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Eugenio Cambaceres

Apunte biobibliográfico de Eugenio Cambaceres

Familia y primeros años

Eugenio Cambaceres nace en Buenos Aires en 1843, aún en plena tiranía de Juan Manuel de Rosas. Pertenece a una familia bien asentada en la sociedad local, encarnación de esa alianza entre aristocracia criolla y nueva burguesía capitalista que tan determinante habría de ser para la evolución política argentina a lo largo del siglo XIX. Antonio Cambaceres, ciudadano francés y químico de formación, se había trasladado en 1829 a Argentina y hecho fortuna en la industria de los saladeros, rentabilizando así sus estudios sobre las grasas animales en un país cuya principal fuente de riqueza era el ganado bovino. Allí contrajo matrimonio con Josefina Alais, de distinguida familia criolla. El lejano parentesco con su antiguo tutor Jean-Jacques Régis de Cambacérès (1753-1824), cónsul y canciller napoleónico, fue objeto de alguna polémica décadas más tarde, en la que los hijos de Antonio Cambaceres hicieron amplias protestas de republicanismo; sin embargo, esto no quita para que dicho apellido fuera probablemente visto con agrado por la alta sociedad porteña al acoger al nuevo magnate de las salazones.

El matrimonio Cambaceres-Alais tuvo cuatro hijos, de los cuales el primero, Antonino Ciriaco (1833-1888), llegaría presidir el Senado y a ser importante administrador (presidente del banco de la Provincia de Buenos Aires y del Ferrocarril del Oeste). Pese a una carrera menos brillante como hombre público, su hermano menor alcanzaría mayor pervivencia en la cultura nacional. Nacido al cabo de diez años, después de dos hermanas, Leocadia (1837) y Segunda (1839), fue bautizado en la iglesia de Nuestra Señora de la Merced como Eugenio Modesto de las Mercedes. El contexto político del rosismo, concluido en 1851, no habrá de influir en el transcurso de su vida; más bien, Eugenio Cambaceres será testigo –y, en algún episodio, discreto actor– de las grandes transformaciones que después de la batalla de Caseros fueron dando forma a la República Argentina como un estado y una cultura modernos de acuerdo a los patrones del liberalismo occidental.

Argentina tras el rosismo

Dicho proceso habría de esperar aún tres décadas –el llamado «proceso de Organización Nacional»– para desenvolverse en una atmósfera pacífica: se sucederán las guerras civiles entre Buenos Aires y las restantes provincias rioplatenses hasta 1880, cuando aquella se erige definitivamente en capital federal. Por aquellos años, el territorio argentino se había expandido también enormemente mediante la «conquista del Desierto», que integró los territorios pampeanos y la Patagonia a costa de grandes estragos entre la población indígena. El factor militar fue también importante para la cohesión argentina al funcionar como crisol de una conciencia nacional superadora de los particularismos regionales. Igual efecto sobre las clases ilustradas ejercieron instituciones como la Universidad o el Colegio Nacional, más la difusión de la enseñanza emprendida con especial dedicación bajo la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento y que culminaría en la década del 80 con la imposición de la enseñanza primaria obligatoria y laica.

Esta última medida, y otras como la instauración del registro y matrimonio civil, se entendían también por la voluntad de separación entre la Iglesia católica y el Estado. Esta reivindicación liberal, propia de la época, añadía en la América hispana la identificación, por parte de ciertas minorías dirigentes, de la sociedad católica con la mentalidad del dominio colonial español. Frente a tal obstáculo para el progreso material y cultural de la patria, la extensión del positivismo filosófico a la enseñanza superior aspiraría a disminuir el atraso científico con respecto a las naciones occidentales tenidas por modélicas. Asimismo, medidas como la libertad de cultos aspiraban a atraer la deseada mano de obra inmigrante de la culta y trabajadora Europa septentrional.

La capital, ante la llegada de nuevos habitantes del Viejo Continente, irá creciendo y transformando su apariencia, desde el viejo trazado colonial a un diseño urbanístico de inspiración parisina. Aunque, como en tiempos pasados, la primera fuente de la riqueza argentina permanecía en manos de los terratenientes –grandes beneficiarios de la conquista del Desierto–, la modernización técnica permitió un mayor aprovechamiento de la ganadería: el ferrocarril mejoraba las comunicaciones y el intercambio de mercancías entre el mundo rural y la ciudad, las cámaras frigoríficas reemplazaban a los saladeros, se introducía el ganado lanar y los cercados de alambre de púas delimitaron la propiedad y transformaron a los desarraigados gauchos –grandes protagonistas de las décadas de guerra civil– en sedentarios peones de estancia.

Juventud y vida política

La actividad de Eugenio Cambaceres, según se ha indicado, se desarrollará en ese contexto de profunda y acelerada transformación. El futuro escritor emprenderá el esperable y prometedor cursus honorum de todo joven patricio criollo, siguiendo estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y superiores en la Facultad de Derecho. Miguel Cané, en unas páginas de 1885 con algo de malévolas, retrata al Cambaceres de la adolescencia y juventud como un mimado de la fortuna muy poco interesado en asumir responsabilidades: «Adorado en la familia, con un nombre respetable, con todo el dinero necesario para realizar sus caprichos, bastándole abrir la boca para ir a dejar diez mil duros en un año de vida en París, joven, brillante, acogido en todas partes con los brazos abiertos, ¿cómo exigir de él el tesón en el trabajo, la persistente preparación del porvenir…». Lo cierto es que Cambaceres confirma en parte esta semblanza al rememorar su época universitaria, más atenta a «los salones, teatros y paseos» que a los estudios, en las páginas del prólogo de su novela Potpourri o del capítulo III de Sin rumbo, con clara inspiración autobiográfica (en cuanto al viaje a París aludido por Cané, no quedaría más testimonio que una anécdota en el capítulo XXIV de Potpourri). Tampoco es imposible que Eugenio Cambaceres haya exagerado un poco en sus personajes la frivolidad de su propia trayectoria, puesto que su antiguo condiscípulo Pedro Goyena lo recordará en 1882 como «un estudiante distinguido por el método expositivo de sus exámenes», si bien lamentando que no haya conducido ese talento a mejores fines literarios (tanto de forma como de contenido, como veremos).

