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Guillermo Carnero

Entrevista a Guillermo Carnero

Ángel L. Prieto de Paula, «Entrevista a Guillermo Carnero», Quimera, 227 (marzo 2003), pp. 44-51.

Guillermo Carnero protagonizó el cambio poético ocurrido en España entre 1965 y 1970. Muy joven, en 1979, reunía su obra publicada en Ensayo de una teoría de la visión, volumen encabezado por un análisis de Bousoño que sentó las bases teóricas para el estudio de la nueva poesía. A partir de entonces, y con la salvedad de Divisibilidad indefinida (1990), el poeta entró en un silencio que muchos creyeron definitivo, como si alcanzar la condición de clásico exigiera la amortización del poeta. No fue así: un año después de aparecer la recopilación de su obra en Cátedra, se publicaba Verano inglés (1999), y no mucho más tarde Espejo de gran niebla (2002).

— Cuando un poeta vivo y en plena producción reúne su obra publicada en una colección de clásicos, como es tu caso con Dibujo de la muerte. Obra poética (Cátedra, 1998), imagino que se planteará retrospectivamente la dirección general de su escritura. ¿Cómo describirías ese trayecto?

— La sensación que siempre he tenido al acabar un libro ha sido ante todo de alivio, al haber terminado la fatiga y la inquietud de la escritura, que es una transacción entre la intuición y la imaginación, por una parte, y el lenguaje y el intento de coherencia, por otra; luego de vacío, al no saber si la necesidad que me ha llevado a escribirlo volverá a darse, y necesariamente en otra dirección, porque al ser la poesía autoconocimiento sólo la puede reiniciar la exigencia de una nueva búsqueda. Nunca he tenido ideas preconcebidas a ese respecto, ni me he propuesto llegar a ningún punto determinado; la necesidad de saber quién soy es lo único que siempre me ha llevado a escribir. Lo demás son reflexiones marginales, que responden no a las preguntas propias sino a las de otros, sin que esto quiera decir que no haya verdad en unas y otras, pero sin olvidar tampoco, como señaló André Breton, que un poeta siempre dice en su poesía lo que ha querido decir, y siente cierta extrañeza cuando le piden que traduzca a otro lenguaje lo que ya dijo en el suyo. Volviendo a tu pregunta, creo que mi primer libro, Dibujo de la muerte (1967), respondía a lo que pudiera llamarse una necesidad de desautomatización de la expresión del yo que debe ser históricamente situada, aunque pueda ser entendida de otro modo. La ruptura que mi generación llevó a cabo y que ese libro manifiesta puede entenderse, entre otras cosas, como rechazo de las formas primarias e ingenuas de expresión del yo, y de la definición de ese yo en lo cotidiano explícito. En ese sentido, respondimos a una lógica histórica que yo percibía intuitivamente, en sintonía con parte de la inmediata tradición española, y en disentimiento con respecto a otra. Pero esa lógica histórica es sólo un estímulo externo, que ha de combinarse con otro personal. En mi caso, este último fue algo parecido a lo que escribió Rubén Darío en el prólogo a Prosas profanas: detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer. Mi imaginación pocas veces ha encontrado acomodo en lo contemporáneo, y siempre me ha llevado por el reino interior de la Historia, el arte y la literatura. Y sin embargo, es obvio que la poesía responde a preguntas sobre el propio ser que proceden de lo contemporáneo y lo cotidiano, aunque no se expresen por medio de referencias directas a ese ámbito. La síntesis de todas esas incitaciones tuvo que ser lo que la crítica ha llamado culturalismo, algo que puede definirse —al margen de las interpretaciones caricaturescas, externas y reductoras que pretenden denigrar en vez de comprender— como la expresión de lo existencial propio sin nombrarlo como tal, dando cuenta de la experiencia cotidiana a través de la cultural, en función de la analogía entre el yo y un personaje histórico, literario o representado en una obra de arte, o de la analogía entre el discurso del yo y una obra literaria o artística previa y ajena. La designación de esa máscara cultural no ha sido nunca, en mi caso, arbitraria, decorativa o resultado del juego o el deseo de ostentación, sino que ha venido espontáneamente impuesta por la imaginación en términos de identidad vital y emocional. Ese intimismo, encubierto en mis primeros libros, es el primer componente de la trayectoria por la que me preguntas.

