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Abel Martín. Cancionero de Juan de Mairena. Prosas varias

Antonio Machado

[Nota preliminar: El texto que presentamos a continuación reproduce fielmente la edición impresa por la Editorial Losada en 1943. Únicamente se han corregido errores tipográficos claros.]

portada

CANCIONERO APÓCRIFO DE ABEL MARTÍN1

La obra

Abel Martín dejó una importante obra filosófica (Las cinco formas de la objetividad, De lo uno a lo otro, Lo universal cualitativo, De la esencial heterogeneidad del ser) y una colección de poesías, publicada en 1884 con el título de Los complementarios.

Digamos algo de su filosofía, tal como aparece, más o menos explícita, en su obra poética, dejando para otros el análisis sistemático de sus tratados puramente doctrinales.

Su punto de partida está, acaso, en la filosofía de Leibniz. Con Leibniz concibe la real, la sustancia, como algo constantemente activo. Piensa Abel Martín la sustancia como energía, fuerza que puede engendrar el movimiento y es siempre su causa; pero que también subsiste sin él. El movimiento no es para Abel Martín nada esencial. La fuerza puede ser inmóvil -lo es en su estado de pureza-; mas no por ello deja de ser activa. La actividad de la fuerza pura o sustancia se llama conciencia. Ahora bien, esta actividad consciente, por la cual se revela la pura sustancia, no por ser inmóvil es inmutable y rígida, sino que se encuentra en perpetuo cambio. Abel Martín distingue el movimiento de la mutabilidad. El movimiento supone el espacio, es un cambio de lugar en él, que deja intacto el objeto móvil; no es un cambio real, sino aparente. «Sólo se mueven -dice Abel Martín- las cosas que no cambian». Es decir, que sólo podemos percibir el movimiento de las cosas en cuanto en dos puntos distintos del espacio permanecen iguales a sí mismas. Su cambio real, íntimo, no puede ser percibido -ni pensado- como movimiento. La mutabilidad, o cambio sustancial, es, por el contrario, inespacial. Abel Martín confiesa que el cambio sustancial no puede ser pensado conceptualmente -porque todo pensamiento conceptual supone el espacio, esquema de la movilidad de lo inmutable-; pero sí intuido como el hecho más inmediato por el cual la conciencia, o actividad pura de la sustancia, se reconoce a sí misma. A la objeción del sentido común que afirma como necesario el movimiento donde cree percibir el cambio, contesta Abel Martín que el movimiento no ha sido pensado lógicamente, sin contradicción, por nadie; y que si es intuido, cosa innegable, lo es siempre a condición de la inmutabilidad del objeto móvil. No hay, pues, razón para establecer relación alguna entre cambio y movimiento. El sentido común, o común sentir, puede en este caso, como en otros muchos, invocar su derecho a juzgar real lo aparente y afirmar, pues, la realidad del movimiento, pero nunca a sostener la identidad de movimiento y cambio sustancial, es decir, de movimiento y cambio que no sea mero cambio de lugar.

No sigue Abel Martín a Leibniz en la concepción de las mónadas como pluralidad de sustancias. El concepto de pluralidad es inadecuado a la sustancia. «Cuando Leibniz -dice Abel Martín- supone multiplicidad de mónadas y pretende que cada una de ellas sea el espejo del universo, o una representación más o menos clara del universo entero, no piensa las mónadas como sustancias, fuerzas activas conscientes, sino que se coloca fuera de ellas y se las representa como seres pasivos que forman por refracción, a la manera de los espejos, que nada tienen que ver con las conciencias, la imagen del universo». La mónada de Abel Martín, porque también Abel Martín habla de mónadas, no sería ni un espejo ni una representación del universo, sino el universo mismo como actividad consciente: el gran ojo que todo lo ve al verse a sí mismo. Esta mónada puede ser pensada, por abstracción, en cualquiera de los infinitos puntos de la total esfera que constituye nuestra representación espacial del universo (representación grosera y aparencial); pero en cada uno de ellos sería una auto-conciencia integral del universo entero. El universo, pensado como sustancia, fuerza activa consciente, supone una sola y única mónada, que sería como el alma universal de Giordano Bruno (Anima tota in toto el qualibet totius parte).

En la primera página de su libro de poesías Los complementarios, dice Abel Martín:

   Mis ojos en el espejo

son ojos ciegos que miran

los ojos con que los veo.


En una nota, hace constar Abel Martín que fueron estos tres versos los primeros que compuso, y que los publica, no obstante su aparente trivialidad o su marcada perogrullez, porque de ellos sacó, más tarde, por reflexión y análisis, toda su metafísica.

La segunda composición del libro dice así:

   Gracias, Petenera mía;

por tus ojos me he perdido;

era lo que yo quería.


Y añade, algunas páginas más adelante:

   Y en la cosa nunca vista

de tus ojos me he buscado:

en el ver con que me miras.


En las coplas de Abel Martín se adivina cómo, dada su concepción de la sustancia, unitaria y mudable, quieta y activa, preocupan al poeta los problemas de las cuatro apariencias: el movimiento, la materia extensa, la limitación cognoscitiva y la multiplicidad de sujetos. Este último es para Abel Martín, poeta, el apasionante problema del amor.

Que fué Abel Martín hombre en extremo erótico lo sabemos por testimonio de cuantos le conocieron, y algo también por su propia lírica, donde abundan expresiones, más o menos hiperbólicas, de un apasionado culto a la mujer.

Ejemplos:

   La mujer

es el anverso del ser.


(Página 22)



   Sin el amor, las ideas

son como mujeres feas,

o copias dificultosas

de los cuerpos de las diosas.


(Página 59)



   Sin mujer

no hay engendrar ni saber.


(Página 125)



Y otras sentencias menos felices, aunque no menos interesantes, como ésta:

   ... Aunque a veces sabe Onán

mucho que ignora Don Juan


(Página 207)



Que fué Abel Martín hombre mujeriego lo sabemos, y, acaso, también onanista; hombre, en suma, a quien la mujer inquieta y desazona, por presencia o ausencia. Y fué, sin duda, el amor a la mujer el que llevó a Abel Martín a formularse esta pregunta: ¿Cómo es posible el objeto erótico?

De las cinco formas de la objetividad que estudia Abel Martín en su obra más extensa de metafísica, a cuatro diputa aparenciales, es decir, apariencias de objetividad y, en realidad, actividades del sujeto mismo. Así, pues, la primera, en el orden de su estudio, la x constante del conocimiento, considerado como problema infinito, sólo tiene de objetiva la pretensión de serlo. La segunda, el llamado mundo objetivo de la ciencia, descolorido y descualificado, mundo de puras relaciones cuantitativas, es el fruto de un trabajo de desubjetivación del sujeto sensible, que no llega -claro es- a plena realización, y que, aunque a tal llegara, sólo conseguiría agotar el sujeto, pero nunca revelar objeto alguno, es decir, algo opuesto o distinto del sujeto. La tercera es el mundo de nuestra representación como seres vivos, el mundo fenoménico propiamente dicho. La cuarta forma de la objetividad corresponde al mundo que se representan otros sujetos vitales. «Éste -dice Abel Martín- aparece, en verdad, englobado en el mundo de mi representación; pero, dentro de él, se le reconoce por una vibración propia, por voces que pretendo distinguir de la mía. Estos dos mundos que tendemos a unificar en una representación homogénea, el niño los diferencia muy bien, aun antes de poseer el lenguaje. Mas esta cuarta forma de la objetividad no es, en última instancia, objetiva tampoco, sino una aparente escisión del sujeto único que engendra, por intersección e interferencia, al par, todo el elemento tópico y conceptual de nuestra psique, la moneda de curso en cada grupo viviente».

Mas existe -según Abel Martín- una quinta forma de la objetividad, mejor diremos una quinta pretensión a lo objetivo, que se da tan en las fronteras del sujeto mismo, que parece referirse a un otro real, objeto, no de conocimiento, sino de amor.

Vengamos a las rimas eróticas de Abel Martín.

El amor comienza a revelarse como un súbito incremento del caudal de la vida, sin que, en verdad, aparezca objeto concreto al cual tienda.

Primavera

   Nubes, sol, prado verde y caserío

en la loma, revueltos. Primavera

puso en el aire de este campo frío

la gracia de sus chopos de ribera.

   Los caminos del valle van al río

y allí, junto del agua, amor espera.

¿Por ti se ha puesto el campo ese atavío

de joven, oh invisible compañera?

   ¿Y ese perfume del habar al viento?

¿Y esa primera blanca margarita?...

¿Tú me acompañas? En mi mano siento

   doble latido; el corazón me grita,

que en las sienes me asorda el pensamiento:

eres tú quien florece y resucita.


«La amada -dice Abel Martín- acompaña antes que aparezca o se oponga como objeto de amor; es, en cierto modo, una con el amante, no al término, como en los místicos, del proceso erótico, sino en su principio».

En un largo capítulo de su libro De lo uno a lo otro, dedicado al amor, desarrolla Abel Martín el contenido de este soneto. No hemos de seguirle en el camino de una pura especulación, que le lleva al fondo de su propia metafísica, allí donde pretende demostrar que es precisamente el amor la autorrevelación de la esencial heterogeneidad de la sustancia única. Sigámosle, por ahora, en sus rimas, tan sencillas en apariencia, y tan claras que, según nos confiesa el propio Martín, hasta las señoras de su tiempo creían comprenderlas mejor que él mismo las comprendía. Sigámosle también en las notas que acompañan a sus rimas eróticas.

En una de ellas dice Abel Martín: «Ya algunos pedagogos comienzan a comprender que los niños no deben ser educados como meros aprendices de hombres, que hay algo sagrado en la infancia para vivido plenamente por ella. Pero ¡qué lejos estamos todavía del respeto a lo sagrado juvenil! Se quiere a todo trance apartar a los jóvenes del amor. Se ignora o se aparenta ignorar que la castidad es, por excelencia, la virtud de los jóvenes, y la lujuria, siempre, cosa de viejos; y que ni la naturaleza ni la vida social ofrecen los peligros que los pedagogos temen para sus educandos. Más perversos, acaso, y más errados, sin duda, que los frailes y las beatas, pretenden hacer del joven un niño estúpido que juegue, no como el niño, para quien el juego es la vida misma, sino con la seriedad de quien cumple un rito solemne. Se quiere hacer de la fatiga muscular beleño adormecedor del sexo. Se aparta al joven de la galantería, a que es naturalmente inclinado, y se le lleva al deporte, al juego extemporáneo. Esto es perverso. Y no olvidemos -añade- que la pederastia, actividad erótica desviada y superflua, es la compañera inseparable de la gimnástica».

Rosa de fuego

   Tejidos sois de primavera, amantes,

de tierra y agua y viento y sol tejidos.

La sierra en vuestros pechos jadeantes,

en los ojos los campos florecidos,

   pasead vuestra mutua primavera,

y aun bebed sin temor la dulce leche

que os brinda hoy la lúbrica pantera,

antes que, torva, en el camino aceche.

   Caminad, cuando el eje del planeta

se vence hacia el solsticio de verano,

verde el almendro y mustia la violeta,

   cerca la sed y el hontanar cercano,

hacia la tarde del amor, completa,

con la rosa de fuego en vuestra mano.


(Los complementarios, pág. 250)



Abel Martín tiene muy escasa simpatía por el sentido erótico de nuestros místicos, a quienes llama frailecillos y monjucas tan inquietos como ignorantes. Comete en esto grave injusticia, que acusa escasa comprensión de nuestra literatura mística, tal vez escaso trato con ella. Conviene, sin embargo, recordar, para explicarnos este desvío, que Abel Martín no cree que el espíritu avance un ápice en el camino de su perfección ni que se adentre en lo esencial por apartamiento y eliminación del mundo sensible. Éste, aunque pertenezca al sujeto, no por ello deja de ser una realidad firme e indestructible; sólo su objetividad es, a fin de cuentas, aparencial; pero, aun como forma de la objetividad -léase pretensión a lo objetivo-, es, por más cercano al sujeto consciente, más sustancial que el mundo de la ciencia y de la teología de escuela: está más cerca que ellos del corazón de lo absoluto.

Pero sigamos con las rimas eróticas de Abel Martín.

Guerra de amor

   El tiempo que la barba me platea,

cavó mis ojos y agrandó mi frente,

va siendo en mí recuerdo transparente,

y mientras más al fondo, más clarea.

   Miedo infantil, amor adolescente,

¡cuánto esta luz de otoño os hermosea!,

¡agrios caminos de la vida fea,

que también os doráis al sol poniente!

   ¡Cómo en la fuente donde el agua mora

resalta en piedra una leyenda escrita:

al ábaco del tiempo falta un hora!

   ¡Y cómo aquella ausencia en una cita,

bajo las olmas que noviembre dora,

del fondo de mi historia resucita!


«La amada -explica Abel Martín- no acude a la cita; es en la cita ausencia». «No se interprete esto -añade- en un sentido literal». El poeta no alude a ninguna anécdota amorosa de pasión no correspondida o desdeñada. El amor mismo es aquí un sentimiento de ausencia. La amada no acompaña: es aquello que no se tiene y vanamente se espera. El poeta, al evocar su total historia emotiva, descubre la hora de la primera angustia erótica. Es un sentimiento de soledad, o, mejor, de pérdida de una compañía, de ausencia inesperada en la cita que confiadamente se dió, lo que Abel Martín pretende expresar en este soneto de apariencia romántica. A partir de este momento, el amor comienza a ser consciente de sí mismo. Va a surgir el objeto erótico -la amada para el amante, o viceversa-, que se opone al amante

   así un imán que al atraer repele


y que, lejos de fundirse con él, es siempre lo otro, lo inconfundible con el amante, lo impenetrable, no por definición, como la primera y segunda persona de la gramática, sino realmente. Empieza entonces para algunos -románticos- el calvario erótico; para otros, la guerra erótica, con todos sus encantos y peligros, y para Abel Martín, poeta, hombre integral, todo ello reunido, más la sospecha de la esencial heterogeneidad de la sustancia.

Debemos hacer constar que Abel Martín no es un erótico a la manera platónica. El Eros no tiene en Martín, como en Platón, su origen en la contemplación del cuerpo bello; no es, como en el gran ateniense, el movimiento que, partiendo del entusiasmo por la belleza del mancebo, le lleva a la contemplación de la belleza ideal. El amor dorio y toda homosexualidad son rechazados también por Abel Martín, y no por razones morales, sino metafísicas. El Eros martiniano sólo se inquieta por la contemplación del cuerpo femenino, y a causa precisamente de aquella diferencia irreductible que en él advierte. No es tampoco para Abel Martín la belleza el gran incentivo del amor, sino la sed metafísica de lo esencialmente otro.

II

   Nel mezzo del cammin pasóme el pecho

la flecha de un amor intempestivo.

Que tuvo en el camino largo acecho

mostróme en lo certero el rayo vivo.

   Así un imán que, al atraer, repele

(¡oh claros ojos de mirar furtivo!),

amor que asombra, aguija, halaga y duele,

y más se ofrece cuanto más esquivo.

   Si un grano del pensar arder pudiera,

no en el amante, en el amor, sería

la más honda verdad lo que se viera;

   y el espejo de amor se quebraría,

roto su encanto, y rota la pantera

de la lujuria el corazón tendría.



El espejo de amor se quebraría... Quiere decir Abel Martín que el amante renunciaría a cuanto es espejo en el amor, porque comenzaría a amar en la amada lo que, por esencia, no podrá nunca reflejar su propia imagen. Toda la metafísica y la fuerza trágica de aquella su insondable solear:

   Gracias, Petenera mía:

en tus ojos me he perdido;

era lo que yo quería



aparecen ahora transparentes o, al menos, translúcidas.

III

Para comprender claramente el pensamiento de Martín en su lírica, donde se contiene su manifestación integral, es preciso tener en cuenta que el poeta pretende, según declaración propia, haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo razonamiento debe adoptar la manera flúida de la intuición. No es posible -dice Martín- un pensamiento heraclitano dentro de una lógica eleática. De aquí las aparentes lagunas que alguien señaló en su expresión conceptual, la falta de congruencia entre las premisas y las consecuencias de sus razonamientos. En todo verdadero razonamiento no puede haber conclusiones que estén contenidas en las premisas. Cuando se fija el pensamiento por la palabra, hablada o escrita, debe cuidarse de indicar de alguna manera la imposibilidad de que las premisas sean válidas, permanezcan como tales, en el momento de la conclusión. La lógica real no admite supuestos, conceptos inmutables, sino realidades vivas, inmóviles, pero en perpetuo cambio. Los conceptos o formas captoras de lo real no pueden ser rígidos, si han de adaptarse a la constante mutabilidad de lo real. Que esto no tiene expresión posible en el lenguaje, lo sabe Abel Martín. Pero cree que el lenguaje poético puede sugerir la evolución de las premisas asentadas, mediante conclusiones lo bastante desviadas e incongruentes para que el lector o el oyente calcule los cambios que, por necesidad, han de experimentar aquéllas, desde el momento en que fueron fijadas hasta el de la conclusión, para que vea claramente que las premisas inmediatas de sus aparentemente inadecuadas conclusiones no son, en realidad, las expresadas por el lenguaje, sino otras que se han producido en el constante mudar del pensamiento. A esto llama Abel Martín esquema externo de una lógica temporal en que A no es nunca A en dos momentos sucesivos. Abel Martín tiene -no obstante- una profunda admiración por la lógica de la identidad, que, precisamente por no ser lógica de lo real, le parece una creación milagrosa de la mente humana2.

Tras este rodeo, volvamos a la lírica erótica de Abel Martín.

«Psicológicamente considerado, el amor humano se diferencia del puramente animal -dice Abel Martín en su tratado de Lo universal cualitativo- por la exaltación constante de la facultad representativa, la cual, en casos extremos, convierte al cerebro superior, al que imagina y piensa, en órgano de excitación del cerebro animal. La desproporción entre el excitante, el harén mental del hombre moderno -en España, si existe, marcadamente onanista- y la energía sexual de que el individuo dispone, es causa de constante desequilibrio. Médicos, moralistas y pedagogos deben tener esto muy presente, sin olvidar que este desequilibrio es, hasta cierto grado, lo normal en el hombre. La imaginación pone mucho más en el coito humano que el mero contacto de los cuerpos. Y, acaso, conviene que así sea, porque, de otro modo, sólo se perpetuaría la animalidad. Pero es preciso poner freno, con la censura moral, a esta tendencia, natural en el hombre, a sustituir el contacto y la imagen percibida por la imagen representada, o, lo que es más peligroso y frecuente en cerebros superiores, por la imagen creada. No debe el hombre destruir su propia animalidad, y por ella han de velar médicos e higienistas».

Abel Martín no insiste demasiado sobre este tema: cuando a él alude, es siempre de vuelta de su propia metafísica. Los desarreglos de la sexualidad, según Abel Martín, no se originan -como supone la moderna psiquiatría- en las oscuras zonas de lo subconsciente, sino, por el contrario, en el más iluminado taller de la conciencia. El objeto erótico, última instancia de la objetividad, es también, en el plano inferior del amor, proyección subjetiva.

