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Domingo Faustino Sarmiento

Semblanza biográfica de Domingo Faustino Sarmiento

Pocos autores han trazado su propia semblanza con la eficacia y la claridad de Domingo F. Sarmiento. Impelido por las circunstancias, fueran éstas la necesidad de defenderse o la de mostrar una realidad dinámica, y por ello indisolublemente unida a un punto de vista, Sarmiento logró con creces perpetuarse en sus textos más allá de los límites de su propia existencia y representar, en animado cuadro, la época en la que le tocó vivir. Y no lo hizo, de ahí el valor de su testimonio, como un mero espectador que contempla el panorama y lo traduce en elaboradas teorías o lo transforma a través de piruetas estéticas, sino como un sujeto involucrado en los hechos narrados, empeñado en conseguir un lenguaje transparente que fuera cauce de sus potentes ideas.

Sarmiento vivió, de ahí parte, quizá, la extraordinaria fuerza con la que retrató su siglo. No tuvo privilegios de cuna o de casta y eso dota de interesantes características su pensamiento político y su estilo literario. Escribió con la mera prepotencia del convencido, sin las ínfulas de las elites intelectuales, con la grandeza del que, narrando desde sí mismo, pensaba en la colectividad. Indudablemente, utilizó la escritura para darse a conocer, fue su medio de labrarse un prestigio que defendió con ardor durante toda su vida, pero, además, el texto fue el espacio donde pudo describir el presente y proyectar el futuro. La carta, la biografía, la autobiografía, la crónica, el libro de viajes, el ensayo político, la polémica, fueron los tipos discursivos que se avenían a sus propósitos públicos donde el fin perseguido era transformar la realidad, no tanto imaginarla. No obstante, la adscripción genérica de su obra más conocida, Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina (1845), y la calidad de la documentación empleada en la misma, han centrado buena parte de la atención de la crítica. Hay en esa curiosidad un debate implícito sobre el grado o la clase de «verdad» que guarda su obra y la «veracidad» de esta con respecto a la realidad que refleja. Sarmiento, sin embargo, se proyecta en sus escritos como un autor sólido, persistente en sus ideas centrales a lo largo de cuarenta años de publicaciones, capaz de generar un esquema de interpretación de la realidad americana basado en el enfrentamiento entre las fuerzas de la civilización y las de la barbarie, mientras va dejando, en cada una de sus obras, las pruebas de experiencia en las que se basa. Fue, entonces, un curioso pragmático, vehemente, apasionado, persuasivo, que reflexionó, actuó, y, en la medida de sus posibilidades, materializó posibilidades de futuro. La disensión con sus planteamientos podrá ser, claro, de índole ideológica pero difícilmente podrá mermar el realismo de su obra la abierta fractura entre sus proyectos para Argentina y el devenir histórico de la nación.

La extrema dificultad que encontró la senda del progreso en la América hispánica tras la Independencia produjo un tipo de pensamiento político en exceso zigzagueante[1]. Los próceres de la emancipación no tardaron en ver defenestrado su ideario ilustrado en medio del desorden de las nuevas repúblicas, de ahí la amarga carga de desengaño que acompaña el final de sus días, de los que son buen ejemplo las cartas de Bolívar o los discursos académicos de Bello. Por su parte, la joven generación romántica hará suyos parte de los planteamientos iluministas para ir abandonándolos conforme crecían las dificultades de signo político. Los integrantes de la Asociación de Mayo argentina son, en este caso, un paradigma del efecto, más que nada acomodaticio, que ocasionó pensar que las ideas abstractas de la generación anterior, aquellas que hablaban del hombre como concepto general o de la libertad como bien sin fisuras, debían reajustarse a lo que consideraron, e incluso celebraron, como realidades nacionales, idiosincrasias originales y particularidades regionales. Pero no iban a quedarse ahí las cosas, el historicismo romántico desembocaría, en las postrimerías del siglo, en la nueva vuelta de tuerca traída por el modernismo y su ideario ético-estético, del que son estandarte los ensayos de José Martí, en los que la doctrina fue crear desde la diferencia hispanoamericana[2]. En medio de ese panorama, el discurso de Sarmiento y la acción que lo acompaña resultan un raro ejemplo de sensatez -no exento de agitación si lo que debía de combatir era la herencia de España (las ideas, no muy ajustadas desde el punto de vista filológico pero congruentemente explicadas desde el sociológico y el ideológico, expuestas en la Memoria sobre ortografía americana (1843) son ejemplo de este extremo) o de radicalismo ante lo que consideraba obstáculos insuperables de barbarie en la senda de la civilización (ahí estarían los presupuestos étnicos que guían Conflicto y armonías de las razas en América (1883), bien impregnados en la filosofía positivista que por lo demás no esquivaron buena parte de los intelectuales y políticos americanos por la misma época cansados de intentar encarrilar, sin éxito, los destinos patrios por las sendas de la libertad y el progreso)-, de coherencia -de ahí sus diatribas con Alberdi una vez que Sarmiento no estuvo dispuesto a transigir con los usos del caudillismo tras la victoria de Urquiza en Caseros-, y de originalidad, paradójicamente por no considerar necesario experimento o invento alguno en materia política, económica o educativa, porque para Sarmiento, el ideal fue creer, creer en las posibilidades de la instauración de la convivencia democrática en Argentina:

