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ArribaAbajoLiteratura y folklore: los refranes

Fernando Lázaro Carreter


Entre las múltiples fronteras que importan a la Poética, figura la que, con toda seguridad, debe separar los productos literarios de los folklóricos, tantas veces confundidos en la tradición crítica; y bien explicablemente por cierto, si pensamos en la relación efectiva, que, por ejemplo, existe entre los refranes y la primitiva lírica castellana, tan doctamente elucidada por Margit Frenk de Alatorre en un trabajo ya clásico314. Pero relación no implica confusión, y el problema que afronta la ilustre investigadora es, justamente, el de cómo unos dichos sentenciosos parecen transmutarse en cantares y, a la inversa, cómo fragmentos de cantar se incorporan al caudal paremiológico. Ocupándose no hace mucho de tales interrelaciones, el hispanista francés L. Combet ha escrito de manera muy razonable: «il ne faudrait pas croire que le refrán et la copla participent totalement de la même realité poétique [...]; il faut séparer le refrán de ces produits purs de la lyrique populaire que l'on vient d'examiner»315 (es decir los cantares, las seguidillas, los villancicos, etc.).

Sin embargo, esa prudente separación, que puede remitirse a la más general aludida al principio entre Folklore y Literatura, no ha sido observada por muchos, que han tendido a identificar ambos dominios, llevados de un equivocado fervor popularista o de una perfecta incomprensión del hecho literario. Empezando por el ilustre Martín Sarmiento, que aplicaba al asunto la lógica racional del siglo: «Los primeros principios de los versos menores en España habrán sido los adagios o proverbios, y los versos mayores se compondrán de los menores»316. A él lo han seguido, ya sin vacilaciones, Joaquín Costa, Cejador, Sbarbi... La teoría del exclaustrado aragonés resulta bien notable: en las comunidades primitivas debieron de surgir primero los refranes a modo de código social; pero el sentido poético del pueblo los fue enjoyando con toda suerte de adornos, hasta el punto de transformarlos pronto, de aprestes máximas, en beldades dignas de codearse con los partos de las musas. Y, así, por mutación progresiva, se habría llegado del refrán a la copla, al zéjel, al villancico y a la seguidilla. El racionalismo de Sarmiento ha dejado paso aquí a un ingenuo biologismo evolucionista, también propio de su momento. Del mismo modo Alfonso Reyes se mostraba hijo del suyo al escribir: «Interviene por último, en la formación de los proverbios un sentimiento lírico, innato en el espíritu popular y que hace que todos prefieran hablar en verso y no   —140→   en prosa»317. Pero en nuestros días mismos, un eminente lingüista como Eugenio Coseriu, a quien, claro es, no podían ocultársele los múltiples rasgos que oponen los fenómenos folklórico y literario, ha escrito de los refranes (y de otras acuñaciones de lo que él denomina «discurso repetido»), que son «una forma de "literatura" (en sentido amplio, es decir: también ideología, moral, etc.) englobada en la tradición lingüista y transmitida por la misma. Así -prosigue-, los refranes son una forma de la literatura popular española»318. La afirmación vale, por supuesto, si, como Coseriu hace, se escribe la palabra Literatura entre comillas, y si luego se añade que ese término debe tomarse en una acepción no estricta. En cualquier caso, mejor sería definir los refranes como lo que son: manifestaciones folklóricas del discurso repetido -yo prefiero llamarlo «lenguaje literal»-319 incorporadas a la competencia de los hablantes que forman una misma comunidad idiomática.

Sin embargo, el maestro de la Poética actual, Roman Jakobson, sorprendía en 1952 con afirmaciones tan aparentemente extrañas como éstas: La «conception de langage poétique, comme une forme de langage où la fonction poétique est prédominante, nous aidera à mieux comprendre le langage prosaïque de tous les jours, où la hiérarchie des fonctions est différente, mais où cette fonction poétique (où esthétique) a necessairement une place [...]. Il existe de cas-frontières instructifs: la plus haute unité linguistique codée fonctionne en même temps comme le plus petit tout poétique: dans cette aire marginale, les recherches de [...] Shimkin sur les proverbes offrent un thème de réflexions fascinant, le proverbe étant à la fois une unité poétique et une unité phraséologique et une oeuvre poétique»320.

