Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[262]→     —[263]→  

ArribaAbajoCapítulo III

Desde la conclusión de la expedición de Argel hasta la guerra de 1779


La muerte del Papa Clemente XIV, acaecida en 22 de Septiembre de 1774, fue muy sensible al Rey Carlos, que veía en él un Pontífice digno de ocupar la Silla de San Pedro, con quien había tenido particular confianza, y al cual podía aplicársele lo que decían los ingleses de Benedicto XIV: Papa, sin despotismo; rey con la misma moderación que un Dux de Venecia; docto sin vanidad, y eclesiástico sin entusiasmo ni interés. A esto pudiera añadirse aún: Papa sin nepote ni favorito de quien hiciese la fortuna. Llegó a tanto su sistema en esta parte, que oía con indiferencia las reconvenciones que le hacían por no querer sacar de su estado de músico a un sobrino que tenía en la Romania, que era violinista.   —264→   La única persona que había logrado alguna especie de influencia, aunque corta, sobre el Santísimo Padre era su confesor el P. Bontempi, cuyo nombre dio motivo a un pasquín gracioso que pusieron después de la muerte del Papa. Representábase en él una gran lluvia y una persona que atravesaba corriendo, cubriéndose y evitándola con un paraguas. Debajo habla esta inscripción: Son Passati i Bontempi. No faltó quien dijese que la muerte del Papa habla sido un efecto del veneno que pretendían haberle hecho dar los miembros de la sociedad que extinguió o sus amigos. Téngolo por una calumnia demasiado atroz y enteramente contraria a las máximas de religión y respeto que repito he oído siempre enseñar y me han enseñado los miembros de esta sociedad.

La sagacidad de D. Josef Moñino y el talento y recta justicia de este Pontífice dieron un nuevo semblante al tribunal de la Nunciatura de España, que habla extendido sus facultades más alto de lo que debiera, y para establecerlo con arreglo al nuevo sistema, expidió Su Santidad, con fecha de 26 de Marzo de 71, un Breve.

Sucedió a Clemente XIV en el Pontificado Pío VI, que gobierna felizmente la Iglesia, y en cuya elección no tuvo Carlos III menos parte que en la de su antecesor, por medio de su Ministro D. Josef Moñino y de su agente D. Nicolás   —265→   de Azara, sujeto del mayor mérito, que en el día ocupa aquel ministerio.

Habiendo S. M. enviado varias expediciones sobre las costas de la California y demás de la América Septentrional, hizo en ellas algunos establecimientos, y para facilitar más el culto en aquellos vastos dominios, erigió en ellos, de acuerdo con el Papa, tres obispados, el uno en la América Septentrional, en el seno mejicano; el otro en la provincia de Maracaybo, en el nuevo reino de Granada, y el tercero en el Perú, y mandó hacer un mapa en medida mayor de este reino y de toda la América Meridional.

Se ocupaba S. M. al mismo tiempo con un celo infatigable en fomentar la agricultura en el reino, y considerando con un justo dolor la esterilidad a que se hallaba reducida por falta de agua la mayor parte de los años el hermoso y vasto campo de Cartagena, pensó en realizar el proyecto antiguo de hacer en él un canal de riego y navegación, que, viniendo desde Lorca, y atravesándole enteramente para entrar en el Mediterráneo, hacia el puerto de las Águilas, que esta sobre la costa oriental, fertilizaría un terreno capaz de contener y alimentar más de 500.000 almas. Adoptó, pues, las nuevas proposiciones que se le hicieron a este fin, adquiriendo por medio de una lotería parte de los fondos necesarios para empezar la empresa. Pero mal   —266→   dirigida esta en los principios, ofreció un sinnúmero de dificultades, que la atrasaron y hubieran imposibilitado el pago de las rentas que prometía la lotería, a no haber S. M. hipotecado y destinado a él la renta de correos, para establecer por este medio la buena fe y crédito, con la cual y un buen Gobierno es muy difícil falte nunca dinero a un reino.

Por más que se hizo, se vio que, no obstante las nivelaciones, reconocimientos e informes dados, todas las aguas que podían recogerse no eran suficientes, no sólo para la navegación que se pensaba, pero ni aun para el riego del terreno proyectado. Hállase, pues, reducida en el día esta empresa a formar con dichas aguas los pantanos que su cantidad y el terreno permiten, a fin de utilizarla y extender el riego todo lo posible. Este es el método que creo más conveniente para hacer útil en España el agua que cae y que en gran parte la arruina. He creído siempre que el agua y la población de España, de cuya escasez oigo quejas continuas, no es tanta como se cree, y, que distribuyendo y aprovechando bien uno y otro serían sumamente rápidos los progresos de este sistema, sobre el cual tengo hecho un papel particular, que se encontrará entre los míos.