...habitúen su espíritu a creer posible lo que es verosímil, a desear que sea un hecho lo que en teoría presenta tan bellas formas.
¿Qué obstáculos impedirían que la idea se convirtiese en hecho práctico, que el deseo se tornase en realidad?[3]

A la necesidad de tener convicción para poder avanzar hacia el futuro alude con insistencia en Argirópolis (1850), la obra en la que proyectó una capital para una nueva realidad nacional que uniera los intereses, y por ende el destino, de los Estados del Río de La Plata, texto que, junto a la Memoria sobre ortografía americana, contienen los rasgos más utópicos de su extensa obra. Ambos guardan anhelos que entran dentro del campo semántico de las aspiraciones, no de las quimeras vanas. Todos sus planteamientos están dotados de sentido, más allá de la imposibilidad geográfica, señalada por Lucio V. Mansilla[4], o del dislate filológico que con paciencia Bello intentó enmendar y, finalmente, pueden retratar la fuerza moral del soñador, esa que hace de Sarmiento no sólo una figura esencial de la historia argentina del siglo XIX sino un autor clave del pensamiento y la literatura de la América hispánica:

¿Dirásenos que todos son sueños? ¡Ah! Sueños, en efecto; pero sueños que ennoblecen al hombre, y que para los pueblos basta que los tengan y hagan de su realización el objeto de sus aspiraciones, para verlos realizados[5].

Las ideas de Sarmiento, sencillas, potentes, dotadas de una inusual pertinencia[6] se ven favorecidas por el extraordinario vigor de su prosa, «No sé más que decir lo que creo justo y honrado»[7], apuntará en Campaña en el Ejército Grande aliado de Sud América (1852); «Yo no juego con las palabras»[8], añadirá en la primera carta de la polémica entablada con Juan Bautista Alberdi en 1853, editadas bajo el título Las ciento y una. Agudo crítico literario, en la «Advertencia» preliminar a Viajes en Europa, África y América (1849-1851), mientras calibra las ventajas que le ofrece el género epistolar por permitirle «pensar, a la par que se siente»[9], describe la amplitud de la realidad inserta en un relato de lo visto y lo vivido, por el fundamental estatus que adquiere la focalización, es decir, la mirada que percibe, interpreta e intuye, desde una determinada afectividad, mostrando tanto el panorama como al observador:

I como en las cosas morales la idea de la verdad viene menos de su propia esencia, que de la predisposición de ánimo, i de la aptitud del que aprecia los hechos, que es el individuo, no es estraño que a la descripción de las escenas de que fui testigo se mezclase con harta frecuencia lo que no ví, porque existía en mí mismo, por la manera de percibir; trasluciéndose mas bien las propias que las ajenas preocupaciones[10].