Esta aserción resulta sorprendente sólo si descuidamos el hecho de que Jakobson no habla aquí de «literatura», sino de «poesía», y de que con el término «poesía» (concepto inestable y variable en el curso del tiempo, según declara) quiere aludir más bien a la «poeticidad» que se manifiesta por el hecho de que la palabra se siente como tal palabra, y no como simple sustituto del objeto nombrado, ni como estallido de emoción321. En suma, lo que Jakobson parece decir en ese punto es que el refrán, aun perteneciendo, según su expresión, al «lenguaje prosaico de todos los días» se incorpora a su flujo con las huellas bien visibles de la «función poética», que le imprime rasgos formales muy apartados de los del estándar.

Y no puede ser de otro modo porque a él y a su colaborador Bogatyrev debemos uno de los más inteligentes ensayos publicados hasta ahora acerca de la naturaleza no literaria de las creaciones folklóricas. O, si se prefiere, sobre la necesidad de distinguir entre dos maneras de crear, habitualmente confundidas, y que solemos denominar Literatura y Folklore322.

Por supuesto, al intentar un deslinde entre ambas entidades no se quiere negar que muchísimos productos folklóricos suscitan, en quien los contempla o los oye, ese tipo de reacciones que solemos identificar como estéticas. ¿Quién puede dudar de la hermosura de muchos cantos o de muchas danzas rituales? ¿Y de que en su creación ha intervenido de modo terminante un impulso artístico? Lo que queremos afirmar sólo es la existencia de diferencias entre Literatura y Folklore oral,   —141→   que son principal, aunque no exclusivamente, diferencias de función; y que, por supuesto, el Refranero, en contra del sentir generalizado a que hemos aludido, no puede incluirse bajo rúbricas tales como «Literatura» (o como la acuñada por el folklorista americano W. R. Bascom, de «Arte verbal»323, porque ésta tiende a recubrirse con la anterior). Yo me mantendría en la más aséptica y probablemente más certera denominación de «Folklore oral» para ese tipo de acuñaciones lingüísticas colectivas anónimas, destinadas alguna vez al canto e integradas en la cultura de una colectividad como patrimonio común. Que el paso del Folklore oral a la Literatura sea a veces sumamente fácil, es algo que hemos ya afirmado al comienzo de esta comunicación y que se manifiesta con múltiples ejemplos detectables en la Literatura española. El más visible de todos tal vez sea el tránsito del romancero viejo al nuevo; o la incorporación del primero a la comedia. Fenómenos así se han producido y se producen en el seno de todas las culturas literarias324. Pero esa mutación o esa incorporación sólo son posibles si ha habido un cambio radical de funciones.

¿Quién ha inventado los productos folklóricos? Más concretamente, ¿quiénes son los inventores de los refranes? Dejemos de lado el hecho de que puede rastrearse el étimo de algunos en otra culturas, de donde han sido importados. Y a veces, ¡de qué modo! La máxima de Terencio Veritas odium parit fue convertida por el pueblo castellano en Hocico dambico, varitas os dio padre325. Lo asombroso no es sólo la deformación, sino que al oír esto todos entendían, hacia 1600, que el cantar las verdades al prójimo lo irrita. No me refiero a esta cuestión, sino a la del origen absoluto del Refranero. El debate, como todos saben, se plantea entre quienes postulan un creador individual, y quienes piensan que han sido forjados colectivamente. Problema quizá irresoluble, en el que, sin embargo, un punto parece claro: la colectividad es cocreadora, en el sentido de que pone aduana al empeño de esas acuñaciones por penetrar en los saberes comunes, abriéndola o cerrándola según designios misteriosos326. Y, todavía más, se adueña de las que pasan para configurarlas a su gusto: Hocico dambico, varitas os dio padre.