Tras la obtención del doctorado en 1869, Eugenio Cambaceres se lanza a la vida pública en 1870 como diputado y director del diario El Nacional. De las decepciones que habría de reservarle la tribuna tenemos una caricaturesca síntesis también en el prólogo a su primer libro. Dos audaces discursos de Cambaceres parecen desmentir aquella indolencia y dilettantismo rememorados años más tarde por Cané. En 1871, ante la Convención Reformadora de la Constitución nacional, abogará por los ideales de libertad de culto y fomento la inmigración extranjera que acabarán por imponerse en la década siguiente; pocos años después, en el Congreso Nacional, pedirá la anulación de las elecciones ante las irregularidades cometidas por el Partido Autonomista Nacional en que él mismo militaba. El abandono de la política no se demoró, aunque tampoco fuera inmediato y tomara como excusa una causa personal: la salida a la luz pública, con el consiguiente escándalo, de los amores del diputado Cambaceres con la cantante de ópera Emma Wizjiak (aventura que encontrará su correlato literario en Sin rumbo con la relación entre Andrés y la Amorini).

En 1877 concluyeron tanto este affaire como la labor periodística de Cambaceres, quien da paso a una etapa de vida privada, muy activa en viajes y relaciones sociales pero de escasa notoriedad pública. Aparte desengaños políticos y sentimentales, pudo agudizar una cierta misantropía el fallecimiento de su madre, doña Rufina, a quien Eugenio Cambaceres se sentía particularmente unido: una vez más, podemos apoyarnos en las dos narraciones de Cambaceres con mayor carga autobiográfica, Potpourri y Sin rumbo, para constatar cómo en la formación de un protagonista se hallan simultáneamente presentes una madre protectora e indulgente junto con un padre severo y riguroso. Por cierto, que don Antonio Cambaceres, había fallecido en 1875, o sea que no llegó a tener que avergonzarse de la aventura de su hijo con la Wijziak.

La generación del 80

Eugenio Cambaceres no emprenderá su obra novelística hasta la década de los 80. Su perfil humano y literario, maduro, experimentado y desengañado, se mostrará de este modo en una época particularmente próspera y optimista en la historia de la República, con gran vitalidad literaria y el régimen del Partido Autonomista en su apogeo. La historiografía social y cultural ha venido denominando este periodo como «generación del 80», cuyos integrantes suelen asumir a un tiempo su posición de hombres de letras y de Estado como militares, políticos, funcionarios o diplomáticos, más o menos próximos a la minoría dirigente del país: una clase ilustrada que, a través principalmente de la prensa periódica, escribe para el restringido círculo de destinatarios que ella misma integra, como atestigua por ejemplo el título de Entre nos. Causeries del jueves que engloba los artículos de uno de los más conspicuos escritores del 80, el general Lucio Victorio Mansilla.

La generación del 80 vive con la mirada vuelta hacia su ciudad, que pasa en este tiempo de ser «la gran aldea» recordada en la novela de Lucio Vicente López a asemejarse a la «Cosmópolis» invocada por Rubén Darío en 1896. Sin embargo, Buenos Aires tiene a su vez la mirada vuelta hacia la cultura europea, principalmente francesa, como demostraban las mencionadas reformas urbanísticas y secularizadoras; por otra parte, el viaje a París adquiere un carácter poco menos que «iniciático» para el patricio porteño representado por el propio Eugenio Cambaceres. El galicismo será también harto relevante en la literatura de la época, tanto en el mercado editorial como en la misma producción literaria nacional, según se aprecia en la «bifurcación» de la prosa ochentista entre dos géneros literarios de raíz inequívocamente francesa: la que podríamos denominar miscelánea autobiográfica de diarios, memorias, crónicas, apuntes y reflexiones, y la recién aparecida novela naturalista zoliana.

La primera vertiente, desarrollada especialmente en la prensa periódica, revela aspectos del talante y entorno de esta promoción de escritores: el tono menor y frívolo, la afectación del registro ameno de la tertulia entre interlocutores ilustrados, o el galicismo idiomático y los giros de moda en el habla de la clase alta, la cual adquiere de este modo una categoría literaria. Las antes referidas Causeries de Mansilla son la mejor muestra de esa nueva escritura urbana y cosmopolita que servía como antídoto contra las secuelas del romanticismo que, extendido por la América de habla española, se manifestaba en el popularismo de la literatura gauchesca-costumbrista o en la grandilocuencia de los émulos de Victor Hugo o Lamartine.

Sin embargo, la generación del 80 será también la primera generación argentina de novelistas. En el panorama anterior de la literatura nacional, la prosa extensa de ficción había sido un fenómeno escaso cuyas muestras más destacadas se hallaban en el ámbito de la novela histórica de intención política, como demostraron en su obra Vicente Fidel López (La novia del hereje, 1854) o José Mármol (Amalia, 1851-1855). Argentina, en un principio, participó de la época dorada del género novelesco en Occidente tan solo como ávida lectora de cuanto Europa producía en materia de folletines románticos y realistas. No obstante, fue el descubrimiento del naturalismo y de la idea de roman expérimental lo que cambió decisivamente el panorama de la narrativa en el río de la Plata.