Copiemos ahora algunas coplas de Abel Martín, vagamente relacionadas con este tema. Abel Martín -conviene advertirlo- no pone nunca en verso sus ideas, pero éstas le acompañan siempre:

Consejos, coplas, apuntes

1

   Tengo dentro de un herbario

una tarde disecada,

lila, violeta y dorada.

Caprichos de solitario.

2

   Y en la página siguiente,

los ojos de Guadalupe,

cuya color nunca supe.

3

   Y una frente...

4

   Calidoscopio infantil.

Una damita, al piano.

Do, re, mí.

Otra se pinta al espejo

los labios de colorín.

5

   Y rosas en un balcón

a la vuelta de una esquina,

calle de Válgame Dios.

6

   Amores, por el atajo,

de los de «Vénte conmigo».

... «Que vuelvas pronto, serrano».

7

   En el mar de la mujer

pocos naufragan de noche;

muchos, al amanecer.

8

   Siempre que nos vemos

es cita para mañana.

Nunca nos encontraremos.

9

   La plaza tiene una torre,

la torre tiene un balcón,

el balcón tiene una dama,

la dama una blanca flor.

Ha pasado un caballero

-¡quién sabe por qué pasó!-,

y se ha llevado la plaza

con su torre y su balcón,

con su balcón y su dama,

su dama y su blanca flor.

10

   Por la calle de mis celos

en veinte rejas con otro

hablando siempre te veo.

11

   Malos sueños he.

Me despertaré.

12

   Me despertarán

campanas del alba

que sonando están.

13

   Para tu ventana

en ramo de rosas me dió la mañana.

Por un laberinto, de calle en calleja,

buscando, he corrido, tu casa y tu reja.

Y en un laberinto me encuentro perdido

en esta mañana de mayo florido.

Dime dónde estás.

Vueltas y revueltas. Ya no puedo más.


(Los complementarios)



IV

«La conciencia -dice Abel Martín-, como reflexión o pretenso conocer del conocer, sería, sin el amor o impulso hacia lo otro, el anzuelo en constante espera de pescarse a sí mismo. Mas la conciencia existe, como actividad reflexiva, porque vuelve sobre sí misma, agotado su impulso por alcanzar el objeto trascendente. Entonces reconoce su limitación y se ve a sí misma como tensión erótica, impulso hacia lo otro inasequible». Su reflexión es más aparente que real, porque, en verdad, no vuelve sobre sí misma para captarse como pura actividad consciente, sino sobre la corriente erótica que brota con ella de las mismas entrañas del ser. Descubre el amor como su propia impureza, digámoslo así, como su otro inmanente, y se le revela la esencial heterogeneidad de la sustancia. Porque Abel Martín no ha superado, ni por un momento, el subjetivismo de su tiempo, considera toda objetividad propiamente dicha como una apariencia, un vario espejismo, una varia proyección ilusoria del sujeto fuera de sí mismo. Pero apariencias, espejismos o proyecciones ilusorias, productos de un esfuerzo desesperado del ser o sujeto absoluto por rebasar su propia frontera, tienen un valor positivo, pues mediante ellos se alcanza conciencia en su sentido propio, a saber o sospechar la propia heterogeneidad, a tener la visión analítica -separando por abstracción lógica lo en realidad inseparable- de la constante y quieta mutabilidad.

El gran ojo que todo lo ve al verse a sí mismo es, ciertamente, un ojo ante las ideas, en actitud teórica, de visión a distancia; pero las ideas no son sino el alfabeto o conjunto de signos homogéneos que representan las esencias que integran el ser. Las ideas no son, en efecto, las esencias mismas, sino su dibujo o contorno trazado sobre la negra pizarra del no ser. Hijas del amor, y, en cierto modo, del gran fracaso del amor, nunca serían concebidas sin él, porque es el amor mismo o conato del ser por superar su propia limitación quien las proyecta sobre la nada o cero absoluto, que también llama el poeta cero divino, pues, como veremos después, Dios no es el creador del mundo -según Martín- sino el creador de la nada. No tienen, pues, las ideas realidad esencial, per se, son meros trasuntos o copias descoloridas de las esencias reales que integran el ser. Las esencias reales son cualitativamente distintas y su proyección ideal tanto menos sustancial y más alejada del ser cuanto más homogénea. Estas esencias no pueden separarse en realidad, sino en su proyección ilusoria, ni cabe tampoco -según Martín- apetencia de las unas hacia las otras, sino que todas ellas aspiran conjunta e indivisiblemente a lo otro, a un ser que sea lo contrario de lo que es, de lo que ellas son, en suma, a lo imposible. En la metafísica intrasubjetiva de Abel Martín fracasa el amor, pero no el conocimiento, o, mejor dicho, es el conocimiento el premio del amor. Pero el amor, como tal, no encuentra objeto; dicho líricamente: la amada es imposible.

   En sueños se veía

reclinado en el pecho de su amada.

Gritó, en sueños: «¡Despierta, amada mía!»

Y él fué quien despertó; porque tenía

su propio corazón por almohada.


(Los complementarios)



La ideología de Abel Martín es, a veces, oscura, lo inevitable en una metafísica de poeta, donde no se definen previamente los términos empleados. Así, por ejemplo, con la palabra esencia no siempre sabemos lo que quiere decir. Generalmente pretende designar lo absolutamente real, que, en su metafísica, pertenece al sujeto mismo, puesto que más allá de él no hay nada. Y nunca emplea Martín este vocablo como término opuesto a lo existencial o realizado en espacio y tiempo. Para Martín esta distinción, en cuanto pretende señalar diversidad profunda, es artificial. Todo es por y en el sujeto, todo es actividad consciente, y para la conciencia integral nada es que no sea la conciencia misma. «Sólo lo absoluto -dice Martín- puede tener existencia, y todo lo existente es absolutamente en el sujeto consciente». El ser es pensado por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea, siempre sujeto, nunca objeto pasivo de energías extrañas. La sustancia, el ser que todo lo es al serse a sí mismo, cambia en cuanto es actividad constante, y permanece inmóvil, porque no existe energía que no sea él mismo, que le sea externa y pueda moverle. «La concepción mecánica del mundo -añade Martín- es el ser pensado como pura inercia, el ser que no es por sí, inmutable y en constante movimiento, un torbellino de cenizas que agita, no sabemos por qué ni para qué, la mano de Dios». Cuando esta mano, patente aún en la chiquenaude cartesiana, no es tenida en cuenta, el ser es ya pensado como aquello que absolutamente no es. Los atributos de la sustancia son ya, en Espinosa, los atributos de la pura nada. La conciencia llega, por ansia de lo otro, al límite de su esfuerzo, a pensarse a sí misma como objeto total, a pensarse como no es, a deseerse. El trágico erotismo de Espinosa llevó a un límite infranqueable la desubjetivación del sujeto. «¿Y cómo no intentar -dice Martín- devolver a lo que es su propia intimidad?». Esta empresa fué iniciada por Leibniz -filósofo del porvenir, añade Martín-; pero sólo puede ser consumada por la poesía, que define Martín como aspiración a conciencia integral. El poeta, como tal, no renuncia a nada, ni pretende degradar ninguna apariencia. Los colores del iris no son para él menos reales que las vibraciones del éter que paralelamente los acompañan; no son éstas menos suyas que aquéllos, ni el acto de ver menos sustancial que el de medir o contar los estremecimientos de la luz. Del mismo modo, la vida ascética, que pretende la perfección moral en el vacío o enrarecimiento de representaciones vitales, no es para Abel Martín camino que lleve a ninguna parte. El ethos no se purifica, sino que se empobrece por eliminación del pathos, y aunque el poeta debe saber distinguirlos, su misión es la reintegración de ambos a aquella zona de la conciencia en que se dan como inseparables.

En su Diálogo entre Dios y el Santo, dice este último:

-Por amor de Ti he renunciado a todo, a todo lo que no eras Tú. Hice la noche en mi corazón para que sólo tu luz resplandezca.

Y Dios contesta:

-Gracias, hijo, porque también las luciérnagas son cosa mía.

Cuando se preguntaba a Martín si la poesía aspiraba a expresar lo inmediato psíquico, pues la conciencia, cogida en su propia fuente, sería, según su doctrina, conciencia integral, respondía: «Sí y no. Para el hombre, lo inmediato consciente es siempre cazado en el camino de vuelta. También la poesía es hija del gran fracaso del amor. La conciencia, en el hombre, comienza por ser vida, espontaneidad: en este primer grado, no puede darse en ella ningún fruto de la cultura, es actividad ciega, aunque no mecánica, sino animada, animalidad, si se quiere. En un segundo grado, comienza a verse a sí misma como un turbio río y pretende purificarse. Cree haber perdido la inocencia: mira como extraña su propia riqueza. Es el momento erótico, de honda inquietud, en que lo otro inmanente comienza a ser pensado como trascendente, como objeto de conocimiento y de amor. Ni Dios está en el mundo, ni la verdad en la conciencia del hombre. En el camino de la conciencia integral o autoconciencia, este momento de soledad y angustia es inevitable. Sólo después que el anhelo erótico ha creado las formas de la objetividad -Abel Martín cita cinco en su obra de metafísica De lo uno a lo otro, pero en sus últimos escritos señala hasta veintisiete- puede el hombre llegar a la visión real de la conciencia, reintegrando a la pura unidad heterogénea las citadas formas o reversos del ser, a verse, a vivirse, a serse en plena y fecunda intimidad. El pindárico sé el que eres es el término de este camino de vuelta, la meta que el poeta pretende alcanzar». Mas nadie -dice Martín- logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como no es.

V

De su libro de estética Lo universal cualitativo, entresacamos los párrafos siguientes:

«1. Problema de la lírica: La materia en que las artes trabajan, sin excluir del todo a la música, pero excluyendo a la poesía, es algo no configurado por el espíritu: piedra, bronce, sustancias colorantes, aire que vibra, materia bruta, en suma, de cuyas leyes, que la ciencia investiga, el artista, como tal, nada entiende. También le es dado al poeta su material, el lenguaje, como al escultor el mármol o el bronce. En él ha de ver, por de pronto, lo que aún no ha recibido forma, lo que va a ser, después de su labor, sustentáculo de un mundo ideal. Pero mientras el artista de otras artes comienza venciendo resistencias de la materia bruta, el poeta lucha con una nueva clase de resistencias: las que ofrecen aquellos productos espirituales, las palabras, que constituyen su material. Las palabras, a diferencia de las piedras, o de las materias colorantes, o del aire en movimiento, son ya, por sí mismas, significaciones de lo humano, a las cuales ha de dar el poeta nueva significación. La palabra es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo. Entre la palabra usada por todos y la palabra lírica existe la diferencia que entre una moneda y una joya del mismo metal. El poeta hace joyel de la moneda. ¿Cómo? La respuesta es difícil. El aurífice puede deshacer la moneda y aun fundir el metal para darle después nueva forma, aunque no caprichosa y arbitraria. Pero al poeta no le es dado deshacer la moneda para labrar su joya. Su material de trabajo no es el elemento sensible en que el lenguaje se apoya (el sonido), sino aquellas significaciones de lo humano que la palabra, como tal, contiene. Trabaja el poeta con elementos ya estructurados por el espíritu, y aunque con ellos ha de realizar una nueva estructura, no puede desfigurarlos.

«2. Todas las formas de la objetividad, o apariencias de lo objetivo, son, con excepción del arte, productos de desubjetivación, tienden a formas espaciales y temporales puras: figuras, números, conceptos. Su objetividad quiere decir, ante todo, homogeneidad, descualificación de lo esencialmente cualitativo. Por eso, espacio y tiempo, límites del trabajo descualificador de lo sensible, son condiciones sine qua non de ellas, lógicamente previas o, como dice Kant, a priori. Sólo a este precio se consigue en la ciencia la objetividad, la ilusión del objeto, del ser que no es. El impulso hacia lo otro inasequible realiza un trabajo homogeneizador, crea la sombra del ser. Pensar es ahora descualificar, homogeneizar. La materia pensada se resuelve en átomos: el cambio sustancial, en movimientos de partículas inmutables en el espacio. El ser ha quedado atrás: sigue siendo el ojo que mira, y más allá están el tiempo y el espacio vacíos, la pizarra negra, la pura nada. Quien piensa el ser puro, el ser como no es, piensa, en efecto, la pura nada; y quien piensa el tránsito del uno a la otra, piensa el puro devenir, tan huero como los elementos que lo integran. El pensamiento lógico sólo se da, en efecto, en el vacío sensible; y aunque es maravilloso este poder de inhibición del ser, de donde surge el palacio encantado de la lógica (la concepción mecánica del mundo, la crítica de Kant, la metafísica de Leibniz, por no citar sino ejemplos ingentes), con todo, el ser no es nunca pensado; contra la sentencia clásica, el ser y el pensar (el pensar homogeneizador) no coinciden, ni por casualidad.

   Confiamos

en que no será verdad

nada de lo que pensamos.


(Véase Antonio Machado).



Pero el arte, y especialmente la poesía -añade Martín-, que adquiere tanta más importancia y responde a una necesidad tanto más imperiosa cuanto más ha avanzado el trabajo descualificador de la mente humana (esta importancia y esta necesidad son independientes del valor estético de las obras que en cada época se producen), no puede ser sino una actividad de sentido inverso al del pensamiento lógico. Ahora se trata (en poesía) de realizar nuevamente lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge devolverle su rica, inagotable heterogeneidad».

Este nuevo pensar, o pensar poético, es pensar cualificador. No es, ni mucho menos, un retorno al caos sensible de la animalidad; porque tiene sus normas, no menos rígidas que las del pensamiento homogeneizador, aunque son muy otras. Este pensar se da entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos. «El no ser es ya pensado como no ser y arrojado, por ende, a la espuerta de la basura». Quiere decir Martín que, una vez que han sido convictas de oquedad las formas de lo objetivo, no sirven ya para pensar lo que es. Pensado el ser cualitativamente, con extensión infinita, sin mengua alguna de lo infinito de su comprensión, no hay dialéctica humana ni divina que realice ya el tránsito de su concepto al de su contrario, porque, entre otras cosas, su contrario no existe.

Necesita, pues, el pensar poético una nueva dialéctica, sin negaciones ni contrarios, que Abel Martín llama lírica y, otras veces, mágica, la lógica del cambio sustancial o devenir inmóvil, del ser cambiando o el cambio siendo. Bajo esta idea, realmente paradójica y aparentemente absurda, está la más honda intuición que Abel Martín pretende haber alcanzado.

«Los eleáticos -dice Martín- no comprendieron que la única manera de probar la inmutabilidad del ser hubiera sido demostrar la realidad del movimiento, y que sus argumentos, en verdad sólidos, eran contraproducentes: que a los heraclitanos correspondía, a su vez, probar la irrealidad del movimiento para demostrar la mutabilidad del ser. Porque ¿cómo ocupará dos lugares distintos del espacio, en dos momentos sucesivos del tiempo, lo que constantemente cambia y no -¡cuidado!- para dejar de ser, sino para ser otra cosa? El cambio continuo es impensable como movimiento, pues el movimiento implica persistencia del móvil en lugares distintos y en momentos sucesivos; y un cambio discontinuo, con intervalos y vacíos, que implican aniquilamiento del móvil, es impensable también. Del no ser al ser no hay tránsito posible, y la síntesis de ambos conceptos es inaceptable en toda lógica que pretenda ser, al par, ontología, porque no responde a realidad alguna».

No obstante, Abel Martín sostiene que, sin incurrir en contradicción, se puede afirmar que es el concepto del no ser la creación específicamente humana; y a él dedica un soneto con el cual cierra la primera sección de Los complementarios:

Al gran cero

   Cuando el Ser que se es hizo la nada

y reposó, que bien lo merecía,

ya tuvo el día noche, y compañía

tuvo el hombre en la ausencia de la amada.

   Fiat umbra! Brotó el pensar humano.

Y el huevo universal alzó, vacío,

ya sin color, desustanciado y frío,

lleno de niebla ingrávida, en su mano.

   Toma el cero integral, la hueca esfera,

que has de mirar, si lo has de ver, erguido.

Hoy que es espalda el lomo de tu fiera.

   y es el milagro del no ser cumplido,

brinda, poeta, un canto de frontera

a la muerte, al silencio y al olvido.


En la teología de Abel Martín es Dios definido como el ser absoluto, y, por ende, nada que sea puede ser su obra. Dios, como creador y conservador del mundo, le parece a Abel Martín una concepción judaica, tan sacrílega como absurda. La nada, en cambio, es, en cierto modo, una creación divina, un milagro del ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad. Dicho de otro modo: Dios regala al hombre el gran cero, la nada o cero integral, es decir, el cero integrado por todas las negaciones de cuanto es. Así, posee la mente humana un concepto de totalidad, la suma de cuanto no es, que sirva lógicamente de límite y frontera a la totalidad de cuanto es.

Fiat umbra! Brotó el pensar humano.


Entiéndase: el pensar homogeneizador -no el poético, que es ya pensamiento divino-; el pensar del mero bípedo racional, el que ni por casualidad puede coincidir con la pura heterogeneidad del ser: el pensar que necesita de la nada para pensar lo que es, porque, en realidad, lo piensa como no siendo.

Tras este soneto, no exento de énfasis, viene el canto de frontera, por soleares (cante hondo) a la muerte, al silencio y al olvido, que constituye la segunda sección del libro Los complementarios. La tercera sección lleva, a guisa de prólogo, los siguientes versos:

Al gran pleno o conciencia integral

   Que en su estatua el alto Cero

-mármol frío,

ceño austero

y una mano en la mejilla-

del gran remanso del río,

medite, eterno, en la orilla,

y haya gloria eternamente.

Y la lógica divina,

que imagina,

pero nunca imagen miente

-no hay espejo; todo es fuente-,

diga: sea

cuanto es, y que se vea

cuanto ve. Quieto y activo

-mar y pez y anzuelo vivo,

todo el mar en cada gota,

todo el pez en cada huevo,

todo nuevo-,

lance unánime su nota.

Todo cambia y todo queda,

piensa todo,

y es a modo,

cuando corre, de moneda,

un sueño de mano en mano.

Tiene amor rosa y ortiga,

y la amapola y la espiga

le brotan del mismo grano.

Armonía;

todo canta en pleno día.

Borra las formas del cero,

torna a ver,

brotando de su venero,

las vivas aguas del ser.


CANCIONERO APÓCRIFO DE JUAN DE MAIRENA

Juan de Mairena, poeta, filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla (1865). Murió en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poética, de una colección de poesías: Coplas mecánicas, y de un tratado de metafísica: Los siete reversos.

Mairena a Martín, muerto

   Maestro, en tu lecho yaces,

en paz con Ella o con Él...

(¿Quién sabe de últimas paces,

don Abel?)

   Si con Ella, bien colmada

la medida,

dice, quieta, en la almohada

tu nobleza cabeza hundida.

Si con Él, que todo sea

-donde sea- quieto y vivo,

el ojo en superlativo,

que mire, admire y se vea.

   Del juglar meditativo

quede el ínclito ideario

para el alba que aún no ríe;

y el muñeco estrafalario

del retablo desafíe

con su gesto al sol gregario.