El Infante D. Luis, hermano del Rey, que, retirado de la Corte y casa de sus padres desde   —267→   sus primeros años, luego que murió Felipe V, dedicó su juventud a acompañar a su madre en la soledad de San Ildefonso, fue también el fiel compañero del Rey su hermano, con quien, desde que llego a España, salía solo en el coche mañana y tarde siempre que iba a caza. Cualquiera creerá que de esta frecuencia del trato íntimo debería resultar una confianza ilimitada, y que, conociendo ambos la felicidad de poder tenerla sin desconfianza ni recelo de adulación o fines particulares, atendidas su calidad y situación respectiva, mirarían como una dicha el poderse desahogar libremente uno con otro. Pero no fue así desgraciadamente, y aunque los dos hermanos se amaban tiernamente, no olvidando nunca el Infante que su hermano era su Rey, a quien miraba también como padre, el respeto debido a uno y otro carácter no le permitió nunca llevar su confianza a un punto en que, por su natural modestia, creía no poder hacérsela aun a su propio hermano, sin faltar a ella.

Tanto pueden los vicios de una primera educación, en que no tenemos parte, y que luego nos dominan toda la vida por costumbre, contra lo que nos conviene y aun desearíamos hacer.

Era el Infante de un natural robusto y vigoroso, y el estado de celibato, a que se hallan destinados por una costumbre política mal entendida los Infantes de España, era enteramente   —268→   contrario a su temperamento natural, que había enrobustecido aún más el ejercicio y vida campestre que llevó S. A. constantemente desde su infancia. La suerte de sus hermanos, colocados el uno en Nápoles y el otro en el ducado de Parma, le hizo conocer que habiéndole destinado a él en su niñez un estéril capelo, anejo a los dos Arzobispados de Toledo y Sevilla (todo lo cual lo renunció a los veinte años), no tenía que aspirar a otra suerte ni a otro matrimonio que al de la Iglesia, no habiendo Estado alguno hereditario como el de sus hermanos que poder apropiársele.

Imbuido, pues, en esta idea, y no pensando pudiese dispensarse a su favor la costumbre general establecida para los Infantes de España, no se atrevió jamás a exponer al Rey sus necesidades. Arrastráronle éstas a algunos deslices, que le hicieron perder su salud, y habiendo procurado a los principios sostenerla con paliativos, a fin de ocultar su estado, y no faltar a la compañía de su hermano, le fue preciso no acompañarle por más de cuarenta días para restablecerse radicalmente, como lo logró.

Creo sea este uno de los grandes pesares que haya tenido el Rey en su vida, pues, a más del que le causaba la enfermedad de su hermano, a quien amaba mucho, su origen ofendía en algún modo su modestia, y su falta de confianza, con   —269→   lo cual todo hubiera podido remediarse, penetraba su corazón.

En estas circunstancias se publicó una pragmática relativa a los matrimonios desiguales, dividida en 19 artículos, con una instrucción a los Obispos, expedida en 23 de Marzo de 1776:

«En vista de ella, se prohibieron a los hijos de familia los matrimonios con personas desiguales, no procediendo el consentimiento de los padres o de los que hiciesen sus veces.

»Item: Los matrimonios de personas iguales sin el dicho consentimiento, antes que los contrayentes hubiesen cumplido la edad de veinticinco años, so pena, a las mujeres, de ser privadas del derecho de pedir su dote, y a los hombres de solicitar sus legitimas, quedando desheredados sus hijos. Si los padres o curadores negasen el consentimiento sin causa legítima, podrán los interesados recurrir al juez Real para conseguirlo.»

Restablecido enteramente el Infante, le probó el Rey que si le hubiera tratado con la confianza que debiera haber tenido en él, no hubiera padecido su salud. Pensó, pues, S. M., no obstante la costumbre en contrario, casarle con su amada hija la Infanta Doña María Josefa, que, por ser pequeña y algo contrahecha, no había podido colocarse, y fue antepuesta a ella, como lo hemos dicho, su hermana menor Doña María   —270→   Luisa para el Gran Duque de Toscana. No obstante esto, como su cara no era desagradable, y que el Infante D. Luis la amaba y conocía su corazón y excelentes calidades, aceptó con gusto la proposición, y ambos interesados estaban ya conformes y contentos. Pero de un día a otro mudo de opinión la Infanta, a quien algunos hablan persuadido sin la menor razón que los restos de la enfermedad del Infante (que estaba perfectamente curado) podrían perjudicarla, y así se rehusó a lo que antes había admitido, y quedó el Infante en una situación más desagradable aún que la anterior.

No pudiendo entonces ocultarla ya al Rey, insistió en repetirle la necesidad que tenía de abrazar el estado del matrimonio, y S. M. le dijo que no habiendo en las circunstancias proporción alguna de colocarle conforme a su nacimiento, podría escoger entre las damas solteras de su reino la que se conviniese a aceptar su mano.