El naturalismo

Creación, en la teoría y en la práctica, del novelista francés Émile Zola, la novela naturalista obtuvo adeptos entre escritores y lectores en toda Europa, y Argentina fue el país del Nuevo Continente donde más arraigó el naturalismo a partir de los años 80. De este interesó algo más que el retrato social, ya presente en el costumbrismo o el realismo balzaciano (inaugurado en español por el chileno Blest Gana): Zola había aportado a la narrativa aspiraciones científicas y documentales, al pretender analizar las causas de los males sociales e incluso contribuir a su remedio, lo que atrajo la atención de una clase intelectual y dirigente ganada por el pensamiento positivista, al tiempo que abrumada ante la nueva realidad demográfica y sociológica de Buenos Aires.

Así pues, la novela naturalista prestará atención al reverso de miseria y corrupción –material y moral– que se esconde tras la urbe espléndidamente reformada, en las mansiones y los teatros como en las tabernas y en los burdeles; las viviendas de clase media y en los conventillos de proletarios inmigrantes. Desvela, en fin, situaciones que la vida familiar o social pretende ocultar, como quien indaga con el bisturí o el microscopio –la imagen médica será recurrente– en las llagas de ese organismo enfermo con que se identifica a la sociedad. La voluntad del autor es en un principio altruista y aséptica, pero, como se ha dicho, el mal social (que acaba conduciendo a la raíz del mal moral) llama especialmente su atención. De este modo, las páginas inspiradas por el naturalismo presentan escenas de una sordidez desacostumbrada en la literatura de aquel tiempo y que provoca ásperas polémicas al tiempo que atrae lectores. La elegancia y frivolidad de la escritura ochentista se encontraba ante un nuevo modelo de prosa de tono grave y discurso unas veces académico y otras vulgar, cuyo «olor a pueblo» (la expresión, encomiástica del naturalismo, la empleó en 1879 Benigno B. Lugones) no todos aceptarán, como tampoco los ejemplos suministrados por unos personajes nada modélicos.

La polémica acerca de las deficiencias morales y artísticas del naturalismo se prolongó en la prensa bonaerense hasta bien entrada la década del 80. Una revisión de los textos que produjo la batalla del naturalismo demuestra cómo, en muchos casos, tanto sus detractores como sus mismos defensores tenían una idea muy vaga de en qué consistía la estética zoliana, a menudo reduciéndola a la mera presencia de ciertos atrevimientos temáticos o verbales. Sin embargo, en Argentina se publicarán muchas novelas naturalistas «ortodoxas», casi aún más (en cuanto que «documentales») que las del propio Zola, en forma de auténticos manifiestos sociológicos con apariencias de novela carentes tanto del distanciamiento del autor como de preocupación artística: este sería el caso de ¿Inocentes o culpables?, de Antonio Argerich (1884), primera novela publicada en Buenos Aires que se reivindicó como «naturalista».

En lo que se refiere a Eugenio Cambaceres, se asumirá como «naturalista» ya en una carta dirigida a Miguel Cané en 1883, aunque dando una particular definición del término que insiste más en la observación rigurosa (y sin pudores) que en cualquier noción científica: «estudio de la naturaleza humana, observación hasta los tuétanos. Agarrar un carácter, un alma, registrarla hasta los últimos repliegues, meterle el calador, sacarle todo, lo bueno como lo malo, lo puro, si es que se encuentra, y la podredumbre que encierra, haciéndola mover en el medio donde se agita (…) sustituir a la fantasía del poeta o a la habilidad del faiseur, la ciencia del observador, hacer en una palabra verdad». Esta despreocupación por el método «experimental», que años más tarde también observaría uno de sus primeros críticos, Martín García Mérou, no impedirá que las novelas de Eugenio Cambaceres, desde su primera aparición y aun antes de merecerlo, aparezcan marcadas por la sombra de Émile Zola. Obviamente, Cambaceres conoció bien la obra zoliana y su asimilación del naturalismo fue en incremento, por más que en ella no pueda agotarse la interpretación de su narrativa.

Potpourri. Silbidos de un vago

En 1882 se publicaba en Buenos Aires una novela sin nombre de autor, bajo el título de Potpourri (Silbidos de un vago), inmediatamente asistida a partes iguales por el escándalo y el éxito de ventas. Como queriendo alejarse de la previsible controversia, su pretendidamente anónimo autor, Eugenio Cambaceres, se embarca para Europa al día siguiente del lanzamiento del libro, en compañía de la bailarina italiana (triestina) Luisa Bacichi, diecisiete años más joven que Cambaceres y futura amante, tras la muerte del escritor, del presidente Hipólito Yrigoyen.

Potpourri mantiene a duras penas un hilo argumental. El autobiografismo y el continuo recurso a la primera persona, al igual que la crónica social, el tono irónico y la divagación ligera entre diversos temas, asimilan a la antes referida prosa periodística de la generación del 80, más que en la aún magra tradición de la novela argentina. El lenguaje del narrador en Potpourri busca la aproximación a la lengua hablada, de ahí no solo su falta de rigor en la organización de la trama o de diferentes temas, sino en la misma construcción de la frase; de ahí también su mezcla nada académica de galicismos a la moda y criollismos aún no normalizados en la escritura culta.