Henos aquí con el primero de los rasgos diferenciales que apresuradamente voy a apuntar: el proverbio nace, no en el acto de su invención, sino en el de la aceptación y absorción por la comunidad. De ahí que esté sujeto a la irrecuperabilidad   —142→   que Jakobson327 señaló como carácter de lo folklórico. Una obra literaria que no haya tenido acogida en su tiempo, que, incluso, haya permanecido inédita, puede conocer el éxito muchos años después; en cambio, un cantar o un refrán creados y no asimilados se desvanecen para siempre. Ello se debe, claro es, al modo de transmisión oral de tales productos folklóricos; y ese modo de existencia condiciona su función. Porque la literatura se dirige a receptores de cualquier tiempo y lugar, y el refrán a posesores -es decir, a un público que lo hace suyo- en tiempos y lugares concretos. El hecho de que muchos dichos sentenciosos aparezcan en comunidades diversas como fenómenos de préstamo, no invalida la convicción de esas comunidades, que los consideran propios y hasta exclusivos. Las relaciones obra literaria-receptor y obra folklórica-posesor, son bien distintas, e implican funciones bien diferentes para cada uno de sus miembros.

La primera relación, en efecto, es voluntaria. El receptor establece contacto libremente con la pieza artística que le importa, cuando y como quiere; selecciona entre el repertorio que se le ofrece; y su interés excluye muchísimo más de lo que incluye. El Refranero en cambio, en un momento dado y en una sociedad dada, es aprendido, se diría que coercitivamente, por todos los individuos de la colectividad en calidad de rasgo importante para su identificación como miembros de ella. El refrán, al igual que otras manifestaciones folklóricas, presiona, pues, como una necesidad de orden práctico; y de ese orden son sus principales funciones328.

Así, salta a la vista la misión fundamental que desempeña de confirmar la cultura a la que sirve, justificando sus creencias, sus ritos e instituciones. Louis Combet, en su estudio sobre el Refranero español, ha examinado a esa luz numerosas máximas populares referentes al rey, la corte, la nobleza, la clerecía, la justicia, el ejército, la medicina, los estudios, la mujer, etc.: todo un repertorio de órdenes, de prescripciones legales o con valor legal para la antigua sociedad castellana circulaba activamente diluido en la competencia lingüística de los hablantes, sujetándolos a modos de comportamiento que las clases dominantes deseaban ver perpetuados. Es lo que, con terminología a la moda, podríamos denominar función represiva del Refranero. En parte, contrarrestada, claro es, por otras dos funciones compensatorias: la meramente lúdica, y la aliviadora de las mismas represiones que impone, sobre todo en la vida sexual. Pero ambas son tributarias de la primera, la de ejercer un control sobre la sociedad.