En segundo lugar, el autoconocimiento que la poesía proporciona se da en la formulación del yo que es la escritura, ante la mirada de quien escribe y ante la de quien lee lo escrito. Al final, acabamos siendo lo que hemos escrito, y la escritura viene a ser equivalente a la salvación del alma para el creyente. Quien se escribe con esa convicción tiene siempre dudas acerca de su propia justificación, y el hecho de escribir se convierte para él en un problema personal y emocional, y no en un divertimento de adicto a la teoría literaria. La metapoesía ha sido siempre eso para mí. En Dibujo de la muerte cuando, en poemas como «Capricho en Aranjuez» o «El Serenísimo Príncipe Ludovico Manin», me pregunté si el lenguaje puede bastar como mundo alternativo a quien se autoexilia del real; en El sueño de Escipión, al darme cuenta de que la costumbre y la inercia del exilio llevan a la aceptación de que la realidad cotidiana puede acabar siendo entendida, e inconscientemente admitida y hasta manipulada, como un permanente ejercicio del fracaso que conduce a la realidad alternativa de la escritura.

En resumen, creo —y más de una vez lo he dicho— que intimismo, máscara cultural y reflexión existencial y metapoética son, en lo que puedo alcanzar, los componentes de esa trayectoria a que te refieres, con distintas proporciones en la combinación según los libros.

— En tu último libro, Espejo de gran niebla, se lee: «Los muchos que yo fui no van conmigo», y algo después: «Los muertos que hay en mí...», una idea que remite al «presentes sucesiones de difunto» de Quevedo. Esa cadena de yoes sucesivos, registrada en tus libros, ¿permite leerlos como una psicobiografía?

— Es evidente que sí, y en mi respuesta anterior te he dado las razones, tal como las puedo entender. Pero el poema que citas no se refiere primordialmente a las distintas manifestaciones del yo que han quedado registradas en los libros sucesivos, sino a algo anterior a la escritura: la sensación de que el paso del tiempo nos va despojando de quien fuimos, y nos va arrojando al pudridero de la memoria, donde nos vemos a nosotros mismos como una sucesión de muertos cuyos restos son los recuerdos, escritos o no. Así la escritura viene a ser una especie de resurrección frustrada, o mejor dicho, la animación de un cadáver galvanizado que, al moverse, adquiere una apariencia de vida, aunque bien distinta a la de un ser efectivamente vivo. Los muertos de ese poema, que se acumulan en el fondo del mar de la memoria, me recuerdan al ahogado que sale a la superficie en «Dad limosna a Belisario», de Variaciones y figuras (1974).

— Tu primer libro, Dibujo de la muerte, se convirtió en seguida, junto a Arde el mar de Gimferrer, en referente de la nueva poesía. ¿Crees que el carácter «representativo» de aquel libro, unido a la polvareda socioliteraria que produjo tres años después la antología Nueve novísimos de Castellet, ha podido dificultar una lectura estrictamente poética del mismo?

— La antología Nueve novísimos fue un manifiesto, y debe ser entendida así. Los manifiestos tienen el propósito de ofrecer una opción estética colectiva y renovadora, y su significación es por lo tanto coyuntural. Por otra parte, quien lanza un manifiesto se define a sí mismo, aunque no lo pretenda, como el profeta que denuncia los pecados de la comunidad, conoce la senda de la salvación y se ofrece como redentor a quienes quieran seguirlo después de haber hecho acto de contrición y propósito de enmienda. Los manifiestos irritan tanto como los profetas, y la reacción de quienes no creen haber pecado, o carecen de la humildad necesaria para reconocerlo, es denigrar el mensaje y acusar al profeta de vicios iguales o peores que los que denuncia. En ese sentido, la recepción de la antología de Castellet fue, en muchos casos, una repetición de las caricaturas bajo las que, en su día, quisieron sepultar al Modernismo quienes lo reducían a un desfile de cisnes y pavos reales; y esa banalidad ha seguido reapareciendo durante la pugna generacional de los años 80 y 90 del siglo pasado.

Arde el mar y Dibujo de la muerte se publicaron, respectivamente, cuatro y tres años antes de la antología, y no creo que su significado se agote en ella. Admito, como profesor de literatura, que se los pueda y se los deba ver en el contexto y la serie de la Historia y de las corrientes y tendencias colectivas, pero al mismo tiempo, como lector —y esa es la perspectiva que en última instancia prevalece, y la que quisiera para mí— veo los libros en sí mismos, y en sí mismos me interesan. Cuando una alternativa ha dejado de ser materia de escándalo y bandera de combate, y ha quedado admitida y alojada en su espacio, viene a ser posible esa lectura exenta. Creo que ese empieza a ser el caso de los escritores y los libros de mi generación. El tiempo dirá cuántos de ellos se han convertido en simple argamasa histórica, y cuántos prevalecen en su capacidad de significar ante la sensibilidad y el pensamiento de quienes puedan leerlos.