Cambaceres acusa la influencia de la sátira social romántica, según se puede apreciar en ambientaciones como la del Carnaval (cap. XIII), o el recurso a las «fisonomías» de personajes típicos, que incluyen caricaturas despiadadas de médicos, abogados, comerciantes o periodistas, además de políticos. Destaca en este último asunto el capítulo VI, sátira política dirigida contra distinguidos adversarios del partido de Cambaceres como el ex presidente Mitre o el último defensor de la autonomía de Buenos Aires, Carlos Tejedor. La ferocidad del narrador recae también equitativamente sobre los extranjeros (españoles, ingleses o italianos) y la xenofobia de unos criollos (VII) obsesionados por la «pureza de sangre» ajena mas ignorando su propio origen mestizo.

Sin embargo, el objeto de la sátira que hilvana la novela a modo de intermitente historia principal, es el del amor y la vida matrimonial. El pesimismo dentro de la obra de Cambaceres hacia las relaciones entre el hombre y la mujer, y principalmente hacia el carácter y condición de esta, se habrán de convertir en una constante en todas sus novelas. El matrimonio ideal que aparentemente forman Juan y María en Potpourri pasa de unas esperanzadoras apariencias de idilio a revelarse, bajo la mirada directa del narrador, como víctima del tedio, el descontento y el disimulo que conducen, en definitiva, a su descomposición por medio del adulterio.

El mayor interés de Potpourri reside, probablemente, en la construcción de un personaje que es, ante todo, narrador. Este, como «vago», se sitúa cómodamente al margen de los valores de la alta burguesía que retrata y a que pertenece, y en la que en vano intentó integrarse en su juventud por medio de la política y el derecho. Sin embargo, no carece por completo de conciencia moral o impulsos nobles, como revela interviniendo al final de la obra para salvar el matrimonio de su amigo, poniendo en fuga al amante de María.

Con un tono desdeñoso similar al del «vago», Cambaceres se refirió en una carta a la polémica levantada por Potpourri: «No se puede figurar el tole-tole que ha levantado la porquería ésa, que escribí y publiqué antes de mi salida de Buenos Aires…». Críticos como Augusto Belin Sarmiento o Pedro Goyena (quien no salía mal librado en las páginas de Potpourri) denunciaron la novela en terrenos tan esperables como la redacción descuidada o la sátira contra personajes públicos, y la más insólita de su «naturalismo». Pocas similitudes pueden encontrarse entre la escuela del roman expérimental y las apenas vertebradas viñetas satíricas de Cambaceres; sin embargo, la agresividad de estas más la incursión en el escabroso tema de un adulterio sin duda despertaban sospechas sobre las fuentes de inspiración de Cambaceres. El propio título, por más que el subtítulo, las palabras liminares y la misma estructura «revuelta» de la novela nos permitan interpretarlo en clave musical, encerraba fúnebres connotaciones de «putrefacción» del cuerpo social o ecos de la novela Pot bouille de Émile Zola, poco antes publicada en Francia. La polémica sin duda alentó la aparición de nuevas ediciones de Potpourri (tanto en Buenos Aires como en París, donde se encontraba el autor), la tercera de las cuales incluía unas preliminares «Dos palabras del autor» que terciaban en la polémica. En este nuevo prólogo, aparte de deslindar la identidad del narrador y la del autor real de la novela, el novelista niega haber atacado la «dignidad privada» de nadie, afirmando en cambio la razón moral de la exhibición del vicio, en la que se remitirá a ejemplos literarios como Zola, pero también Aristófanes o Molière. A estas cuestiones generales sobre el arte de la novela se debe añadir, como contenido importante, la reafirmada voluntad de Cambaceres de ejercer, mediante la narrativa, una visión crítica de la condición humana y de la sociedad en su conjunto.

Música sentimental

Potpourri había concluido con una aparente promesa de segunda parte: «La suite au prochain numéro»... La siguiente novela de Cambaceres, Música sentimental (Silbidos de un vago) (1884), parecía cumplirla con su musical título e idéntico subtítulo, más la anonimia del autor. El libro se imprimirá en París, ciudad en la que Eugenio Cambaceres residió junto a Luisa Bacichi durante buena parte de su estancia en Europa. Allí serán padres de una niña, Rufina (cuya muerte, antes de cumplir los veinte años, daría lugar a escabrosas leyendas por Buenos Aires); también le será diagnosticada a Eugenio una tuberculosis que lo obligará a viajar por Francia y Europa en busca de climas más benignos, y de la que nunca acabará de recuperarse. Su ánimo se verá reconfortado tan solo por la compañía de Luisa, sobre la que confiesa en otra de sus cartas de entonces:

Solo, no viajaría ni a garrote, hipocondríaco y apestado. (…) [Luisa es] buena, cariñosa y fiel, hasta lo hondo.

Si así no fuera no me aguantaría ni un segundo, y digo esto, porque Ud. sabe que no brillo por la placidez de mi carácter, ni por mis dotes domésticas.

Música sentimental coincide con su predecesora, aparte de en el subtítulo, en la figura del narrador (el «vago», hombre de mundo que cuenta la peripecia amorosa de un amigo, en la que ocasionalmente participa) de cuya identidad forma parte un deliberado uso coloquial del lenguaje. Sin embargo, la forma de novela está ahora más definida, al ceñirse más a la narración y contener la tendencia digresiva. Resulta singular también su ambientación europea, de evidente inspiración en los lugares de residencia del autor por esos años. El escepticismo sobre la realidad nacional mostrado en los anteriores Silbidos va a verse ampliado en esta nueva entrega, cuando una similar perspectiva alcance el propio espejo europeo (específicamente, francés) de progreso y refinamiento en que anhelaba verse reflejada la élite de Buenos Aires. Dicho modelo reserva decepciones desde el primer momento para el visitante americano: Pablo, el joven protagonista amigo del narrador, se ve obligado a un cambio de vestuario (caps. II, III) para adaptarse a la moda parisina que no lo libra, sin embargo, de adoptar aquella misma figura de advenedizo –parvenu o rastaquouère– que el genuino criollo tanto menosprecia en su tierra natal.