A haber sido este matrimonio un enlace regular de los que antiguamente se hacían en España entre las personas reales y las primeras casas de los Grandes del reino, hubiera tenido el Infante, dos años antes, una colocación competente en la nieta del Duque de Alba, D. Fernando de Toledo, heredera única de sus vastos Estados, a que después se han incorporado los de   —271→   Medina Sidonia; pero queriendo fuese considerado este matrimonio como meramente de conciencia, a imitación de los que en Alemania se llaman de la mano izquierda, para comprenderle en lo posible en la Pragmática de 23 de Marzo, citada arriba, no podía hallar el Infante sino una persona pobre y no de la primera clase, aunque noble, que aceptase este partido.

Cayó, pues, la suerte sobre Doña María Teresa Vallabriga y Rozas, hija de los Condes de Torreseca, familia muy ilustre de Aragón. S. M. concedió a S. A. la licencia el día 22 de Mayo, declarando no decaer de su gracia por este enlace; pero mandando se efectuase el matrimonio fuera de Palacio, que pasase a vivir con su mujer como un particular fuera de la Corte, y que sus hijos no pudiesen usar de otro apellido que el de Vallabriga, que era el de la madre.

Retiróse, pues, el Infante a su nuevo destino, para el cual escogió el lugar de Cadahalso. Pasado algún tiempo, tuvo allí algunas desazones, que le obligaron a transferirse al lugar de Arenas, donde murió el 23 de Agosto de 1785.

Iba S. A. a ver a su hermano dos o tres veces al año, y siempre que lo hacía salían a recibirle a la última parada, antes del Sitio, su antigua familia en los coches de la Casa Real y la partida de guardias de Corps correspondientes. Tratábasele y servíasele en Palacio como siempre,   —272→   y se le acompañaba a la salida, lo mismo que a la venida, hasta ponerle en su coche en el mismo paraje en que le había abandonado, y así se hizo la primera vez que salió de Aranjuez para contraer su matrimonio en Olias, que fue el 27 de Junio de 1776.

Vivía S. A. en Arenas como un simple particular, y cuando iban a hacerle su corte los gentiles hombres, comían y cenaban en la mesa con él y con su mujer, a quien sólo daban el tratamiento de Señoría, volviendo ella el superior a los que le tenían por su nacimiento o empleo. Cuando al restituirme a Portugal, como Embajador extraordinario, en 1785, para los matrimonios del Infante D. Gabriel y la Señora Infanta Carlota, fui a hacer la corte a S. A. y a su mujer, que se hallaban en Velada, donde pasaban algunas temporadas, no me detuve mas que el tiempo preciso, y así no tuve la honra de comer con ellos.

Tuvo S. A. de este matrimonio un hijo y dos hijas, de cuya educación encargó el Rey, después de su muerte, al Arzobispo de Toledo, que tiene al niño en su casa y a sus hermanas en un convento, procurando inclinarlos a todos al estado eclesiástico, que en su situación será de desear prefieran voluntariamente a otro. Su madre se mantiene en Arenas, donde está aún el cuerpo de su esposo.

  —273→  

Casados sus padres con permiso expreso del Rey, y en presencia de la iglesia, sería difícil que si, por desgracia de España, llegase el caso de disputarse sus derechos o los de su línea, pudiesen ser suficientes ni la Pragmática sanción citada arriba, ni la declaración del Rey de no deber usar los hijos del nombre de su padre. Daría más fuerza aún a estos derechos la justa precaución que tomó el Infante, aconsejado por D. Pedro Stuart, Marqués de San Leonardo, hermano del Duque de Berwik, y por su mujer, viuda del Ministro Campillo y tía de la mujer del Infante, que era la que había hecho la boda y la que dirigía después la conducta de su sobrina y de su pariente. Luego que le nacía un hijo, daba S. A. parte formal al Consejo de Castilla, a quien igualmente se la dio del permiso del Rey y de la efectuación del matrimonio, acreditándolo todo formalmente para lo sucesivo por medio de este paso.

Estando el Infante en su retiro, tuvo el disgusto de que su hermana la Reina de Portugal, a quien amaba tiernamente, viniese a España a presenciar la triste situación en que se hallaba. Pero el golpe que le acabó fue ver que su sobrino el Infante D. Gabriel se casaba públicamente con una Infanta de Portugal, cuando él, sin culpa alguna, lleno de virtudes y buenas calidades, se hallaba tratado tan diferentemente. Asistió   —274→   S. A. a la ceremonia de la boda en términos que ya su salud anunciaba su corta duración, y murió efectivamente poco después de haberse retirado a Arenas. Los detalles de su triste y desgraciada vida podrán verse más por menor en el corto resumen que he hecho de ella, como un obsequio y testimonio del reconocimiento y amor que siempre profesé a este respetable Príncipe por su carácter personal, por sus virtudes y por las honras que siempre me dispensó. En él se reconocerá que parece le destinó el cielo para consolar a los suyos y no para disfrutar de ellos.