Y así será en toda su obra, aunque, indudablemente, Mi defensa (1843), Viajes..., Recuerdos de provincia (1850), Campaña en el Ejército Grande, Las ciento y una o algunas de las notables biografías que trazó, se presten más a ello que los escritos programáticos. Sarmiento es, entonces, un autor altamente sensual que tiene en cuenta, además de su raciocinio, sus emociones. No es el apasionado al que se le ofusca la razón, el creador de «zonzeras»[11], que las posiciones populistas han querido presentar; ni el constructor de antagonismos más o menos inviables para sopesar la realidad de forma esquemática, que han desechado otros por considerarla mucho más amplia y proteica; y su pensamiento no es el reflejo de las ideas generalizadas en las elites culturales hispanoamericanas[12], fundamentalmente porque Sarmiento no olvida ni en un sólo momento sus humildes orígenes, al contrario, los exhibe como arma arrojadiza ante los privilegiados por cuna o títulos. Es más, parte de sus ideas educativas están basadas en la justicia social que establece la formación básica y generalizada en la población, no considerando tan necesarios para la conformación y desarrollo de un país los estudios superiores como la instrucción popular «que tiene por objeto preparar las nuevas generaciones en masa para el uso de la inteligencia individual»[13]. Por lo demás, lo que mostrará a lo largo de su obra es una abierta lucha contra los corifeos académicos -de ahí que sus normas ortográficas estuvieran concebidas como una andanada de calibre grueso a gramáticos y filólogos para, despejado el campo, dirigirse a «veinte millones de americanos»[14]- y un desdén olímpico frente a los prestigios sostenidos en títulos superiores:

Escribíamos en San Juan un periódico entre varios jóvenes; como yo era el único que no era doctor, yo era el más incapaz de escribir. Casi todo lo escribí yo, sin embargo…[15]

Difícilmente podía representar a una aristocracia del saber un sujeto tan consciente de su diferencia con aquellos a los que no les había costado mayor esfuerzo el camino del conocimiento y el ascenso en la escala social, bien claro lo dejó en su disputa con Alberdi:

Tengo treinta años de estudios pacientes, silenciosos, hechos dónde y como se aprenden las cosas que se desean aprender; y no consiento que truchimanes vayan a presentarme ante los como ellos de escoba de sus pies[16].

Por si todo lo apuntado fuera poco, sus posiciones no suelen rozar el paternalismo, al contrario, deslumbrado descubre un modelo práctico («real», podríamos decir) americano en su periplo estadounidense, bien diferente al sistema estamental que contempla con disgusto en Europa, en el que las bases de igualdad que lo sostienen se cifran en la iniciativa individual una vez que todos han tenido idénticas posibilidades de partida. En velar por las reglas del juego (y no por los individuos, ni por los privilegios) radicaría la responsabilidad de los gobernantes en su ideario político abiertamente liberal.

Pertrechado de su experiencia vital y de sus conocimientos librescos, con emoción y con la razón dispuesta a entender, a analizar, a aprovechar, pasea Sarmiento por un mundo que ansía conocer y poner al servicio de la población que habita en el «pedazo de tierra que me fue por la naturaleza asignado por patria»[17]. Y en todo se fija y de todo aprende y saca consecuencias y es capaz de narrarlo encontrando las anécdotas justas que fijen por escrito lo vivido y sean, a la par, animado soporte de un sistema de pensamiento. Es en esto, en «la capacidad, a pesar de la firmeza casi monomaniática de sus ideas, de dejarse maravillar por todo lo que en la realidad diversa y adversa las contradice» donde encuentra Juan José Saer[18] las cualidades que hacen de Sarmiento un escritor y de sus páginas literatura de primer orden.

El hombre que siendo Presidente de la República pronunciaba la impagable frase «hemos decretado la abolición de la pampa»[19] era un individuo convencido de las posibilidades de construir una nación próspera a base de poblar y distribuir la tierra en manos emprendedoras, no alguien ajeno a la belleza del paisaje natural. Minuciosamente describe, en multitud de ocasiones, la emoción que le provoca contemplar el mar, las montañas, los valles o la misma llanura argentina:

Acampamos a poco, la noche sobrevino y saboreé hasta tarde el espectáculo nocturno de la Pampa, silenciosa no obstante sus quince mil huéspedes, iluminada en mis alrededores por los fuegos ordenados de los vivaques, incandescentes a lo lejos por el incendio que abrasaba a trechos el horizonte. Los olores de la vegetación silvestre humedecida por el rocío, el grito de algunos pájaros acuáticos, no sé qué armonías del silencio, aquella extensión infinita, dan a la Pampa, contemplada de noche, cierta majestad solemne, que seduce, atrae, impone miedo y causa melancolía. El espectáculo era nuevo para mi, y lo he gozado muchas veces sin saciarme, sin hacérseme vulgar, variado por accidentes que no valen nada y que le daban sin embargo, nuevo interés y mayor encanto[20].

