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ArribaAbajoGabriel Miró hacia el esperpento

Nos hemos acostumbrado ya a valorar en la literatura española de los años 1920 a 1930 el esperpento de Ramón del Valle-Inclán como un hallazgo genial e inconfundible. En él se nos ofrece una visión deformada de una España caduca e inoperante, una España vista a través de una lágrima, lo que desdibuja, sin acabar de romperlos, los límites de las cosas y de las gentes. Héroes de Valle-Inclán, modernistas detenidos ante los espejos del callejón del Gato. Espejos cóncavos, convexos, esféricos (vivos aún en la memoria de muchos), que convierten el solemne y medido andar de las Sonatas en el trapicheo de Los cuernos de don Friolera o de La reina castiza.

Pero, ¿no sería posible encontrar una filigrana parecida, una crítica de análogo signo en algún otro escritor del mismo tiempo? Creo que podemos perseguir esa disposición en lugares o pasajes hasta hoy insospechados. Pienso, y solamente cito uno como ejemplo, en un texto de Gabriel Miró. Se trata, concretamente, de un corto capítulo de El obispo leproso (no es raro encontrar casos de vecino aire): La tertulia de Las Catalanas35. En torno a dos mujeres, viejas solteronas llenas de prejuicios y de falsa piedad, se mueven otras mujeres que, como ellas, encierran en su comportamiento todo el engañoso   —108→   celo, la hipocresía que hace odiosa la virtud. Una atmósfera de falaz pudor ciñe a estas mujeres en cuanto se reúnen. Todas ellas representan muy vivamente lo que Miró desea hacer más repelente: la ausencia de calor por la vida, la entidad que para él, Miró, el gran enamorado del mundo, era lo esencial.

Comienza el baile en la calle. Y digo baile, porque el agrio esquinazo del esperpento es en Miró delicioso ballet, es decir, está rodeado de una brisa de envolvente ternura. Miró no disculpa a estos seres alicortos e inútiles, pero tampoco lanza contra ellos un veredicto condenatorio. Los mira como cosas, como otras cosas, recreando la mirada en sus movimientos, en sus silencios y afanes. Exhibe simplemente su ridículo y pobre comportamiento, convirtiéndolo en fría muñequería. Sin embargo, en este corto pasaje, Miró ha exagerado algo las tintas, el meneo autómata típico de tales personajes, «oficialmente buenos». Dos mujeres, la señorita Galindo y la señora Monera, van a la tertulia de las Catalanas. Y ya van por la calle «grifadas de honestidad». En la voz «grifadas» se nos agolpa un gesto de pura cohetería, pero no solamente verbal, sino honda, traspasada a lo más escondido del espíritu. Grifar, llevar grifos, «llevar el pelo alborotado», se usó en la lengua clásica con valores siempre próximos a «cabeza que recuerda la de un grifo, animal mítico», pero hoy se va arrinconando a comarcas laterales o dialectales. En el Levante murciano y alicantino (y en la Mancha albaceteña) es voz que encierra una idea de anormalidad: «llevar el pelo alterado, erizado por peleas, desaseo, etc.». Acarrea una serie de connotaciones con la idea de «violencia». (Recuérdese el mallorquín grifar, «impacientarse, enfurecerse».) De ahí que estas mujeres, «grifadas de honestidad»,   —109→   que, además, «iban entonces muy de prisa», se nos presenten en agrio contraste con los personajes amados de Miró, tan sosegados y serenos. Las dos mujeres andan en azacaneado equilibrio, gesticulantes, acaloradas. Ha comenzado el ballet.

Las Catalanas son dos hermanas solteras, lejana orfandad, presencia acuciante de vacíos prejuicios. Las dos parecen hijas de sí mismas, no nacidas de otra mujer. Miró insiste sobre este rasgo de las solteronas, pretendiendo, de soslayo, demostrar su falta de hálito femenino, su lejanía de los valores excelsos de la mujer. Se trata de dos esperpentos, en el valor más justo y primerizo de la palabra: «Altas, flacas y esquinadas; los ojos, gruesos, de un mirar compasivo; el rostro, muy largo; los labios, eclesiásticos; la espalda, de quilla, y, sobre todas las cosas, vírgenes.» «Solteras. Estatuas, filo y pudor de doncellez perdurable. Para ser vírgenes nacieron.» Las dos mujeres se han colocado ante un espejo cóncavo, que alarga y hace más punzante y esquelética su figura. A diferencia de los héroes de Valle-Inclán, donde todo (gestos, colores, espíritu, la voz) se somete a la deformación del espejo, Miró salva un detalle: el mirar compasivo. Pero ese compasivo, ¿no está dando razón de existencia, de la única existencia posible detrás del engolamiento y la perfidia que adivinamos? ¿De qué se pueden compadecer desde su altura Las Catalanas que no sea una deformación más? Compasivo, ¿representa su auténtico valor, o es una caricatura de todas las miradas posibles, puesta también en la superficie convexa de los ojos, húmeda, risible, aumentando la bastedad espiritual de las mujeres?