   Hiedra y parra. Las paredes

de los huertos blancas son.

Por calles de Sal-Si-Puedes

brillan balcón y balcón.

   Todavía ¡oh don Abel!

vibra la campanería

de la tarde, y un clavel

te guarda Rosa María.

   Todavía

se oyen entre los cipreses

de tu huerto y laberinto

de tus calles -eses y eses,

trenzadas, de vino tinto-

tus pasos: y el mazo suena

que en la fragua de un instinto

blande la razón serena.

De tu logos variopinto,

nueva ratio,

queda el ancla en agua y viento,

buen cimiento

de tu lírico palacio.

   Y cuajado en piedra el fuego

del amante

(Amor bizco y Eros ciego),

brilla al sol como diamante.



La composición continúa, algo enrevesada y difícil, con esa dificultad artificiosa del barroco conceptual, que el propio Mairena censura en su Arte poética. En las últimas estrofas, el sentimiento de piedad hacia el maestro parece enturbiarse con mezcla de ironía, rayana en sarcasmo. Y es que toda nueva generación ama y odia a su precedente. El elogio incondicional rara vez es sincero. Lo del logos variopinto no es, sin duda, expresión demasiado feliz para significar la facultad creadora de aquellos universales cualitativos que perseguía Martín. Y más que incomprensión parece acusar -en Mairena- una cierta malevolencia, que le lleva al sabotaje de las ideas del maestro. Lo del Amor bizco tiene una cuádruple significación: analítica, lógica, estética y metafísica. Una honda explicación de ello se encuentra en la Vida de Abel Martín.

El «Arte poética» de Juan de Mairena

Juan de Mairena se llama a sí mismo el poeta del tiempo. Sostenía Mairena que la poesía era un arte temporal -lo que ya habían dicho muchos antes que él- y que la temporalidad propia de la lírica sólo podía encontrarse en sus versos, plenamente expresada. Esta jactancia, un tanto provinciana, es propia del novato que llega al mundo de las letras dispuesto a escribir por todos -no para todos- y, en último término, contra todos. En su Arte poética no faltan párrafos violentos, en que Mairena se adelanta a decretar la estolidez de quienes pudieran sostener una tesis contraria a la suya. Los omitimos por vulgares, y pasamos a reproducir otros más modestos y de más sustancia.

«Todas las artes -dice Juan de Mairena en la primera lección de su Arte poética- aspiran a productos permanentes, en realidad, a frutos intemporales. Las llamadas artes del tiempo, como la música y la poesía, no son excepción. El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar. El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.

«Todos los medios, de que se vale el poeta: cantidad, medida, acentuación, pausas, rima, las imágenes mismas, por su enunciación en serie, son elementos temporales. La temporalidad necesaria para que una estrofa tenga acusada la intención poética está al alcance de todo el mundo; se aprende en las más elementales preceptivas. Pero una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro.

«Veamos -dice Mairena- una estrofa de don Jorge Manrique:

   ¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

   ¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

   ¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

   ¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas

que traían?



«Si comparamos esta estrofa del gran lírico español -añade Mairena- con otra de nuestro barroco literario, en que se pretenda expresar un pensamiento análogo: la fugacidad del tiempo y lo efímero de la vida humana, por ejemplo: el soneto A las flores, que pone Calderón en boca de su Príncipe Constante, veremos claramente la diferencia que media entre la lírica y la lógica rimada.

«Recordemos el soneto de Calderón:

   Estas que fueron pompa y alegría,

despertando al albor de la mañana,

a la tarde serán lástima vana

durmiendo en brazos de la noche fría.

   Este matiz que al cielo desafía,

iris listado de oro, nieve y grana,

será escarmiento de la vida humana:

tanto se aprende en término de un día.

   A florecer las rosas madrugaron,

y para envejecerse florecieron.

Cuna y sepulcro en un botón hallaron.

   Tales los hombres sus fortunas vieron:

en un día nacieron y expiraron,

que, pasados los siglos, horas fueron.



«Para alcanzar la finalidad intemporalizadora del arte, fuerza es reconocer que Calderón ha tomado un camino demasiado llano: el empleo de elementos de suyo intemporales. Conceptos e imágenes conceptuales -pensadas, no intuidas -están fuera del tiempo psíquico del poeta, del fluir de su propia conciencia. Al panta rhei de Heráclito sólo es excepción el pensamiento lógico. Conceptos e imágenes en función de conceptos -sustantivos acompañados de adjetivos definidores, no cualificadores- tienen, por lo menos, esta pretensión: la de ser hoy lo que fueron ayer, y mañana lo que son hoy. El albor de la mañana vale para todos los amaneceres; la noche fría, en la intención del poeta, para todas las noches. Entre tales nociones definidas se establecen relaciones lógicas, no menos intemporales que ellas. Todo el encanto del soneto de Calderón -si alguno tiene- estriba en su corrección silogística. La poesía aquí no canta, razona, discurre en torno a unas cuantas definiciones. Es -como todo o casi todo nuestro barroco literario- escolástica rezagada.

«En la estrofa de Manrique nos encontramos en un clima espiritual muy otro, aunque para el somero análisis que suele llamarse crítica literaria la diferencia pasa inadvertida. El poeta no comienza por asentar nociones que traducir en juicios analíticos, con los cuales construir razonamientos. El poeta no pretende saber nada; pregunta por damas, tocados, vestidos, olores, llamas, amantes... El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individualiza ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiempo, en un pasado vivo, donde el poeta pretende intuirlas como objetos únicos, las rememora o evoca. No pueden ser ya cualesquiera damas, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estampados en la placa del tiempo, conmueven -¡todavía!- el corazón del poeta. Y aquel trovar y el danzar aquel -aquellos y no otros- ¿qué se hicieron?, insiste en preguntar el poeta, hasta llegar a la maravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Aragón -o quienes fueren-, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, materializando casi el pasado, en una trivial anécdota indumentaria. Terminada la estrofa, queda toda ella vibrando en nuestra memoria como una melodía única, que no podrá repetirse ni imitarse, porque para ello sería preciso haberla vivido. La emoción del tiempo es todo en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es más profunda de lo que a primera vista parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lírica tiene todavía un porvenir, y en Calderón -nuestro gran barroco- un pasado abolido, definitivamente muerto».

Se extiende después Mairena en consideraciones sobre el barroco literario español. Para Mairena, conviene advertirlo, el concepto de lo barroco dista mucho del que han puesto de moda los alemanes en nuestros días, y que -dicho sea de paso- bien pudiera ser falso, aunque nuestra crítica lo acepte, como siempre, sin crítica, por venir de fuera.

«En poesía se define -habla Mairena- como un tránsito de lo vivo a lo artificial, de lo intuitivo a lo conceptual, de la temporalidad psíquica al plano intemporal de la lógica, como un piétinement sur place del pensamiento que, incapaz de avanzar sobre intuiciones -en ninguno de los sentidos de esta palabra-, vuelve sobre sí mismo, y gira y deambula en torno a lo definido, creando enmarañados laberintos verbales; un metaforismo conceptual, ejercicio superfluo y pedante del pensar y del sentir, que pretende asombrar por lo difícil, y cuya oquedad no advierten los papanatas».

El párrafo es violento, acaso injusto. Encierra, no obstante, alguna verdad. Porque Mairena vió claramente que el tan decantado dinamismo de lo barroco es más aparente que real, y, más que la expresión de una fuerza actuante, el gesto hinchado que sobrevive a un esfuerzo extinguido.

Acaso puede argüirse a Mairena que, bajo la denominación de barroco literario, comprende la corriente culterana y la conceptista, sin hacer de ambas suficiente distinción. Mairena, sin embargo, no las confunde, sino que las ataca en su raíz común. Fiel a su maestro Abel Martín, Mairena no ve en las formas literarias sino contornos más o menos momentáneos de una materia en perpetuo cambio, y sostiene que es esta materia, este contenido, lo que, en primer término, conviene analizar. ¿En qué zona del espíritu del poeta ha sido engendrado el poema, y qué es lo que predominantemente contiene? Sigue un criterio opuesto al de la crítica de su tiempo, que sólo veía en las formas literarias moldes rígidos para rellenos de un mazacote cualquiera, y cuyo contenido, por ende, no interesa. Culteranismo y conceptismo son, pues, para Mairena dos expresiones de una misma oquedad y cuya concomitancia se explica por un creciente empobrecimiento del alma española. La misma inopia de intuiciones que, incapaz de elevarse a las ideas, lleva al pensamiento conceptista, y de éste a la pura agudeza verbal, crea la metáfora culterana, no menos conceptual que el concepto conceptista, la seca y árida tropología gongorina, arduo trasiego de imágenes genéricas, en el fondo puras definiciones, a un ejercicio de mera lógica, que sólo una crítica inepta o un gusto depravado puede confundir con la poesía.

«Claro es -añade Mairena, en previsión de fáciles objeciones- que el talento poético de Góngora y el robusto ingenio de Quevedo, Gracián o Calderón son tan patentes como la inanidad estética del culteranismo y el conceptismo.»

El barroco literario español, según Mairena, se caracteriza:

l.º Por una gran pobreza de intuición. ¿En qué sentido? En el sentido de experiencia externa o contacto directo con el mundo sensible; en el sentido de experiencia interna o contacto con lo inmediato psíquico, estados únicos de conciencia: en el sentido teórico de enfrentamiento con las ideas, esencias, leyes y valores como objetos de visión mental; y en el resto de las acepciones de esta palabra. «Las imágenes del barroco expresan, disfrazan o decoran conceptos, pero no contienen intuiciones». «Con ellas -dice Mairena- se discurre o razona, aunque superflua y mecánicamente, pero de ningún modo se canta. Porque se puede razonar, en efecto, por medio de conceptos escuetamente lógicos, por medio de conceptos matemáticos -números y figuras- o por medio de imágenes, sin que el acto de razonar, discurrir entre lo definido, deje de ser el mismo: una función homogeneizadora del entendimiento que persigue igualdades -reales o convenidas-, eliminando diferencias. El empleo de imágenes, más o menos coruscantes, no puede nunca trocar una función esencialmente lógica en función estética, de sensibilidad. Si la lírica barroca, consecuente consigo misma, llegase a su realización perfecta, nos daría un álgebra de imágenes, fácilmente abarcable en un tratado al alcance de los estudiosos, y que tendría el mismo valor estético del álgebra propiamente dicha, es decir, un valor estéticamente nulo».

2.º Por su culto a lo artificioso y desdeño de lo natural: «En las épocas en que el arte es realmente creador -dice Mairena- no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que aun no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser -¡claro está!- el arte mismo. Porque existe, en verdad, una forma de apatía estética que pretende sustituir el arte por la naturaleza misma, se deduce, groserísimamente, que el artista puede ser creador prescindiendo de ella. Esa abeja que liba en la miel y no en las flores es más ajena a toda labor creadora que el humilde arrimador de documentos reales, o que el consabido espejo de lo real, que pretende darnos por arte la innecesaria réplica de cuanto no lo es».

3.º Por su carencia de temporalidad: En su análisis del verso barroco, señala Mairena la preponderancia del sustantivo y su adjetivo definidor sobre las formas temporales del verbo: el empleo de la rima con carácter más ornamental que melódico y el total olvido de su valor mnemónico.

«La rima -dice Mairena- es el encuentro, más o menos reiterado, de un sonido con el recuerdo de otro. Su monotonía es más aparente que real, porque son elementos distintos, acaso heterogéneos, sensación y recuerdo, los que en la rima se conjugan; con ellos estamos dentro y fuera de nosotros mismos. Es la rima un buen artificio, aunque no el único, para poner la palabra en el tiempo. Pero cuando la rima se complica con excesivos entrecruzamientos y se distancia, hasta tal punto que ya no se conjugan sensación y recuerdo, porque el recuerdo se ha extinguido cuando la sensación se repite, la rima es entonces un artificio superfluo. Y los que suprimen la rima -esa tardía invención de la métrica-, juzgándola innecesaria, suelen olvidar que lo esencial en ella es su función temporal, y que su ausencia los obliga a buscar algo que la sustituya; que la poesía lleva muchos siglos cabalgando sobre asonancias y consonancias, no por capricho de la incultura medieval, sino porque el sentimiento del tiempo, que algunos llaman impropiamente sensación de tiempo, no contiene otros elementos que los señalados en la rima: sensación y recuerdo. Mas en el verso barroco la rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son -habla siempre Mairena- esencialmente ácronos».

4.º Por su culto a lo difícil artificial y su ignorancia de las dificultades reales: «La dificultad no tiene por sí misma valor estético, ni de ninguna otra clase -dice Mairena-. Se aplaude con razón el acto de atacarla y vencerla: pero no es lícito crearla artificialmente para ufanarse de ella. Lo clásico, en verdad, es vencerla, eliminarla; lo barroco, exhibirla. Para el pensamiento barroco, esencialmente plebeyo, lo difícil es siempre precioso: un soneto valdrá más que una copla en asonante, y el acto de engendrar un chico menos que el de romper un adoquín con los dientes».

5.º Por su culto a la expresión indirecta, perifrástica, como si ella tuviera por sí misma un valor estético: Porque no existe perfecta conmensurabilidad -dice Mairena- entre el sentir y el hablar, el poeta ha acudido siempre a formas indirectas de expresión, que pretenden ser las que directamente expresen lo inefable. Es la manera más sencilla, más recta y más inmediata de rendir lo intuido en cada momento psíquico lo que el poeta busca, porque todo lo demás tiene formas adecuadas de expresión en el lenguaje conceptual. Para ello acude siempre a imágenes singulares, o singularizadas, es decir, a imágenes que no puedan encerrar conceptos, sino intuiciones, entre las cuales establece relaciones capaces de crear a la postre nuevos conceptos. El poeta barroco, que ha visto el problema precisamente al revés, emplea las imágenes para adornar y disfrazar conceptos, y confunde la metáfora esencialmente poética con el eufemismo de negro catedrático. El oro cano, el pino cuadrado, la flecha alada, el áspid de metal, son, en efecto, maneras bien estúpidas de aludir a la plata, a la mesa, al ave y a la pistola.

6.º Por su carencia de gracia: «La tensión barroca -dice Mairena-, con su fría vehemencia, su aparato de fuerza y falso dinamismo, su torcer y desmesurar arbitrarios -sintaxis hiperbática e imaginería hiperbólica-, con su empeño de desnaturalizar una lengua viva para ajustarla bárbaramente a los esquemas más complicados de una lengua muerta, con su hinchazón y amaneramiento y superfluo artificio, podrá, en horas de agotamiento o perversión del gusto, producir un efecto que, mal analizado, se parezca a una emoción estética. Pero hay algo a que el barroco ha de renunciar, pues ni la mera apariencia le es dado contrahacer: la calidad de lo gracioso, que sólo se produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, y a hacerse perdonar su necesario apartamiento de la naturaleza».

7.º Por su culto supersticioso a lo aristocrático: Hablando de Góngora, dice Juan de Mairena: «Cuanto hay en él apoyado en folklore tiende a ser, más que lo popular (tan finamente captado por Lope), lo apicarado y grosero. Sin embargo, lo verdaderamente plebeyo de Góngora es el gongorismo. Enfrente de Lope, tan íntegramente español como hombre de la corte, Góngora será siempre un pobre cura provinciano». Y en verdad que la «obsesión de lo distinguido y aristocrático no ha producido en arte más que ñoñeces». «El vulgo en arte, es decir, el vulgo a que suele aludir el artista, es, en cierto modo, una invención de los pedantes, mejor diré: un ente de ficción que el pedante fabrica con su propia sustancia». «Ningún espíritu creador -añade Mairena- en sus momentos realmente creadores pudo pensar más que en el hombre, en el hombre esencial que ve en sí mismo y que supone en su vecino. Que existe una masa desatenta, incomprensiva, ignorante, ruda, el artista no lo ha ignorado nunca. Pero una de dos: o la obra del artista alcanza y penetra, en más o menos, a esa misma masa bárbara, que deja de ser vulgo ipso facto para convertirse en público de arte, o encuentra en ella una completa impermeabilidad, una total indiferencia. En este caso, el vulgo propiamente dicho no guarda ya relación alguna con la obra de arte y no puede ser objeto de obsesión para el artista. Pero el vulgo del culterano, del preciosista, del pedante, es una masa de papanatas, a la cual se asigna una función positiva: la de rendir al artista un tributo de asombro y de admiración incomprensiva».

En suma, Mairena no se chupa el dedo en su análisis del barroco literario español. Más adelante añade -en previsión de fáciles objeciones- que él no ignora cómo en toda época, de apogeo o decadencia, ascendente o declinante, lo que se produce es lo único que puede producirse, y que aun las más patentes perversiones del gusto, cuando son realmente actuales, tendrán siempre una sutil abogacía que defiende sus mayores desatinos. Y en verdad que esa abogacía no defiende, en el fondo, ni tales perversiones ni tales desatinos, sino a un espíritu incapaz de producir otra cosa. Lo más inepto contra el culteranismo lo hizo Quevedo, publicando los versos de fray Luis de León. Fray Luis de León fué todavía un poeta, pero el sentimiento místico, que alcanzó en él una admirable expresión de remanso, distaba ya tanto de Góngora como de Quevedo, era precisamente lo que ya no podía cantar, algo definitivamente muerto a manos del espíritu jesuítico imperante.

La metafísica de Juan de Mairena

«Todo poeta -dice Juan de Mairena- supone una metafísica; acaso cada poema debiera tener la suya -implícita, claro está, nunca explícita-, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros. La posibilidad de hacerlo distingue al verdadero poeta del mero señorito que compone versos» (Los siete reversos, pág. 192). Digamos algunas palabras sobre la metafísica de Juan de Mairena.

Su punto de partida está en un pensamiento de su maestro Abel Martín. Dios no es el creador del mundo, sino el ser absoluto, único y real, más allá del cual nada es. No hay problema genético de lo que es. El mundo es sólo un aspecto de la divinidad; de ningún modo una creación divina. Siendo el mundo real, y la realidad única y divina, hablar de una creación del mundo equivaldría a suponer que Dios se creaba a sí mismo. Tampoco el ser, la divinidad, plantea ningún problema metafísico. Cuanto es aparece; cuanto aparece es. Todo el trabajo de la ciencia -que Mairena admira y venera- consiste en descubrir nuevas apariencias; es decir, nuevas apariciones del ser; de ningún modo nos suministra razón alguna esencial para distinguir entre lo real y lo aparente. Si el trabajo de la ciencia es infinito y nunca puede llegar a un término, no es porque busque una realidad que huye y se oculta tras una apariencia, sino porque lo real es una apariencia infinita, una constante e inagotable posibilidad de aparecer.

No hay, pues, problema del ser, de lo que aparece. Sólo lo que no es, lo que no aparece, puede constituir problema. Porque este problema no interesa tanto al poeta como al filósofo propiamente dicho. Para el poeta, el no ser es la creación divina, el milagro del ser que es, el fíat umbra! a que Martín alude en su soneto inmortal Al gran Cero, la palabra divina que al poeta asombra y cuya significación debe explicar el filósofo.

