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ArribaAbajoSegunda parte

Que comprende desde su llegada a España hasta su muerte


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ArribaAbajoCapítulo I

Desde la llegada del Rey a España (1759) hasta la paz de 1763


Quiso la divina Providencia recompensar el sacrificio que, por todas las razones arriba dichas, había hecho nuestro Monarca abandonando un reino tan delicioso y que había creado él mismo, y premiar la entera confianza con que hemos visto se había puesto en sus manos, y así, aunque al tiempo de su embarco no se manifestaba el viento favorable, mudó aquella misma noche, y a los cuatro días de haberse separado de sus antiguos dominios, abordó a las costas de su patria, que le esperaba con los brazos abiertos. Desembarcó S. M. y su real familia en Barcelona el 12 de Octubre, antes de que hubiesen aún podido llegar por   —146→   tierra varias personas de las que vinieron de Madrid y de otras partes del reino para recibirle.

Mantúvose allí pocos días; pero en ellos dio muestras de su benignidad y benevolencia, restituyendo a los catalanes varios de los privilegios de que habían gozado antes de la rebelión de 1640, los cuales había abolido su augusto padre después de haber tomado la plaza en 1714, El Duque de Béjar, D. Joaquín de Zúñiga, mi cuñado, que estaba a la cabeza de la cámara del Rey, como Sumiller del difunto, se presentó al nuevo Monarca, con quien se ha visto había tenido una larga e íntima correspondencia durante todo el tiempo de la enfermedad de su difunto hermano. S. M., que le conocía personalmente antes de su embarco, lo recibió con las mayores pruebas de cariño y de gratitud por lo bien que se había portado y por su asidua asistencia al Rey Fernando. Para darle una prueba de la entera confianza que tenía en él, le nombró desde luego ayo del Príncipe de Asturias D. Carlos (que hoy reina felizmente bajo el título de IV) y de sus hermanos D. Gabriel, Don Antonio y D. Xavier, de que sólo nos queda desgraciadamente D. Antonio. El Duque reconoció todo el valor de semejante confianza, y hubiera deseado que el estado de su salud le permitiese desempeñarla, como deseaba y podría haberlo hecho en otro tiempo, por sí, por   —147→   su instrucción, carácter y prendas naturales. Pero dominado de una melancolía profunda, no podía hacer muchas veces lo que quería y creía necesario. S. M. habla traído consigo de Nápoles como Sumiller a D. Joseph Fernández de Miranda, Duque de Losada, que se había embarcado con él en Sevilla, como gentil hombre de cámara, y que nunca se había separado de su persona. Este favorito era digno de un tal Rey, que, si no hubiera sabido serio sin abusar de su favor, no le hubiera tenido a su lado hasta que murió en El Escorial, en el cuarto inmediato al suyo, que siempre ocupaba, el año 1783. Honrado, noble, franco, verdadero amigo de sus amigos, incapaz de intrigas, de hacer mal ni de hablar mal de nadie, y solícito en alabar y hacer bien a cuantos podía; tal fue, y debía ser necesariamente, el carácter personal del digno y dichoso favorito y del amigo fiel de un hombre Monarca, cual lo fue Carlos III. Nada sentía más este Soberano que el que le dejasen, pues decía que él no abandonaba ni dejaba a nadie, y que así lo quería lo dejasen. Bien lo merecía, pues trataba como hermanos y amigos a los que tenían la honra de servirle, y les cobraba un verdadero cariño, a que era difícil no corresponder. Por esta razón, para conservar a su lado a su amigo Losada en la plaza de Sumiller que tenía en Nápoles, premiando al mismo tiempo al que lo era   —148→   en España, buscó S. M. el medio de nombrarle por Ayo de sus hijos, y poniendo en sus manos sus esperanzas y las de todo el reino. También nombró S. M. al Marqués de Squilace por Ministro de Hacienda, cuyo empleo había servido en Nápoles.

Pasó S. M. a Zaragoza, donde le fue preciso detenerse algunos días a causa del sarampión de sus hijos; pero, restablecidos felizmente, continuaron todos su viaje hasta Madrid, donde tuve el honor de recibirlos, en medio de una copiosísima lluvia, la tarde del 9 de Diciembre de 1759, como Alférez de Guardias españolas de la compañía del Marqués de Rosalmonte, que fue la primera que le montó la guardia.

No obstante que sólo tenía entonces diez y siete años, me acuerdo siempre del cuidado con que observé y el efecto que me hizo la mutación de la escena para los que en tiempo del Rey pasado habían tenido favor, como D. Carlos Broschi Farinelo, músico favorito y predominante en tiempo de la Reina Bárbara; D. Baltasar de Enao, ballestero, que era medio bufón del Rey; D. Cayetano Obreguz, primer ballestero, y D. Pedro Marentes, ayuda de cámara. S. M. los trató muy bien a todos; pero separó de sí con muy buenos sueldos a los primeros, continuando en sus empleos a los otros, que por su probidad y, honradez lo merecían mucho. También   —149→   la habían acreditado siempre los dos primeros, especialmente el primero, cuya probidad y, modestia fue constante en su favor, no abusando nunca de él, no obstante de que era todopoderoso con la Reina, que dirigía la voluntad del Rey, y haciendo bien a cuantos pudo. Esto hizo que, con todo lo que debía chocar, y chocaba particularmente, a una nación como la nuestra, amante del decoro, el ver un pobre castrado, condecorado con la Orden militar de Santiago y lleno de poderes, todos sintieron su retiro, y hacían justicia a su probidad juntaba a ésta una gratitud que le duró hasta la muerte en su retiro de Bolonia. Yo le vi en él en 72, y comí en su casa de campo con el Duque de Arcos y otros señores españoles que veníamos de Nápoles, donde el Duque había ido a ser padrino, en nombre del Rey, de su nieta Doña María Teresa, primogénita de los Reyes de Nápoles, casada hoy, con el Archiduque Francisco, primogénito del Emperador Leopoldo. Tenía entonces Farinelo setenta y tres años; pero, con todo, acabado de comer, se puso al clave y cantó un poco, como podía a su edad, pero sin que se dejase de conocer lo que había sido. Lo poco que tuvo de agradable su canto lo suplió con decirnos después que lo había hecho sólo por acreditarnos no olvidaría nunca sus principios, y que todo lo debía a la España.

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El Infante D. Luis, hermano del Rey, que, con su madre la Reina viuda, Isabel Farnesio, había venido a Madrid luego que murió el Rey, Fernando, se adelanto a Guadalajara a recibir al Rey, con una infinidad de Grandes y Señores de la Corte. La Reina madre vino en su silla de manos a recibir a la Real familia a la segunda sala después del gran salón del Retiro, apeándose en el Casón de madera que da al jardín, en el cual tomaba siempre el coche el Rey Fernando. Sería difícil describir sin debilitarlos los muchos afectos que debería sentir en aquel momento de reunión una madre que, al cabo de veintiocho años de ausencia, se hallaba de nuevo unida a un hijo que había amado siempre tiernamente, y a quien no podía contar probablemente volver a ver en toda su vida; a un hijo que venía a ocupar el trono de su padre, no obstante de haber nacido el tercero y, de haber reinado sus dos hermanos mayores, hijos de otro matrimonio; a un hijo que se le presentaba rodeado de una numerosa y hermosísima familia de cuatro hijos y dos hijas, dejando en manos de otro de sus nietos el hermoso reino que la política y esfuerzos de su misma madre había sabido adquirirle. Creo que es difícil, y acaso único, ver reunidas un conjunto de circunstancias semejantes a éstas, sobre todo si se considera la tranquilidad con que, en medio de una guerra casi   —151→   general en la Europa, veía esta Soberana coronados sus hijos y nietos en varias partes de ella.

