la más amplia cesión y translación, sin que quede parte alguna de soberanía o superioridad ni a mí ni a mis sucesores los Reyes de España, fuera de los casos arriba dichos. En consecuencia de esto, desde el momento que salga yo de esta capital, podrá administrar independientemente de cualquiera que sea, con su Consejo o Regencia, todo aquello que será transferido, cedido y, dado por mí al mismo. Espero que éste mi acto de emancipación, constitución de edad mayor, destino de tutela y cuidado del Rey pupilo y, menor en la administración de dichos Estados, y, en los bienes italianos de donación y cesión, redundará en bien de los pueblos, de mi familia real, y, finalmente, contribuirá   —141→   a la quietud de la Italia y de la Europa toda. El presente instrumento será firmado por mí y por mi hijo D. Fernando, sellado con mi sello, y firmado por los infrascritos Consejeros y Secretarios de Estado, en calidad de Regentes y tutores del mismo Infante D. Fernando.=Dado en Nápoles a 6 de Octubre de 1759. = Carlos. = Fernando.=Domingo Cattaneo.=Miguel Reggio. =Joseph Pappacoda. =Pedro Bologna.=Domingo de Sangro.= Bernardo Tanucci.