   Borraste el ser: quedó la nada pura.

Muéstrame ¡oh Dios! la portentosa mano

que hizo la sombra: la pizarra oscura

donde se escribe el pensamiento humano.


(ABEL MARTÍN, Los complementarios)



O como más tarde dijo Mairena, glosando a Martín:

   Dijo Dios: Brote la nada.

Y alzó la mano derecha,

hasta ocultar su mirada.

Y quedó la nada hecha.


Así simboliza Mairena, siguiendo a Martín, la creación divina, por un acto negativo de la divinidad, por un voluntario cegar del gran ojo, que todo lo ve al verse a sí mismo.

Se preguntará: ¿cómo, si no hay problema de lo que es, puesto que lo aparente y lo real son una y la misma cosa, o, dicho de otro modo, es lo real la suma de las apariciones del ser, puede haber una metafísica? A esta objeción respondía Mairena: «Precisamente la desproblematización del ser, que postula la absoluta realidad de lo aparente, pone ipso facto sobre el tapete el problema del no ser, y éste es el tema de toda futura metafísica». Es decir, que la metafísica de Mairena será la ciencia del no ser, de la absoluta irrealidad, o, como decía Martín, de las varias formas del cero. Esta metafísica es ciencia de lo creado, de la obra divina, de la pura nada, a la cual se llega por análisis de conceptos; sólo contiene, como la metafísica de escuela, pensamiento puro; pero se diferencia de ella en que no pretende definir al ser (no es, pues, ontología), sino a su contrario. Y le cuadra, en verdad, el nombre de metafísica: ciencia de lo que está más allá del ser, es decir, más allá de la física.

Los siete reversos es el tratado filosófico en que Mairena pretende enseñarnos los siete caminos por donde puede el hombre llegar a comprender la obra divina: la pura nada. Partiendo del pensamiento mágico de Abel Martín, de la esencial heterogeneidad del ser, de la inmanente otredad del ser que se es, de la sustancia única, quieta y en perpetuo cambio, de la conciencia integral, o gran ojo..., etc., etc., es decir, del pensamiento poético, que acepta como principio evidente la realidad de todo contenido de conciencia, intenta Mairena la génesis del pensamiento lógico, de las formas homogéneas del pensar: la pura sustancia, el puro espacio, el puro tiempo, el puro movimiento, el puro reposo, el puro ser que no es y la pura nada.

El libro es extenso, contiene cerca de 500 páginas, en cuarto mayor. No fué leído en su tiempo. Ni aun lo cita Menéndez Pelayo en su índice expurgatorio del pensamiento español. Su lectura, sin embargo, debe recomendarse a los estudiosos. Su análisis detallado nos apartaría mucho del poeta. Quede para otra ocasión y volvamos ahora a las poesías de Juan de Mairena.

Sostenía Mairena que sus Coplas mecánicas no eran realmente suyas, sino de la Máquina de trovar, de Jorge Meneses. Es decir, que Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas eran las coplas que daba a la estampa.

Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses

Mairena. - ¿Qué augura usted, amigo Meneses, del porvenir de la lírica?

Meneses. - Pronto el poeta no tendrá más recurso que enfundar su lira y dedicarse a otra cosa.

Mairena. - ¿Piensa usted?...

Meneses. - Me refiero al poeta lírico. El sentimiento individual, mejor diré: el polo individual del sentimiento, que está en el corazón de cada hombre, empieza a no interesar, y cada día interesará menos. La lírica moderna, desde el declive romántico hasta nuestros días (los del simbolismo), es acaso un lujo, un tanto abusivo, del hombre manchesteriano, del individualismo burgués, basado en la propiedad privada. El poeta exhibe su corazón con la jactancia del burgués enriquecido que ostenta sus palacios, sus coches, sus caballos y sus queridas. El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento; no hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general, que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales o que pretenden serlo. Cuando el sentimiento acorta su radio y no trasciende del yo aislado, acotado, vedado al prójimo, acaba por empobrecerse y, al fin, canta de falsete. Tal es el sentimiento burgués, que a mí me parece fracasado; tal es el fin de la sentimentalidad romántica. En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía, el mero pathos no ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética. Un corazón solitario -ha dicho no sé quién, acaso Pero Grullo- no es un corazón; porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con otros... ¿por qué no con todos?

Mairena. - ¡Con todos! ¡Cuidado, Meneses!

Meneses. - Sí, comprendo. Usted, como buen burgués, tiene la superstición de lo selecto, que es la más plebeya de todas. Es usted un cursi.

Mairena. - Gracias.

Meneses. - Le parece a usted que sentir con todos es convertirse en multitud, en masa anónima. Es precisamente lo contrario. Pero no divaguemos. Hay una crisis sentimental que afectará a la lírica, y cuyas causas son muy complejas. El poeta pretende cantarse a sí mismo, porque no encuentra temas de comunión cordial, de verdadero sentimiento. Con la ruina de la ideología romántica, toda una sentimentalidad, concomitantemente, se viene abajo. Es muy difícil que una nueva generación siga escuchando nuestras canciones. Porque lo que a usted le pasa, en el rinconcito de su sentir, que empieza a no ser comunicable, acabará por no ser nada. Una nueva poesía supone una nueva sentimentalidad, y ésta, a su vez, nuevos valores. Un himno patriótico nos conmueve a condición de que la patria sea para nosotros algo valioso; en caso contrario, ese himno nos parecerá vacío, falso, trivial o ramplón. Comenzaremos a diputar insinceros a los románticos, declamatorios, hombres que simulan sentimientos, que, acaso, no experimentaban. Somos injustos. No es que ellos no sintieran; es, más bien, que nosotros no podemos sentir con ellos. No sé si esto lo comprende usted bien, amigo Mairena.

Mairena. - Sí, lo comprendo. Pero usted ¿no cree en una posible lírica intelectual?

Meneses. - Me parece tan absurda como una geometría sentimental o un álgebra emotiva. Tal vez sea ésta la hazaña de los epígonos del simbolismo francés. Ya Mallarmé llevaba dentro el negro catedrático capaz de intentarla. Pero este camino no lleva a ninguna parte.

Mairena. - ¿Qué hacer, Meneses?

Meneses. - Esperar a los nuevos valores. Entretanto, como pasatiempo, simple juguete, yo pongo en marcha mi aristón poético o máquina de trovar. Mi modesto aparato no pretende sustituir ni suplantar al poeta (aunque puede con ventaja suplir al maestro de retórica), sino registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano, más o menos nutrido, como un termómetro registra la temperatura o un barómetro la presión atmosférica.

Mairena. - ¿Cuantitativamente?

Meneses. - No. Mi artificio no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada, en un soneto, madrigal, jácara o letrilla que el aparato compone y recita con asombro y aplauso de la concurrencia. La canción que el aparato produce la reconocen por suya todos cuantos la escuchan, aunque ninguno, en verdad, hubiera sido capaz de componerla. Es la canción del grupo humano, ante el cual el aparato funciona. Por ejemplo, en una reunión de borrachos, aficionados al cante hondo, que corren una juerga de hombres solos, a la manera andaluza, un tanto sombría, el aparato registra la emoción dominante y la traduce en cuatro versos esenciales, que son su equivalente lírico. En una asamblea política, o de militares, o de usureros, o de profesores, o de sportsmen, produce otra canción, no menos esencial. Lo que nunca nos da el aparato es la canción individual, aunque el individuo esté caracterizado muy enérgicamente, por ejemplo: la canción del verdugo. Nos da, en cambio, si se quiere, la canción de los aficionados a ejecuciones capitales, etc., etc.

Mairena. - ¿Y en qué consiste el mecanismo de ese aristón poético o máquina de cantar?

Meneses. - Es muy complicado, y, sin auxilio gráfico, sería difícil de explicar. Además, es mi secreto. Bástele a usted, por ahora, conocer su función.

Mairena. - ¿Y su manejo?

Meneses. - Su manejo es más sencillo que el de una máquina de escribir. Esta especie de piano-fonógrafo tiene un teclado dividido en tres sectores: el positivo, el negativo y el hipotético. Sus fonogramas no son letras, sino palabras. La concurrencia ante la cual funciona el aparato elige, por mayoría de votos, el sustantivo que, en el momento de la experiencia, considera más esencial, por ejemplo: hombre, y su correlato lógico, biológico, emotivo, etc., por ejemplo: mujer. El verbo siempre en función en las tres zonas del aparato, salvo en caso de sustitución por voluntad del manipulador, es el verbo objetivados el verbo ser, en sus tres formas: ser, no ser, poder ser, o bien es, no es, puede ser, es decir, el verbo en sus formas positiva u ontológica, negativa o divina, e hipotética o humana. Ya contiene, pues, el aparato elementos muy esenciales para una copla: es hombre, no es hombre, puede ser hombre, es mujer, etc., etc. Los vocablos lógicamente rimados son hombre y mujer; los de la rima propiamente dicha: mujer y (puede) ser. Sólo el sustantivo hombre queda huérfano de rima sonora. El manipulador elige el fonograma lógicamente más afín, entre los consonantes a hombre, es decir, nombre. Con estos ingredientes el manipulador intenta una o varias coplas, procediendo por tanteos, en colaboración con su público. Y comienza así:

Dicen (el sujeto suele ser un impersonal) que el hombre no es hombre.

Esta proposición esencialmente contradictoria la da mecánicamente el tránsito del sustantivo hombre de la primera a la segunda zona del aparato. Mi artificio no es, como el de Lulio, máquina de pensar, sino de anotar experiencias vitales, anhelos, sentimientos, y sus contradicciones no pueden resolverse lógica, sino psicológicamente. Por esta vía ha de resolverla el manipulador, y con los solos elementos de que aún dispone: hombre y mujer. Y es ahora el sustantivo nombre el que entra en función. El manipulador ha de colocarlo en la relación más esencial con hombre y mujer, que puede ser una de estas dos: el nombre de un hombre pronunciado por una mujer, o el nombre de una mujer pronunciado por un hombre. Tenemos ya el esquema de dos coplas posibles para expresar un sentimiento elementalísimo en una tertulia masculina: el sentimiento de la ausencia de la mujer, que nos da la razón psicológica que explica la contradicción lógica del verso inicial. El hombre no es hombre (lo es insuficientemente) para un grupo humano que define la hombría en función del sexo, bien por carencia de un nombre de mujer, el de la amada, que cada hombre puede pronunciar, bien por ausencia de mujer en cuyos labios suene el nombre de cada hombre.

Para abreviar, pongamos que el aristón nos da esta copla:

   Dicen que el hombre no es hombre

mientras que no oye su nombre

de labios de una mujer.

Puede ser.



Este puede ser no es ripio, aditamento inútil o parte muerta de la copla. Está en la zona tercera del teclado, y el manipulador pudo omitirlo. Pero lo hace sonar, a instancias de la concurrencia, que encuentra en él la expresión de su propio sentir, tras un momento de reflexión autoinspectiva. Producida la copla, puede cantarse en coro.

En el prólogo a sus Coplas mecánicas hace Mairena el elogio del artificio de Meneses. Según Mairena, el aristón poético es un medio, entre otros, de racionalizar la lírica, sin incurrir en el barroco conceptual. La sentencia, reflexión o aforismo que sus coplas contienen van necesariamente adheridos a una emoción humana. El poeta, inventor y manipulador del artificio mecánico, es un investigador y colector de sentimientos elementales, un folklorista, a su manera, y un creador impasible de canciones populares, sin incurrir nunca en el pastiche de lo popular. Prescinde de su propio sentir, pero anota el de su prójimo y lo reconoce en sí mismo como sentir humano (cuando lo advierte adjetivado en su aparato), como expresión exacta del ambiente cordial que le rodea. Su aparato no ripia ni pedantea, y aun puede ser fecundo en sorpresas, registrar fenómenos emotivos extraños. Claro está que su valor, como el de otros inventos mecánicos, es más didáctico y pedagógico que estético. La Máquina de Trovar, en suma, puede entretener a las masas e iniciarlas en la expresión de su propio sentir, mientras llegan los nuevos poetas, los cantores de una nueva sentimentalidad.

CANCIONERO APÓCRIFO

Últimas lamentaciones de Abel Martín

Hoy, con la primavera,

soñé que un fino cuerpo me seguía

cual dócil sombra. Era

mi cuerpo juvenil, el que subía

de tres en tres peldaños la escalera.

   -Hola, galgo de ayer. (Su luz de acuario

trocaba el hondo espejo

por agria luz sobre un rincón de osario).

   -¿Tú conmigo, rapaz?

-Contigo, viejo.

   Soñé la galería

al huerto de ciprés y limonero;

tibias palomas en la piedra fría,

en el cielo de añil rojo pandero,

y en la mágica angustia de la infancia

la vigilia del ángel más austero.

   La ausencia y la distancia

volví a soñar con túnicas de aurora;

firme en el arco tenso la saeta

del mañana, la vista aterradora

de la llama prendida en la espoleta

de su granada.

¡Oh Tiempo, oh Todavía

preñado de inminencias!

Tú me acompañas en la senda fría,

tejedor de esperanzas e impaciencias.

   ¡El tiempo y sus banderas desplegadas!

(¿Yo capitán? Mas yo no voy contigo.)

¡Hacia lejanas torres soleadas,

el perdurable asalto por castigo!

   Hoy, como un día, en la ancha mar violeta

hunde el sueño su pétrea escalinata,

y hace camino la infantil goleta,

y le salta el delfín de bronce y plata.

   La hazaña y la aventura

cercando un corazón entelerido.

Montes de piedra dura

-eco y eco- mi voz han repetido.

   ¡Oh, descansar en el azul del día

como descansa el águila en el viento,

sobre la sierra fría,

segura de sus alas y su aliento!

   La augusta confianza

a ti, naturaleza, y paz te pido,

mi tregua de temor y de esperanza,

un grano de alegría, un mar de olvido...


En memoria de Abel Martín

   Mientras traza su curva el pez de fuego,

junto al ciprés, bajo el supremo añil,

y vuela en blanca piedra el niño ciego,

y en el olmo la copla de marfil

de la verde cigarra late y suena,

honremos al Señor

-la negra estampa de su mano buena-

que ha dictado el silencio en el clamor.

   Al Dios de la distancia y de la ausencia,

del áncora en la mar, la plena mar...

Él nos libra del mundo -omnipresencia-,

nos abre senda para caminar.

   Con la copa de sombra bien colmada,

con este nunca lleno corazón,

honremos al Señor que hizo la Nada

y ha esculpido en la fe nuestra razón.


A la manera de Juan de Mairena

Apuntes para una geografía emotiva de España

I

   ¡Torreperogil!

¡Quien fuera una torre, torre del campo

del Guadalquivir!

II

   Sol en los montes de Baza.

Mágina y su nube negra.

En el Aznaitín afila

su cuchillo la tormenta.

III

   En Garciez

hay más sed que agua;

en Jimena, más agua que sed.

IV

   ¡Qué bien los nombres ponía

quien puso Sierra Morena

a esta serranía!

V

   En Alicún se cantaba:

«Si la luna sale,

mejor entre los olivos

que en los espártales».

VI

   Y en la Sierra de Quesada:

«Vivo en pecado mortal:

no te debiera querer;

por eso te quiero más».

VII

   Tiene una boca de fuego

y una cintura de azogue.

      Nadie la bese.

      Nadie la toque.

   Cuando el látigo del viento

suena en el campo: ¡amapola!

(como llama que se apaga

o beso que no se logra)

su nombre pasa y se olvida.

Por eso nadie la nombra.

   Lejos, por los espártales,

más allá de los olivos,

hacia las adelfas

y los tarayes del río,

con esta luna de la madrugada,

¡amazona gentil del campo frío!...


Abel Martín

Los complementarios

Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela

I

   Esta maldita fiebre

que todo me lo enreda,

siempre diciendo: ¡claro!

Dormido estás: despierta.

¡Masón, masón!

Las torres

bailando están en rueda.

Los gorriones pían

bajo la lluvia fresca.

¡Oh, claro, claro, claro!

Dormir es cosa vieja,

y el toro de la noche

bufando está a la puerta.

A tu ventana llego

con una rosa nueva,

con una estrella roja

y la garganta seca.

¡Oh, claro, claro, claro!

¿Velones? En Lucena.

¿Cuál de las tres? Son una

Lucía, Inés, Carmela;

y el limonero baila

con la encinilla negra.

¡Oh, claro, claro, claro!

Dormido estás. Alerta.

Mili, mili, en el viento;

glu-glu, glu-glu, en la arena.

Los tímpanos del alba

¡qué bien repiquetean!

¡Oh, claro, claro, claro!

II

   En la desnuda tierra...

III

   Era la tierra desnuda,

y un frío viento, de cara,

con nieve menuda.

   Me eché a caminar

por un encinar de sombra:

la sombra de un encinar.

   El sol las nubes rompía

con sus trompetas de plata.

La nieve ya no caía.

   La vi un momento asomar

en las torres del olvido.

Quise y no pude gritar.

IV

   ¡Oh, claro, claro, claro!

Ya están los centinelas

alertos. ¡Y esta fiebre

que todo me lo enreda!...

Pero a un hidalgo no

se ahorca; se degüella,

seor verdugo. ¿Duermes?

Masón, masón, despierta.

Nudillos infantiles

y voces de muñecas.

   ¡Tan-tan! ¿Quién llama, dí?

-¿Se ahorca a un inocente

en esta casa?

-Aquí

se ahorca, simplemente.

   ¡Que vozarrón! Remacha

el clavo en la madera.

Con esta fiebre... ¡Chito!

Ya hay público a la puerta.

La solución más linda

del último problema.

Vayan pasando, pasen;

que nadie quede fuera.

   -¡Sambenitado, a un lado!

-¿Eso será por mí?

¿Soy yo el sambenitado,

señor verdugo?

-Sí.

   ¡Oh, claro, claro, claro!

Se da trato de cuerda,

que es lo infantil, y el trompo

de música resuena.

Pero la guillotina,

una mañana fresca...

Mejor el palo seco,

y su corbata hecha.

¿Guitarras? No se estilan.

Fagotes y cornetas,

y el gallo de la aurora,

si quiere. ¿La reventa

la hacen los curas? ¡Claro!

¡¡¡Sambenitón, despierta!!!

V

   Con esta bendita fiebre

la luna empieza a tocar

su pandereta: y danzar quiere,

a la luna, la liebre.

De encinar en encinar

saltan la alondra y el día.

En la mañana serena

hay un latir de jauría

que por los montes resuena.

Duerme. ¡Alegría! ¡Alegría!

VI

   Junto al agua fría,

en la senda clara,

sombra dará algún día

ese arbolillo en que nadie repara.

Un fuste blanco y cuatro verdes hojas

que, por abril, le cuelga primavera,

y arrastra el viento de noviembre, rojas.

Su fruto, sólo un niño lo mordiera.

Su flor, nadie la vió. ¿Cuándo florece?

Ese arbolillo crece

no más que para el ave de una cita,

que es alma -canto y plumas- de un instante,

un pajarillo azul y petulante

que a la hora de la tarde lo visita.

VII

   ¡Qué fácil es volar, qué fácil es!

