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ArribaAbajo Alma, aire, bocas: El beso de Auristela en el Persiles

María Roca Mussons



Universidad de Florencia

The theme of air in Cervantes’s writing is the subject of a project on which I have been working for over a year. The El Toboso conference has given me the chance not only to address this theme from a literary perspective but also to examine the possible influence of the religious, philosophical, and popular beliefs articulated with regard to the binomial air/soul. My analysis focuses on Chapter XIV of Book III of Persiles, where the classical topos of the portrayal of the soul departing the body, and the corresponding ritual kinetics, appear. My study of the theme is organized in two stages: 1) individuation of sources -examination of filters/modalities of reproposition in the Cervantine novel; 2) reflection on the configuration of the episode by means of two literary topoi: «apparent death» and «deceiving the eyes».


Entre cielo y tierra, el aire. Entre vida y muerte, el alma. Para amor y tránsito, las bocas. Beso de amor hereos transformado en virtuosísima pietas con el que la casta protagonista del Persiles se entrega, en un instante desesperado, a la fusión con su espiritualísimo amante.

Una nota y un esclarecimiento. Con la primera daré razón del hecho de que este trabajo forma parte de un proyecto de investigación centrado sobre el tema del «aire» en el Persiles. Empezó en Granada con un episodio brujeril («Del vuelo»), prosiguió en Menorca donde acompañé a la mujer voladora («La mujer») y ahora voy a intentar desplegar el asíndeton con el que llegué al Toboso. El segundo, perfila la ubicación del episodio a tratar: procede de la historia de la mujer voladora y se encuentra engastado en ésta. Entre el asombroso vuelo de Claricia y el relato que ella hace de los sucesos que la han llevado al peligroso incidente, Cervantes nos presenta en escena a Periandro aparentemente muerto (recordemos que ha caído desde lo alto de una torre al intentar salvar, de las manos armadas de un loco, a los hijos y criados de Claricia) y la reacción de Auristela ante el cuerpo inerte de su amado.

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Acerquémonos ya al texto: el narrador da cuenta del terrible estado en el que el protagonista se encuentra contando cómo, después del trágico abrazo y vuelo con el furioso agresor,

Periandro [quedó] vertiendo por los ojos, narices y boca cantidad de sangre; que como no tuvo vestidos anchos que le sustentasen, hizo el golpe su efeto, y dejóle casi sin vida131.


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Por una parte hay que señalar que el cuerpo del protagonista queda marcado con un fuerte signo de muerte: la sangre que mana por los orificios vitales de su rostro. Por otra, se hace evidente que el narrador no tiene ninguna intención de engañar al lector con una falsa pista y, al mismo tiempo, quiere advertirle de que la aventura no ha terminado, pues el protagonista no ha muerto. De ahí ese casi (sin vida) con el que le avisa y hace cómplice de la omnisciencia narrativa. Estas marcas estratégicas sirven para introducir y desarrollar la escena siguiente a través del tema del «engaño a los ojos». Para Auristela, figura construida (como todas las de la novela) para comunicar solamente dentro del mundo de los personajes, queda vedada la información. Otro modelo clásico, el de la «muerte aparente», es el que ahora Cervantes espiga de la tradición y baraja con el anterior para construir, en su variante personal, la continuación del episodio.

Platónicos amantes celados bajo apócrifa fraternidad, Periandro y Auristela sólo en una ocasión habían rozado sus cuerpos en una leve caricia. Y para ello había sido necesario que el joven se desmayase de congoja al escuchar las palabras con que su amada le anunciaba la intención de entrar en un convento. La escena se desarrollaba en la cámara que, en el palacio del rey Policarpo, había sido designada a Auristela, en cuyo lecho ella yacía enferma. Es un episodio en el que se mueven el tema de la gran renuncia por amor y el de la prueba. En su plática al amado, la doncella intentaba sacrificar su amor terreno moviéndose como intercesora de Sinforosa, enamorada princesa que anhelaba las gracias y la alianza de Periandro. Mezclado, entre tanta abnegación, va también el reflejo de unos celos. Periandro, fiel amador, rige la prueba pero no el dolor y, no soportando la idea de la pérdida, sucede que

[...] habiendo oído sus palabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista de los ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dio consigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho.