Estas dos criaturas anodinas se comportan al unísono dentro de su ruin vivir. Las hemos visto al levantarse el telón. En una lenta contradanza las vemos   —110→   nuevamente armónicas en su necedad y en su insignificancia. «Luego de comer, paseaban entre los cuatro limoneros y las dos palmeras de su huerto...; los árboles y las dos hermanas se reflejaban deformes [¿aún más? ¿No será que comunicaban de su sequedad angulosa la gracia rotunda de los limoneros, tan queridos de Miró?] en las bolas metálicas de jardín, colgadas de los arcos de un cenador de geranios y pasiones.» A la mirada más elemental se le ofrece de nuevo este aire de ballet. Las vemos ir y venir a la vez, haciendo los mismos gestos, los mismos ñoños y embusteros desmayos: «Se cansaban y tosían a la vez, y entraban a sentarse en las butacas de lienzo puestas junto a la verja de la sala.» Sí, se trata de los preliminares de un ballet, callada mímica en la que los personajes se van insinuando plásticamente, dentro de un compás expresivo, delatador. ¡Qué suave, irónica apoyatura de cuerno inglés, de fagot, mientras las hermanas se contemplan en la bola metálica, esa bola que desempeña aquí el mismo papel que el espejo cóncavo en Valle-Inclán! Súbitos golpes de timbal acuerdan las toses simultáneas, en tanto que un ritmo de pasodoble las empuja a la turbia intimidad de su casa: «... entraban a sentarse en las butacas de lienzo puestas junto a la verja de la sala.» Un regaño de contrabajo, pletórico de engordadas vocales y de mediterráneas eles velares, se desprende de la apostilla lingüística: «Les quedaba un poco de deje catalán.»

¿No es un deslumbramiento ver así a las Catalanas? ¿No esperamos ya, al borde del guiñol, de unas marionetas acalenturadas, la llegada al jardín decrépito, a la sala antipática y olorosa a ranciedad, a cerrado, tañida de carcomas, no esperamos la llegada de las mujeres «grifadas de honestidad»? Se van acercando. Las Catalanas, entre tanto, hacen la gran   —111→   faena de su existencia: esperar. Esperar que las otras llamen, una alarma en vilo en el golpeteo sobre la puerta, portador de calamidades, noticias catastróficas, atentados a las buenas costumbres, escandalosas lujurias del prójimo... Todo un viento de perdición. Las Catalanas, sentadas junto al balcón, repasan, en la espera, sus obligaciones periódicas: «Sabían lo que habían de sentir, comer, rezar, vestir y penar en fechas memorables.» He aquí una nueva danza de nuestro ballet. Hemos de suponernos a las dos solteronas espiando la esquina detrás de sus visillos, una zozobra de mínimas alarmas al acecho, mientras dan vueltas en la mano a su calendario de «fechas memorables», repitiendo a la vez, armonía coral, las sonrisas para los días alegres, los gestos desolados para las ocasiones dolorosas. Ir y venir de aspavientos, de ojos al cielo, de manos afligidas. Irrealización sistemática de la vida, burla de los sentimientos que deberían ser nobles y a los que la sequedad de corazón traspasa de arenal y de salina.

Ballet, marionetas, esperpento. Una brisa en creciente, en gesticulación superlativa va a desencadenarse con la llegada de la señorita Galindo, el personaje más desventurado y odioso que Miró ha colocado en sus páginas. Le rebosa piedad, devoción, ejemplaridad. La preocupación por la castidad ajena se le resuelve en una espumilla blanca, siempre refugiándose en la comisura de los labios. Su boca, en constante trance de censura, de admonición amenazadora por la depravación circundante, depravación que, la mayor parte de las veces, no es otra cosa que exaltación gozosa del vivir, bondad ingenua, caridad elemental. La señorita Galindo está saturada de correcta doctrina y de una esterilidad absoluta, agobiada de rencores. Se le adivinan entre los pliegues de su hábito los huesos hirientes, la mordacidad, el   —112→   vaho de perpetuo escándalo, las llaves numerosas con que deja cerrado todo lo de su casa, que nadie toque... Privación por la privación misma: «Elvira precipitose en la sala y sin besar a las dos viejas señoras, les refirió ella sola la depravación de los ingenieros.» Recordemos que llega «grifada de honestidad»; añadamos ahora que «se precipita», y obtendremos una clara visión del gesto, del horror que domina a la pura señorita, también solterona, también torturada de virtudes. Aquelarre de pureza y condenación. Nuevamente el guiñol repite sus añejos ademanes. Los ingenieros extranjeros han hecho la gran ignominia de, después de desnudar a una hermosa ramera, colgarla «entre dos naranjos en flor; ella cantaba, y los hombres la rodeaban campaneándola y dando bramidos. Una hoguera de carne. Tocaban acordeones y parecía envolverles un viento marinero». Así nos lo ha contado Miró unas líneas antes. Nos muestra un cuadro llameante de luz y de perfumes, un cuadro en el que con nítida facilidad podemos ver una bacanal renacentista con una lejanía de mar latino, ya en las orillas del desencanto. Eso hace ahí ese viento marinero, papel parecido al de las velas, Teseo fugitivo, en la Bacanal de Tiziano, del Museo del Prado. ¿Cómo contaría esto la señorita Galindo a sus contertulios? ¿Qué gesto, qué ajado y definitivamente entristecido sarcasmo sería su ademán, reflejado en su propio cuerpo, para indicar la hoguera de carne de la mujer joven y esplendente? En este caso, la pudibunda y sarmentosa señorita Galindo es la imagen de la hermosa mujer, reflejada también en un espejo cóncavo.

