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A la mesa con Rubén Darío [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






La décima musa

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, de paso inventor de las reglas del boxeo, se hallaba indignado tras descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces escribió una brevísima nota para el poeta y, muy al estilo británico, se la dejó con el conserje de su club: «Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [sic. El poeta, de brillante ingenio pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.

En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:

«¿Cocinaba él mismo?», pregunta el abogado. «No lo sé», responde Wilde, «nunca he comido en su casa». «¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?», insiste el otro. «No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente...», vuelve a responder Wilde. «Yo no he insinuado que fuera algo malo», comenta el abogado. «No, cocinar es un arte», afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. «¿Otro arte?», pregunta el abogado. «Otro arte», afirma Wilde con toda seriedad.

Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer.

El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada; y aunque fray Luis de León advierte que «grandes vicios son los del comer y beber», considera que más lo son aún «la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros, y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que hay sobre la tierra o en sus entrañas de ella...».

Pero para el tiempo en que Wilde enfrentaba a sus adustos jueces, la cocina era ya, en efecto, otra clase de arte, al menos en Francia. Una de las bellas artes. Cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París, comisionado por el diario La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, y habría de quedarse allí por largos años, ya hace tiempo la cocina ha sido declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea: la musa que «preside los deleites del gusto».

«En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos los tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse "como una de las bellas artes"…», dice Rubén en su crónica «Literatura y cocina».

Desde la primera parte del siglo diecinueve se publican en Francia libros capitales sobre la décima musa:

El Manual de anfitriones y golosos de Grimod de La Reynière, aparecido en 1808.

El arte del cocinero de Antoine Beauvilliers, de 1814.

Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, de 1826, un verdadero clásico en la materia, al que escritores de todas las épocas interesados en las artes culinarias han acudido, empezando por Honoré de Balzac.

El arte de la cocina francesa del siglo XIX, de Marie-Antoine Carême, en 5 volúmenes, aparecido entre 1833 y 1834; y afirma allí con aplomo: «las Bellas Artes son cinco a saber: la pintura, la escultura, la poesía, la música y la arquitectura, la cual tiene como rama principalísima la pastelería», pues para crear la estructura de sus pasteles estudiaba a Tertio y a Paladio.

El calendario gastronómico del barón Léon Brisse, de 1867.

Gastronomía, relatos de mesa, de Charles Monselet, de 1874: un poeta de las sartenes y peroles, que era capaz de decir en el prólogo de ese libro que contiene sus sonetos gastronómicos: «A falta de renombre poético, tan difícil de conquistar, me conformo con un poco de gloria culinaria».

Y La cocina francesa, el arte del buen comer, de Edmond Richardin, de 1913.

Son libros escritos con estilo literario por cocineros de oficio, como el mismo Carême, que estuvo al servicio de Talleyrand, y de reyes y príncipes en diversas capitales de Europa; o por gourmets consumados como La Reynière y Brillat-Savarin, capaces de extraer toda una filosofía del gusto por comer; o por profesionales de categoría, como Beauvilliers, el primero en abrir un restaurante de gran cocina en París. Y en fin, por un cronista culinario como el barón de Brisse, que en su Calendario gastronómico apunta 365 menús, uno por cada día del año; y fue tanto su amor al arte que exaltaba, que terminó casándose con la cocinera de Rossini.

Pero los grandes escritores mismos se ocupan de este asunto tan disminuido al otro lado del canal de la Mancha, donde juzgaban a Wilde, y allí está el Gran diccionario de cocina de Alejandro Dumas padre, escrito en las postrimerías de su vida y no publicado sino después de su muerte. «Se cuenta que cuando se alojaba en un hotel sobornaba a los empleados para que le dejaran entrar en la cocina par trastear entre fogones y tomar nota de los trucos de los grandes maestros», dice Javier Coria; y agrega: «Nieto de un maître del duque de Orleans, en su ilimitada curiosidad, la cocina y la gastronomía ocuparon un lugar destacado...»; y en los hoteles donde se alojaba, «Dumas, en camisa, mete mano a la masa, hace una tortilla fantástica, dora la pularda. Corta la cebolla, remueve las ollas, y les da 20 francos a los pinches».

O las reflexiones de Honoré de Balzac, admirador de Brillat-Savarin, entre ellas su Fisiología gastronómica, parte de un Tratado de la vida elegante que nunca concluyó. Allí define sus sabios Principios generales: «Todos los hombres comen; pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber. Hay infinidad de matices delicados, profundos, admirables entre estos dos extremos...». Es un homenaje al dictum supremo ya antes pronunciado por Brillat-Savarin: «Los animales pacen, el hombre come; pero únicamente sabe hacerlo quien tiene talento».





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