Sin embargo no se le escapaba que la inmensidad de la tierra inculta no favorecería el provenir de la población, y mucho menos los hábitos de indolencia o sumisión que el desierto había engendrado, o, peor todavía, las ambiciones espurias de la minoría que perpetuaba ese estado de cosas desde el pasado virreinal. La escritura fue un arma, bien consciente fue de ello Sarmiento, en su lucha contra el espacio agreste, en la proyección de la ruta hacia el progreso:

¡A caballo, en la orilla del Paraná, viendo desplegarse ante mis ojos en ondulaciones suaves pero infinitas hasta perderse en el horizonte, la Pampa que había descrito en el Facundo, sentida, por intuición, pues la veía por la primera vez en mi vida! Paréme un rato a contemplarla, me hubiera quitado el quepí para hacerla el saludo de respeto si no fuera necesario primero conquistarla, someterla a la punta de la espada, esta Pampa rebelde, que hace cuarenta años lanza jinetes a desmoronar, bajo el pie de sus caballos, las instituciones civilizadas de las ciudades. Echéme a correr sobre ella, como quien toma posesión y dominio, y llegué en breve al campamento del coronel Basavilbaso, a orientarme y pedir órdenes para el desembarco de mi parque de tipos, tinta y papel para hacer jugar la palabra[21].

Su periplo vital demuestra que Sarmiento no se arrobó ni se abandonó ante las dificultades, firme en su creencia de que tanto las cosas como los seres humanos eran susceptibles de transformarse, puso el mismo empeño en construir su propio destino que en edificar el futuro colectivo, y con humor encaró las muchas vicisitudes del camino:

...soy el ambicioso mas engreido y como tal el más inhábil de la tierra. Van veinte años de fiasco permanente para esta ambición tan desaprovechada, y temo que quedan otros veinte para su eterno escarmiento[22].

Los ríos fueron eje central de los planes que trazó para alcanzar un futuro que fuera digno de vivir. Con detalle explicó en Viajes... y en Argirópolis, su teoría socioeconómica basada en las posibilidades de navegación fluvial por el territorio argentino, adquiriendo la misma un inusitado cariz metafórico en el pensamiento de este raro ejemplar de patriota no nacionalista. Tiene ésta el mismo signo, el del movimiento y el dinamismo, de las vías férreas que tanto admiró al atravesar los Estados Unidos: frente a la tierra inmóvil, sometida a la voluntad de los estancieros, esos «apacentadores de vacas, empeñados en apacentar hombres y pueblos»[23], la agilidad del agua que podrá igualar las oportunidades de unos territorios desigualmente situados, conectar geografías dispares, favorecer el desarrollo mercantil, cambiar las costumbres y traer lo nuevo, instalando un horizonte diferente que acabe con las esencias ancestrales, con la tradición que impide el progreso, porque Sarmiento toma un claro partido frente a las posturas que considera retrógradas, aquellas en las que aflora el rechazo a lo extranjero, la refracción ante las novedades y el ensimismamiento en lo propio que para él, como lo fue en su día para los ilustrados, no es otra cosa que una «proclamación del suicidio que llaman su derecho»[24]. Contra la exaltación identitaria, contra el nacionalismo incapaz de calibrar sus íntimas carencias, voluntariamente ciego a valorar lo ajeno, receloso ante lo foráneo, dispuesto a afianzarse en sus orígenes sin atreverse a contemplar otro porvenir, alza su voz y muestra su desasosiego frente al «americanismo» que tan en boga, para su pasmo, ve instalado en mentalidades destacadas a todo lo largo de la América hispánica:

...tiende hoy la América a errar sola por sus soledades, huyendo del trato de los otros pueblos del mundo, a quienes no quiere parecérseles. No otra cosa es el americanismo, palabra engañosa que hiciera, a oirla, levantarse la sombra de Américo Vespucci, para ahogar entre sus manos el hijo espurio que quiere atribuirse a su nombre. El americanismo es la reproducción de la vieja tradición castellana, la inmovilidad i el orgullo del árabe[25].