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Volvió Auristela la suya, y viéndole desmayado le puso la mano en el rostro, y le enjugó las lágrimas, que sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas.


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Caricia de mano delicada en rostro inerme, y sin testigos. Caricia tierna, grata; caricia maternal y púdica.

Larga desviación la que se ha hecho y, sin embargo, creo que necesaria pues, como he apuntado antes, es éste el único momento en el que la gestualidad amorosa se había manifestado precedentemente. Castísimos amantes. Es ésta una de las características principales en la construcción de su tipología, pues así lo requiere, al parecer, la ideología que rige la obra.

Ahora bien, en la prosecución de la escena que estábamos analizando, Auristela, creyendo a Periandro muerto, reacciona impulsivamente y, precipitándose sobre su cuerpo, une la boca a la suya. En este caso, en el escenario se incluye un público.

Una anotación dirigida a la estructura del fragmento: Cervantes, atento calibrador, al abrazo de muerte opone el abrazo de amor siguiendo, con fidelidad, el ritmo interno que caracteriza su prosa: la complementariedad, en este caso, a través de opuestos.

El intercambio de ternezas y mensajes amorosos entre los amantes, habían viajado siempre por el tradicional camino de la mirada. La tradición literaria continuará haciéndolo. Quiero aquí recordar los dos primeros versos del VII soneto de Quevedo: «Si mis párpados, Lisi, labios fueran / besos fueran los rayos visuales» (495). Ahora, los ojos de Periandro están cegados por la sangre. La comunicación vital entre las almas enamoradas ha sido interrumpida. Los spirtus (sobre este tema señalo los estudios de Giorgio Agamben y Guillermo Serés) se encuentran ante una barrera cuya apariencia letal induce, verosímilmente, al engaño. El artificio, perfilado a través de ecos que siguen modelos autorizables, permiten asimismo la credibilidad del evento contado.

Y, cancelada la comunión por medio de las miradas, el narrador puede introducir la textualización de aquel impulso irrefrenable en un espíritu y un cuerpo que no se resignan a la pérdida. Auristela sale de sí, abandona pudores y precauciones y busca, en la unión de su boca con la del amante, la única vía posible para detener el vacío, la muerte, la nada.

Pero Cervantes no construye la reacción de la mujer dentro de una esfera únicamente sensual, en la que eros intentaría así vencer a thanatos. Leamos el fragmento:

Auristela, que ansí le vió, creyendo indubitablemente que estaba muerto, se arrojó sobre él, y sin respeto alguno, puesta la boca con   —157→   la suya, esperaba recoger en sí alguna reliquia, si del alma le hubiese quedado; pero aunque le hubiese quedado no pudiera recibilla, porque los traspillados dientes le negaran la entrada.


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El arranque de la escena posee una connotación que parece (páseseme la paradoja), inequívocamente, pasional. El narrador despoja a la protagonista de todas las sobreestructuras que hasta el momento habían canalizado sus impulsos y la hace actuar fuera de toda reflexión, siguiendo el rojo hilo del instinto. Acto de intimidad amorosa es el que el lector percibe hasta el punto «puesta la boca con la suya», sin que los términos «beso» y «besar» aparezcan en el breve relato. Quizá ello funcione en dos sentidos: como marca de máxima adhesión a una posible fuente a la que más tarde se aludirá y al mismo tiempo como señal del subsiguiente desarrollo de la acción. Ésta se articula introduciendo un nuevo motivo, que hará cambiar de sesgo el significado del gesto instintual. Estoy refiriéndome, por supuesto, al tema del alma-soplo132 (remito a los trabajos de Pablo Jauralde Pou, Alfonso M. di Nola) y a la antigua piadosa costumbre de recibir, quien queda huérfano hasta los labios, de los del muerto, su alma al término de la agonía. Último beso, fusión de almas.