Hemos visto arriba que, aunque la introducción del Príncipe al despacho de Estado produjo buen efecto exterior, continuaba siempre en el fondo la intriga contra el Marqués de Grimaldi. Siéndole, pues, a éste ya demasiado duro sufrir los disgustos y desaires que de ella le resultaba, tomó el partido de retirarse, no sólo del Ministerio, sino también de España. Había siempre deseado y mirado, no sin razón, la Embajada de Roma como un descanso, el más honroso, agradable y útil, y así se le propuso para si S. M., que sentía su retiro y deseaba darle pruebas de ello, le concedió desde luego esta Embajada, que recreó de nuevo para él y que estaba reducida a Ministerio de muchos años a esta parte. Confirió a más de esto a Grimaldi   —275→   el título de Duque y la Grandeza de España de primera clase, distinciones a que era muy digno por su cuna y por sus servicios. S. M. nombró para sucederle a D. Josef Moñino, que se hallaba de Ministro en Roma, concediéndole el título de Conde de Floridablanca. Esta elección fue una de aquellas que hacen más feliz al elector que al elegido.

Poco antes había acaecido en Nápoles una mutación igual en el Ministerio. El Marqués de Tanuci que, como hemos visto, había merecido la confianza del Rey padre, y dirigido la Regencia durante la menor edad del Rey Fernando el IV, bajo las instrucciones que desde España le enviaba su augusto padre, se hallaba cansado y decaído después de tantos años de trabajo, y solicitó su retiro. Pero más que esto contribuyó a él el ascendiente que la Reina austriaca tomaba, en el Gobierno, el cual deseaba adoptase con preferencia un sistema más conveniente a la Casa de Austria que a la Casa de Borbón. Esto se confirmó claramente viendo que la elección que hizo para reemplazar a Tanuci recayó sobre el Marqués de la Sambuca, hombre de buen carácter, pero no de la mayor instrucción y talento. Esto prueba que lo que determinó esta elección fue hallarse el Marqués de Ministro de Nápoles en la Corte de Viena, y creerle adicto a ella e imbuido en sus máximas.

  —276→  

Poco antes de salir Tanuci del Ministerio se suscitó con bastante fuerza la cuestión de la presentación de la hacanea en Roma, relativamente a la cual se había expedido un despacho.

La Colonia del Sacramento y la línea de demarcación entre las posesiones españolas y portuguesas habían sido siempre la manzana de la discordia entre las dos potencias. Situada esta colonia enfrente de Buenos Aires, al otro lado del Río de la Plata, era un punto muy importante para el contrabando, no sólo de los portugueses, sino de los ingleses, holandeses y, demás naciones de Europa, que por su medio extraían crecidas cantidades de plata. Con todo, desde que el Marqués de Grimaldi estableció los correos marítimos mensuales para todos los puertos de América, disminuyó mucho, y cada día iba decayendo más el contrabando en la colonia.

Es cosa digna de la mayor reflexión, y que continuamente me admira, el ver la inconexión aparente, que se halla más frecuentemente de lo que parece debiera ser, entre las causas y sus efectos. Estableció el Marqués de Grimaldi los correos de América con el solo y único fin de facilitar y arreglar la frecuente correspondencia con aquellos vastos dominios, e hizo en ello un particularísimo servicio a ambos mundos antiguo   —277→   y moderno. Para lograrlo mejor, debieran sin duda haberse hecho buques pequeños, de resistencia, pero muy ligeros, y, capaces de transportar los víveres necesarios y, los paquetes de cartas. Pero, ¿qué sucedió? Que el interés particular se mezcló, como siempre, en los que más inmediatamente dirigían los detalles de este útil establecimiento, y de ello resultó, por un término inesperado, la utilidad pública, como sucede a menudo y debiera verificarse siempre si se estudiasen como se debiera las providencias para combinar uno y otro.

Con pretexto de la seguridad de los correos y, otros que ignoro, fue creciendo el porte de los buques, de modo que vinieron a parar en unas pequeñas fragatas, que, lisonjeando ya el amor propio del Ministro de Estado, las miraba como una pequeña marina peculiar de su departamento, para lo cual hizo un arsenal proporcionado en la Coruña, dependiente enteramente de él.

