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ArribaAbajoV. Campañas del Duque de Alba

En cumplimiento de la orden de nuestro digno Director voy á emitir informe sobre la obra que, en dos pequeños volúmenes y con el título de Campañas del Duque de Alba, publicó en 1879 el capitán de infantería D. Francisco Martín Arrúe, profesor entonces de la Academia del arma, comandante ahora, destinado á la Dirección de Instrucción militar.

Autor de varios escritos, muy conocidos en nuestro ejército por lo sano de la enseñanza que encierran, y polemista incansable sobre las cuestiones más interesantes en una época, como la presente, de radical transformación para el organismo de cuantos elementos entran á constituir la fuerza militar de las naciones, se distingue, sin embargo, por sus aficiones históricas y, dentro de   —291→   ellas, por la en él decidida á la biografía de los españoles que mayor celebridad han adquirido en el ejercicio de las armas. Su juventud le hará juzgar algunos de los hechos políticos á que se refiera para el enlace necesario en la narración histórica, objeto de sus tareas, con criterio exageradamente severo quizás, como el de quien no halla mejor conducta para la gobernación de los Estados que la impuesta á los hombres para sus relaciones privadas por las leyes de la moral más rígida; pero rara vez se aparta del fin militar á que se dirige y, para alcanzarlo, no apela á otros resortes que á los del arte y la ciencia de la guerra. Si juzga á Felipe II, por ejemplo, con harta dureza, tratándole de Rey implacable y calificando su política de tenebrosa y cruel, apreciaciones tan en moda entro los que no han tenido tiempo para penetrar en el fondo de los grandes acontecimientos de su reinado con espíritu de prudencia y juicio crítico exento de todo fanatismo político, no pocas veces reconoce en el que empieza por llamar el Prudente un carácter en alto grado español, tan resuelto en este punto como en el del enaltecimiento de la religión católica y de la dignidad del trono que ocupaba. Le pasa, en fin, al Sr. Arrúe lo que á tantos otros en sus escritos sobre el Monarca español, cuyas verdaderas condiciones de gobierno van revelando lo remoto de su tiempo y los hasta ahora inexplorados archivos: obedecen á un sentimiento honrado, pero faltos de la madurez de ideas y la experiencia que, más que otra cosa, proporcionan los años. Y en prueba de este juicio voy á copiar dos párrafos de la obra del Sr. Arrúe, que espero yo lo justifiquen.

Dice así en el capítulo I: «Al combatir los cristianos españoles durante tantos siglos para recuperar el suelo patrio, invadido por una raza enemiga, de contrarias creencias religiosas, tomó también la guerra un carácter esencialmente religioso, y fué la santa cruz la enseña que les cobijó al pelear por su independencia; y enlazadas íntimamente á su vista en la cruz, así en las victorias como en las derrotas, estas dos grandes ideas, de religión é independencia, fundiéndose en una sola ó indivisible, formaron, por decirlo así, el corazón de todos los españoles, y se arraigó profundamente en él la fe católica con la vehemencia y exaltación nacidas al calor de los combates en que derramaron su sangre por ella.»

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»Exigir á un pueblo en tales condiciones que no sea fanático, que no sea intolerante, es un imposible; y censurarle porque lo sea, es acriminar al rayo porque incendia y al fuego porque abrasa.

»En tal situación los ánimos, añade el Sr. Arrúe, fácil le fué á la Santa Inquisición, que en su principio no revistió el torrible carácter que muy pronto tomara, alcanzar rápidamente extraordinario poder, y convertida en sombrío y misterioso instrumento de tiranía y despotismo, ahogar con mano implacable todo adelanto científico y filosófico en España al perseguir la impiedad y la herejía, proporcionándonos en cambio la unidad católica y alejando de nuestro suelo las cruentas guerras religiosas que vastaron los primeros siglos de la Edad Moderna á todo el resto de Europa.

»Y téngase en cuenta que entre los males que el fanatismo trae consigo y los que acarrean la indiferencia y escepticismo, carcoma que corroe la sociedad hoy día, son mayores estos; porque al fin son aquellos producidos por la exaltación de una idea noble y elevada, y el que esta abriga en tanto grado será capaz de tanta abnegación y tantos sacrificios que podrán algunos reportar ventaja para la sociedad, mientras que el frío escepticismo solo trae consigo la desesperación, la duda y la negacíón de todo principio, ó sea la muerte por aniquilación de toda civilización, de toda sociedad.»

Me parece que convendrá la Academia en que verdaderamente existe en los párrafos trascritos la mezcla de honradez en los propósitos y de inexperiencia que yo achacaba no hace mucho á nuestro autor.