Un americanismo que Sarmiento descubre en dos planos: el político, manifestado en los proyectos que reclaman ajustar las ideas al medio, a la idiosincrasia de la población, aquellas teorías que instan a «legislar sobre lo que existe», fórmula que para Sarmiento instala la meta gubernamental en el mero «quietismo»[26], o, en una variante todavía más perniciosa, conduce a «la barbarie» desde la autosatisfacción en la propia originalidad «por espíritu de antipatía a lo europeo»[27]. Una y otra tendencia habían sido recorridas por los integrantes del Salón Literario en su evolución ideológica, y es en este punto, además de lo que Sarmiento entiende como ofensas personales, en donde estriba su enconada oposición a Alberdi; y el literario, donde el poeta americano, henchido de tradición hispánica, «se encierra en sí mismo i hace versos»[28], con un resultado más que dudoso si el panorama es el de un espacio, un tiempo y un conglomerado humano que reclama soluciones antes que bellos suspiros.

En su crítica a la literatura argentina Sarmiento comienza contraponiendo lo útil a lo especulativo, la lírica a la acción, el arte de escribir frente al logro de construir y dinamizar una sociedad. Y esto, aunque demuestre un claro espíritu utilitarista no es un jaque mate al noble oficio de poeta (pocos en el siglo XIX comentaron con mayor sensibilidad y agudeza los textos literarios), es más bien un juicio de los males que aquejaban a la América española, donde, para este sagaz lector, los más elevados espíritus, los de los escritores, manifestaban una peligrosa tendencia a pensar que su destino era el lamento y su misión lanzar vacuas protestas. Sarmiento valora la forma sublime de los versos de José Mármol pero eso no le impide detectar algo que posteriormente verán algunos críticos, el hecho de que el poeta halle la constitución de su arte en el desastre reinante:

...i Mármol bajó a tierra a rumiar el Poema, que entre estos sufrimientos y aquellas eccitaciones había brotado en su pensamiento. He aquí la tela, ¡pero el bordado, cuan rico es, i cuántos colores vivísimos le han servido para matizarlo! Las zonas templadas, la pampa i el trópico, la república antigua i el despotismo moderno, los mares procelosos i sus muertos amores, todo pasa por aquel panorama, todo se refleja en aquel espejo, donde lo pasado i lo venidero vienen a confundirse en el vacío que el presente deja. Mármol es poeta, i es lástima que cante lo incantabile, la descomposición, el marasmo...[29].

Caso diferente sería el de Esteban Echeverría, en el que veía encarnado el derroche de los talentos hispanoamericanos. Con amable ironía describe al poeta que conoce y aprecia:

Alma elevadísima por la contemplación de la naturaleza i la refracción de lo bello, libre además de todas aquellas terrenas ataduras que ligan los hombres a los hechos actuales, i que suelen ser de ordinario el camino del engrandecimiento. Echeverría no es ni soldado ni periodista; sufre moral i físicamente; i aguarda sin esperanza que encuentren las cosas un desenlace para regresarse a su patria, a dar aplicación a sus bellas teorías de libertad i de justicia[30].

Y con inteligencia percibe el sentido de profundo extrañamiento que guarda su obra, haciendo un certero retrato del intelectual dolido pero meramente especulativo, del poeta patriótico de una patria que, más que nada, lo espanta:

Echeverría es el poeta de la Desesperación, el grito de la intelijencia pisoteada por los caballos de la Pampa, el jemido del que a pié i solo se encuentra rodeado de ganados alzados que rujen i caban la tierra en torno suyo, enseñándole sus aguzados cuernos. ¡Pobre Echeverría! Enfermo de espíritu y de cuerpo, trabajado por una imajinación de fuego, prófugo, sin asilo, i pensando donde nadie piensa: donde se obedece o se sublevan, únicas manifestaciones posibles de la voluntad. Buscando en los libros, en las constituciones, en las teorías, en los principios la esplicación del cataclismo que lo envuelve, i entre cuyos aluviones de fango, quisiera alzar aun la cabeza, i decirse habitante de otro mundo i muestra de otra creación[31].