La ingenua mirada de Pablo se contrapone en la novela a la del narrador, escéptico cuando no asqueado de la realidad, que desde el primer capítulo, describe a los franceses (salvados del mordaz narrador de Potpourri) como materialistas y codiciosos, o presenta espacios de diversión mundana como el teatro del Palais-Royal (IV), la parisina Maison Dorée (V) o la ciudad-casino de Montecarlo (X) con tintes claramente desmitificadores y hasta sórdidos, que se extienden a toda la ciudad de París (VIII) como «hervidero de corrupción» que, no obstante, «tiene el poder fascinador del opio».

También en el caso de Música sentimental se ha especulado, con algún mayor fundamento que en el caso de su predecesora, sobre su filiación naturalista. La visión nada complaciente de la realidad francesa, la atención prestada a las pulsiones sexuales de los personajes o al proceso y sintomatología de la mortal sífilis contraída por Pablo podrían considerarse inspirados en esta escuela, aunque la narración en general no parece compartir sus presupuestos. Se ríe, por ejemplo, de las ideas darwinistas (V), y en cuanto al presente tema de la prostitución, acaba por aproximar más Música sentimental a los modelos del folletín romántico, por medio de la peripecia y personalidad de la joven Loulou, protagonista femenina con menos rasgos de Nana que de Marguerite Gautier o de la Safo de Daudet, tal como identificaron los propios críticos contemporáneos. También pudiera interpretarse, a tenor de las vivencias de Cambaceres en Europa, de una ficcionalización novelesca de su amante Luisa Bacichi, ya que en Loulou encontramos el único personaje femenino con caracterización positiva, y sin duda el más relevante en la obra de Cambaceres. Esclava tanto del varón como de las debilidades comúnmente atribuidas a su sexo, se presenta a la vez como sumisa y voluble, abnegada y vengativa, pero en última instancia redimida a ojos del narrador por su (frustrada) esperanza de maternidad, el desinteresado amor que profesa a Pablo, y el inmerecido pago que recibe al verse traicionada, maltratada y despreciada por su amante, a cuya muerte deberá ejercer de nuevo la prostitución. Esta última asignación a Loulou del papel de víctima anticipa la de posteriores caracteres femeninos del autor.

Sin rumbo

En 1884, la familia Cambaceres emprenderá el regreso a Buenos Aires en pleno éxito de Música sentimental. Aquel fue un año particularmente fecundo para la narrativa argentina, durante el que, aparte de la segunda novela de nuestro escritor, sucesivamente reeditada, se unirán textos emblemáticos de la literatura del 80 como Juvenilia de Cané, clásico del memorialismo argentino ambientado en las aulas del Colegio Nacional, y los anteriormente referidos La gran aldea de López e ¿Inocentes o culpables? de Argerich: obras de estéticas y calidades desiguales, pero común significado como testimonios de la transformación social de la nación. El consecutivo 1885, en cambio, será el año en que se publique, con aceptación similar a las anteriores de su autor y mayor escándalo incluso (el diario católico La Unión llegará a pedir su prohibición en su número del 1 de noviembre), la más lograda y estudiada novela de Eugenio Cambaceres: Sin rumbo.

Esta novela verá acentuados nuevamente sus vínculos del naturalismo, hasta el punto de parecer proclamarlos al abandonar el subtítulo –y la actitud que este implicaba– de «Silbidos de un vago», y añadir en cambio el muy significativo de «Estudio». El objeto de tal estudio, del que no se aparta la narración, es el joven estanciero Andrés y su vida sumida en la indolencia y la búsqueda de insatisfactorios placeres, los cuales se resumen en las seducciones de Donata, la joven hija de su capataz, y de la cantante Amorini en Buenos Aires. De regreso en el campo, la hija que ha engendrado con Donata parecerá dotar finalmente de sentido a su existencia, pero el fallecimiento de la niña sumirá a Andrés en una desesperación que lo lleva al suicidio.

El punto de vista de Andrés se alterna a lo largo de toda la novela con el de un narrador ahora objetivo, omnisciente y ajeno a la historia, que junto con descripciones de gran belleza plástica –principalmente de la naturaleza pampeana– incluye una visión casi documental de los ambientes rurales, hasta el momento ausentes de la obra de Cambaceres, muy alejados de la idealización costumbrista. Todo ello acerca Sin rumbo al discurso naturalista, junto con el recurso a la animalización o a las taras hereditarias (raciales antes que familiares) en la caracterización de los personajes. Es inevitable referirse aquí al escándalo suscitado entre los lectores por la insólita osadía de varias de sus páginas, como la violación de Donata (IV) o, especialmente, el encuentro sexual con la Amorini culminado con el correspondiente orgasmo (XVIII) y la crudeza descarnada –con algo de inverosímil– del suicidio de Andrés (XLV), harakiri con mala palabra incluida que se habría de censurar en algunas ediciones posteriores.

Sin embargo, la crítica ha destacado de Sin rumbo su modernidad como novela que supera los postulados miméticos y científicos del realismo mimético naturalista. En primer lugar, por el predominio sobre el punto de vista del narrador de la conciencia subjetiva del protagonista, cuya caracterización adquiere mayor importancia que la construcción de un ambiente «realista» por medio de espacios o personajes secundarios. En la turbulenta figura de Andrés se ven acentuados los rasgos del narrador de los Silbidos: pese a su estatus social privilegiado, sigue apareciendo como un personaje marginal que juzga amargamente su entorno social. Su pesimismo y escepticismo le impiden buscar en la realidad otra cosa que distracción del hastío (mediante los placeres sensuales, a menudo asociados, del lujo artístico y del amor físico), y transforman en conflicto existencial el despreocupado sarcasmo de los Silbidos de un vago. De esta manera, Andrés se anticipa al solitario e hipersensible héroe de la narración modernista, con rasgos muy similares (como han observado Claude Cymerman o Klaus Meyer-Minnemann) a los del protagonista de À rebours de Joris-Karl Huysmans, pionero del decadentismo fin de siècle.