El Sr. Arrúe llama á su interesante obra Estudios histórico-militares, título el más propio que podía dársele, y cuyo sentido va en toda ella desenvolviendo tan fácil como lógicamente. Después de un ligero exordio, dirigido á llamar la atención sobre la figura del egregio caudillo que, a su decir, nubló el brillo de los heróicos hechos de sus antepasados y oscureció también con el luminoso rastro que dejaron sus gloriosas empresas las de sus descendientes más ilustres, expone en los dos primeros capítulos el estado floreciente de nuestra patria al advenimiento de Carlos I al   —293→   trono, la preponderancia de nuestras armas, la organización de los ejércitos en aquella época y las rivalidades entre Francia y España, que dieron lugar á la guerra interminable sostenida entre las dinastías reinantes de ambas naciones. Necesita señalar los elementos militares de que va á valerse el genio del Duque de Alba, y lo hace con la brevedad sí, pero con el acierto también que exigen tan alto objeto, la índole de su trabajo y las proporciones que piensa darle.

En lo que no estoy conforme con el Sr. Arrúe, y su mismo libro me dará la razón, es en que «el primer elemento, según dice, en la guerra para constituir un buen ejército, la base para que este lo sea,» haya de buscarse en el soldado, aun aguerrido, disciplinado y valiente como supone al nuestro.

¿Y el general? ¿Es que, no influye principalmente en la organización, la moral, la disciplina y la fuerza que todo esto da á las tropas para los éxitos á que se las destina? Entonces, ¿para qué tanta importancia al vulgar proverbio de que «vale más un ejército de corderos mandado por un león que otro de leones regido por un cordero?» Yo convengo en que nuestro soldado se presenta en el siglo XVI como el primero del mundo. El enemigo no preguntaba, al tratar de saber la fuerza de nuestros ejércitos, el número de los españoles que en ellos iban; pero ¿en qué consiste que con Alejandro, el oplita macedonio no halla obstáculos que le paren, con César no tenga rivales el legionario romano; no los reconozca el prusiano con Federico ni el infante francés con Napoleón? ¡Ah! Cuando desaparecieron de nuestros ejércitos los Córdoba, Pescara, Alba, Farnesio y Fuentes dejó el soldado español de imponer el espanto que en Garellano y en Pavía, en Gemmingen, Amberes, el Catelet y Doullens.

El Sr. Arrúe viene á demostrar esto mismo al revestir á su héroe de esa facultad, solo concedida á los grandes capitanes, de asimilarse moralmente sus tropas, no sólo comunicándoles su espíritu y su valor, sino creando á su lado auxiliares en quienes hasta infunde su ciencia militar, el genio mismo que parece patrimonio exclusivo suyo. Diganlo, sino, Sancho Dávila, su jefe de Estado Mayor, como diríamos ahora, y aquellos maestres de campo Romero, Londoño, Mondragón y tantos otros que, no viviendo   —294→   su maestro, pasarían por serlo ellos, y consumados, en el arte de la guerra.

La escuela, con efecto, no podía ser más instructiva. El Duque de Alba nace con espíritu tan marcial, que á los 17 años abandona secretamente la casa de su abuelo para presentarse al sitiador de Fuenterrabía, el condestable D. Iñigo de Velasco, en demanda de una pica y de puesto de honor en las primeras filas del ejército. En aquel rudo y largo asedio, más que otra cosa, reveló el gran valor y la aptitud militar de que estaba dotado; en su segunda campaña, la de Hungría, eminentemente estratégica, ya hubo quien en un consejo, presidido por el Emperador, dijera que aquel joven sería el mejor capitán de su tiempo: tales fueron, las ideas que desplegó y los conocimientos militares que hizo ver poseía el futuro conquistador de Portugal.

No manda, sin embargo, en jefe todavía: ni allí, ni en Túnez puede mostrarse el Duque de Alba sino en la esfera de un auxiliar; eso sí, tan hábil y ejecutivo que á su esfuerzo y á su golpe de vista se debió principalmente el éxito de la jornada penosísima del 25 de Julio de 1535, que abrió al Emperador las puertas de la ciudad, aun ocupada como estaba por el tan temido Barbaroja. «En una campaña, dice el Sr. Arrúe, en que tomaron parte los capitanes y marinos más célebres de aquel tiempo y el mis Emperador, parecía difícil que el joven Duque de Alba figurase en primer término; pero á pesar de todo, no fué obstáculo para que se distinguiese notablemente por sus eminentes servicios, aun puestos en parangón con los del Marqués del Vasto, Hernando de Alarcón, Doria y D. Alonso de Bazán, y para que su parecer fuese tan atendido como el del mejor en los consejos guerra.»