Calmados los justos efectos del cariño filial, acompañaron a S. M. a su cuarto, y el Rey y la Real familia pasaron constantemente todos los días al cuarto de su madre hasta el de su muerte que fue en Aranjuez en el mes de julio de 1766.

Empezó desde luego S. M. a dar pruebas de su justicia, de su amor a sus vasallos y de su respeto a la memoria de su augusto padre, y mandó pagar, no sólo sus deudas, sino las de Carlos I y, II y Felipe II, III y IV, lo cual se hizo por algunos años. Pensó desde luego en la iluminación, empedrado y limpieza de Madrid, y de la Corte más puerca del mundo hizo la más limpia que se conoce. Todas las inmundicias se arrojaban por las ventanas, de modo que el hedor era insoportable. La plata y el oro se tomaban; las rejas de las calles estaban cubiertas de un sarro infecto. El color y las dentaduras de los hijos de Madrid eran conocidos por los peores en toda España. Esta porquería del suelo, y el continuo peligro de lo que, sin más que decir: ¡Agua va! (cuando ya caía), arrojaban continuamente por las ventanas, hacía que no podía irse a pie estando vestido, y obligaba el uso de la capa y, sombrero gacho o chambergo, pues aún en los coches solía entrar la basura cuando enfilaba la portezuela, que caía con violencia,   —152→   por algunos de los conductos o canalones de madera, como le sucedió una vez a mi padre, que se vio medio inundado de inmundicia dentro de su mismo coche. A vista de esta descripción, nada exagerada, todos creerán que el pensamiento de limpiar a Madrid de esta inmundicia había de hallar un apoyo general en sus habitantes. Pero no fue así, pues no sólo los cerdos (especialmente los de San Antón, por privilegio particular), que andaban por muchas calles, se mantenían con ella, sino que muchas personas, que no permitirían se lo llamasen, se aprovechaban de lo que se pagaba para su limpieza. De aquí resultaba que, siempre que se había intentado la limpieza radical de Madrid, los inconvenientes de todas clases lo habían impedido. Llegó esto a tanto, que, en tiempo de uno de los Felipes, hicieron los médicos una consulta, diciendo que el aire de Madrid era tan sutil, que si no se impregnaba en aquella inmundicia, causaría los mayores estragos. Esta consulta se le presentó al Marqués de Squilace, encargado de esta empresa, entre la infinidad de obstáculos que se le pusieron contra ella. Llevóla el Marqués al Rey, y S. M. le dio una respuesta digna de su talento y conocimiento de los hombres. Díjole: «Me alegro me hayas traído   —153→   este papel, pues con él se ataba todo. A la verdad, no es posible que se me dé una razón más poderosa para que yo desista de mi intento que el ser contrario a la salud pública. Ahora pues, dispónlo todo luego, luego, para que se limpie Madrid por medio de los conductos y demás arbitrios determinados. Manda que se haga uso de ellos, y en el primer momento en que yo vea verificado lo que dicen los médicos antiguos, en mandando volver a arrojar las inmundicias por las ventanas, con una firma, doy, mi palabra de que se remediará todo el mal.» La obra se hizo; la salud de las generaciones actuales y, futuras ha ganado en ello, y los que conocieron el antiguo Madrid y el actual no cesan de bendecir el Soberano que ha sabido extender sus beneficios a todos los siglos venideros, y, dar a las preocupaciones inventadas por la maldad e intereses particulares el verdadero valor que se merecen, haciendo patente su falsedad maliciosa.

Hechos todos los preparativos necesarios para la entrada pública del nuevo Monarca, se verificó ésta el 13 de Julio de 1760, con toda la magnificencia correspondiente. Se dirigieron SS. MM. en público a la iglesia de Santa María de Atocha. Al día siguiente hubo fiesta de toros en la Plaza Mayor, a que asistió la Real familia, y, S. M. hizo una numerosa promoción de marina y ejército y, otras gracias, y, perdonó más de cuatro   —154→   millones de atrasos de empréstitos y de granos y dinero, hechos a los labradores de Andalucía, Murcia y Castilla la Nueva desde el año de 48 al de 54. El 15 por la mañana se hizo en la iglesia de San Jerónimo la jura del Rey y de su hijo el Príncipe de Asturias D. Carlos Antonio, al cual se le proclamó como heredero presuntivo del trono. Dijo la misa el Arzobispo de Toledo, Conde de Teva, hermano del Conde de Montijo. Leyó la fórmula del juramento D. Pedro Colón de Larreategui, Decano del Consejo de Castilla, y se prestó éste en manos del Duque de Alba, Mayordomo mayor del Rey, que lo había sido de Fernando el VI, a quien hemos dicho debió singulares distinciones y favor, a que no correspondió. Era hombre de gran talento, pero no del mejor carácter, y, sumamente inconstante y altivo. Procuró ganar al Rey, y a este fin no omitió medio alguno con cuantos le habían acompañado desde Nápoles; pero, conociendo la penetración de este experimentado Monarca, creyó no podrían estar mucho tiempo juntos, e hizo dimisión de su empleo.

Mientras el Rey estaba dedicado todo al cumplimiento de sus obligaciones y al alivio de sus nuevos vasallos, quiso la Providencia quitarle de su lado a su amada esposa Doña María Amalia, que, de resultas de una caída de un caballo que dio en Nápoles yendo a caza, y que disimuló,   —155→   había padecido continuamente, y al fin falleció el 27 de Septiembre de 1760, a los treinta seis años de su edad.

Poco después pensó S. M. en pasar, y pasó, del Palacio del Buen Retiro, que habitaban los Reyes desde la quema del Palacio antiguo, al nuevo, que se estaba haciendo, y con cuyas piedras y coste hubiera podido edificarse el más hermoso del mundo, siendo todo de piedra de sillería. Su situación era perversa, sin proporción para extenderse ni para tener jardines, todo lo cual se hallaba en el Retiro, por donde, a poca costa, pudiera hacerse pasar el río Jarama, para lo cual, y para hacer allí un soberbio palacio, hay un excelente proyecto de Sabatini. Hay también un modelo antiguo del ingeniero Jubarra para hacerle en los altos de San Bernardino, situación menos ventajosa que el Retiro; pero superior a la del palacio viejo; pero Felipe V quiso absolutamente se edificase sobre el mismo terreno del antiguo. Los caprichos que cierran los oídos a la razón, son dañosos en todos; pero en los Soberanos son defectos de mucha consecuencia, pues en ellos la tienen grande, e influyen en el bien de sus vasallos y de su reino su virtudes y sus defectos. Para hallar terreno sólido en los fundamentos de este edificio ha sido preciso bajar casi al nivel del río, de modo que hay siete altos debajo de tierra, que merecen   —156→   verse por su término, no menos que lo que está sobre ella, pues hay un gran palacio enterrado costosísimo, sin utilidad alguna.