— El carácter de ese libro, temáticamente bipolar —arte y muerte— es eminentemente barroco, aunque pueda despistar la ausencia de convulsión expresiva que se suele asociar al Barroco.

— En el último poema de Espejo de gran niebla he hecho una especie de repaso de mi propia evolución, y al pensar en ese primer libro lo he definido con un verso del soneto 102 de Shakespeare: «Yo no amaba menos, aunque mi amor era menos evidente». La realización de la emoción es una de las cosas que mejor definen el talante de cada cual. Hay quien necesita ruido y furia, y quien se siente anestesiado por la falta de contención; hay quien siente más cercana a su sensibilidad la música de Debussy o Bach que la de Wagner o Rachmáninov. La emoción primordial en mi primer libro es la desesperanza, una emoción intensa pero ensordecida por el apagamiento vital que la acompaña. El leitmotiv de ese libro es la incapacidad de la ficción de la imaginación y la belleza para llenar el vacío que deja el rechazo de la realidad. Lee «Reloj de autómatas» de Divisibilidad indefinida, y verás cómo es una convicción que nunca me ha abandonado.

El sueño de Escipión, cuya escritura está sometida a una profunda intelectualización que avanzará en los dos libros siguientes, nace, sin embargo, de una experiencia amorosa. Otro tanto ocurre con Verano inglés y Espejo de gran niebla, en la medida en que este libro procede del anterior. ¿Tiene alguna significación en el conjunto de tu obra esa circunstancia? En estos aproximadamente treinta años, ¿qué se ha modificado y qué permanece en la relación entre la experiencia de la vida y su reflejo en la escritura?

— Ya he dicho antes que Dibujo de la muerte llevaba la metapoesía en germen porque una de las reflexiones de ese libro se refiere a la servidumbre y la grandeza de la sustitución de la realidad no deseada por la belleza del arte, y a la capacidad de éste para compensar, en términos de experiencia vital, la omisión de la realidad. La analogía con la escritura se establece inmediata y espontáneamente: «Raso amarillo a cambio de mi vida».

Con respecto a El sueño de Escipión, me viene a la memoria la entrevista que me hizo José Luis Jover en Nueva Estafeta de agosto-septiembre 1979, y quisiera citarte uno de sus párrafos:

«El motivo central de ese libro es la confesión de cuán decepcionado de mí mismo me sentía al haber huido de la realidad y haber adoptado la solución de escribir sobre ella en lugar de luchar por modificarla. El tema central del libro es el reconocimiento de la mezquindad constitutiva del escritor, que utiliza la cochambre de su propia experiencia para convertirla en poemas estéticamente bellos. Y ese es el tema de uno de los poemas del libro, que se titula «Erótica del marabú», donde utilizo al marabú, pájaro que se alimenta de cadáveres y lleva en su cuerpo la pluma más preciada en alta costura, como símbolo de lo que hace el escritor al convertir su experiencia en lenguaje estéticamente bello. Y de esa motivación inicial me deslicé lógicamente a preguntarme, siempre desde la decepción ante mí mismo, cómo se convierte la experiencia en lenguaje, cómo se traslada la experiencia al lenguaje, cómo incide la preexistencia del lenguaje en la captación de la experiencia […] En resumen, el libro estuvo escrito desde la decepción ante mi propia catadura humana, fue una especie de descubrimiento del propio cinismo, un cinismo parecido al de cierto poeta francés del Renacimiento que, después de escribir bellos y sentidos poemas a la muerte de su amada termina uno de ellos confesando que la situación no es tan terrible después de todo, ya que, puesto que su amada ha muerto, él ha ganado un tema».

La metapoesía es aquella que, entre otros asuntos, tiene su propia escritura como objeto en todas sus dimensiones, especialmente la conversión de la experiencia en lenguaje. Si la poesía es autoconocimiento y la produce la necesidad de expresión de una emoción o un conflicto personal, y ese autoconocimiento sólo se da en el poema, entonces la metapoesía afronta un problema existencial y personal, y no es una cuestión exclusivamente intelectual o una manifestación de teoría literaria aplicada, como antes he dicho.