Donde se ve al de Alba investido con el mando de un ejército es en el Rosellón; y allí, por primera vez también, revela el carácter, nuevo en los caudillos españoles, de, imponiéndose al ardor belicoso de sus subordinados, fiar al talento y á la prudencia la suerte de las batallas, no al variable influjo de la fuerza bruta. Pero donde brilla ese sistema militar de que fué el Duque de Alba el más experto y autorizado maestro, es en las sabias campañas del Danubio y el Elba, en las que no se sabe que admirar   —295→   más, si la prudencia en no comprometer, durante la primera, la honra de las armas imperiales ante un enemigo dotado de la fuerza y el impulso de su primer arranque, ó la energía y la actividad que dieron por resultado la batalla de Mühlberg, la prisión del elector Juan Federico y la disolución de la liga de Smakalda. El mismo plan de no combatir, aun en momentos y ocasiones que otros creían de verdadera oportunidad, economizando la sangre de sus soldados é imponiéndose á las que el señor Arrúe llama precipitaciones y temeridades con que se juega á un azar el resultado de una campaña; el mismo plan se observa en la guerra de Italia, donde, en una arenga admirable, manifiesta el Duque á sus cabos y soldados que no quiere jugar un reino una casaca recamada de oro, la de Guisa.

Flandes, con todo, y sobre todo en la segunda campaña de 1568, es cuando puede decirse que hace escuela ese sistema de combatir, peculiar del Duque de Alba. Me detengo tanto en describirlo, así por lo instructivo que es para los hombres de mi oficio, como por constituir el más bello rasgo de la fisonomía militar del invicto Duque, el característico que le atribuyen cuantos se ocupan en las cosas de la guerra. Y como ahora me toca dejar al Sr. Arrúe la primacía en la emisión de las ideas y opiniones que den por resultado el conocimiento de su héroe, el de las excelencias que atesoró y los lunares que en él se observaron, voy á copiar de su obra un elocuente párrafo, que supongo llenará cumplidamente el objeto mío al mismo tiempo que el de mi ilustrado compañero de armas.

Después de la de Gemmingen, gloria adquirida por el Duque sobre Luis de Nassau y que el Sr. Arrúe hace resaltar con tanto sentido científico como patriotismo, tienen los españoles que hacer frente á otra invasión más formidable aún, regida por el Taciturno en persona y en combinación con los hugonotes franceses, siempre anhelantes por desbaratar los planes políticos y religiosos de su enemigo mortal, aquel á quien llamaban el Demonio del Mediodía. La primera campaña es sumamente rápida, ejecutiva y sangrienta, en proporción de la premura que impone el temor al huracán que amenaza por el lado de la frontera, opuesto al en que en aquellos momentos se batalla. El Sr. Arrúe resume   —296→   su descripción en estas pocas frases: «El 25 de Junio había salido (el Duque) de Bruselas, el 2 de Julio tenía ya reconcentrado su ejército en Bois-le-Duc; el 13 vencía á Luis de Nassau á las puertas de Groninga, y el 21 derrotaba por completo á los vencedores de Heyligerlhée. En menos de un mes que había durado esta campaña, Groninga, antes sitiada, se veía libre de todo peligro; la Frisia occidental, antes dominada por los rebeldes estaba limpia de ellos, y los vencedores de Hoyligerhée se habían convertido en los vencidos de Gemmingen. El Duque de Alba consiguió lo que se había propuesto: vencer pronto y por completo.

Veamos ahora cómo el Sr. Arrúe prepara al lector para el estudio de la segunda campaña.

«Libre ya, dice, de cuidados en las provincias del Norte, volvió otra vez á reconcentrar el ejército en Bois-le-Duc, punto desde el cual, por su situación central, podía fácilmente acudir al de la frontera por donde los rebeldes intentasen la invasión de 1os Países-Bajos. En esta segunda campaña su plan iba á ser completamente opuesto, porque las circunstancias eran también muy distintas. En la primera se propuso obligar pronto á los rebeldes á combatir y acometerles en cuanto les tuviera a su alcance; ahora, á no ser que el enemigo le atacase, pensaba rehuir el combate, y siguiendo á aquel como la sombra al cuerpo, no permitirle un momento de reposo; picarle continuamente la retaguardia, caer para desbaratarlas sobre las fuerzas que destacase con cualquier objeto y guarnecer con numerosas tropas todas las poblaciones de importancia que el enemigo encontrase en su camino, á fin de que no pudiera conseguir una base sólida de operaciones. Los motivos que tenía para obrar de tan distinta manera que en la recien terminada campaña, son fáciles de comprender. Entonces la derrota sufrida por las tropas reales en Heyligerlhée había exaltado á la rebelión los ánimos de los habitantes del país; el ejército de Luis de Nassau se engrosaba de día en día y se esperaba de un momento á otro la invasión en las provincias del centro del príncipe de Orange; por consiguiente el peligro era cada día mayor. Pero ahora, reducido á la nada el ejército de Luis de Nassau, podía el Duque hacer frente con todas sus fuerzas al de Guillermo de Orange, el que no lograría sublevar á su paso el   —297→   país intimidado por la presencia del victorioso ejército real, y marchando los rebeldes, perseguidos de cerca, sin base de operaciones y escasos de recursos, el cansancio, el hambre, la sed y el desaliento irían deshaciendo poco á poco su ejército, que cuanto más numeroso, más privaciones había de experimentar: la batalla de Gemmingen había cambiado radicalmente la situación, de apurada que antes era, en relativamente satisfactoria para el ejército real.»