En un principio, Andrés es un representante más de la generación ochentista argentina, por la particular confluencia que encarna entre el medio urbano de su vida social de playboy y el medio rural al que debe su riqueza. Así pues, los espacios del viejo conflicto entre la civilización y la barbarie se nos muestran ahora como unidos, pero igualmente enfrentados, y fracasada la eventual conciliación entre ambos a que parecían aspirar los clásicos capítulos finales de La vuelta de Martín Fierro. Fracasan las tentativas de progreso por la educación en la perspectiva de Andrés (VII), y la explotación de la Pampa en la ruina final de su hacienda; fracasa también un sistema de armonía social basado en la administración paternalista del estanciero sobre sus peones, como transparentan la violación de Donata y la insubordinación del «chino» Contreras.

Sin embargo, el fracaso de Andrés no representa necesariamente el de su generación, sino probablemente el de alguien reacio a asimilar la modernidad con que aquella se identificaba. El autor implícito no representado de Sin rumbo no respalda necesariamente la perspectiva del protagonista: sabemos que este desaprovechó su vida académica juvenil, lo cual desautoriza sus opiniones sobre la inutilidad de la enseñanza; asimismo, cuando le llega el momento de ser padre, no podemos apreciar en Andrés otra manera de educar a la pequeña Andrea que mimarla y consentirla (XXXIII), como con él mismo hizo su madre (III). También lo apreciamos como un radical individualista, poco preocupado por el bienestar de sus semejantes: en ese sentido, el positivismo científico y filosófico en que se ha formado su generación no parecería haber hecho mella en Andrés, esteta cuyo pesimismo, tan lejos de la confianza en la evolución de las sociedades hacia estados superiores, representaría esa lectura de Schopenhauer en que se nos presenta sumido el héroe (III). La inconsistencia de la formación de Andrés queda de relieve no sólo en su suicidio ante la incapacidad de afrontar la desdicha, sino (como señala Gabriela Nouzeilles) en su infructuosa consulta de un libro de Medicina (XL) del que es incapaz de comprender una palabra, y en su desesperado recurso final a una fe religiosa que antaño había despreciado.

Ni el pesimismo individual de Andrés ni su fracaso, por tanto, afectan al progreso de la República favorecido por la cultura dominante. En este sentido, Andrés no es tan diferente de esos «atorrantes», rastacueros y advenedizos, esos ciudadanos «inútiles» a los que el organismo sano de la sociedad tiende a eliminar por su propia dinámica evolutiva, permitiendo que sobrevivan los más aptos (léase los más trabajadores, cultos, sanos y virtuosos). Fracasa Andrés como fracasan el José Dagiore de Argerich (¿Inocentes o culpables?, 1884), el Emilio Love de Segundo I. Villafañe (Emilio Love, 1888), el «hombre de los imanes» de Manuel T. Podestá (Irresponsable, 1889) o, años más tarde (1891), los novelescos especuladores bursátiles de Villafañe (Horas de fiebre) o Julián Martel (La Bolsa), en un principio tan distintos del personaje cambaceriano no sólo en cuanto a su origen, sino en cuanto a que ellos sí tienen la voluntad de ascender y triunfar en la sociedad.

Más allá de esta lectura, uno de los mayores méritos artísticos de Sin rumbo es el simbolismo artístico, extendido por la narrativa hispanoamericana de fin de siglo, manifestado en diversos elementos recurrentes dentro de la novela o en la imagen literaria irracionalista, llegando hasta la inconsciencia y el onirismo (XXVIII). A estos logros hay que añadir también el de su cuidadosa estructuración y redacción, señalados frecuentemente por la crítica: la circularidad de su trama en cuanto a los espacios y episodios que la integran, la «invisibilidad» del autor y su recurso al estilo indirecto libre o al fluir de conciencia del personaje la convierten en una muestra de maestría narrativa y prosa artística únicas en la literatura de su época.

En la sangre

Después de su controvertida consagración como novelista con Sin rumbo, Eugenio Cambaceres escribirá una cuarta y última, En la sangre, considerada unánimemente como la más fiel a los principios del naturalismo. Resulta llamativo que fuera la menos polémica de sus obras, recibida además con una gran expectativa (creada durante meses por el diario Sud América, que la publicó en forma de folletín), porque ciertamente no le faltan escenas brutales, personajes física o moralmente repugnantes, palabras vulgares y hasta soeces ni tampoco posibles personajes en clave. Podría considerarse esto como una muestra del triunfo de los principios zolianos en la literatura del Río de la Plata, aunque igualmente como una «reconciliación» del novelista con su clase social, ya que En la sangre desvía de ella el foco principal de su invectiva: en lugar de la problemática del oligarca criollo, la narración se presentará esta vez como retrato descarnado de un advenedizo hijo de inmigrantes, miembro de una nueva clase social en ascenso que empieza a compartir la privilegiada posición de la aristocracia.