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Esta almita que podemos ver en algunos retablos donde se representan milagros, vidas y muertes de almas beatas, que sale de la boca del muriente como último signo de vida. A veces está simbolizada por unas pinceladas que reproducen un soplo de aire. En otras, la encontramos incluso antropomorfizada en una pequeña criatura que, con los brazos alzados, emprende el vuelo saliendo de la boca para abandonar el cuerpo muerto. En ambos casos existen ejemplos en los que este aire vital, en un último gesto de alquimia amorosa (en sentido lato), es recogido por otra boca: la de una figura que absorbe, aspirando, el signo de la inmortalidad.

El tópico en el que alma y aire se identifican y su correspondiente cinética mortuaria, se encuentra fijado en el Persiles, en varias ocasiones, ofreciéndose al lector en significativas variantes. Como apunta Maurice Molho, evidencia al mismo tiempo la adhesión cervantina a las teorías de Huarte de San Juan (y no sólo) sobre el carácter orgánico del alma razonante, del alma amante. Veamos estos casos:

1.- Después de que Manuel de Sosa Coitiño, el enamorado portugués, ha relatado su lastimosa historia de amor frustrado, el narrador cuenta que:

Y dando un gran suspiro, se le salió el alma, y dio consigo en el suelo.


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La muerte del desdichado amante es descrita sintéticamente (no ya su historia) pero no por ello deja de formalizarse el signo del traspaso en la línea que se ha señalado. Y, en este caso, la ausencia de la otra boca que recibe y asimila el alma amada, traduce la amarga soledad del enamorado, reforzando la tipología del personaje como representante de la muerte por amor no correspondido.

2.- Cuando Ladislao propone el casamiento de Clodio con Rosamunda, ésta así expresa su repulsa:

-Aun bien -dijo Rosamunda- que tengo aquí un cuchillo con el que podré hacer una o dos puertas en mi pecho, por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes, en sólo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.


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Aquí nos encontramos con una variante con la que el autor adereza el diseño de la despreciada cortesana, donde la mención al cuerpo se hace redundante, trágica, teatral: heridas en el pecho lúbrico son, para la retórica de Rosamunda, la salida más pertinente que podría tener su alma.

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3.- Dos caballeros y una hermosa doncella desmayada bajan de una nave, que detiene áncoras donde parte de la compañía peregrina ha encontrado resguardo, después de un naufragio. Es la Isla Nevada. Declaran su decisión de pelear hasta la muerte para alzarse como dueños de la bella inerme. En la lucha, hiérense ambos a muerte. Uno goza de algunos instantes de vida, y pronuncia estas palabras:

Recibe, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío

[...]

el cual [moribundo], puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra.


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La identidad de los caballeros queda silenciada. La joven será reconocida por Auristela: es Taurisa, su doncella cuando se encontraba en poder del príncipe Arnaldo. Identificada la desmayada, el narrador cuenta cómo la protagonista se percata de que, al desvanecimiento, ha seguido la muerte. Queda así cancelada la posibilidad de comunión. La cadena «alma- alientos- boca- alma- aires» creo que es lo suficientemente explícita como para no requerir ulterior comentario.

4.- En un fragmento de la canción que Policarpa entona sobre el dolor que procura el silencio-secreto amoroso, se puede identificar una variante en la que el silencio es parangonado al dolor-muerte y la voz-vida, al alma. Estos son los tercetos:



Salga con la doliente ánima fuera
la enferma voz que es fuerza y es cordura
decir la lengua lo que al alma toca.

Quejándote, sabrá el mundo siquiera
cuán grande fue de amor tu calentura
pues salieron señales de la boca.


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En este caso vemos cómo la voz, enferma de amor, debe salir para aliviar el doloroso sentir. El binomio alma-boca funciona dentro de la línea vital y no de muerte, como en las otras ocasiones. Aurora Egido ha estudiado el tema del silencio en éste y otros episodios del Persiles.

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5.- Último caso, al final de la historia. Periandro, ya en Roma, es herido por Pirro, amante despechado de Hipólita. Y el narrador cuenta:

Este golpe, más mortal en apariencia que en el efeto, suspendió los ánimos de los circunstantes, y les robó la color de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta de sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cuya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo menos Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir de los labios.


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En esta ocasión Cervantes nos presenta el caso de voluntad de muerte por el dolor que causa la muerte del amado. Para ello utiliza asimismo la imagen del alma-boca, con la novedad del augurio de su propia muerte. Auristela está extenuada. El uso del verbo «escupir» referido al alma así parece indicarlo.