¿Cuál fue la causa verdadera del aumento del tamaño de los buques? El poder llevar en ellos más número de mercancías. ¿Qué mal resultó de esto? La posibilidad del retardo de las correspondencias en alguna ocasión. ¿Qué utilidad se consiguió? El principio del comercio libre de América en aquella parte; el conocimiento de las ideas de él en el reino de Galicia y montañas   —278→   de Asturias y sus inmediaciones; la creación de un nuevo y grande arrabal en la Coruña, y el aumento y prosperidad de todo el pueblo, y, sobre todo, la destrucción del contrabando de la colonia del Sacramento, que fundaba en él su principal existencia. Bien lejos estaba el Marques de Grimaldi de creer que su providencia produciría semejantes efectos, tan ajenos del principal objeto de ella. Esto debe servir para estudiar bien la combinación de las causas con los efectos directos e indirectos que deben producir las providencias que se den no olvidando nunca en ellas el principal móvil de las acciones, que es el interés particular, aplicándose a combinarlo siempre con el general, y entonces demostrará la misma experiencia que el conseguirlo no es tan difícil como se cree para quien lo desea y procura con el tesón, conocimiento y meditación debida antes de dar las providencias.

Si todos los contrabandos tuviesen unas resultas tan útiles a la España como las que se ve han resultado de los que se hicieron en los primeros paquetes, bien pudiera hacerse feliz con ellos la España, y ganarse en lo sucesivo el Erario con ventaja lo que en el momento perdiese por ellos. En mi diario del viaje de Lisboa a Madrid por Sevilla, en 1787, se halla un artículo muy detallado que habla de los contrabandos   —279→   y contrabandistas, de que abunda aquella frontera desde Badajoz a Sevilla y Cádiz por lo quebrado del terreno.

Tomada la Colonia del Sacramento en la guerra de 62 por D. Pedro Ceballos, Gobernador de la provincia de Buenos Aires, se restituyó a los portugueses en virtud del Tratado de paz del año de 63; pero los fuertes de Santa Tecla y otros puestos situados sobre la orilla del río San Pedro fueron un objeto de disputa continua. El sistema de los portugueses en aquella parte, y mucho más aún en las demarcaciones del Norte inmediatas a Chile y el Perú, ha sido y será siempre, internarse en lo posible, para extenderse y hacer el contrabando, y para acercarse por este medio suave a nuestras minas. Esta es la causa de que en el año de 50 no se aclararon definitivamente los límites del Norte, no obstante las muchas partidas de ingenieros y astrónomos que se enviaron por ambas Cortes y los crecidísimos gastos que ocasionaron.

Los ingleses, que por una parte excitaban contra nosotros los marroquinos por las razones insinuadas arriba, hacían por otra lo mismo con los portugueses, apoyando ocultamente sus solicitudes al mismo tiempo que hacían el oficio de mediadores para arreglar nuestras disensiones con ellos.

El Marqués de Pombal, Ministro de Portugal,   —280→   que gobernaba a su arbitrio el reino, lejos de tener concepto del Marqués de Grimaldiy amistad con él, le tenía una conocida oposición, que influyó, como rara vez dejan de hacerlo las personalidades, en los asuntos públicos. Hizo el Marqués que con diferentes pretextos fuesen desfilando insensiblemente para América varios regimientos, enviando últimamente allá una escuadra de algunos navíos y fragatas, a las órdenes de un oficial inglés llamado MacdoweIl.

Empezaron los portugueses las hostilidades atacando algunos puestos de los que tenían los españoles en el río de San Pedro. Entonces tuvo el Rey por conveniente volver por el honor de sus armas, y para conseguirlo mandó salir de Cádiz una escuadra al mando del Teniente general Marqués de Castillo, compuesta, de siete navíos de línea, ocho fragatas, dos bombardas y cuatro paquebotes, que escoltaban los navíos de convoy, a cuyo bordo iban 14 batallones de infantería y cuatro escuadrones de caballería, a las órdenes del Teniente general D. Pedro Ceballos, que hemos dicho había ya tomado en 62 la Colonia del Sacramento. Salió al mismo tiempo de Cádiz, a las Órdenes del Teniente general D. Miguel Gastón, otra escuadra de cuatro navíos de línea y dos fragatas, cuyo destino se ignoraba, y que se presentó después y entró en el puerto de Lisboa, donde el Marqués de   —281→   Pombal los trató con la mayor distinción y agasajo, porque su presencia inspiró alguna desconfianza y temor. Dirigíase Ceballos a Buenos Aires; pero habiendo apresado unos buques pequeños portugueses, vio por sus despachos podría probablemente hacerse dueño de la isla de Santa Catalina, situada sobre la costa del Brasil, que es muy hermosa y fértil, con un gran puerto y abundante pesca de ballena en sus inmediaciones. Efectuó, pues, el desembarco sin hallar resistencia, y, se fue apoderando sin ella de todos los castillos y puestos de la isla, siendo así que el camino que conducía a ellos era un desfiladero, para cuya defensa bastaban sólo niños, mujeres y piedras. D. Francisco Hurtado de Mendoza, hermano del Vizconde de Barbacena, su Gobernador, se retiró con su tropa a tierra firme, dejando dueño a Ceballos de toda la isla, por lo cual fue puesto en Consejo de guerra y sentenciado por él luego que llegó a Portugal.