Era la Reina Amalia una Princesa sumamente religiosa, aplicada a sus obligaciones domésticas como una simple particular, cuidadosa en extremo de la educación de sus hijos, a quienes nada disimulaba. Estando en Barcelona viendo pasar los carros triunfales con que la ciudad festejó el arribo de SS. MM., uno de sus hijos hizo algo que le disgustó, y le castigó inmediatamente a la vista de todo el público. Era afable y caritativa, y tenía un excelente corazón; pero la extremada viveza de su genio ofuscaba a veces en un primer momento, de que luego se arrepentía, el fondo de estas buenas calidades. El Rey, su esposo, que la amaba tiernamente y que quería corregirla, la predicaba constantemente con el ejemplo de su persona, moderación y mansedumbre que, no obstante la viveza natural de su carácter, había ya hecho natural en él a fuerza de constancia y de virtud. No le desagradaba, pues, cuando hallaba algún modo oportuno de hacerle conocer a la Reina un defecto que, siendo él solo, se hacía en ella más visible. El Príncipe de Espacaforno, gentil hombre de cámara, que conocía el carácter y humor de sus Soberanos, cuyos prontos y dichos le permitía y celebraba el Rey, dio un día a la Reina   —157→   una lección pública, que sólo su virtud habrá podido perdonarle. Hallábase S. M. en vísperas de parir, y se había mandado que luego que se supiese estar con dolores, se pusiesen todos los grandes uniformes, para estar prontos a asistir al bautizo, que se hace, según costumbre, luego que nace el Infante. Servía un día en Nápoles la mesa pública de SS. MM. Espacaforno, y, al poner un plato, cayó algo de salsa. La Reina, con su viveza, dio un grito (como solía) tan fuerte, que el pobre Espacaforno echo a correr delante de toda la corte. El Rey le llamó, diciendole: ¿A dónde vas, loco? (Dove vai, pazzo?) A lo cual le responde, con gran prisa y agitación: Maestà, Maestà, vado a metermi l'uniforme grande, che la Regina partorisce. (Voy a ponerme el uniforme grande, pues la Reina está pariendo.) El Rey, mordiéndose los labios de risa, le dijo que no fuese loco, y mirando de reojo a la Reina, como solía hacerlo en semejantes ocasiones, con un aire malicioso, le dijo en voz baja: ¿Lo ves? ¿Lo ves?, y no dejó de tratar como antes al que le había dado la lección, dando en esto una nueva prueba de su prudencia, rectitud y modo de pensar. Esta Princesa tuvo nueve hijos y sólo perdió una niña en vida.

La virtud que aparentaba y, que creía verdadera en la Duquesa de Castropiñano, su dama, había hecho la distinguiese muy particularmente;   —158→   pero el público veía en ella lo que a S. M. se le ocultaba, y luego que murió se retiró a Nápoles, sin haber perdido su tiempo en el año escaso que hizo valer su protección en España, pues no reparaba en barras, como suele decirse. El Duque de Medinaceli, Caballerizo mayor del Rey, le envió a su llegada, de regalo, un tiro soberbio de mulas,y cuando las vio, aseguran dijo al Caballerizo que se las presentó: ¿Y qué, no hay guarniciones? El Caballerizo, que no era lerdo, la respondió luego, sin turbarse, que venían separadas, para que, pudiese ver mejor las mulas estando en pelo, e incontinenti mandó traer un tiro nuevo para que nada faltase.

La guerra de mar y tierra en que hacía varios años se hallaba empeñada la Francia, la había puesto en un estado deplorable, pues no hay tesoros que basten para entretener a un tiempo en actividad una marina y, un ejército numerosos, y esta es una de las ventajas de la marina inglesa, que, por su posición, lo más que puede estar en el caso de mantener por tierra es un cuerpo de tropas auxiliares y las necesarias para las expediciones ultramarinas, pero nunca numerosos ejércitos, como la Francia y las demás potencias del Continente. Los progresos de la marina inglesa habían sido constantes en esta guerra, y bien que, al principio, pareció la suerte querer ser favorable a los franceses,   —159→   luego se desmintió esta esperanza, y se apoderaron del Canadá, Cabo Bretón, la Martinica y de casi todos sus otros establecimientos de América.

La Corte de España en tiempo del Rey Fernando había sido más presto amiga de la Inglaterra que de la Francia, y se hacía valer con frecuencia un antiguo proverbio español que dice: Guerra con cualquiera y paz con Inglaterra.

La influencia de la Reina portuguesa, Doña María Bárbara, sobre el ánimo de su marido, tenía mucha parte en este sistema, que hallaba fácilmente partidarios en el carácter español, poco conforme al francés y en los restos de la antigua enemistad entre las dos naciones, de que sacaban partido los amigos de los ingleses. La Corte de Portugal, íntimamente unida a la de Inglaterra desde que la Francia lo estuvo a la España por el Tratado de los Pirineos, olvidando fue la que protegió su independencia, no podía ya ver en ella sino un poderoso enemigo. Por consiguiente, consideraba que la unión de la España a la Inglaterra le era tan ventajosa a su existencia como la unión a la Francia le era contraria; sin reflexionar que esta potencia sería la que más se opusiese al engrandecimiento de la España, uniéndose al Portugal, si lo intentase. Mr. Keene, Ministro de Inglaterra, y después Embajador en Madrid, donde murió,   —160→   había pasado algún tiempo en Lisboa, y esto le adquirió la confianza de la Reina Bárbara. Como tenía mucho talento y habilidad, supo aprovechar de todas las circunstancias, y la Corte de España era manifiestamente adicta a la de Londres.

El Ministerio de Francia sufrió con constancia, esperando, como todo el que padece, que el tiempo mejoraría las cosas. Así sucedió. Apenas murió el Rey Fernando, que el Duque de Choiseul conoció había llegado el momento favorable, y se aprovechó inmediatamente de él. Había dejado este Monarca un tesoro considerable de más de doscientos millones de reales, y aunque el ejército estaba diminuto y no muy disciplinado, y la marina poco ejercitada, y menos numerosa y en estado que en el día, con todo, habiendo dinero, lo demás era menos difícil. Conocía Choiseul la bondad del carácter del nuevo Rey, de España, su pundonor, la nobleza de su ánimo, su generosidad natural, y, sobre todo, su extremado amor a su familia y su tesón en sostener el decoro de ella, como si fuera un mero particular, que puede hacerlo sin consecuencias tan transcendentales. Poniendo, pues, en movimiento toda su actividad y astucia, dirigió atentamente sus baterías contra el hombre, y sucedió como siempre, que logró lo que deseaba del Rey. Era tanto más fácil conseguirlo, que, fundándose   —161→   su solicitud en un principio incontestable, que es la utilidad y aun necesidad que tiene la España de estar íntimamente unida a la Francia, el tránsito de un pequeño reino a otro mucho mayor y el tesoro que se hallaba en éste, eran unos estímulos más que suficientes para empeñar un alma grande como la del Rey a socorrer una potencia vecina y aliada, cuando se hallaba abatida, radicando sobre una acción de generosidad desinteresada esta nueva alianza, en que veía asegurada la tranquilidad futura de la España, empezando su nuevo reinado por una acción tan noble y generosa.

