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A vueltas con el lastre teatral

Juan A. Ríos Carratalá





Los profesores de historia del teatro también dependemos del azar de una llamada telefónica o un correo electrónico. Nos gustaría poder elegir siempre el tema de nuestros artículos o ponencias, pero a veces nos viene impuesto por el encargo de un colega a quien no debemos decir no por diversas razones. Esta circunstancia nos obliga a leer textos de los que habríamos prescindido sin ningún remordimiento, ver obras que apenas nos interesan o escribir sobre quienes nos merecen un respeto relativo por sus creaciones. Cuando así sucede conviene echar el freno, buscarle la punta al tema y tratar de sacar alguna conclusión positiva. No resulta fácil y, a veces, lamentamos haber aceptado un encargo que se convierte en un desafío de imposible resolución.

Hace algunas semanas, me invitaron a participar en un nuevo monográfico sobre las relaciones entre el teatro español y el cine. Sus coordinadores conocían mis trabajos acerca de los dramaturgos y cineastas de «la otra generación del 27», la de unos humoristas con quienes desde hace años mantengo una relación de amor y odio que considero oportuna para evitar el panegírico académico o el ajuste de cuentas. A la hora de concretar el tema de mi contribución, descarté a Edgar Neville porque acabo de dedicarle un libro y supongo que nada puedo añadir. Puestos a repetirnos, al menos conviene dejar pasar un tiempo prudencial. Otros autores también quedaron descartados porque ya estaban previstos algunos artículos sobre sus obras adaptadas al cine y, finalmente, me quedé con Miguel Mihura.

Nunca es una mala elección en comparación con la mayoría de los comediógrafos de su época que, en el mejor de los casos, se conservan en el formol de algunos voluntariosos estudios académicos. La bibliografía crítica de Miguel Mihura es abundante y completa, aunque siempre haya alguien dispuesto a lamentar que no se hable más del autor de Tres sombreros de copa. Una supuesta injusticia que no se ajusta a la realidad de los datos. Conviene conocer esa bibliografía para no descubrir el Mediterráneo, evitar el lugar común con el que salir del paso en una entrevista y matizar algunas opiniones apresuradas sobre Miguel Mihura. A pesar de la proliferación de estudios con motivo del centenario de su nacimiento (1905), los responsables del monográfico me dijeron que quedaba pendiente un análisis de la última adaptación cinematográfica de su Ninette, la realizada por José Luis Garci en 2005 para sumarse a dicho centenario. Lo comprobé y acepté el envite.

Había visto la película protagonizada por Elsa Pataky y Carlos Hipólito, me había parecido inferior a otras adaptaciones cinematográficas y televisivas de la misma obra de Miguel Mihura y, sin ningún remordimiento, la había olvidado como tantas otras películas que nos resultan indiferentes. La realización del citado trabajo me obligó a verla de nuevo, desmenuzarla para conocer los criterios de la adaptación firmada por José Luis Garci y Horacio Valcárcel, recabar las opiniones de sus responsables, recopilar las críticas publicadas en diversos medios... y reflexionar a la búsqueda de una justificación para lo que me acabó pareciendo un desaguisado. La conclusión resultaba obvia: una adaptación cinematográfica presentada como «homenaje a Miguel Mihura» era, en realidad, una película que partía de una desconfianza absoluta hacia los valores teatrales de su exitosa comedia de 1964.

Después de un par de décadas dedicadas al estudio de las relaciones entre el teatro y el cine, estoy acostumbrado a ver cualquier tipo de desaguisado en el tema de las adaptaciones. No obstante, el caso de Miguel Mihura y José Luis Garci me alarmó porque se daban unas circunstancias poco habituales que podrían haber propiciado un resultado más positivo. He visto directores y guionistas que parecen odiar a los dramaturgos cuyas obras dicen adaptar. Al igual que algunos directores teatrales con un desmesurado afán de protagonismo, parten de la imaginada necesidad de corregirlas, limarlas, alterarlas, trocearlas… para darles una impronta peculiar que consideran imprescindible y adaptarlas, se supone, a los nuevos tiempos o al medio cinematográfico. Dicen así evitar el temido «laste teatral», un lugar común del que tanto se habla sin que nadie se sienta obligado a concretar los síntomas de su existencia ni a demostrar que, en realidad, siempre sea un verdadero lastre para el disfrute de la película por parte del espectador. La pregunta que me hago en estos casos es muy simple: ¿por qué eligieron esa obra teatral en concreto? Si la consideraban tan «lastrada» por su origen, ¿por qué no escribieron un guión original y lo presentaron como tal? A menudo, la respuesta es desalentadora e incluye la descripción de comportamientos que van desde lo patológico hasta lo picaresco, pasando por una amplia gama de manifestaciones de la suficiencia más pedante o de un criterio propio y justificado que brilla por su ausencia.