Estaba Macdowel con su escuadra en un puerto no distante de Santa Catalina, en que, según la opinión general, hubiera podido y aun debido atacarle con suceso Tilly, hallándose con fuerzas superiores a las suyas; pero hubo varias razones de intereses particulares que lo impidieron, siendo una de ellas la mala inteligencia que reinaba entre los dos generales de mar y tierra,   —282→   lo que desgraciadamente sucede demasiado a menudo entre unos y otros, queriendo cada cual hacer el principal papel y tener toda la gloria, y siendo muy duro a los marinos, acostumbrados siempre a un mando absoluto, independiente y casi despótico, sujetarse a ser auxiliares de las tropas de tierra, ni a ser mirados por ellos como meros conductores.

Concluida la conquista de Santa Catalina, y dejando en ella fuerzas suficientes para su resguardo, se dirigió la escuadra y el cuerpo de la expedición al Río de la Plata. El navío de guerra español San Agustín tuvo la desgracia de encontrarse improvisadamente rodeado de la escuadra portuguesa, a la cual le fue preciso rendirse después de una muy corta resistencia, dirigida solamente a salvar el honor de las armas, con el conocimiento cierto de serle imposible la defensa. Tomó posesión de este buque D. Josef de Mello Breyner, hijo de mi amiga la Condesa de Ficallo, oficial de un distinguido mérito, que ha muerto desgraciadamente en este año de 91 de un golpe de berga, que cayó estando haciendo una maniobra y le dejó en el sitio.

Luego que llegó la escuadra a Buenos Aires, emprendió y consiguió Ceballos, no a mucha costa, conquistar por segunda vez la Colonia del Sacramento. Su nombre había dejado tal memoria en ella y en todos aquellos países, que para   —283→   hacer miedo a los chicos portugueses bastaba decirles que venía Ceballos. Hecha esta conquista, emprendió el ejército la marcha para atacar el de los portugueses, que se hallaba en las inmediaciones del río San Pedro; pero un suceso inesperado interrumpió sus proyectos.

Murió en Lisboa en 23 de Febrero de 77 el Rey D. Josef I, a quien sucedió su hija primogénita la Princesa del Brasil Doña María Francisca, casada con el Infante D. Pedro su tío. Según las leyes de Portugal, teniendo ya sucesión, gozaba éste del título de Rey y estaba asociado al Gobierno del reino, que directamente tenía su esposa como propietaria de la Corona.

Hubiera querido el Marqués de Pombal desposeer a la Reina de esta herencia y hacerla pasar directamente a su hijo primogénito D. Josef, que murió de viruelas el año de 88, siendo Príncipe del Brasil. Alegaba para esto varias razones, fundadas, a lo que pretendía, sobre el espíritu de las leyes de Lamego y costumbres de Portugal, que interpretaba a su modo, a fin de impedir se verificase este primer ejemplar de caer en hembra la Corona portuguesa, haciendo ver el peligro que en ello había de la posibilidad de la introducción del dominio de un Príncipe extranjero. Con esta mira, y la de atraerse a sí para este caso el ánimo del Príncipe D. Josef,   —284→   puso a su lado personas que le eran adictas y que le imbuían en las máximas que eran favorables a su sistema e intereses, y entre ellos al Obispo de Braga, que... cenáculo religioso, hombre de gran mérito y literatura, muy adicto al Marqués.

A los últimos de la enfermedad del Rey Don Josef cedió éste las riendas del Gobierno a su esposa Doña María Victoria, hermana del Rey Carlos, que hasta entonces no había querido nunca tomar la menor parte en él, como hubiera podido hacerlo, adquiriéndose sobre su esposo el dominio que tuvo el Marqués de Pombal, y que con igual o mayor facilidad hubiera podido conseguir S. M., sobre todo manifestándose pasiva y no sabedora de las distracciones de su marido, que por ocuparla más y disfrutarlas tranquilamente, se hubiera puesto en sus manos en lo gobernativo. Pero las Princesas españolas tienen una calidad única, que las distinguió de todas las otras, y es que los verdaderos principios de religión en que van imbuidas por su primera educación las hace ser tan adictas a los intereses de sus maridos, y, por consiguiente, a los del país en que habitan, que creen de su obligación olvidar los del suyo. Así lo ha probado últimamente esta Soberana, la Reina de Cerdeña, la   —285→   Delfina y la actual Emperatriz Reina de Hungría, Doña María Luisa.

El Gobierno de la Reina fue el primer indicio de la decadencia de Pombal, con el cual se mostró esta Soberana desde luego tan firme y majestuosa como había sido antes sumisa y complaciente por dar gusto a su marido y acreditarle su amor y sumisión.