Las obras literarias pueden desempeñar también esa misión (y recordaremos todos a Lope de Vega), pero el hecho de que puedan contrariarla atacando las convenciones sociales, revela en la Literatura una capacidad vedada al Folklore. El fenómeno se ha manifestado en las protestas que muchos artistas y pensadores han expresado contra los refranes populares; en la Francia clásica, fueron Adrien de Montluc, Vaugelas y Molière...; y este sentimiento no cesó de crecer, hasta el desprecio que por ellos se sintió en el Siglo de las Luces. En España, en cambio, humanistas, artistas y filólogos han privilegiado secularmente los «evangelios breves» con su estima, y sólo hay unas pocas excepciones insignes. Así, la de Gracián rectificando en el Criticón el contenido de varias docenas de ellos; la de Quevedo; o, ya en el siglo XVIII, la de Feijoo. Quevedo adoptó la actitud más corrosiva: la de burlarse; Gracián y Feijoo, la de discutir y negar su presunta verdad. Y al obrar así, establecían una barrera más, bien clara, entre Folklore y Literatura, ya que los productos de ésta escapan a cualquier intento de verificación. Y si la admiten (obras de tema histórico), la demostración de su verdad o de su falsedad   —143→   no las califica o descalifica estéticamente: perecerán o vivirán por otras razones. Digamos de paso que la rápida desaparición del Refranero en nuestra actual conciencia colectiva, aun lamentándola muchos, y siendo en ciertos aspectos nostálgicos lamentable, no parece indicio valioso de pérdida de aptitudes idiomáticas por parte de los españoles: existen otros síntomas mucho más graves. Revela sólo que la comunidad hispanohablante ha perdido docilidad ante esas consignas acuñadas que, formando red, trabaron y configuraron la sociedad tradicional, imponiéndole virtudes reales o falsas, justificando sus buenas y sus malas acciones, inmovilizándola en conformismos, a veces sumamente cínicos. Ese saber proverbial no es tal saber, como señaló Hegel329, y creo que podemos abandonarlo sin sufrir quebranto. Bien están, como recuerdo del tesoro perdido, los refranes sobre el tiempo, muy vivos aún en el campo... y en los partes meteorológicos.

Ante este sumario intento de excluir esos dichos sapienciales del ámbito de la Literatura, podrá argüirse tal vez que, a pesar de todo, a muchos, su estructura formal los hace ser versos, esto es, organizaciones indiscutiblemente literarias. Jakobson330 adujo el testimonio del psicolingüista francés Marcel Jousse, que, en 1925, reconoció el carácter estrictamente mnemotécnico del ritmo y de la rima paremiológicos, reservando el término verso para la Literatura, y el de esquema rítmico para las acuñaciones populares. Pero esa distinción no creo que diferencie suficientemente los términos que se pretende oponer. Debemos considerar que refrán y poema son «mensajes literales», en el sentido que ya he explicado otras veces de «mensajes destinados a ser reproducidos en sus propios términos» y que, como tales, comparten muchas propiedades entre sí y con los demás productos del lenguaje literal: eslóganes, conjuros, plegarias, reclamos publicitarios, inscripciones, etc. Ritmo significante y rima, no pertenecen, pues, en exclusiva al poema, y lo mismo que no sirven para distinguir a éste del refrán, tampoco son útiles para identificarlos. A simple vista, no parece lo suficientemente clara la oposición entre verso y esquema rítmico según la diferencia terminológica propuesta por Jousse. Tal vez pudiera apuntarse la tendencia al isosilabismo en los productos literarios elaborados, frente a la regularidad mucho menor que se observa en los refranes y en gran parte del folklore oral; pero los romances y tantas estrofas folklóricas regulares hacen que se desvanezca esta presunta diferencia. Quizá la inexistencia de la rima en muchísimos refranes constituyera una marca algo más segura; pero la contradicen en seguida los millares de refranes rimados. Yo no veo método cierto para diferenciar Folklore y Literatura por este camino; la rima y el ritmo significante sólo sirven para oponer el lenguaje literal al fungible o no literal.

Creo que nos acercaremos más a una distinción neta si nos fijamos en algo que ya apuntó Jousse, y que ha formulado A. Taylor con mayor decisión, al preguntarse por las fronteras entre Folklore y Literatura: «An obvious difference is that folklore uses conventional themes and stylistic devices and makes no effort to disguise their conventional quality while literary artist either divests his work of conventional quality by avoiding clichés of either form or matter or [...] charges them with new content»331. Prescindiendo de lo referente al contenido (no porque sea falso, sino porque aquí no interesa), esto sí que es un hecho demostrable. El ritualismo formal de la lírica popular o el romancero viejo ha sido múltiples veces observado: rasgos estructurales que hicieron fortuna en una pieza, se repiten en otras, simplemente porque probaron su eficacia. En los refranes, el fenómeno abruma por su abundancia. Alguien inventó, por ejemplo, el esquema No hay tal   —144→   -como-, y el molde funcionó para estampar varias decenas de dichos sentenciosos ajustados a ese esquema sintáctico:


No hay tal andar como a Cristo buscar
No hay tal caldo como el zumo del guijarro
No hay tal calva como la que está sin pedrada
No hay tal doctrina como la de la hormiga
No hay tal razón como la del bastón, etc., etc.



