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La caída de Constantinopla

Constantinopla después de Constantinopla

Por Francisco Aguado

«Un Constantino la levantó,
un Constantino la ha perdido,
un Constantino la tomará...»

Proverbio rumi

Sultán Mehmed II (1432-1481), pintura otomana del siglo XV, en «Sarai album», Hazine 2153, folio 10a. Estambul.La caída de Constantinopla en 1453 significó un cataclismo emocional para las poblaciones «romanas» (rhomaíoi) que todavía sobrevivían en cualesquiera lugar, desde Anatolia y los Balcanes hasta el exilio en la Europa cristiana. Es cierto que el declive de Bizancio era por entonces un proceso de larga evolución y que la mayoría de sus hombres y mujeres ya hacía tiempo que habían pasado a formar parte de la inmensa grey del sultán. Pero no lo es menos el que, en tanto la polis permanecía libre, la idea «imperial bizantina» y la esperanza de una recuperación mediata no terminaba de expirar. La desaparición del último emperador al pie de la muralla y la pérdida de la Teotocopolis, por contra, deberían suponer el final de toda esperanza. Así lo creía también Mehmet el Conquistador y por ello entendemos su vehemente interés en la captura de la ciudad, pese a ser una doliente sombra de lo que había sido y con un valor material muy limitado. Para los historiadores bizantinistas, Bizancio -la Romanía- terminó aquellos días de mayo.

Sin embargo, los «romanos», (el elemento humano que en teoría es el objetivo último de la Historia), no resultaron exterminados ni asimilados. El nuevo poder emergente los incluirá en el sistema del millet, (comunidades no musulmanas y semiautónomas bajo la «protección» del sultán). Los grecoparlantes de religión ortodoxa serán el Rum Millet; los protagonistas de un episodio histórico específico que algunos se atreven a denominar, (como el arte que generaron), «postbizantino». Una parcela que, por desgracia, fuera del ambiente neo-griego no ha sido muy divulgada y, en pocos casos, objeto del estudio que se merece.

Lo cierto es que la vida en la turcocracia no fue fácil para los rhomaíoi o rumi; aunque resultó posible y a trechos casi aceptable. La sociedad otomana desarrolló un arte de vivir lado con lado, mucho más que un arte de vivir juntos señala Yves Ternón. Comunidad dominante y sometida obraron un longevo equilibrio en extremo inestable; destrucción y desprecio que se alternaban con respeto y olvido mutuos. Y también con diferencias muy importantes entre los grupos geográfico-socio-económicos que pronto se perfilaron. En el análisis del post-bizantinismo sería un tremendo error no tenerlo en consideración.

Se ha resaltado siempre, y con gran justicia, el imponderable papel que ejerció la Iglesia en la preservación de la cultura y vida rumi. Las escuelas parroquiales donde se siguió enseñando el griego coiné y aún el clásico, la interposición eficaz del clero entre pueblo y poderes locales turcos, la veneración de santos y la repetición incansable de ritos que hacían, una y otra vez, honor y memoria de Bizancio, la misma permanencia de la institución del Patriarcado Ecuménico en Constantinopla; todo ello fueron elementos de enorme valor. Eso sí, (tal vez precio imprescindible que hubo que pagar), creando una bipolar mentalidad de orgullo-sumisión; dando lugar a una identidad «rumi-otomana» que se debía considerar siempre destinada a un papel secundario pero sinérgico del sultanato. Quizás fuera sólo un piadoso consuelo pero se pudo escuchar aquello de que Dios envió a los turcos en justicia para proteger a la romanía del ominoso papado y de la latinidad. En ese orden de pensamiento, (respeto y olvido), podía caber muy bien la colaboración. La flamante «nobleza» que basa sus títulos más en el gran comercio que en la sangre, asume tal neo-romanidad. Los más integrados escogerán el barrio estambuliota de Fener como principal residencia, precisamente en torno a la sede patriarcal. Los primeros fenariotas, a lo largo de los siglos XVI y XVII, podían ser gobernadores de Valaquia y Moldavia, traductores, incluso ministros del sultán. Otros arcontes de insultante riqueza, como Miguel Cantacuceno, entregarán al sultán una flota de galeras costeada a sus expensas. Y Bizancio se diluye un tanto en aquel ambiente que se acomoda y da principio a una tradición diferente. Constantinopla sería por siempre la ciudad del Sultán, de los jenízaros y el Islam triunfante; aunque también de ellos, recogidos en una parcela que les correspondía por derecho propio y así parecía que lo aceptaban todos los demás.