Deseaba el Rey ver colocado a su nieto Don Josef antes de su muerte con su tía la Infanta Doña María Ana Benedicta, y para darle este consuelo, dispuso la Reina madre se efectuase en su presencia el matrimonio en los últimos días de su enfermedad. Esto dio motivo a alguna crítica, pues viendo los portugueses la distancia que había entre el sobrino y la tía, hubieran preferido se casase el Príncipe con una Princesa de su edad que les diese más esperanzas de sucesión.

Y en esto no dejaban de tener razón.

La muerte del Rey mudó enteramente el semblante político de las cosas, pues aunque las dos Cortes mantuvieron en ellas sus respectivos embajadores mientras obraban hostilmente en América, con todo, era muy de temer hubiesen parado estos principios en una guerra declarada, que impidió este suceso. Procuró inmediatamente la Reina madre y, su dignísima hija cortar las diferencias que iban a dar motivo a   —286→   ella y establecer una unión sólida y durable entre las dos naciones, como lo exige su situación respectiva. Contribuyó también a esto el haber retirado del Ministerio al Marqués de Pombal y el de hallarse en el de Estado D. Ayres de Saa y Mello, hombre de cristiandad y de probidad conocida y de una sana razón, que había sido Embajador en Nápoles y España. Concluyóse, pues, en 24 de Febrero de 78, entre el Conde de Floridablanca y D. Francisco Inocencio de Souza, Embajador de Portugal en Madrid, un Tratado de paz, a que se siguió otro de garantía y comercio entre las dos naciones. Cedieron por él los portugueses a España la Colonia del Sacramento con todo su territorio, en lo cual tenía ya menos dificultad que anteriormente, por no sacar de ella el fruto que en otros tiempos, por las razones arriba expuestas, del comercio que hacían los barcos marítimos. Los españoles restituyeron a los portugueses la isla de Santa Catalina, cuya posesión les hubiera sido de la mayor importancia y hubieran ciertamente conservado, a no ser por una consideración política muy cauta y prudente.

Consideraron, pues, que dicha posesión en poder de los portugueses no puede ser perjudicial, y, antes bien, útil a la España, para servirse de sus puertos como propios siempre que reine unión y confianza entre las dos naciones.   —287→   Al contrario, si la España hubiera conservado esta isla sobre las costas portuguesas de América, hubiera sido un motivo continuo de discordia. Los ingleses la hubieran atacado a fuerza en primera guerra, con preferencia a toda posesión española, y si se hubiesen apoderado de ella, como era posible y aun regular, respecto de que la extensión de las posesiones de España no le permite defenderlas todas como quisiera contra una expedición formal y poderosa dirigida contra un solo punto, jamás se hubieran desprendido de esta importantísima adquisición, que los hubiera hecho dueños de la navegación del Río de la Plata y San Pedro y del cabo de Hornos. Formando en dicha isla un establecimiento considerable, como pudieran haberlo hecho a poca costa por las proporciones que presenta para ello, hubieran aumentado el contrabando de nuestra América y se hubieran proporcionado una escala y un depósito, por medio del cual les hubiera sido fácil realizar los proyectos que hace tanto tiempo tienen sobre la mar del Sur. Los que no ven más que el primer aspecto de las cosas, criticaron mucho esta restitución; pero en la política, como en el juego y en el comercio, es preciso a veces perder diez a tiempo con previsión, por no verse forzado después a perder ciento. Los ingleses se han arrepentido ciertamente más de una vez de no haber   —288→   restituido en la paz de 63 a los españoles y franceses las Floridas y el Canadá, cuya conservación ha contribuido tanto a la pérdida de sus colonias, como se verá más adelante.

Fijóse por este Tratado del 78 la línea de demarcación entre los dominios españoles y portugueses de la América meridional, nombrándose cuatro partidas de oficiales españoles y portugueses para pasar a verificarlo de acuerdo. Pero aunque ya han empezado sus operaciones, para cuya conclusión no se ha omitido ni gasto, ni providencia alguna, es muy de temer no se verifique ésta ahora, más que antes, en 50. El Ministerio portugués no la desea de buena fe, y sólo aspira a ir internándose y ganando terreno por medio de esta misma demarcación, y con dificultad sale del que ha ocupado una vez bajo este pretexto. Así lo he verificado por mí mismo durante el tiempo de mi embajada en Lisboa, en que la conducta de D. Martín de Mello, Ministro de Indias, no puede dejarme duda de su sistema en esta parte. Cedieron los portugueses a la España la isla de Fernando del Póo y de Annobon, situadas enfrente de la costa occidental del África, aunque distantes a unas 20 o 30 leguas de ella. No sacaban los portugueses utilidad ninguna de estas islas, que creímos podrían convenirnos para hacer el comercio de los negros en aquella parte de la costa de Guinea.

