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ArribaAbajoGabriel Miró y García Lorca: Visión de una cercanía

Las líneas anteriores nos han puesto de manifiesto la posible relación que, como un cuño común, se percibe entre el esperpento de Ramón del Valle-Inclán y algunas actitudes de Gabriel Miró. La realidad se somete a una deformación de cierto tipo en la que predomina, en el lado mironiano, una delicada disculpa, un prodigioso espectáculo. Relación vital entre escritores coetáneos, con problemática idéntica, en la que no es difícil captar la superioridad del esperpento de Valle-Inclán. Vamos a ver ahora un nexo literario más, una nueva filigrana, y esta vez partiendo de Gabriel Miró. Se trata de una filial descendencia de un episodio de El obispo leproso.

Gabriel Miró es maestro excepcional en captar -y en transmitir esa captación- la arista sensual de las gentes. Colores, ruidos, perfumes, sensaciones táctiles se agolpan enredada y vitalmente en cada página, dándonos por sí solos la calidad espiritual del personaje, sus reacciones, sus apetencias y anhelos. Parece que Miró quisiera adscribir, muchas veces, determinados rasgos sensoriales a precisas dotes anímicas. Arte de correspondencias, en último término, heredado del modernismo, que llega ya maduro y depurado al escritor levantino. En este lujo de sensaciones, al borde de una sensualidad   —118→   exaltada, hay ocasiones en que se despliega una verdadera furia vital, con irrefrenable tumulto. Los ojos de Gabriel Miró se complacen entonces en destacar ese poderoso aliento de vida, de alegría derramada. Nada puede detener tal impulso, para el que Miró tiene, como siempre, una disculpa que linda con la complicidad. Hay en su corta, pero intensa, producción algún ejemplo que también puede ser eficaz demostración de esas actitudes coetáneas ante determinadas peculiaridades, prueba rotunda de la filigrana común de que vengo hablando. Pienso concretamente en una semejanza, aproximado tema y análoga creación, entre un pasaje mironiano y otro de Federico García Lorca.

Volvamos de nuevo la vista hacia El obispo leproso. Ya hemos recordado desde otro ángulo el pasaje necesario. Es la misma aventurilla de sol y de lujuria que provoca el escándalo gesticulante de «las Catalanas». La vida conventual y adormecida de Oleza se siente rasgada por el alboroto y el bullicio de una nueva actividad. Invasión de gentes de mil sitios, obreros, ingenieros, sobrestantes, listeros, canteros, herreros... Se va a hacer el ferrocarril, el ramalico de ferrocarril que acercará Oleza a las ciudades que apenas son un nombre para muchos. La música pacífica del azadón huertano se sustituye por los frecuentes, ajetreados golpes de picos y barrenos. Innumerable ir y venir de gentes fugaces... «Y como a todos los ejércitos, le seguía una nube de galloferos, de mercaderes y abastecedores de sensualidades. De Andalucía y de Orán venían mozas galanas, como la Argelina, de tan curiosos afeites, olores y ringorrangos, que las pobres mujeres pecadoras del país se paraban y se volvían mirándola con ojos de mujeres honradas.»

Ringorrangos, afeites, miradas atónitas de las demás   —119→   mujeres. La Argelina, venida de fuera, vuelca sobre la quietud habitual del lugarejo acosado de virtudes una tempestad de inquietud y de lujuria. Para las mujeres acorraladas en el horizonte cotidiano, esta mujer hace soñar con otros fondos, otros hábitos, paisajes diferentes. Escándalo y temor. Y, al lado, otras gentes encuentran en la forastera una decidida afirmación, una gracia especial que supone vida, gozo, enaltecida despreocupación. El ímpetu sensual de la Argelina casa muy bien con la holgada desenvoltura de los ingenieros, que, todas las mañanas, se bañan desnudos en el río, antes de irse a trabajar. Visión plástica de los soldados miguelangelescos de Cáscina, recortados sobre el fondo clásico de cipreses y olivos, de jardín mediterráneo. La orgía pagana se insinúa con facilidad en este ambiente. Y, en efecto, horas después, ya terminada la comida en las obras del ferrocarril, bajo la luz dolorosa de la siesta, esos hombres «habían desnudado a la Argelina, y desnuda del todo la colgaron entre dos naranjos en flor; ella cantaba y los hombres la rodeaban campaneándola y dando bramidos. Una hoguera de carne. Tocaban acordeones y parecía envolverles un viento marinero».