Todo lo conocía el Ministro francés, y así, propuso y se firmó en Madrid, en 11 de Agosto de 61, un Tratado, con el título de Pacto de familia, cuyo contenido se halla literal en la nota segunda.1

Las Cortes de Nápoles y Parma, convidadas para entrar en él, rehusaron políticamente hacerlo, conociendo que, de lo contrario, se expondrían en cualquiera guerra de la Inglaterra, que no podía interesarles nunca directamente, y que siempre que la existencia particular de sus estados estuviese en peligro, toda la Casa de Borbón vendría a socorrerla por su propio interés, sin el nuevo pacto de que se trataba.

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Este Tratado, que en toda otra circunstancia, y modificados algunos de sus artículos, no hubiera dejado que desear, fue en su origen muy nocivo a la España. Noticiosa de él la Inglaterra, mandó el Rey británico a Milord Bristol, por su Ministro el gran Pitt, enemigo declarado de la Gasa de Borbón, declarase a D. Ricardo Vall, Ministro de Estado en España, que S. M. británica pedía una respuesta categórica sobre si el Rey de España pensaba o no, en virtud de su Tratado último con la Francia, proceder de acuerdo con ella contra la Inglaterra, declarando tomaría como una agresión manifiesta la falta de respuesta. La altivez con que se dio este paso irritó la moderación del Rey Carlos. Le recordó la indignación que le había causado otro igual que hemos visto tuvo que sufrir estando en Nápoles, y, acordándose entonces de que ya era Rey de España, creyó debía hacerse justicia de ambos, y la Corte de Francia consiguió, acaso más pronto de lo que lo hubiera logrado, el inmediato fruto que se proponía sacar del Pacto de familia en aquel momento crítico. Respondió, pues, S. M. que miraba la proposición como un insulto, y que así declaraba la guerra, y que si el Embajador quería retirarse, podía hacerlo, como le pareciese. Luego que el Rey Jorge III (que poco antes había subido al trono) recibió esta respuesta, declaró la guerra a la España.

En esta ocasión, como en todas, dio el Rey   —163→   una prueba de la grandeza de su ánimo. Había dejado la Reina Bárbara por heredero a su hermano el Rey D. Pedro de Portugal, y la herencia importaba muchos millones. Parece que, declarada la guerra, podría haberse suspendido su envío hasta la paz; pero S. M. no lo creyó propio de su noble modo de pensar, y la hizo pasar toda inmediatamente al Rey su hermano.

Declarada la España, hubiera querido la Francia forzar a la paz a la Inglaterra, haciendo un fuerte desembarco en su isla para quemar sus arsenales; pero, conociendo la imposibilidad, hizo lo que aquel que, pasando por la calle, se sintió echar encima un cubo de basura, y empezó a tirar piedras a las vidrieras del cuarto principal; salió la criada quejándose, y el ofendido le dijo la causa de su enojo. Replicó la criada, diciendo: No ha sido de aquí; ha sido del cuarto segundo, y el respondió: Amiga, cada uno tira a donde puede alcanzar. Fundado, pues, el Ministerio francés en esta máxima, que le era útil para el momento, empleó todos sus esfuerzos en persuadir a la España que era preciso que Portugal cerrase sus puertos a los ingleses, sin lo cual se podía decir estaban dentro de España, o declararle la guerra. A este fin enviaron a Lisboa como Ministro plenipotenciario a D. Jacobo O-Dun, irlandés, sujeto activo y muy hábil y ladino, que, de acuerdo con D. Josef Torrero,   —164→   Embajador de España, declarase al Rey F.mo D. Josef I dijese positivamente si tomaría o no partido a favor de sus aliados los ingleses. Este Monarca no pensaba unirse a la Inglaterra; pero esto no bastaba a quien quería arrojar los ingleses de los puertos de Portugal, y así, instaron de nuevo los Ministros de España y Francia, ofreciendo una alianza constante con la Casa de Borbón si rompía la que tenía con la Inglaterra; y habiéndose negado noblemente a ello el Monarca portugués, SS. MM. Católica y Cristianísima mandaron retirar sus Ministros, que estuvieron detenidos en la raya hasta la llegada a Badajoz del Embajador portugués, y se hizo al mismo tiempo el pase de la raya de unos y otros.

Chocó mucho al Rey Carlos este proceder ridículo y desconfiado de parte de la Corte de Lisboa, e hizo mención de él en el Manifiesto o declaración de guerra firmado en Aranjuez en 3 de junio de 62.

Juntó S. M. C. un ejército de 40.000 hombres, cuyo mando dio por su propia elección, y contra la opinión de su Ministro de Estado y Guerra, D. Ricardo Wall, al Marques de Sarria, Teniente general y Coronel de guardias españolas. Le había conocido el Rey en Italia, donde le vio distinguirse y proceder con sumo honor y probidad, y esto decidió su elección, no obstante que su salud se hallaba muy quebrantada de   —165→   la gota. Formóse el proyecto de atacar el reino de Portugal por diferentes partes, y se arrimaron tropas a la frontera de Extremadura, Galicia, Andalucía y Castilla; pero el principal punto que se pretendía atacar era Almeida, para caer sobre Lisboa, y así los principales almacenes se hicieron hacia la parte de Ciudad Rodrigo y Fuerte de la Concepción, inmediato a dicha parte portuguesa. Un ingeniero catalán, llamado Gaber, hábil, pero muy atronado, aunque pasaba de setenta años, y que había hecho antiguamente el reconocimiento de Portugal, se presentó con un proyecto diferente, que era atacar Miranda y Braganza, las dos provincias de Tras los Montes y entre Duero y Miño, y apoderarse de Oporto, que es la plaza más comerciante de Portugal, después de Lisboa, y muy importante por la gran exportación de vinos, y daba la cosa como muy fácil y pronta. Este proyecto, que presentaba una conquista rápida e importante de dos provincias que, divididas por el Duero del resto del reino de Portugal, podían disminuirle, sin arruinarle, y aumentar el nuestro en una paz ventajosa, tenía además otra ventaja, peculiar a las circunstancias, y personal a los que mandaban, lo cual, sin conocerlo los interesados, influye siempre en la decisión de los más importantes asuntos. La Reina de Portugal, Doña Mariana Victoria, era la hermana   —166→   querida del Rey Carlos, e hija predilecta de la Reina madre; por consiguiente, todo proyecto que alejase las hostilidades de la capital, debía ser grato a la madre de la Soberana de Portugal, la cual, conociendo que el objeto no era la conquista del reino, sino hacer en él una diversión para los ingleses, debía preferir el hacerla donde no inquietasen tanto a su hija las hostilidades de una guerra, y donde, en caso de ser muy favorable, pudiese sacarse un partido conservando lo conquistado. Aceptóse, pues, el nuevo proyecto de Gaber, y las tropas que debían ir a Ciudad Rodrigo marcharon a Zamora, donde no había almacenes, ni las provisiones necesarias, lo cual detuvo mucho su marcha.