Así las cosas, no resultará raro que Sarmiento muestre su malestar al transcribir los versos con los que Echeverría cantó al Plata -«Te quiero como el recuerdo/ más dichoso de mi vida,/ Como reliquia querida/ De lo que fue y ya no es,/ Como la tumba do yacen/ Esperanzas, ambiciones/ Todo un mundo de ilusiones/ Que vi en sueño alguna vez»-, porque encuentra, en la misma belleza de los versos, la consagración de la derrota como símbolo argentino. Ahí estaría la disensión esencial entre Sarmiento y Echeverría, en el hecho de que el sanjuanino no podía mirar los ríos sin sentirlos el motor de un cambio posible que hicieran de Argentina una nación próspera y de su población una sociedad digna:

He vivido estos últimos tiempos entregado a una monomanía de que se resienten todos mis escritos de cinco años a esta parte. ¡Los ríos argentinos! Ellos han sido mi sueño dorado, la alucinación de mis cavilaciones, la utopía de mis sistemas políticos, la panacea de nuestros males, el tema de mis lucubraciones, y si hubiera sabido medir versos, el asunto de un poema eterno[32].

Pero quizá la conclusión más sutil, también la más penosa, que Sarmiento extrae de la lectura de esos versos radica en aceptar que el poeta ha logrado construir la perfecta pintura verbal del medio y de la mentalidad que lo contempla «traduciendo sílaba por sílaba su país, su época, sus ideas»[33], emanadas del espíritu y la tradición española en su falta de horizontes, en su escasa, acaso nula, capacidad para el progreso, escritores destinados a exaltar la naturaleza como paisaje «A falta de sentimientos morales para engalanar su Patria, tan humillada i cubierta de lodo»[34]. Es decir, esa alta y bella literatura, «aquella joyería de idealizaciones, de descripción y de conceptos»[35] contrasta, en imposible conjunción de contrarios, con una realidad dominada por la inmoralidad política, la barbarie institucional y la desesperanza. Sarmiento, como toda la cohorte romántica, creía en la existencia de las literaturas nacionales y uno de los elementos constitutivos de la misma, la descripción de la grandiosa naturaleza americana, ya había sido propuesto en el segundo capítulo de Facundo (1845) en el que, dicho sea de paso, alababa las altas cualidades poéticas mostradas por Echeverría en La cautiva. Claro que también dejó anunciado que la literatura que él valoraría como «nacional» no sería un mero regodeo topográfico sino un cuadro dinámico «de la lucha entre la civilización europea i la barbarie indíjena, entre la intelijencia i la materia»[36].

Los puntos concretos del ideario sarmientino fueron matizándose, en ocasiones, en virtud de la experiencia, así su inicial defensa del código unitario daría paso a la aceptación de los presupuestos federales, tanto por considerar más necesaria para Argentina la existencia de una Constitución que el color de la misma, como por haber comprobado en sus viajes la exitosa práctica federal de la América anglosajona y, en contrapartida, haber sufrido los perniciosos efectos del centralismo siendo gobernador de San Juan narrados, con más amplitud que la propia biografía del caudillo, en El Chacho, último caudillo de la montonera de los Llanos (1863). En otras, guiado, y convencido, por las premisas del positivismo que hicieron diluirse sus planteamientos de índole nacional al contemplar las semejanzas de toda la América hispánica:

La ignorancia, el fanatismo del sacerdocio, la tenacidad con que la raza que habla el idioma español adhiere a todos los vicios y olvida las virtudes de sus antepasados, el mantenimiento demasiado general en la práctica de la viciosa legislación comercial y fiscal de la antigua España, la absoluta disminución en unas partes, o el poco sensible aumento de la población en otras, la falta de espíritu de empresa, la prevalente indolencia, la agricultura rutinera, la falta de hábitos comerciales, son más que suficientes causas para explicar la impotencia y nula condición de las repúblicas hispano americanas.

Y lo condujeron hacia drásticas explicaciones étnicas de los males sociopolíticos hispanoamericanos.