La teoría del alma como entidad autónoma del cuerpo e identificada con lo que, en el lenguaje popular, se conoce con «el último suspiro» queda, como demuestran las secuencias evidenciadas, claramente fijada en la filigrana del texto cervantino.

Ahora creo que podemos volver al «apócrifo» beso y comprobar en qué modo a la acción iniciada por Auristela, que parecía moverse insertada en la esfera del amor pagano, subintra el despliegue de la sustracción de lo que de atrevido podía tener el gesto, reintegrándose en la esfera del amor, si no sagrado, sí por lo menos, espiritual. Al lector de nuestros días, este proceso puede parecerle algo contorsionista, pero para los del siglo XVII la pirueta era perfectamente cónsona con su horizonte de expectativa pues respetaba el código referencial. Su eficacia para resguardar la pureza de los gestos y sentimientos expresados, era creíble y segura ya que quedaban incorporados en una acción connotada por la pietas cristiana.

En realidad, la cuestión es más compleja, pues a las calas en la tradición popular y la religión hay que añadir la que Cervantes efectúa en la tradición literaria. Voy a referirme sólo a una fuente (ya señalada por los estudiosos del Persiles) por representar, en el más claro espíritu renacentista, la convergencia de influencias clásicas y la creativa reelaboración del tema133. Me refiero a Garcilaso quien, en su Égloga III (233, vv. 185-192) propone una escena simétrica a la que   —161→   estamos analizando: es la protagonizada por Venus y Adonis, en la muerte de éste. Leámosla:


Adonis éste se mostraba que'ra,
según se muestra Venus dolorida,
que, viendo la herida abierta y fiera,
sobre'l estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del aire que solía dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.


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La lectura del texto garcilasiano y su reflejo en esta secuencia del Persiles nos inducen a un razonamiento: el evidente paralelo entre las dos parejas de amantes (Venus-Auristela y Adonis-Periandro) y la simetría de sus acciones nos permiten aventurar una hermenéutica de la reticencia por la que, a través de un juego de reminiscencias, la dulce-ardiente boca de Venus sobre la de su vehemente amante por muerte vencido, dejaría emerger unos rasgos de sutil ambigüedad a la hora de interpretar el gesto y valoración de su impulso generador.

En la construcción de la escena, un nuevo elemento se interpone a las complejas intenciones de Auristela, dándonos pie para intentar completar la interpretación de la secuencia.

Con el intento de fusión de las almas, Cervantes propone una variante del conocido tema de «la transformación de los amantes». En este caso la identidad se lograría, no a través de la mirada y en las potencias imaginativas del alma guiada por el puro amor, sino mediante un acto de antropofagia simbólica donde la muerte permite al amado ser vestido, por decirlo variando a Garcilaso, con el hábito del amante134.

Y, sin embargo, la conclusión del gesto encontrará un obstáculo. Me estoy refiriendo a «los traspillados dientes» de Periandro que, como una barrera, se interponen a las intenciones de Auristela. Con la introducción de este artificio, Cervantes impide que la escena pueda alumbrarse de matices eróticos que quedan, de este modo, solamente presagiados. Tras la puerta de la boca no hay ningún alma en espera de salir, puesto que la vida, aunque débilmente, señorea. El dolor ante la impotencia silencia a Auristela y la inmoviliza. El   —162→   dolor y el secreto la acercan a su propia muerte. Ahora, el narrador abandona estratégicamente a su protagonista plasmándola inerme ante la certeza de la desgracia. Cervantes hace volar sobre la escena, el aleteo de la muerte, diseñando, en un virtual palimpsesto, la sombría mirada de Medusa.

La geografía que antes vivía de voces y gestos, se transforma improvisamente en un mapa de silencio y estasis. Osando un paralelo en tiempo anulado, puede advertirse que, como en una pintura de Magritte, al lector-espectador le es dado contemplar la escena de una nueva visión: la de dos amantes embozados por silenciadores velos a los que se une una figura femenina que, para reforzar el pathos de la escena, se cristaliza entre árbol y estatua. Es Constanza, la devota amiga de los simulados hermanos a quien el dolor por la escena presenciada va a provocar la metafórica metamorfosis135.