Otra causa bien singular contribuyó también a esta demora. Estando en Zamora, y tratando de continuar las marchas, se reconoció que el río Esla, cuyo nombre casi no se conoce en España, era uno de los infinitos torrentes de España, de que no se hace mención, porque hoy se pasan casi a pie seco y mañana pudieran navegarse. Necesitaba entonces este río un puente de barcas para atravesarse, y a este fin se construyó a toda prisa en Zamora uno de 24 barcas, cuyo número hace ver si era o no preciso este auxilio.

El Conde de Gazola, que había venido de Nápoles con S. M., tenía el mando de la artillería,   —167→   como director general de ella, hizo se trabajase con la mayor actividad en esta obra.

Era Gazola hombre de mérito, y puso la artillería en el pie más brillante, que mantiene con aumentos mi amigo el Conde de Lacy, oficial del mayor mérito. Estableció Gazola en el alcázar de Segovia un colegio para su Cuerpo, que no puede mejorarse, y una de las cosas que hacen honor a su sucesor es que en todo ha seguido su sistema, dedicándose sólo a perfeccionarlo, sin dejarse llevar de aquel amor propio, tan dañoso, que hace despreciar y olvidar todo lo que era de su antecesor, no saliendo jamás de la infancia los establecimientos con esa continua variación de principios, que es la más nociva al mérito. El Conde de Gazola, como que conocía la Corte, escogió un paraje en que pudiese el Rey mismo ver el establecimiento y tomar interés en él, en la inmediación de San Ildefonso, donde iba todos los años. Efectivamente, este establecimiento no ha tenido la suerte que el colegio de Ávila y el del Puerto de Santa María, que estableció después el Conde de O-Reilli para la infantería, ni que el de Ocaña, establecido para la caballería por D. Antonio Ricardos, el cual, aunque inmediato a Aranjuez, no pudo resistir al crédito e ignorancia del Ministro Llerena, que lo destruyó en el corto tiempo en que tuvo como interino el Ministerio de la   —168→   Guerra por la muerte del honrado Conde de Gausa D. Miguel Muzquiz, de que se hablará más adelante.

Finalmente, el 28 de Abril marchó la derecha del ejército desde Zamora a campar en Montamarta, y dirigiéndose por Navianos y Gallega del Río a Alcañizas, campó y se estableció el cuartel general en Siete Iglesias, lugar de Portugal. Desde allí publicó el Marqués de Sarria un Manifiesto, consiguiente a la declaración del Rey que se halla en la nota 3.ª, en que expresaba no ser el ánimo de S. M. C. hacer la guerra ofensiva contra Portugal, sino sólo asegurarse de sus plazas y puertos, para que por ellos los ingleses no pudiesen hacer a la España el daño que la habían causado en la guerra de Sucesión. Este Manifiesto produjo el efecto que debía; esto es, prepararse los portugueses a la defensa, y tomar para ella todos los medios posibles.

Descansaban los portugueses en una paz profunda desde el principio del siglo, que las nuevas alianzas entre las dos Casas Reales de España y Portugal parecía asegurar por mucho tiempo, y así la marina y el ejército estaban en el pie del mayor abandono, y si nuestro ejército hubiera estado en el pie de disciplina que los del Rey de Prusia y el Emperador, que, habilitados en la paz siempre para la guerra, nada les   —169→   falta, y, pueden salir a campaña al día siguiente, la conquista del reino de Portugal hubiera costado menos que en tiempo del Duque de Alba. No tenían ni tropa ni generales, y para mandar su ejército hicieron venir, por intercesión de la Corte de Londres, al Conde de la Lippe, que, con otros muchos oficiales extranjeros, pasaron a Portugal, y empezaron a formar un ejército que no había, en medio de la misma guerra. El socorro de 6.000 hombres escasos que, después de mil dificultades, le envió la Inglaterra era de malos reclutas, de modo que, con una voluntad decidida y otra conducta, hubiera sido cierta y pronta la conquista de la capital. Así lo recelaba el Ministro Carvallo, el cual tenía prontos 12 navíos, con todas las provisiones necesarias, para hacer embarcar la familia Real y transportarla, no a Inglaterra, como lo deseaban y aun insinuaron los ingleses, para atraer a sí el oro de Portugal, haciéndose mérito, sino para el Brasil, por los fines que dejo insinuados en la Nota 2.ª de la Primera Parte. Por esta razón, el plano del Conde de la Lippe fue reunir todas sus fuerzas en un punto que cubriese la capital, y escogió el campo de Abrantes, donde se fortificó, y así las plazas del Alenteijo estaban muy poco guarnecidas, viendo dividida la capital por el Tajo, y que en caso propicio hubieran podido pasar por Abrantes   —170→   para impedir lo hiciésemos nosotros. Por este medio iba ejercitando su tropa, y formada ésta y reunidas sus fuerzas, podía lisonjearse vencernos en un encuentro general, si, como en la batalla de Aljubarrota, nos lisonjeábamos de la superioridad, y fiados en ella y en el espíritu de desprecio con que en general mirábamos a los portugueses, olvidábamos que aún no hemos podido sujetarlos, y perdíamos de confiados la victoria, como nos ha sucedido varias veces, sobre todo en dicha batalla de Aljubarrota, de cuya victoria conservan monumentos en los conventos de este título y, en el de Batalha, y, entre otros, una pala famosa, con que dicen mató una panadera un gran número de castellanos.

Mientras que el General portugués reunía y daba una idea de los primeros elementos del arte de la guerra a unos reclutas indisciplinados, estaba nuestro ejército disperso y perdiendo tiempo en todas las fronteras de Portugal. En Galicia había un cuerpo que se apoderó de la plaza de Chaves y otros puestos de aquella frontera. El Conde de Maceda estaba con otro cuerpo en Ciudad Rodrigo, sin pasar la frontera de Castilla, y cubrían la de Extremadura las tropas de aquella provincia, a las órdenes del Teniente general D. Gregorio Muniain, Comandante de ella. El Marqués de Ceballos, con otro cuerpo de tropas, se apoderó de Braganza, y el marqués   —171→   de Casatremañes, de Moncorvo y su puente, que es la comunicación con Almeyda; pero todo se hizo con poca resistencia de parte de los enemigos. Sólo en Villaflor se dejó ver un cuerpo de 5.000 hombres bien apostados, que pusieron en fuga los nuestros, los cuales dejaron salir libres los 1.500 hombres de la guarnición de Moncorvo, donde tomaron 83 cañones, o morteros, 500 quintales de pólvora y varios almagacenes. El Marqués de Sarria, que se hallaba con su cuartel general en el lugar de Siete Iglesias, envió un fuerte destacamento, a las órdenes del Brigadier D. Francisco Lasi, Coronel del regimiento de Ultonia, para investir la de Miranda, que es la más importante y fuerte por aquel lado. El Gobernador no quiso, como era regular, oír la intimación del General, y empezó a hacer fuego. La confusión que ocasionó la poca pericia de la guarnición, hizo que, pegándose fuego a un barril de pólvora, saltase un almacén, que abrió una brecha en la muralla, por la cual entraron aquella misma tarde, por capitulación, las tropas españolas, quedando por este medio dueños de todas las plazas de la provincia de entre Duero y Miño.