El tema del inmigrante ya tenía sus inmediatos precedentes en la novela argentina, de los cuales es ¿Inocentes o culpables? el que tiene una conexión más evidente con En la sangre. Ambas reflejan la preocupación planteada por Antonio Argerich de manera explícita en su prólogo: el desmedido aumento de la población inmigrante, ya no de escogida preparación técnica o académica (caso del propio padre de Cambaceres) sino masiva y proletaria, y que en lugar de poblar el campo se hacinaba en nuevos barrios de «conventillos» de la expansiva Buenos Aires. Un diferente tipo de «bárbaro» amenazaba la ciudad ilustrada y ordenada desde dentro y llegando a la patria en aquellas naves de las que, décadas atrás, un ahora desengañado Sarmiento, o el propio Cambaceres en sus tiempos de parlamentario, habían esperado la regeneración demográfica y cultural.

Eugenio Cambaceres presta atención por primera vez, asimismo, al mundo del obrero, no tanto por el protagonista de En la sangre, Genaro Piazza, que no tarda en «desclasarse», sino por su padre el tachero napolitano de «resignación de buey» y «rapacidad de buitre». Cambaceres, sin embargo, está lejos del talante obrerista de Émile Zola, y la recreación en los primeros capítulos del ambiente del conventillo, que explica la personalidad y el comportamiento del personaje, no busca tanto denunciar una situación de injusticia sino tan solo presentarlo como indeseable. Nada parece sugerir que de la modificación de ese medio pudiera surgir una población moral y laboriosa, puesto que en definitiva es la «sangre» la que impondrá, por encima de otros factores, su influencia sobre el comportamiento. El protagonista se adscribe a una raza «inferior», en este caso la italiana, encarnada en el tachero bestial y su hijo amoral e intelectualmente incapaz. A este respecto, no es necesario que un narrador omnisciente pontifique sobre las consecuencias del heredismo, ya que el propio Genaro es consciente del origen familiar de sus limitaciones. Nuevamente, la perspectiva de la novela recae sobre la conciencia del protagonista, sin mayor desarrollo de los demás personajes, intensificándose el uso del estilo indirecto libre.

Frente a la pasividad de los anteriores héroes cambacerianos, Genaro se distingue por su dinamismo y una capacidad de supervivencia de que carecían otros arribistas literarios antes referidos. El estímulo del protagonista de En la sangre para ascender en la escala social será el resentimiento contra sus sanos condiscípulos criollos; y, a falta de inteligencia, honestidad, valor y mesura, desarrollará su talento en la trampa, la violencia y la mentira. Su escalada, aun presentada desde su propio punto de vista, no da lugar a ambivalencias morales: es difícil que el lector pueda acabar simpatizando con un personaje que, en definitiva, no debe superar ningún obstáculo injusto en su camino a la fortuna. Es más, los propios vicios de la alta sociedad porteña acaban jugando a su favor: un sistema educativo mediocre le permite acabar compartiendo aulas con la élite y concluir, mal que bien, sus estudios; más tarde, unas costumbres familiares permisivas pero muy celosas de las apariencias le permiten forzar, seducción y embarazo previos, su matrimonio con una rica heredera.

En la sangre, pues, también dirige a la sociedad de su tiempo una crítica, ya no nihilista e inmisericorde sino con tintes de advertencia: la barrera que separa la clase dirigente de la clase obrera es porosa, y hay quien puede atravesarla para usurpar posiciones preeminentes. El final abierto de En la sangre, con el maltrato de Genaro a Máxima, tampoco se presta a la menor incertidumbre. Ni para la esposa, al fin plenamente consciente de la bajeza moral de quien la ha seducido y ultrajado para despilfarrar luego su fortuna en especulaciones inmobiliarias (una de las causas de la crisis económica que habría de estallar al final de la década); ni tampoco para el lector que augura un desdichado futuro a la joven y su hijo, destinado a perpetuar la sangre envenenada del padre. De este modo, la amenaza familiar y social –la que lanza Genaro a Máxima: «te he de matar un día de estos, si te descuidás»– lo acaba siendo para la totalidad de esa patria que a la que Genaro odia y desprecia (XXXVIII: «Se reía él cuando los oía hablar de patria a los otros, de patria y de patriotismo, decir con orgullo, llenándoseles la boca, que eran argentinos... (…) ¡La patria... la patria era uno, lo suyo, su casa, la mejor de las patrias, donde más gorda se pasaba la vida y más feliz!)».

Conclusión

Poco antes de iniciarse la difusión por entregas de En la sangre, Eugenio Cambaceres había emprendido un nuevo viaje a Europa junto a Luisa Bacichi. Ejercía en esta ocasión un cargo oficial, como simbolizando esa nueva aceptación por parte de la élite: delegado de Argentina en la comisión oficial para la Exposición Universal de París de 1889. En la misma capital francesa Cambaceres contrajo finalmente matrimonio con Luisa. Su desempeño en la organización del Pabellón Argentino en la Exposición rindió excelentes resultados, pero antes de su inauguración, al verse agravada su dolencia tuberculosa, emprendió el regreso a Buenos Aires. El 14 de junio de 1889, a los pocos días de su regreso a la ciudad natal, Eugenio Cambaceres dejaba de existir.

Su breve obra novelesca, con todo el revuelo que levantó en el panorama literario de su tiempo y las nunca vistas tiradas sucesivas de millares de ejemplares, sin duda se convirtió en un referente inmediato de la novela argentina. Tal vez su mayor y más clarividente defensa la pronunciara en 1885 Martín García Mérou: «El autor de Silbidos de un vago ha fundado entre nosotros la novela nacional contemporánea». El juicio es significativo al provenir de un antiguo adversario del naturalismo que más tarde, pese a transigir con la escuela y dejarse influir por ella en su novela Ley social (que encierra evidentes ecos de Música sentimental), negó que las novelas de Cambaceres pudieran reducirse a la imitación del método de Zola.