Con este trueque en el planteamiento de la escena, quien lee se ve sumergido en su propio silencio, advirtiendo el silencio del mundo. Desde el punto de vista de la dispositio, Cervantes crea en la novela un ulterior tiempo de suspensión, tanto respecto al lector como respecto a la misma estructura narrativa.

Paralizada la acción y sumergida en una reacción afónica, el narrador puede abandonarla, suspendida en el vacío que ha creado. Y, por contraste, introduce el relato de un nuevo suceso a través de las coordenadas regidas por el movimiento. Se trata de la llegada de una pacífica comitiva (las damas francesas) a la que sucederá otra, en este caso agresiva, cuyos fines desencadenarán una articulada tragedia en la que, la tentativa fallida de un rapto, la muerte del raptor y las heridas recibidas por el defensor, desembocarán en una escena paralela a la que ha quedado precedentemente suspendida.

Antonio, que ha salvado a Feliz Flora matando a su agresor, yace en tierra con la cabeza ensangrentada. Constanza, su hermana, sale de su encantamiento para acudir al supuesto moribundo. Lentamente toda la primera escena empieza a recuperar la movilidad y, con ella, el sonido. Con ironía, el narrador da cuenta del fantasmagórico y materializado silencio que ha regido el desarrollo de las acciones y, con levedad, describe el regreso a la «realidad» de los personajes   —163→   a quienes a causa del dolor o del hierro había silenciado. El pasaje lo realiza utilizando un ritmo lento en el que hace surgir en las protagonistas las iniciales manifestaciones de un retorno a través de signos, que revelan un despertar, un nacimiento. Será la palabra inarticulada, «ayes, gemidos, quejas», la primera señal que marcará la balbuciente incorporación a la vida. Leamos el fragmento:

Hasta aquí, desta batalla pocos golpes de espada hemos oído, pocos instrumentos bélicos han sonado; el sentimiento que por los muertos suelen hacer los vivos no ha salido a romper los aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadas sus quejas; sólo algunos ayes entre roncos gemidos andan envueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristela y Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poder aprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimados corazones. Pero, en fin, el cielo, que tenía determinado de no dejarlas morir tan apriesa y tan sin quejarse, les despegó las lenguas, que al paladar pegadas tenían, y la de Auristela prorrumpió en razones semejantes [...].


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Una vez recuperada la voz, Cervantes la pone en boca de Auristela para que pueda liberar su dolor en la exteriorización del lamento «en re mayor», sobre el abandonado cuerpo que tiene en su regazo. Éstas son sus palabras:

-No sé yo, desdichada, cómo busco aliento en un muerto, o cómo ya que le tuviese, puedo sentirle, si estoy tan sin él, que ni sé si hablo ni si respiro. ¡ay, hermano, y qué caída, ha sido ésta, que así ha derribado mis esperanzas, como que la grandeza de vuestro linaje no se hubiese opuesto a vuestra desventura! Mas, ¿cómo podría ella ser grande, si vos no lo fuérades? En los montes más elevados caen los rayos, y adonde hallan más resistencia, hacen más daño. Monte érades vos; pero monte humilde, que con las sombras de vuestra industria y de vuestra discreción os encubríades a los ojos de las gentes. Ventura íbades a buscar en la mía. Pero la muerte ha atajado el paso, encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá la reina, vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte!


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Acción paralela y especular la que cumple Constanza en relación con su hermano Antonio. Juego de simetrías que refuerzan el sentimiento trágico del momento y que, en un futuro próximo, funcionará para intensificar la felicidad del triunfo de la vida.