La Corte, a vista de esto, creía que con la misma facilidad se tomaría a Oporto, y estaba tan persuadida de ello, que contaban con que tal día se entraría en la ciudad, como a jornadas   —172→   regulares, y así se explicaba con el Marqués de Sarria en sus despachos, acusándole de inacción. Este general, falto de provisiones y acopios que, como queda dicho, se habían hecho con arreglo al primer plano de la parte de Ciudad Rodrigo, no podía internarse en una provincia pobre, asperísima y sin caminos. Un solo destacamento que adelantó a Villareal, a las órdenes del Brigadier D. Alejandro (hoy Conde) de O-Reilly, que mandaba la vanguardia de tropas ligeras, estuvo para perecer, y confirmó al General en la total imposibilidad de internar en aquellas provincias y de llegar a Oporto sin otros medios y mucho tiempo, riesgo y fatiga. El General pudo finalmente persuadirlo al Ministro, que, no obstante su mal humor (siempre inútil contra la impotencia), tuvo que renunciar a Oporto y mandar retirar el ejército, para venir al primer proyecto de Ciudad Rodrigo, y después de tres meses de poca o ninguna utilidad, y de muchos gastos y fatigas, el 30 de Junio, se puso en marcha para Zamora, y campó el 4 de Agosto delante de la ciudad de Almeyda, plaza regular, nueva y bien fortificada, estableciendo su cuartel general en el lugar de la Junça. Mientras que el ejército campó detrás del fuerte de la Concepción, que cubre nuestra frontera de España, se había adelantado un destacamento, mandado por el Conde de Aranda,   —173→   y en que me nombró S. E. como Teniente Coronel. Este se dirigió al lugar de Castelbom, distante dos leguas de Almeyda, y que se rindió después de tirar dos tiros y hacer escapar la poca tropa que había. De allí pasamos a hacer el reconocimiento de otra plaza, de que nos hicieron bastante fuego, y hubo varias escaramuzas entre las partidas de caballería de nuestro destacamento y las grandes guardias de la plaza.

En el campo de Almeyda se reunió al ejército español un cuerpo de 8.000 franceses, mandados por el Mariscal de Beauvau, casado con mi tía, hermana del Duque de Chabot.

El 15 se abrió la trinchera, y el 25 capituló la plaza, sin haberse aún abierto bien la brecha. Había más de 4.000 hombres de guarnición; pero todo tropa nueva y algunos oficiales ingleses. La artillería y almagacenes estaban bien provistos, y en otras manos hubiera hecho una vigorosa defensa; pero el no haber sacado de la plaza ni mujeres, ni niños, ni religiosos, contribuyó a su rendición, pues el estrago de las bombas fue muy considerable y ocasionó muchos clamores, a que un Gobernador inexperto, aunque muy viejo, no pudo resistirse. Inmediatamente se despachó un correo con esta agradable noticia, y el 26 por la noche llevé yo las capitulaciones y detalles, y S. M. me dio el grado de   —174→   Coronel, como queda dicho en la Introducción. El Marqués de Sarria, acosado de la gota, y conociendo que el Ministro de la Guerra deseaba tuviese el mando del ejército el señor Conde de Aranda, que desde la Embajada de Polonia, en que se hallaba, se había puesto en camino luego que supo la guerra, pidió su retiro, y, S. M. se lo concedió, dándole el Toisón en prueba de lo satisfecho que se hallaba de sus buenos servicios.

La mañana del día en que yo llegue a San Ildefonso con la noticia de la toma de esta plaza había salido en posta para París Mr. O-Dun, de quien arriba queda hecha mención, que había venido a arreglar los artículos de la paz que ya se trataba en París, y que quedaron convenidos. Se le despachó un alcance con esta noticia, y es cosa bien singular que nos juntásemos como Embajadores en Lisboa en 1780 él y yo, que habíamos sido los dos correos que llevamos a nuestras cortes la noticia de la toma de la plaza de Almeyda, que los portugueses llamaban la Doncella porque nunca se había tomado desde su renovación.

Destacó el nuevo General, Conde de Aranda, un cuerpo de tropas, a las órdenes del Conde de Ricla, a ocupar los puestos de Piñel y la Guardia, y marchó con el grueso del ejército para Aldea Nueva, Cerveira, Sabugal, Penamacor,   —175→   San Piri, Pedrogaon, San Miguel d'Acha2 y Escallos de cima a Castelbranco. El Conde de Maceda se había adelantado con un destacamento de granaderos hacia el Campo de las Talladas, que son unas alturas que estaban ocupadas por un cuerpo fuerte de portugueses e ingleses, que se hallaban atrincherados sobre el río Albito, y estaba con ellos el General La Lippe. Otro cuerpo marchó por la derecha de dicho puesto hacia San Julián del Pereiro, donde tuvo un pequeño encuentro, y otro por la izquierda hacia Villavella, de cuyo puesto se apoderaron los nuestros, haciendo prisionera la guarnición. A vista de este movimiento, creyeron los portugueses íbamos a cortarles la retirada, y así la emprendieron precipitadamente, dejando algunos cañones enterrados, que hallamos en dicho Campo de las Talladas, que ocupó un destacamento avanzado nuestro, en que estuve con mi regimiento.

Tenían los portugueses un campamento de ingleses enfrente de Villavella, separado del nuestro por el río Tajo, que creíamos intransitable. Pero como tenía a tres cuartos de legua de allí un vado muy bueno, que sabían los del país, el General inglés lo pasó una noche, sorprendió el campamento español, hizo varios prisioneros,   —176→   y entre ellos estuvo para ir el General D. Eugenio Alvarado, y los llevaron a Lisboa, donde se hallaba el General Balanza, que había sido sorprendido antes en Valencia de Alcántara, cuando improvisamente entraron en la ciudad los portugueses. He oído que su proyecto era dirigirse a Braga para tomar cuarteles de invierno y tener interrumpida la comunicación de las provincias del Norte de Portugal con su capital; pero parece hubiera necesitado no poco para que en esta posición no interceptasen la suya con España, siendo penoso y sin auxilios, y teniendo enemigos por ambos lados.