Todo consiste en no dejar que el suelo

se acerque a nuestros pies.

Valiente hazaña, ¡el vuelo! ¡el vuelo! ¡el vuelo!

VIII

   ¡Volar sin alas donde todo es cielo!

Anota este jocundo

pensamiento: Parar, parar el mundo

entre las puntas de los pies,

y luego darle cuerda del revés,

para verlo girar en el vacío,

coloradito y frío,

y callado -no hay música sin viento-.

¡Claro, claro! ¡Poeta y cornetín

son de tan corto aliento!...

Sólo el silencio y Dios cantan sin fin.

IX

      Pero caer de cabeza,

      en medio de esta maleza,

      en esta noche sin luna,

      junto a la negra laguna...

   -¿Tú eres Caronte, el fúnebre barquero?

Esa barba limosa...

-¿Y tú, bergante?

-Un fúnebre aspirante

de tu negra barcaza a pasajero,

que al lago irrebogable se aproxima.

-¿Razón?

-La ignoro. Ahorcóme un peluquero.

-(Todos pierden memoria en este clima.)

-¿Delito?

-No recuerdo.

-¿Ida, no más?

-¿Hay vuelta?

-Sí.

-Pues ida y vuelta, ¡claro!

-Sí, claro... y no tan claro: eso es muy caro.

Aguarda un momentín, y embarcarás.

X

   ¡Bajar a los infiernos como Dante!

¡Llevar por compañero

a un poeta con nombre de lucero!

¡Y este fulgor violeta en el diamante!

Dejar toda esperanza... Usted, primero.

¡Oh, nunca, nunca, nunca! Usted delante.

   Palacios de mármol, jardín con cipreses,

naranjos redondos y palmas esbeltas.

Vueltas y revueltas,

eses y más eses.

«Calle del Recuerdo». Ya otra vez pasamos

por ella. «Glorieta de la Blanca Sor».

«Puerta de la Luna». Por aquí ya entramos.

«Calle del Olvido». Pero ¿adonde vamos

por estas malditas andurrias, señor?

   -Pronto te cansas, poeta.

-«Travesía del Amor»...

¡y otra vez la «Plazoleta

del Desengaño Mayor»!...

XI

   -Es ella... Triste y severa.

Di, más bien, indiferente

como figura de cera.

   -Es ella... Mira y no mira.

-Pon el oído en su pecho

y, luego, díle: respira.

   -No alcanzo hasta el mirador.

-Háblale.

-Si tú quisieras...

-Más alto.

-Darme esa flor.

¿No me respondes, bien mío?

¡Nada, nada!

Cuajadita con el frío

se quedó en la madrugada.

XII

   ¡Oh, claro, claro, claro!

Amor siempre se hiela.

¡Y en esa «Calle Larga»

con reja, reja y reja,

cien veces, platicando

con cien galanes, ella!

¡Oh, claro, claro, claro!

Amor es calle entera,

con celos, celosías,

canciones a las puertas...

Yo traigo un do de pecho

guardado en la cartera.

¿Qué te parece?

-Guarda.

Hoy cantan las estrellas,

y nada más.

-¿Nos vamos?

-Tira por esa calleja.

-Pero ¿otra vez empezamos?

«Plaza Donde Hila la Vieja».

Tiene esta plaza un relente...

¿Seguimos

-Aguarda un poco.

Aquí vive un cura loco

por un lindo adolescente.

Y aquí pena arrepentido,

oyendo siempre tronar,

y viendo serpentear

el rayo que lo ha fundido.

«Calle de la Triste Alcuza».

-Un barrio feo. Gentuza.

¡Alto!... «Pretil del Valiente».

-Pregunta en el tres.

-¿Manola?

-Aquí. Pero duerme sola:

está de cuerpo presente.

¡Claro, claro! Y siempre clara,

le da la luna en la cara.

-¿Rezamos?

-No. Vamonós.

Si la madeja enredamos

con esta fiebre, ¡por Dios!

ya nunca la devanamos.

...Sí, cuatro igual dos y dos.


Canciones a Guiomar

I

   No sabía

si era un limón amarillo,

lo que tu mano tenía,

o el hilo de un claro día,

Guiomar, en dorado ovillo.

Tu boca me sonreía.

   Yo pregunté: ¿Qué me ofreces?

¿Tiempo en fruto, que tu mano

eligió entre madureces

de tu huerta?

   ¿Tiempo vano

de una bella tarde yerta?

¿Dorada ausencia encantada?

¿Copia en el agua dormida?

¿De monte en monte encendida,

la alborada

verdadera?

¿Rompe en sus turbios espejos

amor la devanadera

de sus crepúsculos viejos?

II

      En un jardín te he soñado,

      alto, Guiomar, sobre el río,

      jardín de un tiempo cerrado

      con verjas de hierro frío.

      Un ave insólita canta,

      en el almez, dulcemente,

      junto al agua viva y santa,

      toda sed y toda fuente.

      En ese jardín, Guiomar,

      el mutuo jardín que inventan

      dos corazones al par,

      se funden y complementan

      nuestras horas. Los racimos

      de un sueño -juntos estamos-

      en limpia copa exprimimos,

      y el doble cuento olvidamos.

      (Uno: Mujer y varón,

      aunque gacela y león,

      llegan juntos a beber.

      El otro: No puede ser

      amor de tanta fortuna:

      dos soledades en una,

      ni aun de varón y mujer.)

   Por ti la mar ensaya olas y espumas,

y el iris, sobre el monte, otros colores,

y el faisán de la aurora canto y plumas,

y el buho de Minerva ojos mayores.

Por ti ¡oh, Guiomar!...

III

Tu poeta

      piensa en ti. La lejanía

      es de limón y violeta,

      verde el campo todavía.

      Conmigo vienes, Guiomar:

      nos sorbe la serranía.

      De encinar en encinar

      se va fatigando el día.

      El tren devora y devora

      día y rïel. La retama

      pasa en sombra; se desdora

      el oro de Guadarrama.

      Porque una diosa y su amante

      huyen juntos, jadeante,

      los sigue la luna llena.

      El tren se esconde y resuena

      dentro de un monte gigante.

      Campos yermos, cielo alto.

      Tras los montes de granito

      y otros montes de basalto,

      ya es la mar y el infinito.

      Juntos vamos; libres somos.

      Aunque el Dios, como en el cuento

      fiero rey, cabalgue a lomos

      del mejor corcel del viento,

      aunque nos jure, violento,

      su venganza,

      aunque ensille el pensamiento,

      libre amor, nadie lo alcanza.

   Hoy te escribo en mi celda de viajero,

a la hora de una cita imaginaria.

Rompe el iris al aire el aguacero

y al monte su tristeza planetaria.

Sol y campanas en la vieja torre.

¡Oh tarde viva y quieta

que opuso al panta rhei su nada corre,

tarde niña que amaba tu poeta!

¡Y día adolescente

cuando pensaste a Amor, junto a la fuente,

-ojos claros y músculos morenos-,

besar tus labios y apresar tus senos!

Todo a esta luz de abril se transparenta;

todo en el hoy de ayer, el Todavía

que en sus maduras horas

el tiempo canta y cuenta,

se funde en una sola melodía,

que es un coro de tardes y de auroras.

A ti, Guiomar, esta nostalgia mía.


Otras canciones a Guiomar

A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena

I

   ¡Sólo tu figura,

como una centella blanca,

en mi noche oscura!

   ¡Y en la tersa arena,

cerca de la mar,

tu carne rosa y morena,

súbitamente, Guioamar!

   En el gris del muro,

cárcel y aposento,

y en un paisaje futuro

con sólo tu voz y el viento;

   en el nácar frío

de tu zarcillo en mi boca,

Guiomar, y en el calofrío

de una amanecida loca:

   asomada al malecón

que bate la mar de un sueño,

y bajo el arco del ceño

de mi vigilia, a traición,

¡siempre tú!

Guiomar, Guiomar,

mírame en ti castigado:

reo de haberte creado,

ya no te puedo olvidar.

II

   Todo amor es fantasía;

él inventa el año, el día,

la hora y su melodía;

inventa el amante y, más,

la amada. No prueba nada,

contra el amor, que la amada

no haya existido jamás.

III

   Escribiré en tu abanico:

te quiero para olvidarte,

para quererte te olvido.

IV

   Te abanicarás

con un madrigal que diga:

en amor el olvido pone la sal.

V

   Te pintaré solitaria

en la urna imaginaria

de un daguerrotipo viejo,

o en el fondo de un espejo,

viva y quieta,

olvidando a tu poeta.

VI

   Y te enviaré mi canción:

«Se canta lo que se pierde»,

con un papagayo verde

que la diga en tu balcón.

VII

   Que apenas si de amor el ascua humea

sabe el poeta que la voz engola

y, barato cantor, se pavonea

con su pesar o enluta su vïola;

y que si amor da su destello, sola

la pura estrofa suena,

fuente de monte, anónima y serena.

Bajo el azul olvido, nada canta,

ni tu nombre ni el mío, el agua santa.

Sombra no tiene de su turbia escoria

limpio metal; el verso del poeta

lleva el ansia de amor que lo engendrara

como lleva el diamante sin memoria

-frío diamante- el fuego del planeta

trocado en luz, en una joya clara...

VIII

   Abre el rosal de la carona horrible

su olvido en flor, y extraña mariposa,

jalde y carmín, de vuelo imprevisible,

salir se ve del fondo de una fosa.

Con el terror de víbora encelada,

junto al lagarto frío,

con el absorto sapo en la azulada

libélula que vuela sobre el río,

con los montes de plomo y de ceniza,

sobre los rubios agros

que el sol de mayo hechiza,

se ha abierto un abanico de milagros

-el ángel del poema lo ha querido-

en la mano creadora del olvido...

............................................................

Muerte de Abel Martín

   Pensando que no veía

porque Dios no le miraba,

dijo Abel cuando moría:

Se acabó lo que se daba.


JUAN DE MAIRENA: Epigramas



I

   Los últimos vencejos revolean

en torno al campanario;

los niños -gritan, saltan, se pelean.

En su rincón, Martín el solitario,

¡La tarde, casi noche, polvorienta,

la algazara infantil, y el vocerío,

a la par de sus doce en sus cincuenta!

   ¡Oh alma plena y espíritu vacío,

ante la turbia hoguera

con llama restallante de raíces,

fogata de frontera

que ilumina las hondas cicatrices!

   Quien se vive se pierde, Abel decía.

¡Oh distancia, distancia!, que la estrella

que nadie toca, guía.

¿Quién navegó sin ella?

Distancia para el ojo -¡oh lueñe nave!-,

ausencia al corazón empedernido,

y bálsamo suave

con la miel del amor, sagrado olvido.

¡Oh gran saber del cero, del maduro

fruto sabor que sólo el hombre gusta,

agua de sueño, manantial oscuro,

sombra divina de la mano augusta!

Antes me llegue, si me llega, el Día,

la luz que ve, increada,

ahógame esta mala gritería,

Señor, con las esencias de tu Nada.

II

   El ángel que sabía

su secreto salió a Martín al paso.

Martín le dió el dinero que tenía.

¿Piedad? Tal vez. ¿Miedo al chantaje? Acaso.

Aquella noche fría

supo Martín de soledad; pensaba

que Dios no le veía,

y en su mudo desierto caminaba.

III

   Y vió la musa esquiva,

de pie junto a su lecho, la enlutada,

la dama de sus calles, fugitiva,

la imposible al amor y siempre amada.

Díjole Abel: Señora,

por ansia de tu cara descubierta,

he pensado vivir hacia la aurora

hasta sentir mi sangre casi yerta.

Hoy sé que no eres tú quien yo creía;

mas te quiero mirar y agradecerte

lo mucho que me hiciste compañía

con tu frío desdén.

Quiso la muerte

sonreír a Martín, y no sabía.

IV

   Viví, dormí, soñé y hasta he creado

-pensó Martín, ya turbia la pupila-

un hombre que vigila

el sueño, algo mejor que lo soñado.

Mas si un igual destino

aguarda al soñador y al vigilante,

a quien trazó caminos,

y a quien siguió caminos, jadeante,

al fin, sólo es creación tu pura nada,

tu sombra de gigante,

el divino cegar de tu mirada.

V

   Y sucedió a la angustia la fatiga,

que siente su esperar desesperado,

la sed que el agua clara no mitiga,

la amargura del tiempo envenenado.

¡Esta lira de muerte!

Abel palpaba

su cuerpo enflaquecido.

¿El que todo lo ve no le miraba?

¡Y esta pereza, sangre del olvido!

¡Oh, sálvame, Señor!

Su vida entera

su historia irremediable aparecía

escrita en blanda cera.

¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?

Abel tendió su mano

hacia la luz bermeja

de una caliente aurora de verano,

ya en el balcón de su morada vieja.

Ciego, pidió la luz que no veía.

Luego llevó, sereno,

el limpio vaso, hasta su boca fría,

de pura sombra -¡oh, pura sombra!- lleno.


   ¡Oh cámaras del tiempo y galerías

del alma tan desnudas!,

dijo el poeta. De los claros días

pasan las sombras mudas.

Se apaga el canto de las viejas horas

cual rezo de alegrías enclaustradas;

el tiempo lleva un desfilar de auroras

con séquito de estrellas empañadas.

¿Un mundo muere? ¿Nace

un mundo? ¿En la marina

panza del globo hace

nueva nave su estela diamantina?

¿Quillas al sol la vieja flota yace?

¿Es el mundo nacido en el pecado,

el mundo del trabajo y la fatiga?

¿Un mundo nuevo para ser salvado

otra vez? ¡Otra vez! Que Dios lo diga.

Calló el poeta, el hombre solitario,

porque un aire de cielo aterecido

le amortecía el fino estradivario.

Sangrábale el oído.

Desde la cumbre vió el desierto llano

con sombras de gigantes con escudos,

y en el verde fragor del oceano

torsos de esclavos jadear desnudos.

Y un nihil de fuego escrito

tras de la selva huraña,

en áspero granito,

y el rayo de un camino en la montaña


PROSAS VARIAS

Reflexiones sobre la lírica

I

La primera composición del libro Colección (1924) de José Moreno Villa se titula Modelos, las montañas. Leámosla:

   Así como vosotras, en el mitin

de la naturaleza multiforme:

junto al valle de los almendros

y la fresca ladera

y el río y los jardines.

Así, como vosotras, en el mitin

de nubes y de soles,

sin adornos, sin cambios,

en sobriedad eterna

-un tanto arisca-, lejos

y por encima de nuestros tejados.


Es decir que este fino cantor malagueño, tan hábil para captar los elementos flúidos del paisaje, mira a las montañas, mejor diré piensa en las montañas para dictarnos una norma estética. Altura y lejanía, solidez y permanencia desea el poeta que, como las montañas, tengan sus creaciones. ¡Las montañas!... Lejos estamos aquí de sus formas concretas, lejos también de la pura emoción montesina. Estos montes de Moreno Villa son montes pensados, no intuídos. De ellos saca el poeta conceptos para frenar, ordenar y estructurar emociones.

La segunda composición del libro se titula Voz madura. Dice así:

   Déjame tu caña verde.

Toma mi vara de granado.

¿No ves que el cielo está rojo

y amarillo el prado;

que las naranjas saben a rosas

y las rosas a cuerpo humano?

¡Déjame tu caña verde!

¡Toma mi vara de granado!


También es aquí fácil descubrir el esquema lógico de la estrofa. Los dos primeros versos expresan, en forma de alegoría, una proposición: todo puede trocarse. Viene, después, la prueba, mediante una experiencia que se nos invita a realizar. Pero en los cuatro versos que constituyen el núcleo vivo del poema, las imágenes no son ya cobertura de conceptos, sino expresión de intuiciones. El cielo rojo y el prado amarillo son momentos de un cielo y un prado que es preciso ver o recordar que se han visto; son imágenes en el tiempo que han conmovido el alma del poeta; no están en la región intemporal de la lógica -sólo la lógica está fuera del tiempo- sino en la zona sensible y vibrante de la conciencia inmediata. Las naranjas que saben a rosas, y las rosas que saben a carne, son imágenes que fluyen y se alcanzan -ondas de río- sin trocarse ni sustituirse, como en la metáfora -¿es la metáfora elemento lírico?- y responden a una dialéctica sensorial y emotiva, que nada tiene que ver con el análisis conceptual que llamamos, propiamente, dialéctica. Por último, los dos primeros versos se repiten entre admiraciones. Esto quiere decir que han perdido su carácter de alegorías, símbolos de conceptos, para convertirse -en la intención del poeta, al menos- en signos de una idea, de una visión mental, que el poeta recomienda a nuestra contemplación admirativa.

La lectura de estas dos primeras estrofas del libro de Moreno Villa me ha hecho pensar en el valor de las imágenes líricas. A mi juicio, conviene reparar en que la poesía emplea dos clases de imágenes, que se engendran en dos zonas diferentes del espíritu del poeta: imágenes que expresan conceptos y no pueden tener sino una significación lógica, e imágenes que expresan intuiciones, y su valor es preponderantemente emotivo. A veces pueden revestir el mismo indumento verbal, pero, a pesar de ello, sólo un análisis grosero suele confundirlas. La intención del poeta, que es preciso descubrir y señalar, las hace radicalmente distintas. El prado verde y el cielo azul pueden ser prado y cielo que contempla un niño con ojos maravillados, imágenes estremecidas por una emotividad singular, y algo que nada tiene que ver con eso: dos imágenes genéticas, que envuelven dos definiciones del cielo y del prado y que, si por su calidad de imágenes hablan todavía, aunque débilmente, a la intuición, su objeto es, no obstante, apartarnos de ella, están en el proceso de desubjetivación que va de lo intuido a lo pensado, de lo concreto a lo abstracto. En el primer caso el adjetivo califica, en el segundo, al señalar lo permanente en objetos varios, define.

