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Acerca de Dios (o aleja). Prólogo

Luisa Valenzuela



En la novela La afirmación, el escritor inglés Christopher Priest imaginó un mundo del futuro en el cual hay una lotería cuyo premio mayor es el traslado a una isla paradisíaca y la correspondiente inmortalidad. Pero el procedimiento para darle vida eterna al ganador de esta especie de Loto Absoluto tiene un costo: la pérdida de la memoria personal. Antes de que esta mutilación sea llevada a cabo, el narrador tiene a su disposición un recurso: puede escribir un texto -realista, alegórico, fantástico, como prefiera- para recuperar, a través de esas palabra, algún atisbo de su identidad original.

Estas páginas de Luisa Valenzuela, tramadas en torno al nombre de Dios, parecen guardar un propósito semejante: concentrar los recuerdos de infancia y la autobiografía intelectual, el recuerdo de lo perdido y las conquistas de la imaginación. Con encanto -que era, para Chesterton, la mayor virtud que podía tener la literatura-, con melancolía, con humor, Luisa Valenzuela traza un autorretrato tan concentrado como un haiku. Una langosta herida (imagen que no olvidaré), un oporto llamado Lacrima Christi, los rituales del culto umbanda, la corte de los milagros que rodea a una iglesia en el Perú, son momentos que la memoria elige para hablar de las formas en que lo divino se manifiesta o se ausenta. Luisa Valenzuela recrea con gracia la respuesta de su madre, Luisa Mercedes Levinson, a la pregunta de por qué abandonó el hinduismo:

«Porque yo estoy muy reconciliada con la idea de la muerte y no le temo en absoluto. Pero imaginate vos si cuando llegue al otro lado me vienen a buscar esos dioses azules, con trompa de elefante, con seis brazos. ¿Qué hago? Me pego un susto horrendo. No, prefiero mil veces que me busquen mis santitos de siempre...»

Acaso no sepamos más de Dios al leer estas páginas, pero sabremos mucho más de Luisa Valenzuela. En su ir y venir entre la literatura y vida, Luisa nos dice cuando hablamos de Dios terminamos hablando de otras cosas; y cuando hablamos de otras cosas, terminamos hablando de Dios.

Pablo De Santis





Me pidieron un texto sobre la infancia y mi relación con Dios, y la balanza como es natural se volcó del lado del más eterno de los temas. Se dice por ahí que Dios no cree en Dios, ¿quién soy yo, entonces, para desmentirlo? Aunque es cierto que Le tengo cariño.



Ante todo debo confesar que me creo menos descendiente de Eva que de alguna lejana antecesora de la mona Chita. Como creo ocurre con el resto de mis congéneres, aun a pesar de la encomiable disposición de la primera por desobedecer las más altas órdenes en pro del conocimiento.

Se impone entonces rehacer camino y retroceder sobre mi propia huella para tratar de descubrir cómo llegué al punto en que me encuentro ahora, en relación con el ente o ser o entelequia o mito o símbolo que conocemos por Dios -comodín supremo de la raza humana, consuelo de tantos y flagelo de otros. Por lo pronto, sigo usando el nombre de Dios en vano. Digo algunas veces Adiós cuando en realidad preferiría no alejarme, y a veces exclamo ¡Dios mío!, en momentos para nada católicos, momentos del éxtasis amoroso, sagrados por cierto si bien sublimemente profanos.

De mis primeros contactos con la Divinidad, por decirlo de una manera pomposa, recupero ciertas sensaciones. El contacto con el mundo animal desde siempre fue mi lazo con el misterio de la vida. Recuerdo cuando hubo una plaga de langostas en Buenos Aires. Tenía yo unos cuatro. La manga entró a la ciudad y el espectáculo era apocalíptico, las calles de Belgrano estaban alfombradas de insectos muertos que crujían a nuestro paso, el aire se volvía espeso con su vuelo. Y en medio de todo ese aquelarre encontré una langosta a la que se le había roto un ala, y me apiadé de ella, y la llevé al patio de casa donde la até de una patita con una lana roja -recuerdo- a una planta. Cuando nuestro perro Rusty la decapitó, lloré desconsoladamente. Fue una de mis tantas manifestaciones del síndrome Principito.

Alrededor de esa misma época, ya sin langostas, me veo muy chiquita, sentada en el patio de la casa de Belgrano que era diminuto pero en aquel entonces me parecía grande, rodeada de macetas y admirando lo que para mí era la belleza: los caracoles de tierra que me caminaban por la mano moviendo sus cuernitos que son ojos y dejando su estela plateada. Y de golpe sentí el maravillamiento. Y me desdoblé y me vi allí mismo sentada, deslumbrada por eso inexplicable y mágico que es el misterio de estar viva.