¿Fue bien recibido el esquema proporcional de, por ejemplo, A casas nuevas puertas viejas? A él se acogieron muchísimas sentencias para beneficiarse de su éxito de difusión:


A asno tonto, arriero modorro
A barba muerta, poca vergüenza
A braga rota, compañón sano
A buena pieza, mala suela
A concejo malo, campana de palo



Y muchas docenas más, que no aspiraban a producir novedades formales, sino a reproducir consentimientos.

La Literatura procede de remotas fuentes folklóricas, pero, al constituirse como tal Literatura, lo que hizo fue ir afirmando una personalidad propia en un largo proceso de secesión, mediante el cual estableció una diferencia cualitativa respecto del Folklore. Nuestras historias literarias no señalan bien cuáles y cómo fueron los pasos de esa transición. Pienso que ello debería entrar dentro de sus preocupaciones, porque ofrecen una imagen turbia o equivocada del acontecer histórico cuando no distinguen entre dos sistemas diferentes de producción y de recepción. Por un lado, el carácter de co-creación y de posesión por parte de los destinatarios que hemos descrito como anejo al Folklore, no precisamente motivado por una obsesión estética; el cual no sólo ha de ser consabido sino que además controla la conducta de los individuos en la sociedad o los hace reconocerse miembros de ella; que adopta para estructurarse modelos cuya fertilidad ha sido demostrada, y que halla en su propia reiteración una vía segura para instalarse en la comunidad. Y por otro lado, el proceso de creación y de recepción típicamente literarios, conducido por un impulso que desconoce el folklore o que no es parte fundamental de su funcionamiento: el deseo de originalidad. Los formalistas rusos vieron muy bien que éste era el estímulo del progreso literario; creo que lo es igualmente de ese lento avance de la Literatura hacia su independencia, a que acabo de aludir. Más aún (y se perdonará la desmesura de esta propuesta que formulo ya al final, y que necesitará mucho espacio para apoyarla con pruebas): sospecho que todo el acontecer literario, y, por tanto, que la historia de cualquier Literatura resulte de dos movimientos alternantes y activísimos; de un lado, el de los escritores que tienden a salirse de las convenciones temáticas y formales del pueblo a que pertenecen, es decir, de su tribu; y de otro, el de la tribu que, con mayor o menor reluctancia, asimila las innovaciones, folklorizándolas en diverso grado, incorporándolas a su sistema de vivir, el cual no puede apropiárselas sin cambiar también un poco. Todo lo no asimilable será espúreo para la tribu, ajeno, y, muchas veces, vituperable y maldito. Podemos llamar originalidad a la escapada del redil tribal, que hace progresar las artes y la vida social. Pero, insisto, haría falta mucho tiempo para fortalecer esta hipótesis con demostraciones. Quedémonos en esto: en que la Literatura, presa de tantas constricciones formales como el Folklore, se ha ido emancipando de él a impulsos de un anhelo de   —145→   libertad. El cual, en sus últimas fases, ha ocasionado, como hemos dicho una víctima insalvable: el Refranero. No nos lamentemos de ello; si acaso, quejémonos de que creencias menos castizas, no elaboradas por nosotros, han tejido a nuestro alrededor otra densa malla de verdades, semiverdades y mentiras. Confesemos también que la Literatura ha contribuido no poco a eso, y que tal vez debamos aguardar a que asuma de nuevo su función liberadora.