De ambas series de imágenes, o de ambas intenciones en su empleo, necesita la poesía. No obstante, cuando se descubrió que las imágenes específicamente líricas eran aquellas que contenían intuiciones -la gloria de este invento se debe a los poetas simbolistas, tan injustamente disminuidos hoy-, se llegó a la conclusión bárbara -tan acreditada en nuestros días- que prohibe a la lírica todo empleo lógico, conceptual de la palabra. El uso del adjetivo definidor, el adjetivo homérico, era el mayor pecado en que podía incurrir un poeta. Los simbolistas, grandes descubridores en poesía, fueron teorizantes menos que medianos, creían que la lógica era cosa de mercaderes, Parler -decía Mallarmé- n'a trait à la réalité des choses que commercialement. Por el declive de esta sentencia -en parte verdadera, porque, en efecto, la palabra, como producto de objetivación, tiene un aspecto de moneda, de instrumento de cambio, de convención entre sujetos- y de otras análogas, que expresaban verdades a medias, llegaron los epígonos de los simbolistas a intentar la construcción de poemas ayunos de todo elemento conceptual. Se ignoraba, o se aparentaba ignorar, que un poema es -como un cuadro, una estatua o una catedral-, antes que nada, un objeto propuesto a la contemplación del prójimo, y que no sería tal objeto, que carecería en absoluto de existencia, si no estuviese construído sobre el esquema del pensar genérico, si careciese de lógica, si no respondiese, de algún modo, a la común estructura espiritual del múltiple sujeto que ha de contemplarlo. Hasta se sostenía que el poeta aspiraba a ser el único contemplador de su obra, que escribía o cantaba para sí mismo, sin reparar en que, aun admitido esto, en nada se atenúa la necesaria objetividad del poema. El poema sería ininteligible, inexistente para su propio autor, sin esas mismas leyes del pensar genérico, pues sólo merced a ellas puede el poeta captar el íntimo fluir de su conciencia, para convertirlo en objeto de su propio recreo. Mas, satisfecha esta exigencia lógica, sin lo cual el poema comenzaría por no existir, surge el problema específico de la lírica. Estos elementos lógicos, conceptos escuetos o imágenes conceptuales -insisto en llamar así a las que sólo contienen conceptos, juicios, definiciones, y no intuiciones, en ninguno de los sentidos de esta palabra- podrán ser asociados, disociados, barajados, alambicados, trasegados, pintados con todos los colores del iris o abrillantados con toda suerte de charoles, pero nunca alcanzarán por sí mismos un valor emotivo. Son elementos constructivos que pueden y hasta, en rigor, deben estar ocultos, marcando la estructura genética, proporciones y límites. Pero el organismo del poema requiere, además, los elementos flúidos, temporales, intuitivos del alma del poeta, como si dijéramos la carne y sangre de su propio espíritu. No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica.

Esta verdad, turbiamente vista, o vista a medias, divide todavía, a gran parte de los poetas modernos, en dos sectas antagónicas: la de aquellos que pretenden hacer lírica al margen de toda emoción humana, por un juego mecánico de imágenes, lo que no es, en el fondo, sino un arte combinatorio de conceptos hueros, y la de aquellos otros para quienes la lírica, al prescindir de toda estructura lógica, sería el producto de los estados semicomatosos del sueño. Son dos modos perversos del pensar y del sentir, que aparecen en aquellos momentos en que el arte -un arte- se desintegra o, como dice Ortega y Gasset, se deshumaniza3.

Si preguntamos ahora cuál de estos dos elementos -los lógicos y los intuitivos- llevan el acento predominante en la obra total de Moreno Villa, nos sería difícil contestar de una manera rotunda. Yo creo ver en su lírica una tendencia a la ponderación y al equilibrio. Sin embargo, el hombre de su tiempo, que reacciona justamente contra los excesos de románticos y simbolistas, se acusa en él por una actitud vigilante y una preocupación constructiva que parece inclinarse más a reforzar el esquema lógico que la corriente emotiva de sus versos.

Pero dejemos esto, para volver a ello por otro camino, y recojamos unas palabras del poeta sobre su propia lírica. «He intentado -dice Moreno Villa- decir lo más posible y del modo más directo y más sencillo». Este propósito persiste, en efecto, a través de toda su producción y se acentúa en el último de sus libros. Se buscará en vano, leyendo a Moreno Villa, la novedad escandalosa, lo que el vulgo literario entiende por literatura de vanguardia. Moreno Villa ha resistido a la corriente negativa de su tiempo. Ni siquiera ha perdido la fe en la importancia de su arte. Hizo bien. La poesía es una expresión integral del hombre de cada tiempo. Podrá existir o no, pero nunca ser una actividad subalterna.

Entre los nuevos poetas españoles -muchos son, y de mérito indudable- ocupa Moreno Villa una posición firme, que debe ser señalada. Es un poeta actual que no parece interesarse por las modas del día. Se engañará, sin embargo, quien piense que las ignora. Las conoce y no las desdeña. Pero Moreno Villa sabe que los programas literarios, que pretenden fundar escuelas que se anticipen a las obras, son casi siempre desorientadores, si se les interpreta literalmente. No son, como muchos creen, supercherías o ficciones de hombres que buscan notoriedad por caminos fáciles y deshonestos -rechacemos esta calumnia con que tantas veces se ha pretendido denigrar un santo afán de aventura-, pero suelen responder a visiones unilaterales, incompletas y apresuradas de los problemas que se plantea el arte de cada tiempo. Su valor es grande, pero exclusivamente documental. Sólo la irreflexión o la ignorancia pueden aceptar como revelaciones de una original estética proclamas y manifiestos en que se pretende la total abolición de la tradición artística y la creación ex nihilo de un arte nuevo. En los círculos bullangueros, donde todos aspiran a la novedad, nada nuevo se produce todavía. Allí, sin embargo, puede haber entrado lo viejo y caduco en un rápido proceso de desintegración. Ambas cosas conviene saber a quien pretenda descubrir en sí mismo y en torno suyo la humilde palpitación de lo vivo y germinal, en medio de los estrepitosos ruidos de lo inerte.

«Poesía desnuda y francamente humana -añade Moreno Villa- hé pretendido hacer». Palabras mayores son éstas, que obligan a meditar. Yo me pregunto: ¿qué puede ser lo humano en los días en que Moreno Villa nos ofrece su bello ramo de claveles líricos? El concepto de lo humano no se formó de una vez para siempre, sino que cambia con la fe de cada época, con la metafísica -no asuste la palabra- más o menos consciente o formulada que encierra nuestras creencias últimas. Épocas hay en que es este concepto de lo humano lo que está en crisis. Esto lo expresa el arte, a su manera, por una aparente inseguridad o desorientación.

Los simbolistas -poetas de antes de ayer- en cuanto mostraron un cierto acuerdo consigo mismos, una cierta congruencia entre sus propósitos y sus realizaciones, dejaban ver cuál era esa fe, esas últimas creencias, esa metafísica que estaba en el fondo de su lírica. Llevaban muy marcado el acento de su tiempo. Hijos de la segunda mitad del siglo que había puesto al sol las raíces del ente de razón cartesiano, hubieran definido al hombre como un ser sensible sentimental, volente o ciegamente dinámico, y el poeta como un solitario, atento a su melodía interior. La inteligencia había perdido -¿para siempre?- su posición teórica. En el principio era la acción -¿no fué éste el dogma del siglo?- y la inteligencia, mero y tardío -¿por qué no superfluo?- accidente vital, sólo podía aspirar a un rango inferior, de instrumento pragmático. Los poetas habían de desdeñarla. Esta fe agnóstica creó un arte de ciegos músicos. La pintura misma -el impresionismo- es pintura de ciegos que pretenden palpar la luz. La -poesía declara la guerra a lo inteligible y aspira a la expresión pura de lo subconsciente, apelando a las potencias oscuras, a las raíces más soterrañas del ser. De la musique avant toute chose, había dicho Verlaine. Pero esta música de Verlaine no era la música de Mozart, que tenía aún la claridad, la gracia y la alegría del mundo leibniziano, todo él iluminado y vidente, sino la música de su tiempo, la música de Wagner, el poema sonoro de la total opacidad del ser, cuya letra era la metafísica de Schopenhauer.

Desde entonces acá ha llovido mucho. No puede ser lo humano definido hoy como ayer. Por de pronto, el homúnculo activo que fué todavía a la guerra europea, llevando a Zaratustra en la mochila y su propia definición en términos de ciego dinamismo, parece haber ya cumplido su karma. No ha de ser él quien arrastre a aventuras espirituales. Podrá mañana dominar en las masas, perturbar el mundo, imperar en política, pero nunca en la minoría de conciencias que, en todo tiempo, representan lo actual. ¿Volverá a ser lo humano definido por lo racional? No falta quien lo piense. Sin embargo, la fe racionalista -¿no fué también una honda creencia la que afirmó un día la realidad de las ideas?- necesitaría, para renacer, que la inteligencia recobrase los ojos. La última filosofía que anda por el mundo se llama intuicionismo. Esto quiere decir que otra vez el pensamiento del hombre pretende intuir lo real, anclar en lo absoluto. Pero el intuicionismo moderno más que una filosofía inicial parece el término, una gran síntesis final del antiintelectualismo del pasado siglo. La inteligencia sólo puede pensar -según Bergson- la materia inerte, como si dijéramos las zurrapas del ser, y lo real, que es la vida (du vécu = de l'absolu), sólo alcanzarse con ojos que no son los de la inteligencia, sino los de una conciencia vital, que el filósofo pretende derivar del instinto. En el camino hacia abajo del intelectualismo está Bergson, acaso, en el límite. Para refutarlo habrá que volver de algún modo a Platón, a afirmar nuevamente la posición teórica del pensar; porque la inteligencia pragmática no sirve para el caso. Con todo, conviene anotar esto: el hombre actual no renuncia a ver. Busca sus ojos, convencido de que han de estar en alguna parte. Lo importante es que ha perdido la fe en su propia ceguera.

Supongamos por un momento que el hombre actual ha encontrado sus ojos, los ojos para ver lo real, a lo que nos referimos. Los tenía en la cara, allí donde ni siquiera pensó en buscarlos. Esto quiere decir que empieza a creer en la realidad de cuanto ve y toca. El mundo como ilusión -piensa- no es más explicable que el mundo como realidad. No será el trabajo de la ciencia el que me obligue a creer en él. Supongamos que es una creencia del Oriente místico, venida a Europa con el opio que mercadean los ingleses; que es una droga, usada allá como narcótico, y que, administrada a la animalidad europea, se convirtió en licor dionisíaco. No soy ya el soñador, el frenético mimo de mi propio sueño. Tampoco el mundo se viste de máscara para que yo lo contemple. Las cosas están allí donde las veo, los ojos allí donde ven. Lo absoluto está hoy para mí tan inabarcable como ayer. Pero mi relación con lo real es real también. ¿No equivaldría esto a un despertar? Sería ello -se dirá- un retorno a la creencia del sentido común, del hombre ingenuo que no hizo nunca del conocer un problema. No. El sentido común, que es común sentir, cambia con los tiempos también: en épocas racionalistas cree, como nuestros abuelos, en la Diosa Razón; en épocas agnósticas tiene otros fetiches. ¿No fué la acción, una acción en principio, una pura nada, el ídolo de nuestros padres? El sentido común puede caer también bajo el maleficio de un sueño, creerse obligado a guerrear entre sombras. Pero este hombre nuevo, si acaso existe y anda por el mundo, pretende haber despertado. Su mundo se ilumina, quiere poblarse, no de fantasmas, sino de figuras reales. Este hombre no puede ya definirse por el sueño, sino por el despertar.

Todo producto del arte, por humilde que sea, estará siempre dentro de la ideología y de la sentimentalidad de una época. Existen, ciertamente, obras rezagadas y obras actuales; pero que siempre pertenecen a un clima espiritual, que es preciso conocer. No es, pues, arbitrario el que yo pregunte en qué consiste la desnudez y, sobre todo, la humanidad de las canciones de Moreno Villa.

Abriendo el libro Colección de Moreno Villa por la página 16, encuentro una composición titulada Descubrimiento, cuya primera estrofa dice así:

   Yo he sido ciego:

tal es mi alegría

delante de las múltiples

presencias de la vida.


Es decir que el poeta siente la vida como algo que le sale al paso, como algo que es por sí mismo. Ni siquiera dice que se le aparece, sino que tiene presencias múltiples. Enfrente de ellas está el poeta, no menos presente, con su alegría. Y que el poeta es aquí responsable de cuanto dice, lo prueba el resto del poema. En él encontramos, como casi siempre en la lírica de Moreno Villa, su parte interjectiva entre signos de admiración:

   ¡Qué campos me hizo Dios!

¡Qué pueblecitos en el campo!

¡Qué anímulas errátiles

y líricas navegan

por el mar invisible

del aire, sede suya!...


Surge el asombro del poeta al choque de las cosas -vivas o no- que se le presentan como objetos líricos -de emoción, no de conocimiento-; pero como tales objetos, que estaban allí, donde el poeta los descubre.

   ¡Maravillosa vista!

claman los caminantes

en el descote limpio

de una teta serrana.


Y a esta exclamación, no menos admirativa, de los caminantes, pone el poeta, después, su correspondiente signo erotemático:

¿Maravillosa vista?


Y contesta con otra exclamación, que tampoco es la última:

   ¡Ojos maravillosos!


Porque, en efecto, son maravillosos los ojos que tanta belleza abarcan. Pero, por si pudiéramos creer que el poeta afirma en definitiva el paisaje como exclusivo milagro de sus ojos, se afinca nuevamente en su posición contemplativa, para exclamar, al fin:

¡Ojos maravillados,

que asistís al concierto

sigiloso del mundo,

mil veces más etéreo

y sutil que la música!


Lejos estamos aquí -acaso más de lo que parece- de la concepción romántico-simbolista del paisaje como mero estado de alma, y de las cosas como símbolos de nuestro sentir. Estas presencias -permítaseme insistir en la palabra- bien pudieran representar una divisoria de dos cuencas líricas distantes: la de los poetas de ayer, cuyo canto era la melodía interior con que hechizaban el húmedo rincón de sus lágrimas, y la de los poetas de mañana, hoy ya en pleno campo, en busca de nuevas canciones.

Toda partida al amanecer tiene su encanto. Sin embargo, los viejos cantores -viejos para los que hoy sean jóvenes- pueden parecer más líricos que los nuevos. El mundo como proyección de nuestro espíritu, como milagro de nuestra sensibilidad, haría de cada hombre un poeta, un creador. Así, pues, como apenas hay ganancia sin pérdida, la nueva fe en las cosas, el concederles, por lo menos, la propiedad de aparecérsenos, de presentársenos antes de que nosotros las soñemos, va en mengua de nuestro orgullo de soñadores. El culto al yo, como única realidad creadora, en función de la cual se daría exclusivamente el arte, comienza a declinar. Se diría que Narciso ha perdido su espejo, con más exactitud que el espejo de Narciso ha perdido su azogue, quiero decir la fe en la impenetrable opacidad de lo otro, merced a la cual -y sólo por ella- sería el mundo un puro fenómeno de reflexión que nos rindiese nuestro propio sueño, en último término la imagen de nuestro soñador. Pero como tampoco hay renuncia sin provecho, la canción de los nuevos poetas parecerá vibrar en un aire más puro y más claro, donde la luz tornase a su modesto oficio de hacernos más limpio y transitable el camino de los ojos. Si con la sensación estamos en parte en las cosas mismas, o si como seres conscientes ni fingimos ni deformamos nuestro universo; si el soñador despierta, no ya entre fantasmas, sino firmemente anclado en un trozo de lo real, será el respeto cósmico, a la ley que nos obliga y afinca en nuestro lugar y en nuestro tiempo, la fuente de una nueva y severa emoción, que podrá tener algún día madura expresión lírica.

Esta emoción se acusa ya en la tonalidad dominante de la nueva lírica y, muy acentuada, en el último libro de Moreno Villa. Acaso lo que distingue a nuestro poeta de otros jóvenes portaliras -cuyas excelencias no son del caso- es la clara conciencia que dicta a su arte la ideología y la sensibilidad de su tiempo. No hay en Moreno Villa la pretensión de que las cosas canten por sí mismas, ni parece creer, como algunos creen -para todo hay creyentes-, que ya no pueden ser el alfabeto más o menos caprichoso de su lenguaje interior, que será preciso reconocer su presencia, trazar fina y justamente su propio contorno.

Leamos en la página 70 de Colección:

   El cauce del agua,

sobre el cielo nimio

de la tarde fría,

estaba torcido.

   El agua del cauce

no tenía brillo:

era cinta mate

con pandos y rizos.

   Tres nubes rayaban,

con paralelismo,

el livor celeste.

Lo demás, barrido.

   Solo, en la llanura,

grande, pequeñito,

un guardia civil

estaba en aviso.

   El recio capote

negro, convulsivo,

hacía en el aire

la mueca del frío.



En el libro de Moreno Villa o, al menos, en sus composiciones más logradas, hay siempre un fino lápiz que dibuja, y la línea que traza aspira siempre a la objetividad. El equilibrio que antes señalé entre lo intuitivo y lo conceptual puede afirmarse ahora entre el sentir del poeta y el frío contorno de las cosas. Y es esto -dicho sea de paso- no lo castellano, sino lo andaluz en la poesía de Moreno Villa.

De la musique avant toute chose


En el sentido que pudo tener en Verlaine, esta sentencia -poco importa lo que él creía decir con ella- es algo de que hoy protestarían hasta los músicos. Sin embargo, la afirmación era valiente, y aparecía en justa reacción contra la línea parnasiana que pretendía ser, por sí misma, cantora. La línea tampoco puede cantar. No es éste su oficio. Ni la línea ni el concepto cantan. No pertenecen al mundo sonoro, ni siquiera al mundo sensible. Nada tienen que ver con lo inmediato psíquico. Su mayor encanto es el de su frialdad, el de su pureza, el de su alejamiento. No enturbiarlos ni estremecerlos, a la manera barroca, es un precepto de elemental buen gusto. Y nunca pretender, bárbaramente, eliminarlos. Son tan necesarios en el poema como en la vida misma, a cuya más alta jerarquía, a la conciencia del hombre, corresponde también la más alta y desesperada pretensión a lo objetivo.

Muy bellas son las canciones de Moreno Villa. Creo que ninguno de nosotros las haría mejores. Pero, si alguien me pregunta qué falta al poeta para alcanzar la perfección de su arte, yo no sabría, en verdad, responder. He pretendido señalar lo que hay en Moreno Villa del hombre que canta en su tiempo, en un tiempo -digámoslo también- marcadamente afónico. De lo que puede ser un pleno cantor de mañana, se me alcanza muy poco; y de un cantor absoluto, intemporal, de un arquetipo de cantores, menos todavía. La poesía pura, de que oigo hablar a críticos y poetas, podrá existir, pero yo no la conozco. Creo que más de una vez intentó el poeta algo parecido y que siempre alcanzó a dar frutos del tiempo -ni siquiera los mejores- recomendables, a última hora, por su impureza. Cuando se dice que, para gustar la poesía de Dante, es preciso eliminar cuanto puso en ella el escolástico, el gibelino y el hombre de una determinada historia pasional, se propone, a mi juicio, un absurdo tan grande como el de sostener que sin Dante mismo se hubiera podido escribir la Comedia. Creo, también, que lo peor para un poeta es meterse en casa con la pureza, la perfección, la eternidad y el infinito. También el arte se ahoga entre superlativos. Son musas estériles, cuando se las confina entre cuatro paredes. Para el que camina por el bajo mundo tienen, en cambio, un valor de luminarias de horizonte. Pero nunca están más lejos del poeta que cuando pretende tenerlas a su servicio. Ni al poeta mismo le es dado tener un harén de diosas. El propio Júpiter no aspiró a tanto.

¿Consejos a Moreno Villa? No. Lejos de mi ánimo aconsejar a nadie ni, mucho menos, predicar a convencidos. «Poesía desnuda y francamente humana he pretendido hacer», dice el poeta. Y yo creo que todavía es ése el camino.

Sobre la defensa y la difusión de la cultura

Discurso pronunciado en Valencia en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores

El poeta y el pueblo

Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil -era el tópico al uso de aquellos días- consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: «Escribir para el pueblo -decía mi maestro- ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos -claro está- de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoy, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado del folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular».

Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.