Ahora bien, los ajustes ideológicos se sostuvieron en una mentalidad firme en la que no cupo, en lo relativo al análisis de la situación pasada, presente y futura de su país, ni la autosatisfacción, ni la resignación, ni el estatismo. De ahí la inquietud que le genera la lectura de El Ángel caído de Echeverría. Resulta entonces poco común, si seguimos la estela dominante en el pensamiento hispanoamericano, que Sarmiento no comulgue con el hábito de la aflicción, senda que para él conduce al páramo de la inactividad:

No maldigamos de la Providencia, que dispone y dirige los acontecimientos humanos. Deploremos nuestros propios extravíos, que han concitado contra nosotros tantos intereses y tantas pasiones; pero antes de entregarnos al desaliento, busquemos el medio de conciliar nuestra dignidad nacional con los intereses de los demás, y sacar del mal mismo de que somos víctimas el remedio que ha de estorbar en lo sucesivo la repetición de iguales calamidades[37].

Ni admita buscar culpables fuera para diluir la propia responsabilidad:

Y, sobre todo, si queremos ser respetados, y ahorrarnos cuestiones, ¿porqué no principiamos por donde deberíamos principiar, que es poner orden en nuestras cosas y hacernos respetar por el solo hecho de ser dignos de respeto?[38]

Intentando establecer el «interés duradero de la patria»[39] frente a las variadas formas del abuso particular pasó su vida, defendiendo sus principios e ideas en las aulas, en la prensa, en las filas de la milicia o en la política activa, pasando por todos los estatus, de maestro en pequeñas aldeas a Director de la Escuela Normal de Sudamérica; de gacetillero a fundador de diversos periódicos; de subteniente a Teniente Coronel del ejército; de proyectar gobiernos desde su exilio en Chile hasta la presidencia de la República; y, lo que es más duradero, a ocupar un lugar fundamental en la historia de la literatura argentina, a ser, sin duda, uno de los mejores escritores del siglo XIX, fiel a su estilo, no a las modas, «siempre usando un lenguaje franco hasta ser descortés y sin miramientos»[40] bien asido, aún en las derrotas, al ánimo del optimista:

No temo atraerme el ridículo de nuestros pesimistas, que rara vez están prontos en convenir en nuestro espantoso atraso con respecto a los pueblos cristianos, sino cuando se indica la posibilidad de introducir alguna mejora, para aproximarnos a aquellos pueblos mismos que desesperamos de alcanzar. Tan exótica parece la idea de formar buenas escuelas, con suficiente dotación de terreno para que haya en ellas campo de recreo, jardines, arboledas, que apenas se concibe la posibilidad de ejecutarlas. Sin embargo, las ideas son contagiosas…[41]

Virginia Gil Amate
(Universidad de Oviedo)

[1] Para una revisión del panorama histórico, HALPERÍN DONGHI, Tulio, Proyecto y construcción de una nación. Argentina (1846-1880), Buenos Aires, Ariel, 1995; para el estudio del panorama político, ROMERO, José Luis, Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aries, FCE, 1986 (1.ª ed. 1956) (principalmente pp. 65-169); para el estudio del movimiento cultural, FERNÁNDEZ, Teodosio, Los géneros ensayísticos hispanoamericanos, Madrid, Taurus, 1990 (principalmente, «En busca de la emancipación metal», pp. 38-56 y «El pensamiento positivista», pp. 56-68).

[2] VOLEK, Emil, «From Argirópolis to Macondo: Latin American intellectuals and the task of modernization», en Lara Nacimiento y Gustavo Sousa, eds., Latin American Issues Challenges, New York, Nova Science Publishers, 2009, pp. 49-79.

[3] SARMIENTO, Domingo F., Arjirópolis o la capital de los Estados Confederados del Río de la Plata, Santiago, Imprenta de Julio Belín I Ca., 1850, p. 36 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[4] Con humor destacaba este «detalle» Mansilla al contraponer las figuras de Sarmiento y Alberdi, MANSILLA, Lucio V., «Alberdi», en Entre-nos: «causeries» del jueves, vol. VI, Buenos Aires, Casa Editora de Juan A. Alsina, 1890, en MANSILLA, Lucio V., Mis memorias y otros escritos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación, 1994, pp. 201-206.

[5] SARMIENTO, Arjirópolis..., loc. cit., p. 37.