A la verdad, para la conquista del Portugal, el proyecto mejor es el más rápido, y contra Lisboa, por mar y tierra, sin lo cual, difícilmente podrá conseguirse. Pero séase lo que se fuese de la verdad del plan de campaña supuesto al Conde de Aranda, la seguridad de la paz le impidió emprenderle y pasar más adelante, y así empezó a hacer desfilar las tropas hacia Valencia de Alcántara, Badajoz y Alburquerque, donde se estableció el último cuartel general de la campaña. Un destacamento fuerte de más de 6.000 hombres, y entre ellos mi regimiento, a las órdenes del Teniente general, Marqués de Villafuerte, pasó el Tajo por Herrera sobre planchones, hechos de corchos reunidos, que formaban una plancha de menos de cuatro varas en cuadro. En cada   —177→   una de ellas iban arrodillados cuatro o seis soldados, y, a las puntas se habían puesto las cuerdas de los campamentos, que estaban dos de un lado y dos de otro, del río para dirigirlos. La caballería pasaba en pelo y a nado con los hombres encima, pues sólo había una pequeña barca, en que no hubiéramos pasado en tres días. A no haber tenido al otro lado un campamento nuestro en el lugar español de Herrera, no era posible haber intentado de este modo este singular y, atrevido paso del río. Con todo esto, y que la corriente era muy rápida (pues el río estaba entre dos montañas altas), sólo sucedió una desgracia de un granadero de mi regimiento, que, yendo en la barca, llevaba por la brida un caballo, y por quererle sujetar, le hizo caer en el río, cuya rápida corriente le hizo desaparecer luego.

Estando el cuartel general en Alburquerque, intentó el Conde de Aranda sorprender a Campo mayor, y desde Badajoz salimos a hacer lo mismo con Olivenza, a las órdenes del General Muniain; pero, estando ya en marcha sobre el glasis, se supo haber entrado socorro en dichas plazas, con lo cual, y la noticia de estar ya concluida la paz, se suspendió el ataque y nos retiramos, sin que después hubiera ninguna operación en la campaña. Aunque en ella no hubo batalla ni encuentro alguno de consideración,   —178→   con todo, se perdió mucha gente por las enfermedades. Los lugares los hallábamos abandonados y sin provisión alguna, y lo que dañó mucho fue el calor excesivo y el mosto, de que usaban con exceso los soldados, y con el cual se quemaban los intestinos, como lo hizo ver la autopsia de los cadáveres. La caballería padeció también mucho por la escasez de los forrajes. El Conde de Aranda obtuvo el grado de Capitán general luego que llegó a la corte, anteponiéndole al Marqués de Sarria, mucho más antiguo, cargado de edad, méritos militares, y bajo cuyo mando se hizo lo poco que dio de sí favorable la campaña. No es esto decir que el Conde de Aranda no merezca esta graduación; conozco su mérito, le he debido siempre mucha amistad y cariño, y no cedo a nadie en hacerle justicia y ser su amigo y apasionado; pero como el fin de la historia es la verdad y la instrucción, creo deber entrar en este detalle, para que el lector confronte los méritos y servicios y se acuerde de que el Rey consideraba, amaba personalmente y eligió al Marqués de Sarria para el mando, contra la opinión del Ministro, que no le era adicto y lo era de Aranda, y saque las consecuencias que pueda para su utilidad y, para adquirir el conocimiento del mundo y de los hombres, que es lo que debe proponerse en su lectura. El Marqués de Sarria, lleno de virtud y honradez,   —179→   lo acreditó en esta ocasión como en todas.

Aunque en Portugal nada se había hecho que no fuese favorable para nosotros en la paz, no había sucedido lo mismo en América y en Asia, y, las noticias de la América llegaron desgraciadamente antes de que se firmasen los preliminares, que mudaron enteramente nuestras desgracias.

Luego que los ingleses tuvieron noticia del proyecto del Pacto de familia, empezaron a hacer fuertes preparativos, y apenas vieron no podían impedirlo, marchó una poderosa escuadra, a las órdenes del Almirante Pokok, con 6.000 hombres de desembarco, que maridaba el General Albemarle, provistos de todo lo necesario para hacer un desembarco, cuyo objeto era la conquista de la isla de Cuba. El Conde de Fuentes, Embajador de España en Londres, dio aviso anticipado de estos preparativos, y S. M. envió por Gobernador de la Habana al general D. Juan de Prado, que tenía mucha reputación de valor militar, aunque no los mayores talentos. Una cosa es saberse dejar matar obedeciendo, y, otra caber dirigir las operaciones de los otros. El clima de la Habana influyó sobre su salud, lo cual no dejó de contribuir a la lentitud de las providencias, y cuando los ingleses se presentaron sobre las costas, no podían persuadirse fuesen ellos. El jefe de escuadra, Hevia, se hallaba   —180→   en el puerto de la Habana con nueve navíos de línea de a 70 cañones y cuatro fragatas, y si éstas fuerzas se hubieran unido a las francesas, como lo propuso a D. Juan de Prado el Gobernador de las islas francesas, hubieran podido atacar a los ingleses en su marcha y, desvanecer la expedición. Pero D. Juan de Prado, falto de medios para su defensa, tenía todas sus esperanzas en los que podría suministrarle la escuadra, y así no convino en su salida, y cerrando la entrada del puerto con tres navíos que echó a pique, inutilizó el resto dentro de él, y empleó su artillería, tropa y marinería en la defensa de la plaza, y, sobre todo, en la del fuerte del Morro, que domina ésta y todo el puerto, y contra el cual dirigieron los ingleses su ataque. Confió su defensa a los oficiales de marina Velasco y González, que le defendieron vigorosamente veintinueve días. El General inglés, aburrido de tanta constancia, resolvió poner una mina para facilitar el asalto de la brecha, con ánimo de reembarcarse si no lograba su intento. Pero, por desgracia nuestra, pudo conseguirlo. Hizo volar los hornillos a eso de las dos de la tarde, mientras la hora de comer, y, apenas se oyó su ruido, que un sargento de granaderos de los ingleses se halló sobre la muralla, mató la centinela, y cuando acudieron los que estaban comiendo, ya le había seguido, aunque a la desfilada,   —181→   su compañía, y fue inútil toda resistencia. El Gobernador, D. Juan de Prado, que se veía dominado, tuvo que rendirse el 13 de Agosto, con toda la escuadra que estaba en el puerto, en el cual, no obstante la pretendida cerradura, entró sin dificultad toda la inglesa. Esta, a pesar de los temporales que suele haber en aquellas costas, logró el tiempo más feliz y sereno durante la mansión que hizo sobre ellas. El Gobernador, que no sólo lo era de la plaza, sino de toda la Isla, hubiera podido y debido retirarse y reforzarse dentro de ella, y aguardar que el clima y la fatiga, de que ya se resentían los ingleses, los hubiese debilitado aún más, para caer sobre ellos y hacerse nuevamente dueño de la plaza, y cuando no, hubiera conservado a lo menos aquella dilatadísima Isla; pero, temeroso de un saqueo de la ciudad, todo lo entregó, y perdió en un mal momento el crédito de toda su vida. Un consejo de guerra, presidido por el señor Conde de Aranda, examinó su conducta y la de los demás oficiales, y le condenó a muerte; pero S. M. le hizo gracia, y le permitió se retirase a un lugar a su arbitrio, y habiendo escogido el de Vitigudino, en Castilla, acabó allí sus días pocos años después. S. M. mandó se diese el nombre de Velasco a uno de los navíos de la escuadra, que lo conserva, y la familia de González tomó el título de Conde del Asalto,   —182→   que en el día tiene su hermano, Teniente coronel de guardias españolas. Ambos oficiales murieron valerosamente en la última defensa del castillo; pero es lástima que no haya sido una victoria, y no una toma, la que perpetuase el nombre de un asalto desgraciado.