Los milicianos de 1936

I
Después de puesta su vida

tantas veces por su ley

al tablero...


¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal vez porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única -si se pierde, no hay otra- por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.

II

Cuando una gran ciudad -como Madrid en estos días- vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece -literalmente-, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, la corbata o el lustre de las botas.

III

Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y -digámoslo con orgullo- perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie -signos de clase, hábitos e indumentos- a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar -jesuíticamente- la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque -y éste es el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.

IV

Cuando el Cid, el señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigídole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria.

V

No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejen hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma dignidad.

Madrid, agosto, 1936.

Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folklore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, puede aceptarse y aun convertirse en norma literaria, sólo con esta advertencia: la aristocracia-española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente, es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en el Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería.

Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio en este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribimos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.

La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancía, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería, para los que así piensan -si esto es pensar-, un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción tan materialista de la difusión cultural.

En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos: y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni el tesoro, ni el depósito de la cultura, como en los fondos o existencias que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos... Para mí -decía Juan de Mairena- sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura -o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos- si averiguásemos que el principio de Carnot rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce cultura.

Para nosotros, la cultura no proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícita las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da.

Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la cultura sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para ser levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que sólo el peso de la cultura pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado espesos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.

Cuando a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en general, el escritor debía escribir para las masas, contestó: Cuidado, amigos míos. Existe un hombre del pueblo, que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa no existe; las masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres, basada en una descalificación del hombre que pretende dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad del tópico «masas humanas». Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre y necesita degradarlo; algo también de la Iglesia, órgano de poder, que más de una vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas. Mucho cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo!

Muchos de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía futura -la continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y de tiempo- y el fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en parte, de esto: escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para el hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el mundo entero, y que luchan -como en España- heroica y denodadamente por destruir cuantos obstáculos se opongan a su hombría integral, por conquistar los medios que les permitan incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda.

He aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros, demófilos incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos nunca de buen grado, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros adversarios no sentirán jamás.

Sobre la Rusia actual

Nunca olvidaré unas palabras de Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, el curso de los siglos, un tipo superior de civilización, desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo». Como a nuestro Unamuno España, le dolía al ruso el mundo entero.

Dejando a un lado cuanto puede haber de jactancia y aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone Dostoyevski en boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas expresan una esencialísima verdad rusa. ¿Y es ahí dónde hemos de buscar la más honda raíz de la Rusia de hoy?

Como las grandes montañas cuando nos alejamos de ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién será hoy tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos. Los millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva Rusia nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco activo de la historia. Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias mortecinas que todavía se trasmiten señales, pero que ya no alumbran ni calientan, y que han perdido toda virtud de guías universales.

Reparemos en la pobre idea que dan de sí mismas esas democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto sale o se guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar -siquiera sea a título de dignidad formularia- ningún principio ideal, ninguna severa norma de justicia. Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas al enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su poder, apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que puede venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones, convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contemporánea.

Reparemos en esos dos hinchados dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan. Ellos no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes pueblos respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea. Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.

Moscú, en cambio -resumamos en este claro nombre toda la vasta organización de la Rusia actual-, aunque salude con el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana, que no tiene sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran revolución, un hecho genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive consagrado a una labor constructora, que es una empresa gigante de radio universal.

La fuerza incontrastable de la Rusia actual radica en esto: Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fué la Rusia de los zares, cuya misión era imponer un dominio, conquistar por la fuerza una hegemonía entre naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los sesos de Mussolini, ese faquino endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte años. La Rusia actual nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio, rompiendo todas las cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los pueblos que la integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en número, sino, sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un poder que amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos; porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos privilegios del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y Stalin se caracteriza, no sólo por su alcance universal, sino también por un claro sentido de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de fracaso. Mas la Rusia actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de hora en hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está consagrada a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver sus enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad: el sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones del alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas Soviéticas, cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.

Pero Rusia, la Rusia actual, que todos admiramos y que ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia el porvenir, no es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable, venido de otras esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no es, tampoco, un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido -la Rusia actual- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de Rusia, los que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra mundial, algo de su admirable literatura -Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy- sabemos que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las virtudes específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy. Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que nuestras mejores novelas contemporáneas -buena lección para meditar por nuestros culteranos deshumanizadores del arte literario-. Y es que a través de la más inepta traducción de La guerra y la paz -por aducir un ejemplo ingente- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia y profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos: nuevo con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se representa; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que traspasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de radio infinito.

Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del cristianismo occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín -Berlín sobre todo- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones. Nietzsche, contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas simplificaciones, a la teutónica?

Cuando en el año 14 estalla la guerra, Berlín embiste contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido con toda ella, sin la obsesión de París que le embargaba la otra mitad. Y es el imperio de Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el pecho ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico del alma rusa, ha quedado intacto y libre.

Libre, en efecto, de su Imperio y de su Iglesia, instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas autóctonas, las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo, colaboraron desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.

Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia soviética, que dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La historia es una caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o como decía Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de profetizar lo pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista pudiéramos juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido utilizar el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al paso. Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.

Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.

Y de esto trataremos largamente otro día.

Carta a David Vigodsky

Leningrado

Mi querido y lejano amigo:

Con algún retraso me llega su amable carta del 25 de enero, que habría contestado a vuelta de correo, si mis achaques habituales no se hubiesen complicado con una enfermedad de los ojos, que me ha impedido escribir durante varios días.

En efecto, soy viejo y enfermo, aunque usted por su mucha bondad no quiera creerlo: viejo, porque paso de los sesenta, que son muchos años para un español; enfermo, porque las vísceras más importantes de mi organismo se han puesto de acuerdo para no cumplir exactamente su función. Pienso, sin embargo, que hay algo en mí todavía poco solidario de mi ruina fisiológica, y que parece implicar salud y juventud de espíritu, si no es ello también otro signo de senilidad, de regreso a la feliz creencia en la dualidad de sustancias.

De todos modos, mi querido Vigodsky, me tiene usted del lado de la España joven y sana, de todo corazón al lado del pueblo, de todo corazón también enfrente de esas fuerzas negras -¡y tan negras! -a que usted alude en su carta.

En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos -nuestros barinas- invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud.

He visto con profunda satisfacción la intensa corriente de simpatía hacia Rusia que ha surgido en España. Esta corriente es, acaso, más honda de lo que muchos creen. Porque ella no se explica totalmente por las circunstancias históricas en que se produce, como una coincidencia en Carlos Marx y en la experiencia comunista, que es hoy el gran hecho mundial. No. Por debajo y por encima y a través del marxismo, España ama a Rusia, se siente atraída por el alma rusa. Lo tengo dicho hace ya más de quince años, en una fiesta que celebramos en Segovia, para recaudar fondos que enviar a los niños rusos. «Rusia y España se encontrarán un día como dos pueblos hondamente cristianos, cuando los dos sacudan el yugo de la iglesia que los separa».

Leyendo hace unos meses El adolescente, de Dostoyevski -vuestro gran Dostoyevski- encontré algunas páginas, en mi opinión proféticas, que me afirman en la idea que tuve siempre del alma rusa. Un personaje de esta novela, Versílov -cito y resumo de memoria, porque mis libros se han quedado en Madrid-, dice, conversando con su hijo, que llegará un día en que los hombres vivan sin Dios. Y cuando se haya agotado esa gran fuente de energía que les prestaba calor y nutría sus almas, los hombres se sentirán solitarios y huérfanos. Pero añade -y esto es a mi juicio lo específicamente ruso- que él no ha podido nunca imaginar a los hombres como seres ingratos y embrutecidos. Los hombres entonces se abrazarán más estrecha y amorosamente que nunca, se darán la mano con emoción insólita, comprendiendo que, en lo sucesivo, serán ya los unos para los otros. La idea y el sentimiento de la inmortalidad serán suplidos por el sentido fraternal del amor. Claramente se ve cómo Dostoyevski es un alma tan impregnada de cristianismo, que ni en los días de mayor orfandad y más negro ateísmo que él imagina puede concebir la ausencia del sentimiento específicamente cristiano. Y expresamente lo dice Versílov, al fin de su discurso, en estas o parecidas palabras: Entre los hombres huérfanos y solitarios, veo al Cristo tendiéndoles los brazos y gritándoles: ¿cómo habéis podido olvidarme?

Como maestra de cristianismo, el alma rusa, que ha sabido captar lo específicamente cristiano -el sentido fraterno del amor, emancipado de los vínculos de la sangre-, encontrará un eco profundo en el alma española, no en la calderoniana, barroca y eclesiástica, sino en la cervantina, la de nuestro generoso hidalgo Don Quijote, que es, a mi juicio, la genuinamente popular, nada católica, en el sentido sectario de la palabra, sino humana y universalmente cristiana.

Uno de los más grandes bienes que espero del triunfo popular es nuestro mayor acercamiento a Rusia, la mayor difusión de su lengua y de su gran literatura, poco y mal conocida aún entre nosotros y que, no obstante, ha dejado ya muy honda huella en España.

Con toda el alma agradezco a usted como español la labor de hispanista a que usted ahora se consagra. Por nuestro amigo Rafael Alberti tenía de ella la mejor noticia. Ahora me anuncia usted su traducción de El mágico prodigioso, el magnífico drama de Calderón de la Barca. El teatro calderoniano es, a mi juicio, la gran catedral estilo jesuíta de nuestro barroco literario. Su traducción a la lengua rusa llenará de orgullo y satisfacción a todos los amantes de nuestra literatura.

Sobre la tragedia de Unamuno, que es tragedia de España, publiqué una nota en el primer cuaderno de la Casa de la Cultura. Se la copio, levemente retocada para subsanar una errata importante de su texto. Dice así: «A la muerte de don Miguel de Unamuno, hubiera dicho Juan de Mairena: de todos los grandes pensadores, que hicieron de la muerte tema esencial de sus meditaciones, fué Unamuno quien menos habló de resignarse a ella. Tal fué la nota antisenequista -original y españolísima, no obstante- de este incansable poeta de la angustia española. Porque fué Unamuno todo, menos un estoico, es decir, todo antes que un maestro de resignación a la fatalidad de morirse, le negaron muchos el don filosófico, que poseía en sumo grado. La crítica, sin embargo, debe señalar que, coincidiendo con los últimos años de Unamuno, florece en Europa toda una metafísica existencialista, profundamente humana, que tiene a Unamuno, no sólo entre sus adeptos, sino también -digámoslo sin rebozo- entre sus precursores. De ello hablaremos largamente otro día. Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca ni lo creeré jamás».

La muerte de García Lorca me ha entristecido mucho. Era Federico uno de los dos grandes poetas jóvenes andaluces. El otro es Rafael Alberti. Ambos, a mi juicio, se complementaban como expresión de dos aspectos de la patria andaluza: la oriental y la atlántica. Lorca, más lastrado de folklore y de campo, era genuina y esencialmente granadino. Alberti, hijo de un finis terrae, la planicie gaditana, donde el paisaje se borra, y se acentúa el perfil humano sobre un fondo de mar o de salinas, es un poeta más universal, pero no menos, a su manera, andaluz. Un crimen estúpido apagó para siempre la voz de Federico. Rafael visita los frentes de combate y, acompañado de su brava esposa María Teresa León, se expone a los más graves riesgos.

Releyendo, cosa rara en mí, los versos que dediqué a García Lorca, encuentro en ellos la expresión poco estéticamente elaborada de un pesar auténtico, y además, por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía, un sentimiento de amarga queja, que implica una acusación a Granada. Y es que Granada, pienso yo, una de las ciudades más bellas del mundo y cuna de españoles ilustres, es también -todo hay que decirlo- una de las ciudades más beocias de España, más entontecidas por su aislamiento y por la influencia de su aristocracia degradada y ociosa, de su burguesía irremediablemente provinciana. ¿Pudo Granada defender a su poeta? Creo que sí. Fácil le hubiera sido probar a los verdugos del fascio que Lorca era políticamente innocuo, y que el pueblo que Federico amaba y cuyas canciones recogía no era precisamente el que canta la Internacional.

En Madrid libertado o en Leningrado libre, yo también tendría sumo placer en estrechar su mano. Por de pronto me tiene usted en Valencia (Rocafort) al lado del Gobierno cien veces legítimo de la gloriosa República española y sin otra aspiración que la de no cerrar los ojos antes de ver el triunfo definitivo de la causa popular, que es -como usted dice muy bien- la causa común a toda la humanidad progresiva.

En fin, querido Vigodsky, no quiero distraer más su atención. Mis afectos a su hijo, el joven bautista de sus canarios con nombres de ríos españoles. Dígale que me ha conmovido mucho su gentil homenaje a la memoria del poeta querido.

Y usted disponga de su buen amigo

ANTONIO MACHADO.

P. D. - Le envío a usted esos dibujos de mi hermano José para que vea algunos auténticos aspectos gráficos de nuestra España.

Madrid, baluarte de nuestra Guerra de Independencia

(7. XI. 1936 - 7. XI. 1937)

MADRID

A la memoria de EMILIANO BARRAL.

I

¡Madrid, Madrid! ¡qué bien tu nombre suena,

rompeolas de todas las Españas!

La tierra se desgarra, el cielo truena,

tú sonríes con plomo en las entrañas.


Madrid, 7 de noviembre de 1936.

II

Más de una vez he dicho que si Madrid no hubiera sido capital de España cuando estalló la rebelión militar, habría conquistado, en este año de abnegación y heroísmo la capitalidad que más de tres siglos no han podido disputarle. Y la habría conquistado sin pretenderlo, como se conquistan todas las cosas grandes: aspirando a otras mucho mayores.

Madrid ha sabido ser España, España entera, que es la España leal al Gobierno de nuestra gloriosa República. Luchando sin tregua contra los traidores de dentro y los invasores de fuera, Madrid no tuvo una hora de vacilación, de desconfianza o de cobardía: ni siquiera un momento de jactancia en que gritase: ¡Viva Madrid! porque siempre ha gritado: ¡Arriba el pueblo!

Madrid ha sabido ser más que capital de España y espejo de todos los buenos españoles; porque al defender la causa popular -la justicia para el pueblo-, vierte su sangre por todos los pueblos y defiende el porvenir del mundo.

Valencia, 27 de julio de 1937.

III

La sonrisa madrileña

Madrid tenía ya -¿quién puede dudarlo?- una breve y gloriosa tradición salpicada de sangre y de heroísmo, su breve historia trágica, que Don Francisco de Goya anotó para siempre. Pero el pueblo madrileño, que no lo ignoraba, nunca se jactó de ella; en los labios madrileños Bailén, Cádiz, Zaragoza, Gerona, eran, entre las gestas de nuestra guerra de la independencia, tanto o más que Madrid. Cuando Madrid hace del 2 de Mayo una fiesta piadosa específicamente madrileña, quitándole la solemnidad y el atuendo de fiesta nacional, para no herir el amor propio de una nación amiga, obra en función españolísima, como capital de todas las Españas. Nosotros tendíamos a olvidar lo trágico y lo heroico madrileño. En verdad, nos lo borraba esa jovialidad de Madrid, no exenta de ironía, de apariencia frívola y desconcertante, esa gracia madrileña inasequible a los malos comediógrafos, que todo lo achabacanan, y que tan finamente han captado los buenos (Lope, Cruz, Jacinto Benavente), esa gracia cuya degradación es el chiste, y que es esencialmente un antídoto contra lo trágico, y un anticipo del fracaso de lo solemne. Pero la sonrisa madrileña, levemente cínica, marcadamente irónica, es ya una sonrisa a pesar de todo, porque en Madrid es la vida más dura que en el resto de España. Es en Madrid donde adquieren más tensión los resortes de la lucha social y de la competencia en el trabajo, el lugar de los mayores afanes y los mayores riesgos, donde, a causa de la mucha concurrencia, es más grande la soledad del individuo, donde es más ardua la empresa de salir adelante con la propia existencia y la de la prole. Hay en la sonrisa madrileña una lección de moral, de dominio del hombre sobre sí mismo, que pudiera expresarse: a mayor esfuerzo mayor jactancia.

IV

En los primeros días de la rebelión militar, Madrid tuvo la intuición inmediata del enemigo, la revelación de toda la fuerza con que había de medirse. Cómo y por qué el pueblo, precisamente el pueblo madrileño, era el menos sorprendido por la traición fascista, y el más dispuesto a combatirla, es algo que los historiadores del porvenir nos explicarán, acaso, algún día. El hecho es que la decisión de pelear hasta morir fué algo perfectamente maduro en el alma del pueblo.

Y esta decisión era tanto más heroica y magnífica cuanto que el pueblo carecía de todo recurso material para la guerra, no tenía armas ni instrumentos, ni hábitos militares, frente a un enemigo que parecía poseerlo todo. En opinión de muchos, asistimos, por aquellos días, ya para siempre gloriosos, a uno de esos milagros de la voluntad popular que sólo se obran en España. Y hemos de reconocer que el milagro se hizo en Madrid sin aparato mágico, sin apariencias sobrenaturales, como una empresa perfectamente humana.

V

Madrid frunce el ceño. Los milicianos de 19364

Después de puesta su vida

tantas veces por su ley

al tablero...


JORGE MANRIQUE.



¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única -si se pierde, no hay otra- por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.

VI

Cuando una gran ciudad -como Madrid en estos días- vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece -literalmente-, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.

VII

Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y -digámoslo con orgullo- perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie -signos de clase, hábitos e indumentos- a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos -la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues, a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque -y éste es el más hondo sentido de la frase-, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores que siempre ha despreciado al señorito.

Agosto 1936.

VIII

Madrid, el frívolo Madrid, nos reservaba la sorpresa de revelarnos, a tono con las circunstancias más trágicas de la vida española, toda la castiza grandeza de su pueblo. En los rostros madrileños, durante unos días de seriedad, vimos a España entera en su mejor retrato. Madrid, frunciendo el ceño oportunamente, había eliminado al señorito y ya podía sonreír otra vez.

El enemigo -los traidores de dentro y los invasores de fuera- se iba poco a poco aproximando a Madrid. La aviación enemiga multiplicaba sus asesinatos monstruosos de los inermes y los inofensivos: de enfermos, de ancianos, de mujeres, de niños. El cielo otoñal madrileño, con sus nubes de plata y sus lluvias ligeras, tan alegre antaño, tan hospitalario y acogedor cuando nos anunciaba los días del renacer de la vida ciudadana, la vuelta de los escolares a sus estudios, la reapertura de sus centros de solaz y cultura, era ahora una constante invitación a la blasfemia, a una blasfemia que los combatientes no proferían. Madrid había recobrado su sonrisa a pesar de todo, expresiva ahora de una ironía mucho más honda. Madrid había llegado a una plena conciencia de su grandeza y de su soledad, quiero decir que Madrid se sentía a solas con España, con lo más hondo y perdurable de su raza, con ese ímpetu español que no miente a la patria, porque es la patria misma, y que, cuando otros la invocan para traicionarla y venderla, acude a defenderla y a comprarla con la propia sangre. Con España -y algunos nobles amigos extranjeros-, y enfrente de los traidores, de los cobardes, de los asesinos, de las hordas compradas al hambre africana, enfrente de los siervos incondicionales, ciegos instrumentos de la reacción europea, frente a los más sombríos fantasmas de la historia, más o menos motorizados, frente a las tropas italianas de flamantes equipos militares, al servicio de un faquín endiosado, frente a los técnicos de la guerra, de una guerra sin posible victoria, sabios verdugos del género humano, a sueldo de la ambición germánica... Era todo eso lo que Madrid tenía enfrente, lo que Madrid oía tronar a sus puertas.