La duplicación de los plantos amorosos de hermana hacia hermano tiene también otra función: la de justificar lo que podrían parecer excesos pasionales de Auristela respecto a Periandro.   —164→   Cervantes está apuntando que, ante la muerte, las manifestaciones de dolor-amor son, o pueden ser, apasionadas por incontrolables. Ha hecho correr un riesgo a su protagonista pero acto seguido la ha justificado. Con todo, o por cuestión de asimetría, o por señalar la diferencia entre las parejas que se barajan, el narrador hace que Constanza no busque el alma de su hermano juntando la boca con la suya. Con Cervantes, nunca se sabe, pero él, sí sabe. Lo corrobora la relación de los comentarios de los demás personajes que han asistido a la escena: éstos no fijan su atención en la vehemencia más propia de amante que de hermana que Auristela ha manifestado. Y el narrador explica cómo la curiosidad de la comitiva se había focalizado en las palabras pronunciadas por ésta, relacionadas con la posible pertenencia de los dos protagonistas a la esfera del poder: «[grande linaje], reina, monte, grandeza».

Parece el preludio de una agnición, pues las señales contenidas en el discurso de la protagonista permiten imaginar al lector que cerca está el descubrimiento del secreto. Pero Cervantes ha venido construyendo con eficacia y credibilidad los lazos fraternos y el celado origen que los amantes se han asignado. Ello hace creíble la reacción de la comitiva: tiene más fuerza la imagen impuesta que los signos reveladores que se han deslizado, incontrolados, dentro del llanto.

En la mayoría de los episodios que componen el Persiles, su autor sigue entre otras, una estrategia con la que logra solicitar la atención del lector y maravillarlo: personajes y acciones se mueven dentro de la esfera de lo que parece ser para revelar, más o menos tarde, lo que «objetivamente» es. Creo necesario subrayar que, este juego de apariencias y esencias se complica, se transparenta, se enriquece en suma, con sutil graduación de ambigüedad e ironía.

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Lista de obras citadas

Agamben, Giorgio. «Spiriti d'amore». Stanze. Torino: Einaudi, 1993: 120-129.

Cervantes, Miguel de. Los trabajos de Persiles y Segismunda. Ed. Juan Bautista Avalle-Arce. Madrid: Clásicos Castalia, 1989.

Di Nola, Alfonso. La nera signora. Antropologia della morte. Roma: Newton Compton, 1995.

Egido, Aurora. «Los silencios en el Persiles.» Cervantes y las puertas del sueño. Barcelona: PPU, 1994: 307-330.

——. «El Persiles y la enfermedad de amor». Cervantes y las puertas del sueño. Barcelona: PPU, 1994: 251-284.

——. «El silencio de los perros y otros silencios ejemplares». Voz y letra: Revista de literatura, VI/1 (1995): 5-23.

Jauralde Pou, Pablo. «Imagen y conciencia del cuerpo en la poesía española del siglo XVI». Le corps dans la société espagnole des XVI et XVII siècles . Etudes réunies et présentées par Augustin Redondo. Paris: Publications de la Sorbonne, 1990: 219-232.

Jáuregui, Juan de. Obras completas. II. Ed. Inmaculada Ferrer de Alba. Madrid: Espasa-Calpe, 1973.

Molho, Maurice. «Preface» a su traducción francesa, M. de Cervantes. Les travaux de Persille et Sigismonde. Paris: José Corti, 1994: 7-73.

——. «La religión en Cervantes». Atti delle giornate cervantine. Al cuidado de Carlos Romero, Donatella Pini e Antonella Cancellier. Padova, 1995: 11-24.

Ovidio. Metamorfosis. Torino: Einaudi, 1994: 135-139.

Quevedo, Francisco de. Poesía original completa. Ed. José Manuel Blecua. Barcelona: Planeta, 1981.

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Roca Mussons, María A. «Del vuelo con la hechicera al abrazo de la loba (Libro V, Cap. VIII del Persiles.» Contrapuntos cervantinos. Firenze: Alinea, 1997: 93-107.

——. «La mujer voladora del Persiles: maravillosa verosimilitud». Actas del III-CINDAC (Menorca 1997), en prensa.

Romancero. Ed. Giuseppe Di Stefano. Madrid: Narcea, 1988.

Serés, Guillermo. La transformación de los amantes. Barcelona: Crítica, 1996.

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Torrente Ballester, Gonzalo. La saga/fuga de j.b. 5.ª ed. Barcelona: Destino, 1987.

Vega, Garcilaso de la. Obra poética y textos en prosa. Ed. Bienvenido Morros. Barcelona: Crítica, 1995.