Junto a la señorita Galindo, alta, flaca, enjuta, hambrienta de ilusorias venganzas, creciéndose en su propio remango de curiosidades malsanas, la señora Monera -casada, pero estéril- aparece en agudo   —113→   contraste físico. Miró la exhibe con un solo adjetivo: lardosa. No cabe mayor desdén por la gordura espesa, fofa, resudada. Lardosa. Cualquier noticia o chisme que proceda de esta mujer va, forzosamente, lleno de su grasa rezumante. Hinchado también. Lardo, «tocino», «grosura del puerco», es hoy un regionalismo aragonés, que se extiende hasta el extremo sur de la antigua reconquista aragonesa. Probablemente figuraba en el léxico patrimonial de Miró. (En algunas comarcas se usa jueves lardero, «jueves en el que aún se puede comer carne, el anterior a Cuaresma»; también debe recordarse, para el valor de nuestro texto, el catalán llardó, «persona sucia, mancha».) Con ese adjetivo, Miró conduce a la señora Monera ante un espejo convexo, y la gordura se achaparra aún más, ensanchándose en esféricos horizontes, en acerbo contraste con el crecimiento chillón de las delgadísimas contertulias.

Y ya todo el diálogo subsiguiente se desenvuelve en contradanzas. Una alharaca enloquecida, abanicos revueltos, tira y afloja de los pañuelos de la cabeza, atornillarse en los asientos, un echarse las manos a la cabeza y al corazón, alternado vaivén de congojas. Las noticias que se van desnudando, regalándose las solteras de reojo en la desnudez, son todas parecidas: los enemigos de la Fe (que no los hay), censuras a la auténtica virtud refugiada en el palacio episcopal, gazmoñería ante el parto de una mujer (aunque esta mujer sea la reina), remilgos ante las dudas y tormentos de los jóvenes seminaristas... Es decir, vida. Lo que son incapaces de sentir estos muñecos trazados con chafarrinones, con pinceladas donde el pincel se ha transfigurado en implacable bisturí.

La apoteosis final del minúsculo acto la vemos cuando la gordísima Monera, la mujer casada y horra,   —114→   lanza al aire una calumnia contra la mujer hermosa y pura, pura de alma y de conducta, la mujer que centra y condensa todas las envidias de las marionetas. Se acusa a la ausente de haberse puesto completamente desnuda a la luz de la luna, para que la viese el vecino de enfrente. Ante la noticia, las mujeres levantan al cielo ojos y manos, clamantes por el fuego divino. Y luego, mientras el telón va bajando despacito, las mujerucas se miran, casi se palpan, no su virginidad encallecida bajo los hábitos y los lutos, sino su dolida esterilidad, su sed de manantial desecado. El silencio último cuaja en una pena sin orillas por la estulticia y la maldad humanas.

Me gusta ver en este pasaje mironiano (y en otros semejantes) un giro en la tan discutida obra de su autor. Ciertas formas de vida, de actitudes sociales son puestas en notorio ridículo por la literatura de los años veinte. ¿Podríamos pensar en un influjo de Ramón del Valle-Inclán sobre Gabriel Miró? Más bien es, como lo señalé al empezar, la común urdimbre de una época, que, pensando en problemas idénticos, llega a soluciones diversas. En Miró prevalece una indudable aristocracia expresiva, a diferencia del habla del arroyo, elegida y transubstanciada por Valle-Inclán para sus esperpentos. Frente a la mordacidad del escritor gallego, la suavidad luminosa del escritor levantino. Pero detrás del telón que hace enmudecer a estos polichinelas, vive una fe poderosa, un aliento esperanzado por una humanidad mejor, abierta y generosa. Miró, en esas actitudes ridiculizadas en El obispo leproso, veía lo viejo, supervivencias de un mundo que pasó hostilmente. ¿Habría nacido un Miró de nuevas aristas críticas, de camino hacia la caricatura esperpéntica? Existe una carta dirigida a un amigo murciano, escrita en   —115→   febrero de 1927, poco después de la publicación de El obispo leproso, en la que Miró afirma que su literatura no va a ser ya lo que era: «No tema que aparezca en mis libros... Ni el ángel, ni Oleza, ni capellanes, ni devotos. Todo eso se acabó.»36 ¿Pensaría Miró seguir, extremándolo, el camino que vemos en la Tertulia de las Catalanas? Su muerte temprana quizá nos privó del redondeamiento de tal proceso artístico, aún revuelto en El obispo leproso con su tradicional delectación impresionista por la naturaleza.