Con todo, en otros entornos las cosas no evolucionaron así. Entre los rumi del campo y la pequeña villa -aparceros, pastores, criados y oficios mal remunerados- las dificultades en la vida diaria, (destrucción y desprecio) no habrían de menguar. Los humildes no vivían «lado con lado», estaban en verdad «debajo de un plomizo sistema» soportando el devshirme que les arrebataba sus hijos, la injusticia exasperante, la cotidiana inseguridad y el hambre endémica. Tal vez esa desintegración fue el verdadero catalizador que procuró el sostén de otra versión de neo-romanidad. En el alma profunda de cada súbdito maltrecho se conservó un lugar para el «sentir bizantino», una especie de frustración colectiva que, podemos decir, girará impenitente en torno a un mito de ciudad-hogar nacional: Constantinopla arrebatada, principio y fin, que deberá resucitar para retomar el camino que le corresponde al «pueblo náufrago de Bizancio». Fueron ellos los que se preocuparon de recordar gestas y componer poemas populares, casi siempre en soporte oral, una generación tras otra. Vibran en sus versos la pena y el temor, ... Sacerdotes, tomad las cosas sagradas; y vosotros, apagad las velas; porque es voluntad de Dios que la Ciudad sea turca; pero también la esperanza más radiante, ... Calla Señora Soberana, no llores demasiado, de nuevo, con los años, con los tiempos, de nuevo será nuestra. Allá en la aldea donde eran predominantes se ubicaba una puerta predilecta, orientada hacia el Bósforo, «la de Constantino», por la que debía en su día entrar el emperador que llegaría para liberarles, despertado por el ángel en su lecho pétreo de la Puerta de Oro. En ese mundo rural, una «romanidad arcaizante» se oculta pero apenas cambia, es poco esciente y muy instintiva, tanto que incluso en ocasiones la jerarquía religiosa deberá atemperar para evitar que se desborde. Y estalla fácil el conflicto vivo, pese a todo terror y mesura; en las regiones al sur del Peloponeso o las montañas de Anatolia, los Kleftas, (la mayor parte del tiempo bandoleros y a veces libertadores), serán fuente inagotable para la épica y testigos de la añoranza del pasado libre «en la larga noche de la cautividad».

A finales del siglo XVIII y sobre todo a lo largo del XIX las circunstancias llevarán a que ocurra una cierta confluencia de las dos «romanidades» descritas. Lo cual dará cohesión a la comunidad rumi y a la postre hará posible la independencia y el desarrollo de un nuevo estado «de lengua griega y religión ortodoxa».

Constantinopla. Detalle de un motivo decorativo de Santa Sofía.Sabido es que los fenariotas alcanzan un gran nivel de riqueza y aprovechan las oportunidades para convertirse en la minoría más rica e influyente del Imperio Otomano. Estudian, viajan y se impregnan de ideas que recorren el mundo de entonces. Es un Fener desarrollado que gozará de más oportunidades sobre todo virtud a que se vive un periodo de «ilustración» relativa en el sultanato. Contra lo que pudiera pensarse a priori, ese relajo en el dogal no da pie a una mayor implicación, por contra abre la puerta a la rebeldía. En paralelo a la lucha «liberal» que se enfrenta al absolutismo en todo el mundo civilizado, los «jóvenes rumi» fenariotas se impregnan de una mezcla sorprendente: ideas de la revolución francesa, neo-nacionalismo romántico y confuso bizantinismo. Rigas Velestinlis, será el autor de un aparatosamente utópico proyecto: la «Nueva Constitución Política de los habitantes de Rumelia, Asia Menor, el Archipiélago y los Principados Danubianos». En ella preconizaba la restauración de un «Imperio Bizantino», ¡dotado de instituciones republicanas y basado en la declaración de derechos del hombre! Una idea que horrorizó en aquel momento a casi todos los poderes, no sólo a la Sublime Puerta, también los zares y emperadores austriacos, los mismos que le entregaron a los turcos para ser ejecutado en el verano de 1798. Tal vez fuera sólo el sueño de un intelectual. Es casi seguro que la inmensa mayoría de aquellos para quienes preparaba su carta magna jamás hubieran podido entenderle. Pero no deja de evidenciar cierto progreso «moderno» de un «patriotismo» sin patria, al mismo paso de otros que sí la tenían.