Pienso ahora que de ahí a la noción de Dios hay un solo paso. No sé si lo di, me temo que no. Quedé quizá para siempre deslumbrada -iba a decir atrapada- por el mundo que me rodea, todo vivo, latiendo todo, en una forma de animismo que me acompaña hasta el día de hoy cuando siento lástima por un objeto que se rompe o le pido disculpas a la planta cuando le corto una flor.

Animismo, politeísmo, pasé y paso por todas estas instancias. Acato supersticiones variopintas, apelo a conjuros, adoro el sol, la luna, los árboles y las aguas del arroyo, y sobre todo adoro a Iemanjá la diosa del mar. A principios de los '70, durante mis incursiones en el candomblé en San Salvador de Bahía, me dijeron que Iemanjá era mi orixa y me lo confirmaron los miembros del culto Umbanda en Buenos Aires, donde acudí por indirecta recomendación de Ernesto Sábato para entre otras cosas ser purificada con pólvora. Esa, como tantas, es otra historia, pero recordando los consejos de Mestre Didí, el querido y sabio Deoscoredes dos Santos, alto sacerdote de Xangó, años después en Barcelona oficié uno de mis tantos ritualitos privados, y en mi diario de entonces escribí:

Desarmados estamos y como empecinados en ver lo que está más allá de los sentidos cuando todo el mundo debería saber que lo que está más allá de los sentidos no ofrece motivo alguno para ser visto, sino simplemente para ser intuido. Con la intuición pueden manejarse cosas más sólidas que el tiempo, las infaustas nociones de aquellos que han aprendido no ya a tratar de comprender sino a aceptar lo que venga.

Sencilla vocación para los oscuros diletantes del mar donde el agua me absuelve. A saber:

una semana completa en Barcelona rascando la purificación, buscando sin una gota de alcohol ni esas pamplinas, entre meditaciones y alguna con torpeza oración mascullada. Tiempo de Iemanjá, desplazado espacio. Lo argentino, lo, lo duro, lo buscado lo noencontrado y recóndito. Más bien lo brasilero, lo, lo tierno en mí, lo secreto. Humovelaincienso, noche entera humo vela incienso, purificación con el pez y pido que te lleves todo lo malo en mí lo absorbas en tu escueto escamoso cuerpo pécico, cuerpo de Iemanjá hecho vida y ahora privado de la vida misma, ojos fijos saltones velados gelatinosos irisados duronegros opalinos/opas pálidos fijos saltones negros irisados gelatinosos duros duros ojos, pálido pez súcubo, encontrado olvidado en el hielo, esperándome, pececito tierno plateado y rosa poco a poco por mi frente mi cabeza asumiendo una carga demasiado pesada demasiada carga para el pececito que se va transformado por mi rostro mis hombros mi pecho, va reventando dentro del papel, se va descomponiendo a ojos vista si estuviera a la vista, por mis hombros mi espalda mi entrepierna mis piernas, pececito absorbiendo todo el mal que recorrió este cuerpo, todo el mal que lo habita. Después del baño: ablución, purificación, bautismo, y ya basta del símbolo de Exú (ya aplacado) a asumir plenamente el amuleto de ella, de la diosa del mar (ay Didí si estuvieras conmigo...) después de las ropas blancas, de haberlo purificado todo con incienso, el tiempo de la peregrinación transcurre bajo signos benéficos: el tren, el recorrido de Sitges en la soledad de la noche, la aparición auspiciosa del terreno baldío justo antes de llegar al mar (un sitio por donde no pasa nadie y menos yo, el espacio ideal para arrojar el pececito y su carga de mal que lleva envuelta), y al llegar al mar, las primeras y finas luces del día en el cielo tan negro y la catedral radiante. Un espigón y un mar despierto, no el dormido de siempre, y avanzando sobre el mar en medio de las olas se puede ver avanzar la claridad del día, despuntar el 2 de febrero y cantarle a Iemanjá cerrando los ojos para penetrar un poco en el secreto. Una claridad gris, primero, un mar de plomo líquido amansado un instante para arrojar las flores blancas que he llevado para Iemanjá y el miedo de toparme con ella salida de las olas y la caminata donde sí me topo con ella, sirena plácida, sonriente, de bronce, en un sitio donde ni me la esperaba, de cuerpo entero.

Se busca el amor en todas partes. ¿Acaso no sería más simple acudir a Quien según se dice es puro amor, el Dios omnipotente, omnisciente, omni-omni?