Sí, es el mismo trozo que hemos recordado antes. Había que ponerle de nuevo entero, para facilitar la comprensión, para ir atando cabos. Ya habíamos destacado antes cómo la bacanal renacentista presidía la concepción del trozo. Visión artística de la vida, heredada también del modernismo, pero también, como todo lo modernista de Gabriel Miró, depurada, reinterpretada, sintiendo por cuenta propia y por experiencia intransferible, no mero apoyo erudito y libresco. Ese viento marinero, decíamos, evoca la vela fugitiva, donde escapa Teseo, en la Bacanal de Ticiano, en el Museo del Prado, y los   —120→   acordeones son la acomodación de flautas pánicas, resonantes en todo el clima artístico de este signo. Y los naranjos en flor rubrican de gracia nupcial el pasaje y la aventura. Como es natural, la simple narración del suceso en el ambiente devoto y rígido de la ortodoxia pueblerina tiene que provocar alarmas, dicterios, malestar. De ahí que las castísimas, remilgadas y horras beatas de la ciudad se «grifen de castidad», erizados los cabellos ante la imagen del insólito y descomunal pecado.

El obispo leproso es de 1926. Años después, Federico García Lorca ha escrito su conmovedor drama La casa de Bernarda Alba. También estamos en un medio estrecho, cicatero, obseso de virtudes y perfecciones ejemplares. Las hijas de Bernarda han de medir y conformar sus pasos y su comportamiento a la «norma» impuesta por la madre. Y extrañamente viene a nuestra memoria el episodio mironiano de El obispo, el que acabamos de recordar. Viene en un episodio puramente incidental, contado por la criada, la Poncia, en el segundo acto. (También en Miró es una persona secundaria quien lo cuenta, es decir, en ninguno de los dos casos es algo directo, fundamental, sino puramente adjetivo, no presente en el fluir de la trama principal.) El episodio de El obispo leproso acude a nuestra memoria, no con las aristas insidiosas, suficientes, de las posibles influencias, sino con la difusa luz de lo familiar y trascordado, viejo rostro sonriente que nos agrada reconocer. Todos los lectores recuerdan la escena. Poncia y las hijas de Bernarda Alba, soledad, calor pleno del estío en llamas, cosen, en corro, ropa interior. Se amontonan y desgranan las conversaciones, los comentarios, entre risas cobardes y anhelos inmensos, vanos intentos de horadar la costra del luto. En el recogimiento férreo del quehacer hogareño, Poncia   —121→   cuenta algo. Cuenta cómo han llegado al pueblo los segadores, gentes de otras tierras, lejanas tierras, hombres que vienen a trabajar. El afán de los que en el texto mironiano han venido a hacer el ferrocarril es aquí el de los que llegan a hacer el agosto. Hombres fuertes, recios, de apretados músculos, hechos al sol y al viento. «Como árboles quemados.» La vida les revienta en el gesto: «¡Dando gritos y tirando piedras!» Y también con ellos, como en el caso anterior, llega el pecado. «Anoche llegó al pueblo una mujer vestida de lentejuelas y que bailaba con un acordeón y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar. Yo lo vi de lejos.»