En cualquier caso, la corriente que empujaba a la ruptura de la turcocracia se estaba haciendo imparable. Sobre todo porque el elemento popular que nunca se había adocenado seguía pujante y cobraba nuevos bríos. Campesinos ricos, sacerdotes de pueblo, marinos, contrabandistas serán hombres dispuestos a sumar, con inteligencia y dinero, su hacer al de los kleftas y otros irreductibles. Y ahora una parte notable de instruidos fenariotas querían conducir la liberación.

Causa cierta perplejidad observar cuan diferente se percibía entonces, (y a veces nos parece que todavía hoy ocurre algo similar), la naturaleza de tales acontecimientos. Cómo se veían a sí mismos los rumi y de qué manera eran considerados por los occidentales, en particular ingleses y franceses. Éstos, influidos por una simpatía comprensible hacia la Grecia clásica, el genio de Atenas y los jónicos, querían descubrir en la lucha de aquellos una vuelta de Pericles o de los espartanos. Surgieron muchos «filohelenos» que en su propia denominación decían mucho de su error. La mayoría de los «independentistas» apenas habían oído hablar de tales personajes y sí en cambio recordaban bien a Constantino XI, Alejo, el emperador Manuel o el legendario Dígenis Akritas. No es de extrañar que algunos barones que habían desembarcado en Patras con algún libro de Pausanias bajo el hombro volvieran pronto defraudados a su tierra de origen intentando desentrañar aquel misterio que no entendían; tiempo hubo en el que alguno pensó que «los nuevos griegos no descendían de los viejos».

Los rumi que consiguieron la libertad lo hicieron en condiciones muy precarias. A fin de cuentas habían terminado sin un ideario claro, Constantinopla quedaba muy lejana y se les había impuesto un rey extranjero, de una sociedad y tradición totalmente extrañas. No obstante, la corriente de la Historia estaba allí, tenaz pese a la incomprensión de la monarquía y los vigilantes ingleses. En la asamblea constituyente del año 1844 se presentaron y discutieron ponencias que insistían en la idea revisionista. Para diputados como Ioannis Kolettis aquel Estado que pretendía nacer no podía ser más que el inicio de un proyecto mayor, el retorno de una «nación cristiana» que debía ocupar los estrechos y el antiguo suelo que perteneció a Bizancio, al menos en la época de la dinastía Comneno. El centro no podía ser otro más que la «sagrada polis»: No creáis que consideramos este rincón de Grecia como nuestro país, Atenas nuestra capital y el Partenón nuestro templo nacional. Nuestro país es el vasto territorio en el que se habla la lengua griega y la fe religiosa responde a la Ortodoxia. Nuestra capital es Constantinopla y nuestro templo nacional Santa Sofía, la que fue durante un milenio la gloria de la cristiandad. Tal constituye la que se conocerá a partir de entonces como «Gran Idea» (Megali Idea).

Un credo político que será mayoritario pero no unánime entre aquellos ciudadanos que nos empeñamos en llamar griegos. Porque pasaron muchas desdichas y tal vez los más sensatos vieron la tarea harto difícil, si no imposible. Es probable que incluso hubiera cosas en la existencia mucho más importantes, como el hecho simple de vivir y disfrutar de la paz y las cosas hermosas que siempre ha ofrecido la tierra en el extremo más al sur de los Balcanes. En ese espíritu se abre camino la «nación griega» que hace caso a eruditos foráneos y propios para acercarse hasta su «raíz helena». En el momento del pasaje del bizantinismo al nacionalismo griego hubo, así pues, un retorno hacia la antigüedad, no sin una interpretación en el sentido que le dio la literatura francesa del siglo XVII, nos ha dejado escrito Nicolás Iorga en su «Bizancio después de Bizancio».