Copio estos párrafos para que la Academia comprenda la índole del libro del Sr. Arrúe y la manera, esencialmente militar, de su composición. Dedicado á un dignísimo jefe suyo y dirigido á sus compañeros de armas, no aspira sino á poner de relieve las dotes de aquel caudillo incomparable, así las del genio de la guerra de que tan largamente le colmara el cielo, como las de un carácter verdaderamente férreo y un espíritu de orden y disciplina que solo pueden medirse por la ciega obediencia con que se dió á satisfacer las voluntades de su soberano, tan exigente en ese punto. Y el Sr. Arrúe lo consigue cumplidamente en la esfera de sus intenciones modestas y con los medios posibles en sus años y práctica adquirida en la carrera.

Al comenzar la narración de una campaña, describe el teatro en que tuvo lugar con suficientes datos geográficos, aunque, con su habitual modestia, recomendando siempre el examen del mapa correspondiente. Llama después la atención sobre la fuerza de los ejércitos beligerantes, la organización y distribución de las diferentes armas, las condiciones de los principales cabos y de los subalternos de mayor y más justa nombradía; el estado, por fin, de los ánimos en el país para hacer el cálculo de los recursos que de él cabe esperar, según los planes que de una parte y otra van á desarrollarse. Y la relación de los sucesos viene así tan perfectamente hilvanada, puede decirse, que ni necesita grandes aclaraciones luego, ni notas ni adornos tampoco de lenguaje retórico, no el más propio en tal género de composiciones. Porque el lenguaje militar, más que ampuloso ó sutil, debe ser lacónico, sencillo, de frases y conceptos que lleguen fácilmente á la inteligencia de hombres en quienes la rudeza del oficio, generalmente, y la costumbre de los espectáculos á que son llamados, impiden detenerse   —298→   ni deleitarse en aquilatar la elegancia y mucho menos el artificio de cada palabra, prodigio acaso del rigorismo académico.

El Sr. Arrúe, si alguna vez se ha dejado llevar de esa aspiración juvenil de vencer las dificultades de nuestro rico y elocuente idioma, se atiene en lo general de su obra á los preceptos de los escritores militares de mayor autoridad: no muy feliz en el uso del hipérbaton á que con tanto entusiasmo se entrega todo escritor novel, como lo era cuando apareció su obra, se contiene en el arriesgadísimo de las demás figuras de nuestra sintáxis.

No parece que el Sr. Arrúe se haya detenido á buscar en los archivos del Estado y particulares, datos nuevos con que corregir los hasta ahora dados á la publicidad. Ni le hacían falta para su objeto; porque los ya conocidos en las historias escritas y las biografías dadas á luz para hacer resaltar la prócer figura del Duque de Alba, son más que suficientes en la narración de las empresas militares que llevó á cabo con tanta gloria para su nombre como para la patria. El caso en tal género de composiciones, como la de que se trata, es deducir la enseñanza á que abran campó y comunicarla con la doctrina necesaria en la educación del lector, á fin de formarle para la práctica del servicio y de las operaciones militares á que pueda ser llamado en su carrera.

De todo lo expuesto, y sin querer detenerme, en más escrupuloso análisis, vengo yo á inferir que el libro del Sr. Arrúe es digno de particular estimación entre los que se dediquen al estudio de la historia patria y, sobre todo, para los jóvenes oficiales de nuestro ejército, que con su lectura podrán obtener el conocimiento de uno de los más insignes capitanes del siglo XVI con el de los principios fundamentales del arte de pelear en época tan rica de enseñanzas. Y como su distinguido autor ha tenido la atención de remitirlo en donativo á la Academia, creo yo que cumple á esta manifestarle la complacencia con que reconoce el mérito y celebra la utilidad que puede reportar el estudio de tan interesante trabajo.

La Academia, sin embargo, resolverá lo que considere como más conveniente, que de seguro será lo mejor.

JOSÉ G. DE ARTECHE.

Madrid 17 de Octubre de 1884.