Cabe entonces preguntarme qué representa para mí dicha entidad, suprema convención semántica, comodín del mundo judeo-islámico-cristiano -hoy todos peleados entre sí en Su nombre (matanzas en nombre del Sin-nombre, el innombrable, el de todos los nombres que son nombres de Dios). El Único y verdadero de acuerdo con cada punto de vista, ¿qué representa para mi? Intentaré definirlo, porque no hay duda que tuvo sus momentos de auge en lo que me concierne.

Viví el casi inevitable tránsito por un misticismo bastante acérrimo. Nunca completo, no. En mi casa nadie me dio el espaldarazo, empezando por Mimí, doña Mercedes Jové i Martí, mi abuela materna que como buena española -catalana, para colmo- era más bien comecuras. Eso que a mi hermana Helena, diez años mayor que yo, la bautizó el Cardenal Pacelli cuando vino a Baires a un congreso Eucarístico. Nadie se iba a imaginar entonces que al poco tiempo habría de convertirse en el Papa Pío XII, y menos imaginar lo que iba a ocultar o ignorar o hasta quizá apoyar durante la segunda guerra mundial. ¿Y Copello? ¿Quién era el Cardenal Copello? Creo que era de él el retrato que estaba en casa de Mimí, una acuarela o wash, muy aseñorado el cardenal, con una espléndida copa de vino en la mano cosa que causaba la felicidad de la comecuras. Quizá no tan comecuras después de todo, porque, ¿qué hacía ese cardenal bellamente retratado en su casa? Eso sí, a mi abuela le gustaban las finas copas de cristal, y en una de murano color ámbar me servía una mínima medida de oporto que en esa época se llamaba Lácrima Christi y era, a decir de Mimí, vino de misa.

Eso bebí en la preadolescencia, y también bebí la misa dominical durante algo más de un año de mi vida adolescente. Tendría no sé, trece, catorce años cuando me agarró el fervor místico y no me perdía misa de once en la Iglesia Castrense llevada por la familia de mi amiga María Dolores. A veces en San Benito, pero a menudo nada menos que en la Castrense. Su nombre lo dice todo. Aunque creo que allí iban los chicos más lindos. Cosa que añade al espanto pero eran tiempos de inocencia, culposa es cierto, pero con una culpa deliquescente ajena a consideraciones políticas.

De chiquita rezaba en alemán. Yo estaba al cuidado de Ida Wemicke, alma y factótum de la casa de mi madre, maravillosa mujer que me crió, hija de colonos entrerrianos, protestantes, que cada noche me hacía repetir fonéticamente algo que después supe quería decir Soy pequeña, mi corazón es grande (Ich bin klein, mein hertz ist rhein...) y en él sólo hay lugar para Jesús. Si no me equivoco.

Palabras. Porque en la casa de Belgrano mis dioses eran de miedo: se corporizaban de noche en un reloj de pie que daba las lúgubres doce o en una mítica águila de dos cabezas que en mis pesadillas habitaba la terraza. Reloj y águila me atraían, sin embargo, y a veces muerta de susto me deslizaba por la noche en su busca.

Además mi hermana Helen, fallecida a sus veinte y mis diez años, solía leerme cuentos de terror a la hora de la cena para hacerme comer. Una noche conocí las alucinaciones del espanto. Hay gente a quienes estas cosas del miedo las lleva a buscar refugio en la religión. Otras lo buscamos en la literatura.

Lo bueno es que el misterio perdura.

En alguna parte todavía tendré las célebres «estampitas» de mi primera comunión, un misal, unas fotos donde puse cara de angelito de bucles negros y quizá hasta me lo creí (ahora que pienso, de bebé de menos de dos años, mi madre me decía Angelotto di Raffaello y yo cruzaba los brazos y apoya sobre ellos la cabeza, con la vista hacia arribo como en la famosa imagen. No lo recuerdo, me lo contaron mil veces y hay fotos que lo atestiguan: como angelito de Rafael en la Capilla Sixtina, yo, quién diría).

A lo largo de mi vida las confesiones fueron pocas, muchas más las comuniones desde que la Iglesia dejó de hacer depender la una de la otra. Eso sí que aprecié, en distintas oportunidades: comulgar con lo sagrado. Como me gusta aún hoy entrar por un rato en viejas iglesias desconocidas a la hora de la misa cantada y absorber a grandes bocanadas la atmósfera de devoción ajena.

Mi madre tenía esas cosas, a su manera, pero mi padre era el de verdad devoto. También a su manera. Pablo Francisco Valenzuela, médico, murió cuando yo tenía quince años. De él me queda la placa del consultorio y un muy leído ejemplar de la vida de San Francisco de Asís, en francés, escrito por un tal Omer Englebert, donde están subrayados pasajes sobre «la señora pobreza» y la humildad.