Sí, hay una evidente resonancia. Nos llega el eco, la voz conocida. De nuevo la mujer vestida de una forma llamativa, lo que hace volver la cabeza a todos los que se cruzan con ella en calles y plazuelas. Esas lentejuelas de García Lorca equivalen a los ringorrangos de «la Argelina» mironiana. Y los acordeones resuenan en los dos trozos significativamente. El olivar a que se acogen los segadores es hermano gemelo del naranjal anterior. El olivar trae aquí (como corresponde a todo el texto) un sentido de madurez, de fruto tardío y otoñal, a la vez que viste todo de su trágica severidad, lejos del colorismo sensual mironiano. Ya no hay el perfume sacramental del azahar. Se da más inmediatez al hecho en sí, al bramido de la lujuria, de la pasión que enrojece el verano sofocante. Los dos textos, cada cual a su modo, retratan la particular valoración de sus autores con nítidos perfiles. Estático, contemplativo, admirado, en Miró, quien observa disculpándolo todo, considerándolo casi como una dicha intocable. Sensualidad dramática en García Lorca, detenido en lo pecaminoso con mucha mayor intensidad y ahínco: «... yo misma di dinero a mi hijo mayor   —122→   para que fuera» con una mujer de ésas, agrega Poncia sin temblor de las oyentes.

Repasemos las coincidencias. En uno y otro caso, vienen de lejos, de fuera, tanto la mujer como los hombres. Están ausentes del paisaje habitual, que se estremece en vilo con su presencia. En uno y otro caso, el hecho es narrado por una persona que lo ha visto y que no es personaje capital del conflicto. Un socio del casino de Oleza es quien dice: «¡Lo he visto, lo he visto yo!», socio sin nombre, ni perfiles, ni bulto. Y es Poncia, la criada, la que asegura: «Yo los vi desde lejos», en La casa de Bernarda Alba. El acordeón, los vestidos llamativos... Sí, no hay duda, hay una evidente cercanía. Pero, insisto, no se trata de una inspiración directa. Puede haber habido una lectura atenta de Miró por parte de Federico García Lorca, hecho que me parece indiscutible, y también podemos afirmar que el pasaje mironiano que nos ocupa, trozo de indecible sensualidad a la par que de radiante pureza, dejó profunda huella en Lorca, quien, después, sin recordar su vieja posible fuente, lo desentierra y transforma. Ha sabido, sobre todo, transformarlo dejando que obre sin más sobre la vida atormentada de las cinco solteras enardecidas, en las que el suceso adquiere, sin decirse una sola vez, filos hirientes. La «grifería» de castidad mironiana se convierte en García Lorca en exclamaciones bien representativas de la desazón interior, sorda, que aflige a las hijas de Bernarda Alba: «¿Es eso cierto?»; «Pero, ¿es posible?»; «Nacer mujer es el mayor castigo», etc. Las miradas de las cinco hermanas, escondidas detrás de las celosías, espiando el paso de los segadores, dan al texto una cercana, doliente verdad, que no consigue la deslumbrada y pictórica narración de Gabriel Miró. Pero uno y otro episodio son lo mismo, coincidentes en una vaga   —123→   sombra de recuerdos y lecturas, de análoga raíz confiadamente vivida.

Ya hacía años que Gabriel Miró había muerto cuando García Lorca escribe La casa de Bernarda Alba. Debemos ver en estas semejanzas o coincidencias simples manifestaciones de común predisposición ante los hechos y ante las estimaciones humanas. Del mismo modo que a nadie se le ocurriría hablar de «influjos» (la gran mueca suficiente de los críticos) ante las excursiones a Toledo narradas en La voluntad, de Azorín, y en Camino de perfección, de Pío Baroja37, tampoco cabe hacerlo aquí. (A pesar de la diferencia exagerada del ángulo de mira y de la desproporción cronológica: aquí, con años por medio entre uno y otro escritor, mientras que Azorín y Baroja hicieron la famosa excursión y la publicaron a la vez.) Día a día aparece más compacta y seguida la riquísima mole literaria de los treinta y cinco primeros años del siglo XX, constituida por un ininterrumpido esfuerzo cumulativo de creación. Como en los Siglos de Oro, los temas, los mitos y el anecdotario se repiten, pero dejando siempre un resquicio entornado por el que se desliza la personalidad del escritor. Así acaece también con este leve, pero representativo, confluir de dos grandes creadores, repletos de afirmación ante la vida. Dos voces con iguales armónicos para entender las debilidades humanas y para disculparlas o encarrilarlas.