[6] Para Ana María Barrenechea, la vigencia de sus planteamientos básicos es uno de los rasgos más notables de la escritura y el pensamiento de Sarmiento. Señala, además, que las variaciones introducidas por el autor en las sucesivas ediciones de un mismo libro, cuyo caso más sonoro se produce en Facundo, no deben hacer pensar al lector que la ocurrencia y la improvisación caracterizan la obra de Sarmiento porque, bien al contrario, su pensamiento estaría regido por la persistencia de los asuntos fundamentales, siendo estos su fe en el progreso, su apuesta por el desarrollo industrial y comercial, el fomento de la inmigración, el desarrollo de una política agraria que distribuyera con justicia la tierra baldía y su constante defensa de la educación popular. Vid. BARRENECHEA, Ana María, «Sarmiento y el binomio Buenos Aires / Córdoba», Revista Iberoamericana, vol. LIV, n.º 143, abril-junio 1988, pp. 449-459.

[7] SARMIENTO, Domingo F., Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América, Río de Janeiro, Imprenta de J. Villeneuve y C., 1852, p. 169 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[8] SARMIENTO, Domingo F., «Segunda de ciento y una y va de zambra», El Nacional, 1853, en Las ciento y una, reproducción digital Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007, p. 22.

[9] SARMIENTO, Viajes en Europa, África i América, vol. I, Santiago, Imprenta de Julio Belín, 1849 p. 6 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[10] Ibidem, p. 7.

[11] JAURECHE, Arturo, «Zonzeras argentinas», en La colonización pedagógica y otros ensayos (antología), Aníbal Ford, ed., Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992, pp. 89-117 (1.ª ed. Manual de zonzeras argentinas, 1968).

[12] «No inventó Sarmiento el dilema de civilización y barbarie, sino que le dio expresión a un sentimiento arraigado en las élites cultas de las ciudades», USLAR PIETRI, Arturo, «La legión de malditos», en Godos, insurgentes y visionarios, Barcelona, Seix Barral, 1986, p. 89.

[13] SARMIENTO, Domingo F., De la educación popular, Santiago, Imprenta de Julio Belín i Compañía, 1849, p. 13 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[14] SARMIENTO, Domingo F., Memoria sobre ortografía americana, Santiago, Imprenta de la Opinión, 1843, pp. 25-26 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[15] SARMIENTO, Domingo F., Mi defensa (1843), en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007, p. 6.

[16] SARMIENTO, Domingo F., «Primera de ciento y una», El Nacional, 1853, en Las ciento y una, loc. cit., p. 10.

[17] SARMIENTO, Domingo F., Campaña..., loc. cit., p. 35.

[18] SAER, Juan José, «Sobre los Viajes», en SARMIENTO, D. F., Viajes, Barcelona, ALLCA XX, Colección Archivos, 1997 (1.ª ed. 1993), p. XVII.

[19] BELÍN, Augusto, Sarmiento anecdótico (Ensayo biográfico), París, Imprenta Belín, 1929, p. 203.

[20] SARMIENTO, Campaña..., p. 92.

[21] Ibidem, p. 76.

[22] Ibidem, p. 139.

[23] Ibidem, p. 167.

[24] SARMIENTO, Domingo F., Viajes..., loc. cit., p. 36.

[25] Ibidem, pp. 36-37.

[26] SARMIENTO, Domingo F., Arjirópolis..., p. 47.

[27] Ibidem, p. 47.

[28] SARMIENTO, Domingo F., Viajes..., p. 53.

[29] Ibidem, pp. 74-75.

[30] Ibidem, p. 56.

[31] Idem.

[32] SARMIENTO, Domingo F., Campaña..., p. 57.

[33] SARMIENTO, Domingo F., Viajes..., p. 58.

[34] Ibidem, p. 57.

[35] Ibidem, p. 77.

[36] SARMIENTO, Facundo o civilización i barbarie en las pampas arjentinas, París, Librería Hachette, 1874 (4.ª ed. en castellano), p. 32 (reproducción en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes a partir de la ed. digital Buenos Aires, Biblioteca Sarmiento Quiroga, 2007).

[37] SARMIENTO, Arjirópolis..., loc. cit., p. 15.

[38] Ibidem, p. 45.

[39] Ibidem, p. 17.

[40] SARMIENTO, Domingo F., Mi defensa, p. 8.

[41] SARMIENTO, Domingo F., De la educación popular, loc. cit., p. 188.

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