Yo no diría que Verano inglés es un libro de metapoesía; es ante todo un libro de amor, aunque en algunos poemas se planteen cuestiones metapoéticas que son inherentes a la experiencia amorosa en cuanto ésta da lugar a una interrogación acerca del propio yo que desemboca en la escritura de poemas. Por poner un sólo ejemplo —que nos lleva de vuelta a la sustitución de la realidad por la escritura—, la dialéctica entre «No me dejes en un rincón con este libro» (en el poema «Al fin a vuestras manos he venido»), «Déjame en un rincón con este libro» («Melusina») y «Quédate en un rincón con este libro» («Mujer escrita»).

Por su parte, Espejo de gran niebla se pregunta qué queda de la experiencia amorosa una vez terminada, y qué ha sido de quien la vivió e intenta autodefinirse y recuperarse a través del recuerdo.

Creo, en resumen y en cuanto a la última parte de tu pregunta, que la relación entre vida y escritura me ha preocupado ininterrumpidamente desde mi primer libro, en varias direcciones: qué se gana y qué se pierde en la sustitución de la vida por la escritura; cómo se transmuta la vida en escritura; en qué medida puede recuperarse la vida pasada por medio de la escritura; cómo adquirimos la conciencia de nuestro propio yo, tanto en la vida como en la escritura… Sobre ese fondo de preocupaciones permanentes, yo creo que a partir de Divisibilidad indefinida (1990) se produce una cierta mutación, efecto de la edad, que consiste en la aparición en ocasiones de un discurso del yo sin máscara cultural.

— Entre El azar objetivo (1975) y Divisibilidad indefinida (1990) pareció que la figura del profesor había devorado a la del poeta. ¿Obedeció esa pausa tan dilatada a una determinación consciente? ¿Qué supone en tu trayectoria Divisibilidad indefinida, un libro que, en mi opinión, no tuvo el eco que merecía?

El azar objetivo fue un libro insólito en la tradición española, demasiado para que fuera comprendido. Era la consecuencia de Variaciones y figuras en cuanto este libro, que lo precedió en sólo un año, se preguntaba por el sentido de la prosecución y por la continuidad de un discurso que tenía el riesgo de ser demasiado consciente y excesivamente sustitutorio de una realidad que no ofrecía estímulos vitales suficientes («Queluz», «Sotheby’s», «Dad limosna a Belisario»). El último de esos poemas simbolizaba en su personaje la autosuficiencia y la traición de esa conciencia invasora, condenada a mendigar nuevos estímulos vitales en una ceguera redentora que le devolviera la mirada interior hacia la verdad, lo mismo que la ceguera de la escena inicial de Un perro andaluz. Al tomar como título el concepto clave de la epistemología superrealista, El azar objetivo reanudaba y completaba la nostalgia del libro anterior. Este libro de 1975 anuncia la aridez —como la llamaban los místicos— de esos quince años que lo separan del de 1990. En ellos me dediqué, como Rimbaud en Abisinia, a mi carrera universitaria, ya que estaba incapacitado para otra cosa y tenía la creencia de que no volvería a escribir. Además, me disuadía de hacerlo la creciente incomprensión que había ido percibiendo a mi alrededor a medida que se publicaban mis sucesivos libros de los años setenta.

Divisibilidad indefinida apareció en un momento en que las expectativas estaban condicionadas por la recreación y la reiteración de la fórmula de Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y otros poetas de la fracción entonces en boga de la generación del 50. La espiritualidad y el lenguaje de ese libro no fueron entendidos, salvo excepciones. No se vio, por ejemplo, que el uso en él del soneto obedecía a la búsqueda de la esencialidad expresiva que concede, mejor que ningún otro, ese molde estrófico de extensión fija. Ir a contrapelo de las corrientes mayoritarias tiene, a corto plazo, la servidumbre de la incomprensión, lo cual, dicho sea de paso, nunca me ha condicionado. Siempre he dicho que cuando todos huyen en la misma dirección, quien avanza parece estar huyendo, hasta que se adquiere el distanciamiento necesario para ver la escena desde lo alto.

Verano inglés, en cambio, ha tenido una gran acogida de lectores y críticos, y se ha alzado con los más importantes premios que se conceden en España a un libro singular. ¿Tiene esto algo que ver con el hecho de que la poética con que irrumpisteis algunos autores de tu generación forme ya parte del sistema?