  —289→  

La posesión que tenían de ellas era más imaginaria que real, pues no había ni Gobernador, ni pueblo, ni otra cosa que un capuchino que había estado para enseñar la doctrina en una de las dos, y una especie de sacristán negro que le había sucedido, y que era el que lo dirigía todo en la de Fernando del Póo, y el que dio una especie de posesión a los españoles, sin los cuales el capitán de fragata portugués que fue a dársela no hubiera encontrado con la tal isla. Sus habitantes eran todos negros y bárbaros, y no con poca dificultad lograron los españoles hacer un pequeño establecimiento en Fernando del Póo, que se vieron obligados a abandonar después, sin que me conste hayan vuelto a renovarle, y se habrán convencido sin duda de la ninguna utilidad que podían sacar de él. Por lo que mira a Anno Bon, no fue posible tomar de ella una posesión real, contentándose con reconocer los portugueses transferir a la España la imaginaria que tenían de ella.

Concluido este Tratado, y restituido a la España el navío San Agustín, igualmente que a los portugueses los pequeños buques que se les habían tomado, se restableció la paz entre las dos naciones bajo principios más sólidos y permanentes que los que habían existido antes, faltando ya la manzana de la discordia, que era la Colonia del Sacramento; y, efectivamente, por   —290→   aquella parte del Mediodía está concluida y bien marcada la línea divisoria

Pensó entonces la Reina Madre de Portugal venir a España a hacer una visita a su hermano, de quien hacía casi cincuenta años se había separado, al tiempo de su matrimonio, en la orilla del Caya, y a quien había siempre profesado una particular inclinación y cariño. Acompañaron a S. M. hasta Villaviciosa, lugar inmediato a la raya, los Reyes y toda la Familia real portuguesa. Algunos dijeron que el objeto de este viaje era empeñar a su hermano a casarse con su hija segunda la Infanta Doña Mariana, Princesa de un distinguido mérito, instrucción y, virtud, que tenía entonces cuarenta y un años, y, que, por consiguiente, podía hacer compañía al Rey sin aumentar su familia para lo sucesivo. Sea lo que fuese de la intención de la Reina, lo cierto fue que el Rey, no mudó de estado.

El Rey Carlos envió a Badajoz la familia y acompañamiento correspondiente para recibir a su hermana, nombrando para mandar esta real comitiva al Conde de Baños, mi amigo íntimo, Mayordomo mayor que había sido de la Reina Madre de S. M. Toda la comitiva de España fue presentada en Villaviciosa a la Familia real de Portugal por el Excmo. Sr. Marqués de Almodóvar, Embajador del Rey en aquella Corte, y, emprendiendo después su marcha, llegaron   —291→   felizmente al Escorial la víspera de San Carlos.

El Rey, que estaba impaciente de verla, quiso anticiparse este gusto, sorprendiéndola en el lugar de Galapagar, en que S. M. hizo alto para comer el día que llegó al Escorial. A este fin, ocultó a todos su proyecto hasta que, metiéndose en el coche, se dirigió a Galapagar. Encontró en el camino un correo que venía de allá, y, deseoso, como era regular, de saber si había alguna novedad, hizo parar el coche y le pidió las cartas. Entregándolas el correo, vio que el sobrescrito era para el Conde de Floridablanca, y teniendo presente, como siempre, su máxima favorita que decía: primero Carlos que Rey, se gobernó por ella, y olvidando que era Rey se acordó sólo de que era hombre. Moderó, pues, su curiosidad, natural en aquella ocasión, y, contentándose con volver a preguntar al correo si había algo de nuevo y si su hermana estaba buena, le volvió las cartas, diciéndole: Toma, hombre; no son para, mí, son para el Ministro. Ejemplo raro de moderación y del constante dominio que este Soberano tenía sobre si mismo.

No es posible expresar el gozo que tuvieron estos hermanos cuando, contra todas sus esperanzas y contra la constante costumbre y suerte de los Príncipes, volvieron a abrazarse al cabo de tanto tiempo.

  —292→  

Pasaron un año juntos, que probablemente había sido el más feliz de su vida, y después de él se separaron con el dolor que es natural, contando no volverse a ver.

No es creíble el afecto del Rey a su hermana, ni las demostraciones de cariño, y aun de galantería, con que este quería demostrársela, dándola siempre el brazo y tratándola como si fuera su enamorada. Estas atenciones cariñosas ofrecían un contraste singular entre la buena voluntad y la falta de usó que el Rey tenía de semejantes obsequios y lo poco que a ellos se prestaba la edad y el traje regular de S. M.

Llegó la Reina de vuelta a Villaviciosa el día 20 de Noviembre de 78, y tuve la honra de recibirla y hacerle allí mi corte, hallándome en Lisboa en calidad de Embajador desde el 17 de Octubre de aquel año. Restituida S. M. a Lisboa, empezó a decaer su salud, y falleció en el mes de Enero de 1781.