Quien oyó los primeros cañonazos disparados sobre Madrid por las baterías facciosas, emplazadas en la Casa de Campo, conservará para siempre en la memoria una de las emociones más antipáticas, más angustiosas y perfectamente demoníacas que pueda el hombre experimentar en su vida. Allí estaba la guerra, embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático sobre una ciudad casi inerme, despojada vilmente de todos sus elementos de combate, sobre una ciudad que debía ser sagrada para todos los españoles, porque en ella teníamos todos -ellos también- alguna raíz sentimental y amorosa. Los asesinos de Madrid, asesinos de España, estaban allí crueles, implacables... Pero no entraban. ¡Ah! No podían entrar. Hubo de aplazarse indefinidamente el sacrílego Te Deum en la Puerta del Sol que proyectaban aquellos enemigos de Dios para festejar la consumación de su crimen. No entraron, no podían entrar, porque Madrid no lo consentía. Un general insigne y unos cuantos capitanes egregios -¿habrá algún día bronce bastante para ellos?- cuajaron con pechos madrileños un frente de combate, una barrera infranqueable para el odio faccioso. Ha pasado un año y, para asombro del mundo -¿merece el mundo tan sublime espectáculo?- esa barrera sangra, pero no cede. ¿Triunfará Madrid? La victoria la ha ganado cien veces, quiero decir que cien veces la ha merecido.

Valencia, 7 de noviembre de 1937.

De don Miguel de Unamuno, del gran don Miguel de Unamuno, el maestro querido, publica Hora de España, en su número XV, algunas composiciones inéditas, acompañadas de notas tan amorosas como inteligentes de José María Quiroga Pla, su yerno.

Para los amantes de lo anecdótico, la muerte de don Miguel de Unamuno ha quedado envuelta en el misterio. A quienes lo conocíamos y lo amábamos no nos inquietan las circunstancias más o menos tenebrosas de su acabamiento; sabemos de él lo que nos importaba saber: que murió, sin duda alguna, tan noblemente como había vivido. La vida de don Miguel de Unamuno fué toda ella una meditación sobre la muerte, y una egregia y luminosa agonía. ¿De qué otro modo podía morir, sino luchando consigo mismo, con su hombre esencial y con su propio Dios?

   Abogada de imposibles,

Santa Rita la bendita,

la vida es un don del cielo;

lo que se da no se quita.



Con estos versos en que se glosa un dicho infantil, con estos versos que tienen algo de plegaria y algo de blasfemia como toda expresión sinceramente religiosa, con estos versos en los labios, pudo morir don Miguel de Unamuno, allá, en su dorada Salamanca, que ya no le dejaban contemplar los esbirros de Mola.

De los cuatro Migueles que asumen y resumen «las esencias de España (Miguel Servet, Miguel de Cervantes, Miguel de Molinos y Miguel de Unamuno) es Unamuno el último en el tiempo, de ningún modo el menor de los cuatro gigantes.

De quienes ignoran que el haberse apagado la voz de Unamuno es algo con proporciones de catástrofe nacional, habría que decir: ¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que han perdido!

Aunque la vida de don Miguel de Unamuno fué en su totalidad una meditación sobre la muerte, no fué una meditación estoica para resignarse a morir, sino todo lo contrario. Unamuno es el perfecto antipolo de Séneca. Es Unamuno uno de los grandes pensadores «existencialistas» que se adelanta a la novísima filosofía (la de Friburgo), que culmina en Heidegger: pero Unamuno llegó a conclusiones radicalmente opuestas. «La vida, desde su principio hasta su término, es lucha contra la fatalidad de morir, lucha a muerte, agonía. Las virtudes humanas son tanto más altas cuanto más hondamente arrancan de esta suprema desesperación de la conciencia trágica y agónica del hombre. Su héroe fué Don Quijote, el antipragmatista por excelencia, el héroe éticamente invicto e invencible que sabe, o cree saber, que toda victoria inmerecida es una derrota moral, y que, en último caso, más que la victoria importa merecerla». La idea esencial quijotesca se hermana con el más hondo sentir de Unamuno: «Vivid de tal suerte que el morir sea para vosotros una suprema injusticia».

Carta a María Luisa Carnelli

Querida y admirada amiga:

Me anuncia usted su viaje a la Argentina, donde va usted a organizar los trabajos de solidaridad con España. Yo le deseo el más feliz arribo a su patria, y el más rápido también, si ello ha de amenguar el tiempo de su ausencia.

Como usted lleva a España consigo, me parece redundante pedirle que lleve también a la Argentina, a esa gran República, un mensaje español con una carta mía. Soy yo, además, muy poca cosa para asumir la representación de algo tan grande como es la España de hoy. Pero sí me atrevo a suplicarle que lleve a sus compatriotas, de parte mía, el abrazo fraterno de un español que, en los momentos actuales, cree estar en su puesto, cumpliendo estrictamente su deber. Usted sabe muy bien, porque lo ha visto con sus propios ojos, que España está invadida por el extranjero; que, merced a la traición, dos grandes potencias han penetrado en ella subrepticiamente, y pretenden dominarla para disponer de su destino futuro, para borrar por la fuerza y la calumnia su historia pasada. En el trance trágico y decisivo que vivimos, no hay, para ningún español bien nacido, opción posible, no le es dado elegir bando o bandería, ha de estar necesariamente con España, contra sus invasores extranjeros y contra los traidores de casa. Carezco de filiación de partido, no la he tenido nunca, aspiro a no tenerla jamás. Mi ideario político se ha limitado siempre a aceptar como legítimo solamente el gobierno que representa la voluntad libre del pueblo. Por eso estuve siempre al lado de la República Española, por cuyo advenimiento trabajé en la medida de mis fuerzas, y siempre dentro de los cauces que yo estimaba legítimos. Cuando la república se implantó en España como una inequívoca expresión de la voluntad popular, la saludé con alborozo y me apresté a servirla, sin aguardar de ella ninguna ventaja material. Si hubiera venido como consecuencia de un golpe de mano, como una imposición de la fuerza, yo hubiera estado siempre enfrente de ella. Cuando un grupo de militares volvió contra el legítimo gobierno de la República las armas que éste había depositado en su ejército, yo estuve, incondicionalmente, al lado del gobierno, sin miedo a la potencia de aquellas armas que traidoramente se le habían arrebatado. Al lado del gobierno y, por descontado, al lado del pueblo, del pueblo casi inerme que era, no obstante la carencia de máquinas guerreras, el legítimo ejército de España. Cuando se produjo el hecho monstruoso de la invasión extranjera, tuve el profundo consuelo de sentirme más español que nunca: de saberme absolutamente irresponsable de la traición. Por desgracia se habían confirmado mis más tristes augurios: quienes traicionan a su pueblo dentro de casa trabajan siempre para cobrar su traición en moneda extranjera, están vendiendo al par su propio territorio. Y en verdad, no es mucho vender el propio territorio cuando antes se ha vendido al hombre que lo labra. Lo uno es consecuencia inevitable de lo otro.

Se nos ha calumniado diciendo que trabajamos por cuenta de Rusia. La calumnia es doblemente pérfida. Rusia es un pueblo gigantesco que honra a la especie humana. Nadie, que no sea un imbécil, podrá negarle su admiración o su respeto. Pero Rusia, que renunció a toda ambición imperialista para realizar en su casa la ingente experiencia de crear una nueva forma de convivencia humana, no ha tenido jamás la más leve ambición de dominio en España. Rusia es por el contrario el más firme sostén de la independencia de los pueblos. Si ha sabido, en su gran revolución, libertar a los suyos ¿cómo ha de atentar a la libertad de los ajenos? Esto lo saben ellos -nuestros enemigos- tan bien como nosotros, aunque simulan ignorarlo.

Por fortuna, hoy sabemos que nuestros adversarios no son tan fuertes como ellos creen, porque entre todos ellos no hay un átomo de energía moral. Porque ellos no pueden dudar de su propia vileza, están moralmente vencidos; y lo estarán en todos los sentidos de la palabra cuando refluya la ola de cinismo que hoy invade a la vieja Europa.

Y no quiero seguir. De españolismo, querida amiga, nada tiene usted que aprender de mí. Usted sabe muy bien que los enemigos de España son enemigos de todas las Españas.

Lleve usted a los suyos un saludo fraterno y la expresión de una gratitud infinita. Su amigo que la admira.

Barcelona, 19 de noviembre de 1938.

Sobre la guerra

Autógrafo para la Hispanic Society of America

Si vis pacem, para bellum, dice un consejo latino un tanto superfluo; porque el hombre es por naturaleza peleón, y para guerrear está siempre sobradamente propicio. De todos modos el latín proverbial sólo conduce como tantos latines más o menos acreditados a callejones sin salida, en este caso a la carrera de los armamentos, cuya meta es -como todos sabemos- la guerra y la ruina.

Más discreto sería inducir a los pueblos a preparar la paz, a apercibirse para ella y, antes que nada, a quererla, usando de consejos menos paradójicos. Ejemplo: si quieres la paz procura que tus enemigos no deseen la guerra: dicho de otro modo: procura no tener enemigos o, lo que es igual: procura tratar a tus vecinos con amor y justicia.

Pero esto sería sacar el Cristo a relucir, lo cual, después de Nietzsche, parece cosa de mal gusto, propia de sacristanes o de filisteos, a muchos sabihondos, que no han reparado todavía en que los filisteos y los sacristanes no acostumbran a sacar el Cristo en función amorosa, sino para bendecir los cañones, las bombas incendiarias y los gases deletéreos.

Discurso a las juventudes socialistas unificadas

Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi juicio, no lo es. Porque siempre pude servir para contrarrestar el consejo contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo antes posible.

Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que dentro de ellos la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará si vosotros no la hacéis.

Uno de los graves pecados de España, tal vez el más grave, acaso el que hoy purgamos con la tragedia de nuestra patria, es el que pudiéramos llamar «gran pecado de las juventudes viejas». Yo las conozco bien, amigos queridos, perdonadme esta pequeña jactancia. En mi ya larga vida, he visto desfilar varias promociones y diversos equipos de jóvenes pervertidos por la vejez: ratas de sacristía, flores de patinillo, repugnantes lombrices de caño sucio. Los conozco bien. Y son esos mismos jóvenes sin juventud los que hoy, ya maduros, mejor diré, ya podridos, levantan, en la retaguardia de sus ejércitos mercenarios, los estandartes de la reacción, los mismos que decidieron, fría y cobardemente, vender a su patria y traicionar el porvenir de su pueblo. Son esos mismos también, aunque no siempre lo parezcan, los que hoy quisieran corromperos, sembrar la confusión y el desorden en vuestras filas, los enemigos de vuestra disciplina, en suma, cualesquiera que sean los ideales que digan profesar.

¡La disciplina!... He aquí una palabra que vosotros, jóvenes socialistas unificados, no necesitáis, por fortuna, que yo recuerde. Porque vosotros sabéis que la disciplina, útil para el logro de todas las empresas humanas, es imprescindible en tiempos de guerra. De disciplina sabéis vosotros, por jóvenes, mucho más que nosotros, los viejos, pudiéramos enseñaros. Contra lo que se cree, o afecta creerse, también la disciplina es una virtud esencialmente juvenil, que muy rara vez alcanzan los viejos. Sólo la edad generosa, abierta a todas las posibilidades del porvenir, realiza gustosa el sacrificio de todo lo mezquinamente individual a las férreas normas colectivas que el ideal impone. Sólo los jóvenes verdaderos saben obedecer sin humillación a sus capitanes, velar por el prestigio, sin sombra de adulación, de los hombres que, en los momentos de peligro, manejan el timón de nuestras naves; sólo ellos saben que en tiempo de guerra y de tempestad los capitanes y los pilotos, cuando están en sus puestos, son sagrados.

Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos palabras -un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un anarquista verdadero puede ser un santo-, de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.

Si reparáis en la breve historia de nuestra República, que se inaugura magníficamente con signo juvenil, dominada por hombres que gobiernan y legislan atentos al porvenir de su pueblo, veréis que es un hombre profundamente viejo, un alma decrépita de ramera averiada y reblandecida, el llamado Lerroux, quien se encarga de acarrear a ella, de amontonar sobre ella -¡nuestra noble República!- todos los escombros de la rancia política en derribo, toda la cochambre de la inagotable picaresca española. A esto llamaba él ensanchar la base de la República.

Yo os saludo, pues, jóvenes socialistas unificados, con un respeto que no siempre puedo sentir por los ancianos de mi tiempo, porque muchos de ellos estaban deshaciendo a España y vosotros pretendéis hacerla. Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista, no lo he sido nunca, es muy posible que no lo sea jamás. Mi pensamiento no ha seguido la ruta que desciende de Hegel a Carlos Marx. Tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo: me resisto a creer que el factor económico, cuya enorme importancia no desconozco, sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia. Veo, sin embargo, con entera claridad, que el Socialismo, en cuanto supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia; veo claramente que es ésa la gran experiencia humana de nuestros días, a que todos de algún modo debemos contribuir. Ella coincide plenamente con vuestra juventud, y es una tarea magnífica, no lo dudéis. De modo que, no sólo por jóvenes verdaderos, sino también por socialistas, yo os saludo con entera cordialidad. Y en cuanto habéis sabido unificaros, que es mucho más que uniros, o juntaros, para hacer ruido, contáis con toda mi simpatía y con mi más sincera admiración.

1.º de mayo 1937.

Desde el mirador de la guerra

Lo que recuerdo yo de Pablo Iglesias

Los que somos ya viejos y empezamos a vivir muy pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de nuestra infancia, la figura del compañero Iglesias -así se llamaba entonces-, de aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial. Era yo un niño de trece años: Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces -hacia 1889- en Madrid, probablemente un domingo (¿un Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. No respondo de la exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la memoria. La memoria es infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces, inventa, para desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: «Parece que es verdad lo que ese hombre dice». La voz de Pablo Iglesias tenía para mí el timbre inconfundible -e indefinible- de la verdad humana. Porque antes de Pablo Iglesias habían hablado otros oradores, tal vez más cultos, tal vez más enterados o de elocuencia más hábil, de los cuales sólo recuerdo que no hicieron en mí la menor impresión. Debo advertir que, aunque nacido y educado entre universitarios, nada había en mi educación -digámoslo en loor de ella- que me inclinara a pensar que la palabra de un cajista había de ser necesariamente menos interesante que la autorizada por la sabiduría oficial. Quiero decir que no había en mí el menor asombro ante el hecho de que un tipógrafo hablase bien. La palabra es un don -pensaba yo entonces- que reparte Dios algo a capricho, y que no siempre coincide con el reparto de diplomas académicos que hacen los hombres. Para un niño, esto es una verdad muy clara. El tiempo se encarga de enturbiárnosla con múltiples reservas.

Lo cierto es que las palabras de Iglesias tenían para mí una autoridad que el orador había conquistado con el fuego que en ellas ponía, y que implicaban una revelación muy profunda para el alma de un niño. De todo el discurso, en que sonaba muchas veces el nombre de Marx y el de algunos otros pensadores no menos ilustres, que no podía yo entonces valorar -hoy acaso tampoco-, sacaba yo esta ingenua conclusión infantil: «El mundo en que vivo está mucho peor de lo que yo creía. Mi propia existencia de señorito pobre reposa, al fin, sobre una injusticia. ¡Cuántas existencias más pobres que la mía hay en el mundo, que ni siquiera pueden aspirar, como yo aspiro, a entreabrir algún día, por la propia mano, las puertas de la cultura, de la gloria, de la riqueza misma! Todo mi caudal, ciertamente, está en mi fantasía, mas no por ello deja de ser un privilegio que se debe a la suerte más que al mérito propio».

Mucho he pensado, durante mi vida, sobre esta primera meditación infantil, que debí a las palabras del compañero Iglesias.

Hace muy poco tiempo, un año antes de estallar la rebelión militar, Ilya Ehrenburg, nuestro fraterno amigo, me recitaba en Madrid las coplas de Don Jorge Manrique, que él había traducido al ruso y que yo sabía de memoria en castellano. Muy bien sonaban en la lengua de Tolstoy, y en labios de Ehrenburg, aquello de

nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir;


Y aquello otro de

   allí los ríos caudales,

   allí los otros medianos

   y más chicos,

   allegados, son iguales:

   los que viven por sus manos

   y los ricos.


Y una reflexión escéptica de muy honda raíz en mi alma, porque arrancaba de otra reflexión infantil, acudía a mi mente. Si los ricos y los que vivimos por nuestras manos -o por nuestras cabezas -somos iguales, allegados a la mar del morir, y el viaje es tan corto, acaso no vale la pena de pelear en el camino. Pero la voz de Ehrenburg me evocaba, también por su vehemencia, las palabras que Pablo Iglesias fulminaba contra las desigualdades del camino, sin mencionar siquiera su brevedad. Y aquella reflexión mía no llegó a formularse en la lengua francesa, que Ehrenburg y yo utilizábamos para entendernos. Porque, decididamente, el compañero Iglesias tenía razón, y el propio Manrique se la hubiera dado. La brevedad del camino en nada amengua el radio infinito de una injusticia. Allí donde éste aparece, nuestro deber es combatirla.

Hace ya algunos años que la voz de Pablo Iglesias ha enmudecido para siempre. Yo la oí por segunda y última vez la tarde en que pedíamos amnistía para los ilustres encarcelados de Cartagena. Llegados al monumento a Castelar, donde la manifestación debía disolverse, encaramado en el alto pedestal vimos aparecer a Pablo Iglesias que nos dirigía la palabra. Las multitudes aplaudíamos. La voz del orador, algo parda y enronquecida, con aliento difícil de fuelle viejo, era todavía -para mí, al menos- la voz del compañero Iglesias, porque en ella aún vibraba aquel su acento inconfundible de humanidad auténtica.

Yo no sé si la voz de Pablo Iglesias se conserva fonográficamente. De todos modos, no seré quien lamente la ausencia de ese disco. Al fonógrafo, tan exacto para registrar lo cuantitativo, las relaciones de más y de menos en la voz humana, escapa siempre lo cualitativo, ce rien qui est tout, el timbre que distingue a unas voces de otras. Es la tragedia de la máquina, tan útil, tan necesaria: a ella se escapa lo vivo casi siempre; lo espiritual, nunca lo reproduce.

En cuanto a la voz de Pablo Iglesias, del compañero Iglesias, o si queréis, del abuelo, yo prefiero escucharla en mi recuerdo o, mejor todavía, en labios de otros hombres no menos auténticos, no menos verdaderos, que aún nos hablan al corazón y a la inteligencia.

«La Vanguardia», Barcelona, 16 de agosto 1938.