Dirigieron los ingleses otra expedición contra Manila, capital de las islas Filipinas, y de las cuales se hicieron igualmente dueños, después de una corta resistencia, pues no esperaban semejante ataque. El Arzobispo, que es quien, por falta del Gobernador, mandaba la plaza, hizo aún más de lo que podía esperarse; pero se rindió prisionero de guerra con la guarnición, y para salvar la ciudad de un saqueo, ofreció cuatro millones de pesos, que no tenía. Los ingleses los han reclamado después; pero como el Arzobispo no estaba autorizado a esta oferta, y que los ingleses tomaron cuanto pudieron, como si no la hubiera hecho, el Rey se la ha negado constantemente, y habiéndose sujetado a la decisión del difunto Rey de Prusia, de acuerdo con la Inglaterra, se declaró éste contra ella, dando la razón al Rey Carlos, y desde entonces no ha vuelto a tratarse del asunto. A más de esta victoria, tuvieron también los ingleses la fortuna de apresar un galeón de Acapulco que llevaba tres millones de duros en dinero y efectos.

La nobleza de Mallorca, Cataluña y Valencia   —183→   ofreció al Rey defender sus costas, y S. M. les manifestó su gratitud por el celo con que querían sacrificarse en defensa de la patria.

La noticia de estas victorias tan remotas no llegó por fortuna a Europa tan presto como la de la toma de la isla de Cuba, que causó tanta alegría en Londres como consternación en las Cortes de España y Francia. Estaban ya convenidas en las condiciones de la paz; pero esta novedad mudó mucho el aspecto de las cosas. Con todo, el Duque de Choiseul, Ministro de Francia, y el Duque de Bedfort, pudieron, no obstante, conciliar las pretensiones recíprocas, de modo que la paz se firmó en París el 3 de Noviembre de 1762. El Rey Carlos, habiendo tomado las armas sólo por restablecer la paz de la Europa, escribió al Marqués de Grimaldi, su Embajador en París: Más quiero ceder de mi decoro que ver perecer a mis pueblos, pues no seré menos honrado siendo padre tierno de mis hijos.

El tratado de paz consta de 16 artículos. Por él cede la Francia a la Inglaterra el Canadá y Cabo Bretón. Los ingleses restituyeron a la España la isla de Cuba, y en cambio les cede la España las Floridas hasta el Mississipi. La Francia restituye a Mahón, y da a la España, por esta pérdida de las Floridas, que le ha resultado de haber sacado la cara por ella, la provincia de la Luisiana. La España restituye   —184→   al Portugal todas sus conquistas en el estado en que se hallaban, y las conquistas que pueden haberse hecho, y de que aún no hay noticia se restituirán igualmente a sus respectivos dueños. De este número fue Manila, y, las islas Filipinas, y la colonia del Sacramento, tomado a los portugueses por D. Pedro Ceballos, que mandaba la provincia de Buenos Aires.

Poco antes se había concluido la paz entre la Casa de Austria, la Prusia y Sajonia. De esta guerra cruel y sangrienta, que duró siete años, sólo resultaron desgracias y empeños, sin ninguna ventaja para las potencias beligerantes, que se restituyeron todas sus conquistas. El Rey de Prusia se vio en las posiciones más críticas, y de que sólo su talento y pericia militar pudieron sacarle, porque obraba por sí, ajeno de toda responsabilidad, pues a haberla tenido, y, a no conocer el poder de su ejemplo, no hubiera tomado sobre sí el arriesgar lo que arriesgó muchas veces. Declarada contra él la Rusia, le era casi imposible resistir a tantos enemigos; pero la muerte de la Emperatriz Isabel I le dio un aliado en este enemigo. El Emperador Pedro III le restituyó todas sus conquistas y le dio auxilio contra la Casa de Austria. Este Soberano miraba al Rey de Prusia como si lo fuera suyo, vestía su uniforme, y éste y otros procederes semejantes fueron en gran parte la causa (o a lo   —185→   menos el pretexto) de su deposición y, de su muerte. La Emperatriz Catalina II, que subió al Trono de Rusia, hizo retirar sus tropas, y abrazó una neutralidad prudente, que contribuyó no poco al restablecimiento de la paz.

Concluida ésta, recayó la elección de Rey de romanos en el Archiduque Josef, primogénito de la Emperatriz María Teresa. Poco después de esto murió el Rey de Polonia, Elector de Sajonia, penetrado de dolor de ver las ruinas y desastres que había ocasionado en sus pueblos esta larga e inútil guerra.

Esta noticia afligió mucho el ánimo del Rey Carlos, su yerno, cuyo corazón era muy, sensible, y amaba toda la familia de su mujer como propia.

Es de desear que los Soberanos reflexionen bien sobre las utilidades de las guerras, para que conozcan cuánto deben estudiar el evitarlas si no quieren hacer infelices los pueblos que la Providencia ha puesto a su cuidado.

Acabada la guerra, D. Ricardo Wall, Ministro de Estado y Guerra, hombre de talento y amable; pero nada ambicioso ni amigo del trabajo, solicitó del Rey su retiro, pidiéndole el gobierno del Soto de Roma, que está inmediato a Granada y es un paraje delicioso, donde deseaba acabar sus días. S. M. se lo concedió, aunque con repugnancia, por la que tenía a ver se le   —186→   separaban las personas en quienes tenía confianza, y para probárselo, le dijo le permitía su retiro con tal que todos los años viniese a hacerle una visita a Aranjuez, lo que hizo hasta su muerte, conservando la amistad tan apreciable de un tal Soberano. Los amigos del Ministro, que sentían por si su separación, le predicaban contra ella, diciéndole estaba aún en estado de hacer muy buenos servicios; pero él les respondía en filósofo cristiano: Yo conozco estoy ya en vísperas de chochear, y, cuando yo no lo conozca, lo conocerán los otros, y el mal no tendrá remedio. Esta es una buena lección para los Ministros ambiciosos y vanos. Él fue tan poco uno y otro, que supo dejar en tiempo su empleo, y que no obtuvo en él en los ocho años que le sirvió ni distinción ni pensión alguna, contentándose con un retiro muy moderado, y habiendo rehusado el Sancti Spiritus cuando se concluyó el Pacto de familia. El Marqués de Grimaldi, Embajador entonces en París, le sucedió como Secretario de Estado, y el Marques de Esquilace en el departamento de la Guerra.