Constantinopla. Detalle decorativo en un capitel de Santa Sofía.Entre los que se han quedado dentro de las fronteras otomanas no es menor el desconcierto. Algunos siguen en la romanidad irredentista, otros se adhieren con ingenua fe al esperanzador proyecto de un Bizancio turco-rumi, incluso con el sultán en la cima. Quizás sorprenda, pero son los menos, aquellos que piensan integrarse en la «Grecia nueva», la «yunanistan» de los turcos. Entre el segundo grupo destacan los habitantes de Constantinopla. Poco a poco han elaborado un «segundo Fener», opulentos rumi que renuevan su compromiso tácito con el Sultán, en el periodo dulce del Tanzimat más que nunca.

A principios del siglo XX, Eleuterio Venizelos, el primer ministro griego, escoge bien los aliados y se adhiere al bando ganador en la Primera Guerra Mundial. Y, pese a todo y potencias occidentales en principio renuentes, parece actuar siguiendo la estela del sueño: el 3 de febrero de 1919 en la Conferencia de París, exige las tierras de la Rumelia -nombre bien significativo que se otorgaba por entonces a Tracia- hasta las puertas de Estambul.

Pero los acontecimientos seguirán a renglón seguido un ritmo vertiginoso. El nacionalismo turco, («kemalismo») golpea con fuerza, bien pertrechado por algunas de las potencias que habían derrotado al Imperio Otomano y que buscan ahora un nuevo equilibrio en la zona que propicie sus cercanos intereses coloniales. Los rumi rurales sufren a manos de irregulares y del mismo «turquismo» que recela profundamente de ellos. Los supervivientes del Fener viven a la espera, sin un compromiso definido, siguen la estela del patriarcado, el viejo «rumismo bajo el sultanato». Pero pronto no habrá sultán que les proteja.

El Estado griego, (con un aborrecido rey filo-prusiano y miope que desplaza al genial Venizelos), inicia una guerra imposible con Turquía que acaba en el desastre. La represión que, programada y espontánea a la vez, recae sobre la población rumi es brutal. Exterminio y deportación. En masa llegan a Grecia, sintiéndose seguros en lo físico pero sólo un poco menos extraños que en el mundo ininteligible para su tradición del kemalismo. Los «viejos griegos» convierten en «nuevos griegos» a los pónticos, jónicos, capadocios y constantinopolitanos. No sin dificultad. Bien lo cantaría el poeta Cavafis: Aceptemos entonces la verdad: también somos griegos -¿Qué otra cosa si no?- pero con querencias y emociones de Asia, pero con querencias y emociones que a veces le chocan al Helenismo.

Surge, como en la vecina Turquía, una fiebre igualitaria de trasfondo étnico-cultural. Deberán olvidar sus tradiciones, dialectos y hasta el nombre. No habrá rhomíoi sino helenos y el cruento sueño -para el insigne Arnold Toynbee sería más correcto hablar de «pesadilla»- del Imperio Romano de Oriente se desvanecerá para siempre. Incluso la Iglesia griega, que se desliga del Patriarca de Constantinopla, se adhiere con entusiasmo a ello, porque sobrevive en régimen de monopolio religioso.

En la República de Kemal Ataturk, no más Constantinopla, sólo Estambul; y Santa Sofía, un museo. La capital se va hasta Ankara. Los penúltimos rumi que miran a las aguas mansas del Cuerno de Oro acaban claudicando en la década de los sesenta y, con dolor histórico, engrosan la diáspora. Sólo resta en la megalópolis turca actual una minúscula iglesia bizantina en uso, que también existió antes de la conquista de Mehmet. Se trata de la Panagia Mugliotissa, en el corazón del viejo Fener, hoy un barrio desvalido, donde bullen los emigrantes de profundas convicciones islámicas encontrando cobijo en abandonados hogares que hace poco pertenecían a cristianos. Aún esporádicamente se escucha en ella el Himno Akatistos. Es muy probable que en la siguiente generación eso no sea posible.

Bibliografía

  • CAVAFIS, Constantinos Petros: Poesía Completa, Madrid, Alianza Editorial, 2003.
  • IORGA, Nicolas, Byzance après Byzance, Paris, Balland, 1992.
  • TERNON, Yves, Empire ottoman, le déclin, la chute, l'effacement, Paris, Du Felin-Michel de Maule, 2002.
  • TOYNBEE, Arnold, Los griegos: herencias y raíces, México, Fondo de Cultura Económica, 1988.
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