— Es cierto que nuestra poética ha sido ya admitida como un hito que debe ser tenido en cuenta a la hora de trazar la historia literaria del último tercio del siglo XX, y lo es también que los autores más significativos de nuestra generación están en un momento de madurez que probablemente ha de producir sus libros más notables, junto a los primeros de la inicial ruptura. Verano inglés aporta en algunos de sus poemas un intimismo directo —sin olvidar el culturalismo y la metapoesía, a los que no renuncia en otros— que ha podido hacer accesible a un mayor número de lectores la verdad emocional que siempre ha habido en mí: «I loved not less, though less the show appeared».

— Tu último libro, Espejo de gran niebla, ¿qué vinculación tiene con el anterior? Quizá nunca han sido tan evidentes en tu escritura la desolación y el desengaño (volvemos al Barroco).

Verano inglés trazaba una trayectoria desde el goce a la renuncia, desde la pintura erótica del XVIII a Zurbarán. Lo primero ha sido puesto de manifiesto con más énfasis que lo segundo, quizá porque en la tradición poética es menos frecuente; la poesía amorosa suele dar la razón a Manuel Machado cuando dijo que «ser feliz y artista no lo permite Dios». En los poemas crepusculares de Verano inglés («Inacabado», «Ojos azules», «Campo de Mayo», «Villancico», etc.) está el germen de Espejo de gran niebla, y más concretamente en «Retorno a Greenwich Park».

— Si la realidad es un engaño, la vida un naufragio y, sobre todo, la palabra poética es en última instancia incomunicable – en los versos finales del libro se dice que «nunca ha atravesado el umbral de los cuerpos»—, ¿qué sentido tiene la escritura?

— Lo dicen los versos finales de «Ostende», un poema publicado en 1979: «en el vacío / no se engendra discurso, / pero sí en la conciencia del vacío». En la entrevista de 1979 que antes cité dije que un poema que habla de su falta de confianza en el lenguaje incurre en la paradoja de hablar contra algo haciéndolo con aquello contra lo que habla. La solución de esa paradoja parece ser necesariamente el silencio, pero el silencio es menos significativo que la contradicción, aunque sea más coherente.

En todo caso, el silencio —que no tiene nada que ver con lo que se llama «poesía del silencio»— siempre me ha tentado, y ahí está el quinto de los poemas de Espejo de gran niebla: después de admitir que uno pueda llegar a escribir para sí mismo, es natural suponer que pueda bastarle saber que es capaz de convertir sus estados de ánimo en escritura, sin necesidad de hacerlo por no creer en el reflejo de esa escritura en la mirada del lector.

Creo que el motivo recurrente de la desconfianza en el lenguaje ha adquirido en Espejo de gran niebla una nueva dimensión. Ya no es sólo que me parezca que el lenguaje refleja incompletamente las emociones y el pensamiento de los que procede; a eso se añade la desconfianza en el interés y la capacidad de la mirada lectora. Creo que vivimos en una sociedad que galopa hacia el analfabetismo y que se complace en la zafiedad de las distracciones oligofrénicas, y me pregunto qué presente y qué futuro puede tener la tradición de la cultura occidental frente al deporte y la televisión basura. Por cierto, a la vista de tu pregunta me doy cuenta de que ya planteé algo parecido en «Décimo Magno Ausonio, poeta de la decadencia latina», de Variaciones y figuras (1974), y en «Catedral de Ávila», de Divisibilidad indefinida.

— Hay dos notas que llaman la atención en Espejo de gran niebla: la espesa trabazón simbólica a través del símbolo del agua, y el continuo sonido funeral.

— El simbolismo del agua se me impuso desde un primer momento, y lo acogí con sorpresa aunque con la certeza de su evidencia emocional. Su origen está en el hecho de que viví Verano inglés en Greenwich y Londres, es decir, junto al Támesis y su desembocadura. Esas imágenes quedaron grabadas en mí y fueron a configurar Espejo de gran niebla: olas, fondo marino, río, desembocadura, marea. No he sido consciente de ello hasta tener el libro avanzado, y he registrado simplemente la inmediatez con que se me imponían. Sé, de todos modos, que el libro permite y exige una lectura desde los universales acuáticos de la imaginación colectiva, pero no es asunto mío. Como dijo Breton, ya dije lo que tenía que decir.

El tono del libro es desencantado y crepuscular por ser la interpretación y el relato de un vacío y un acabamiento, de la desaparición de una experiencia del ser que no tiene retorno más que a través de las traiciones de la memoria y del lenguaje.

— La dicción de Espejo de gran niebla es extraña en la poesía española: pensamiento sin grumos que entorpezcan la lectura, emoción desleída en una dicción armoniosa y clasicista. ¿En qué tradiciones se inscribe?