Es digno de relieve el testimonio de aprecio a Cambaceres por sus contemporáneos que encontramos en las dos más importantes novelistas del realismo en el Perú. En el prólogo a su novela Blanca Sol, primero de sus ensayos sobre la cuestión del naturalismo, Mercedes Cabello de Carbonera cita como modelos del nuevo realismo únicamente a los franceses Zola y Daudet, el belga Camille Lemonnier y el argentino Cambaceres (en el que alude a la acusación de haber «trazado retratos cuyo parecido el mundo entero reconocía»). En cuanto a Clorinda Matto de Turner, la famosa defensora del indígena andino en su novela Aves sin nido, empleará en su tercera novela Herencia (1893) recursos presentes en la cambaceriana En la sangre, como un naturalismo que pretende ser ortodoxo mediante la explícita y reiterada importancia de las taras hereditarias, más el retrato despiadado del italiano impostor y arribista (que se despide de la narración con una escena análoga a aquella en que Genaro azotaba a Máxima).

Sin embargo, no es tan fácil en la mayoría de los casos encontrar una filiación entre Cambaceres y los novelistas posteriores; después de todo, la naciente –y creciente– novela argentina abunda en motivos como la sátira social de tipos y ambientes en una sociedad cambiante: decadentes y advenedizos, progreso y desaparición, ciudad y campo… La misma evolución temática de la novela (sujeta, como realista, a la evolución de la propia realidad) no tardaría en dejar algo obsoleta la problemática social de la obra cambaceriana. Los apuros bursátiles de Genaro en los últimos capítulos de En la sangre se empequeñecen ante el respetable corpus de novelas (con el referente añadido de L’Argent de Zola) que provocan las posteriores quiebras de la Bolsa de Buenos Aires. Desde las páginas, no tan anteriores, de dicha novela apenas puede anticiparse el surgimiento y la expansión del movimiento obrero o la integración masiva de la población de origen inmigrante a la vida nacional, que –actualizando el viejo espíritu sarmientino– volverán a presentar como elementos regeneradores de la nación, y de su raza criolla «gastada», narradores también de inspiración naturalista como Manuel T. Podestá, Francisco Sicardi o Francisco Grandmontagne.

Lo cierto es que, entre la muerte de Eugenio Cambaceres y los años veinte de la centuria posterior, sus cuatro novelas no volvieron a ser editadas, olvido sin embargo compensado por su frecuente reaparición a partir de esta fecha. Las reediciones de Cambaceres a lo largo del siglo pasado dan fe de su permanencia en el canon literario argentino, aunque probablemente más como «pionero» de la novela nacional, a falta de otros más representativos, que por una deliberada conciencia de su excepcionalidad como escritor. La literatura argentina del siglo XX, en lectores y sobre todo en creadores, fue por otros derroteros; del desdibujamiento de nuestro autor tal vez no tengamos mejor testimonio que la desvaída alusión de Horacio Oliveira a su primera obra (o más bien al título de esta, pues se aclara que no había leído a Cambaceres) en el capítulo 41 de Rayuela.

Es a la crítica académica de las últimas décadas que se debe la restitución a Eugenio Cambaceres de una condición de precursor más profunda que la mera primacía cronológica: esta la comparte con otros muchos, pero sólo en Cambaceres encontramos una preocupación e innovación estilística que no sólo lo convierten en uno de los mejores representantes del naturalismo decimonónico, capaz de combinar la «ortodoxia» materialista de este con la perfección estilística, sino que lo llevan a formar parte de la novela moderna. Cambaceres merece, como autor de Sin rumbo, figurar entre los pioneros del gran movimiento modernista hispanoamericano, en sus variantes decadentista e impresionista. Por su parte, Claude Cymerman considerará en su prólogo a Sin rumbo las evocaciones pampeanas de Música sentimental como precursoras de las futuras páginas regionalistas de Güiraldes, Larreta o Payró. En cuanto al decadentismo casi existencialista de Sin rumbo, hay quien ha visto en él un anuncio del general pesimismo de novelistas, ensayistas y cantautores argentinos del siglo XX (Alberto Julián Pérez), así como su protagonista, Andrés, encarna como personaje culto e insatisfecho toda una crisis de clase y época (Rita Gnutzmann) que será rastreable en personajes de Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti o el mismo Julio Cortázar. En concreto, el crítico Aden W. Hayes ha visto en Cambaceres al fundador de la tradición ficcional que desemboca en Arlt, con sus personajes caracterizados por su «idioma local, su aburrimiento y su disipación en BB. AA., más la violencia, prefiguran el temor y el rechazo de Arlt a la vida urbana. Tentaciones de muerte y suicidio prefiguran las del autor de las Aguafuertes…» (Roberto Arlt: la estrategia de su ficción, Tamesis Books, London, 1981, p. 16). El crítico Javier de Navascués, por su parte, ha reconocido en Sin rumbo anticipos de la novela Adán Buenosayres (1948), tanto del héroe en busca de sentido como de la apreciación farsesca de la sociedad porteña, lo cual podría extenderse igualmente a Potpourri («El viaje y la teatralidad en Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal», en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 21-2, 1997, p. 364). Por último, también en Rayuela encontramos, subyacente a la mención susodicha y respaldada por la breve cita de Música sentimental que constituye el capítulo 153, una identificación implícita entre el protagonista Oliveira y los primeros héroes cambacerianos: Cortázar pudo haber descubierto en ellos un anticipo de su mismo personaje, «argentino afrancesado» y escéptico «espectador al margen del espectáculo».

Manuel Prendes Guardiola
(Universidad de Piura)

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