La trayectoria de José Luis Garci y de su habitual guionista, Horacio Valcárcel, permitía augurar un mejor resultado. El primero es locuaz y ha manifestado en repetidas ocasiones, de palabra o por escrito, su admiración por los humoristas del 27, incluyendo comparaciones con sus admirados maestros norteamericanos de la comedia que derivan en la consabida hipótesis: «Si Miguel Mihura hubiera nacido en Estados Unidos...» Su simple enunciación me suena a rancia. José Luis Garci está instalado en la nostalgia desde sus primeras películas, pero las últimas parecen, además, un desafío propio de quien se niega a circular por los cauces del presente. Un director dispuesto a resucitar textos teatrales como los de Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga, que se interesa por trasnochados conflictos como el recreado por Benito Pérez Galdós en El abuelo y que consigue sacar adelante una filmografía, película tras película, sin atender a las demandas del momento me sorprende y hasta desconcierta. No obstante, a veces he disfrutado viendo sus obsesiones cinematográficas y también le imaginaba capaz de acercarse a un clásico moderno como Miguel Mihura con una actitud de respeto y admiración, coherente con sus palabras de entusiasmo que rozan el panegírico. Así se manifestó José Luis Garci en las entrevistas concedidas con motivo del estreno, incluso en la película aparenta esa actitud hasta hacerla creíble para el espectador que no sea un buen conocedor de la obra teatral adaptada. Sin embargo, un análisis pormenorizado de su versión revela hasta qué punto el texto original del comediógrafo queda desvirtuado en aspectos fundamentales. Y no por razones estrictamente cinematográficas, sino por una patológica desconfianza hacia lo teatral, que parece de obligado contagio entre buena parte de nuestros cineastas.

No voy a entrar en los pormenores de un proceso de desnaturalización en el diálogo, el ritmo y la construcción dramática que se puede observar en la película de José Luis Garci, puesta a disposición de la deslumbrante Elsa Pataky para su lanzamiento como estrella con gancho mediático. Baste con señalar que algunos intérpretes, en las entrevistas concedidas durante la promoción, dijeron desconocer si sus diálogos habían sido escritos por Miguel Mihura o los guionistas. No era una tarea compleja, al menos si se hubieran molestado en leer varias comedias del primero. Los remiendos y añadidos se notan siempre, a veces chirrían, pero lo más grave es percibir la desconfianza hacia dos textos teatrales -también se incluye Ninette, modas de París, la continuación de la comedia original- que los guionistas se sienten obligados a mutilar, parcelar y condensar para vete a saber qué. Y lo hacen en un clima de absoluta impunidad, basado en un tácito consenso donde nadie parece obligado a defender la virtualidad cinematográfica de un autor como Miguel Mihura, que antes de triunfar en los escenarios trabajó durante dos décadas como guionista y fue el responsable de los diálogos de numerosas películas. Tras el frustrado intento de estrenar Tres sombreros de copa, el comediógrafo madrileño se formó en el cine, modernizó en España la concepción del diálogo, demostró su pericia para la escritura cinematográfica en contraposición con la inmensa mayoría de los autores teatrales de su época... Nada de esto parece importar como antecedente a tener en cuenta. A tenor de lo visto en la película de José Luis Garci, en el caso de una adaptación cinematográfica sus obras también deben ser troceadas y alteradas hasta resultar poco menos que irreconocibles en algunos aspectos. No siempre ha sido así en el cine español. En los años sesenta, directores como Fernando Fernán-Gómez y José Mª Forqué demostraron que el respeto a las comedias de Miguel Mihura, llevado hasta la literalidad en varios casos, podía ser la base de unas películas divertidas que todavía se contemplan con agrado. Eran otros tiempos. También era otra la actitud hacia el teatro.

Si esta desconfianza y falta de respeto se da con un clásico del siglo XX como es Miguel Mihura y en una película de un admirador suyo que pretende rendirle homenaje con motivo de su centenario, ¿qué puede suceder con los dramaturgos actuales en el caso de que sus obras sean llevadas al cine? Me temo que cualquier resultado entra en lo previsible, incluso los más positivos. El grado de desconcierto y subjetividad en el tema de las adaptaciones ha llegado a un límite donde todo es posible en la más absoluta impunidad. Conviene evitar lo apocalíptico porque tal vez sea una circunstancia con la que debamos convivir durante mucho tiempo, pero lo realmente preocupante es la progresiva falta de respeto hacia lo teatral. En este caso, el cine actúa en la misma línea que otros medios creativos o de comunicación, incluso de una manera más moderada si lo ponemos en comparación con la prensa o la prepotente televisión. El propio José Luis Garci dice ir al teatro con asiduidad desde hace décadas, me consta el interés de varios directores cinematográficos por una cartelera que siguen a la búsqueda de referencias para sus obras. Pero, llegados al momento de la adaptación, a menudo prevalecen otros criterios donde la desconfianza hacia lo teatral y su imaginado lastre se percibe debajo de las más variadas excusas o coartadas.

Me temo que nos encontramos ante una batalla definitivamente perdida por la desigualdad de las fuerzas contendientes. Debemos actuar, pues, desde la consciencia de nuestra derrota. De acuerdo, pero también estamos obligados a denunciar la falsedad de algunos imaginarios homenajes, a criticar la utilización en vano de prestigiosos nombres teatrales y a desenmascarar unas prácticas irrespetuosas con unos textos que debieran formar parte de nuestro patrimonio cultural, aunque sean comedias protagonizadas por mujeres tan sugerentes como Ninette. Lo realizado por José Luis Garci con la obra de Miguel Mihura es similar a lo perpetrado hace algunos años por Luis Cobos con respecto a la música clásica. Entonces se levantaron las voces de quienes a menudo fueron presentados como puristas, un término cuya connotación negativa no alcanzo a comprender. En el caso de las obras teatrales, nadie parece obligado a protestar, tal vez porque el teatro anda tan relegado que apenas si cuenta con esa testimonial colaboración. Mal asunto, pero quede apuntada esta denuncia como aviso para caminantes mientras espero que, algún día, un cineasta me explique bien, con detalles concretos y contrastados, lo del «lastre teatral», sobre todo después de contemplar algunas obras maestras del cine cuya teatralidad es una feliz constante. Ese día me lo creeré, mientras tanto pensaré que a menudo es una coartada para mediocres y temerosos.





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