La tradición española siempre ha sido refractaria a la poesía de pensamiento encadenado y autoproductivo, y ha tendido a considerarla una extravagancia o un truco antipoético. Los tópicos acerca de la supuesta esencialidad y autenticidad emocional de ciertos poetas —que una vez examinados no parecen trascender los alcances del refranero— prueban no la supuesta excelencia de la poesía «desnuda», llana y directamente existencial, sino la simpleza de nuestra inercia lectora, la insuficiencia educadora de nuestra sociedad y nuestro desdén mostrenco del pensamiento. Cuando Jorge Manrique escribió lo de «dejemos a los romanos» fundó, sin saberlo, un peligroso pacto demagógico de incalculables consecuencias garbanceras.

La tradición en que uno se encuentra es difícil de precisar: las lecturas que más nos conforman son las que nos resultan tan próximas que las perdemos de vista como algo ajeno y distinto. Yo diría que Dryden, Shakespeare, Wordsworth, Villamediana, Góngora, Yeats, Eliot, Cavafis… No es cuestión que me preocupe demasiado. Sí tengo claro desde hace mucho que el pensamiento y la emoción no están disociados en mí, y que la incompleta conciencia que el primero puede tener de la segunda, y su intento, siempre tan inevitable como en parte frustrado, de imponerle orden y coherencia, configuran el tipo de discurso con el que más me identifico, emanado de la inteligencia emocional. La meditación de Espejo de gran niebla sobre las emociones de Verano inglés ha dado lugar al lenguaje y al discurso únicos en que podía expresarse.

— Explicaba Borges que «si el poema sólo quiere decir lo que quiso el poeta, es un mal poema». Los poemas de este libro, excelentes a mi juicio, parecen querer decir estrictamente lo que quiso el poeta, alguien, por otro lado, que nunca ha formado en la «cofradía de los místicos» (en la que Eliot incluía a Yeats), ni al que se consideraría alumbrado por la revelación.

— Antes he citado una frase de Breton con la que está relacionada la que citas tú, y la intención de esta última —no digo que sea intención tuya— parece ser establecer una relación paradójica con la primera; una lectura poco atenta haría suponer que se contradicen.

«El poeta siempre dice lo que quiere decir» es la afirmación de la singularidad del lenguaje y del discurso poético, intraductibles al lenguaje conceptual, que pierde la formulación insustituible del poema al buscarle un contenido supuestamente equivalente, que no es más que un arrendajo del original para quienes son incapaces de leer poesía. Un poema no es el resultado del supuesto enmascaramiento o embellecimiento de un «contenido» previo formulable en lenguaje común.

La frase que me citas afirma que, cuando un poema ha sido concebido y planificado como ilustración de un significado previa y racionalmente conocido, es un mal poema, y estoy de acuerdo: las fábulas de La Fontaine, la inmensa mayoría de la poesía ideológica, de combate o de propaganda.

Así pues, los poemas de este libro, como todos los que merecen ese nombre, dicen lo que quieren decir, pero nadie puede saber «lo que quiso el poeta»; él tampoco lo sabe «estrictamente», como lo sabría La Fontaine. Yo estoy más cerca de los místicos de lo que parece. Espejo de gran niebla es imagen tomada del Libro de la Vida de Santa Teresa. La Mística es la primera de las grandes aventuras de la cultura occidental en las fronteras de la psicología y el lenguaje de lo indecible, antes de la poesía metafísica inglesa, el Romanticismo alemán, el Simbolismo y la Vanguardia, y siempre me ha interesado en ese sentido. Yeats y Eliot son tan místicos el uno como el otro. No puedo asentir al término «revelación» como no sea entrecomillándolo, para indicar que un poema es un discurso de imágenes y símbolos, con su propia lógica irracional, y que va creando su significado a medida que lo hace progresar esa lógica imprevisible, fuera de la cual no existe.

Nunca he sabido escribir con un proyecto previo y consciente de coherencia o de significado. La coherencia en un poema es profunda y emocional, no superficial y expresa; y afortunadamente la intervención en ella del pensamiento conceptual es muy escasa. Una cosa que a veces me descorazona y me sorprende es observar cómo algunos críticos y lectores tienen de mí una imagen de escritor con más conchas que un galápago, más cerebral que emocional, y creen ver, por ejemplo, ironía y segundas intenciones en poemas donde no hay más que dolor y desamparo.

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