Con la muerte de mi hermana, eso sí, los santos empezaron a proliferar por la casa. San Martín de Porres era el favorito. También se hablaba de espiritismo; mi desolada madre buscaba todos los consuelos posibles, y así fuimos al corazón del volcán Copahue con Don Alberto, otro hombre sabio, vidente, dedicado a la obra de Don Orione. Allí me dejé fascinar por las magias de la tierra en ebullición y por los indígenas que bajaban de la montaña a traer sus mercancías. Años más tarde en ese paisaje ubiqué mi primer cuento, «Ciudad ajena». Y quizá fue en Copahue donde se asentó mi panteísmo. O mejor, mi forma de animismo. Comprendí que todo estaba vivo como esa tierra que fabricaba diminutos volcanes y echaba al aire chorros candentes y burbujeaba en gigantescos borborigmos de barro.

Más tarde, a los diecisiete años, metida hasta las orejas en la lectura, cayó en mis manos la Historia de las religiones de René Guénon. Leyendo dicho libro entendí que el budismo era para mí una respuesta. La no-religión, o mejor dicho una forma de creencia no teísta. Discutía con Lisa, mi madre, que en consideraba triste el budismo y festivas sus propias creencias.

Fueron años de tanteos pero no de búsquedas programadas, y menos ansiosas. Más bien de indagaciones. Incursiones. Idas y vueltas entre un camino de fe y las peroratas de mis amigos marxistas que se llenaban la boca con eso del opio de los pueblos. No eran tiempos, aún, para entender hasta qué punto los grandes monoteísmos pueden ser instrumentos de dominación. Pero empezaba a sospecharlo.

Eso sí, a los veinte casé por iglesia. San Benito de Palermo, entonces una capilla simple, acogedora. Con vestido color blanco marfileño para no engañar a la amable concurrencia.

De allí fuimos a vivir a Francia, patria de mi flamante marido, donde me atrapó el encantamiento de las iglesias góticas, y también y sobre todo las iglesias de la región de la Bretaña, con sus calvarios y sus osarios aún llenos de huesos humanos pardos, cariados por los siglos. El pueblo bretón es celta, convive con la magia, y desde esa región adusta, bella y brumosa, me llegaban sucedidos para nada remotos, historias contemporáneas de embrujamientos y exorcismos que les ocurrían a gente conocida nuestra.

Algún día escribiré todo esto que late en el borde justo entre lo real y lo simbólico, pero por lo pronto en aquél entonces parí junto con una bella hija, Anna Lisa, una novela y muchos cuentos, uno de los cuales, titulado «El hijo de Kermaria», va como apéndice por ser pertinente al tema.

A causa o por culpa de esos mundos que iba descubriendo en Francia, mundos de magia negra y de excesos de fe -me dediqué con fruición a leer sobre el asunto-, me puso a pensar en las herejías. Mucho más adelante haría el camino de los Cátaros, los puros, quienes creían que el Padre Eterno, en toda su bondad, reinaba sólo en el cielo y este mundo y sus habitantes (salvo ellos, claro) eran obra del Maligno, del ángel caído, Lucifer. Muy equivocados no parecían estar. Pero ya en mis años mozos empezó a preocuparme la idea de la sobredosis, entendí hasta qué punto la pasión de la fe puede llevar al desastre o a las máximas herejías. Hay sólo un fino hilo que separa la ciega aceptación del dogma de los excesos relacionados con dicho dogma. Así, al volumen de cuentos que finalmente vio la luz lo titulé Los heréticos. Y «Nihil Obstat», que también incluyo al pie, es el que mejor pinta esa ¡dea, aunque definitivamente no es el mejor de la colección. Igual me temo que en otros tiempos habría merecido yo el dudoso honor de la hoguera por el simple hecho de haber pergeñado, a mi vez, tamañas herejías.

1961 marcó el regreso a la Argentina, con mi ingreso al Suplemento Gráfico del diario La Nación, y me devolvió a la cotidianeidad. Pero no del todo. Ya la religión era para mí algo rizomático, de vastos tentáculos, ya empezaba a latir mi pasión por los remotos rituales, y en cuanto pude me conseguí un viaje como reportera a San Salvador de Bahía, Brasil, y contradiciendo los preceptos del augusto matutino de los Mitre me interné en el misterioso universo del candomblé.

Fue sólo el comienzo de una fascinación -que casi podríamos llamar integración- con los cultos originarios y míticos.

Años más tarde, también en misión periodística, llegamos al Cuzco con mi pareja de entonces que era fotógrafo. Fuimos muy bien recibidos, hasta el punto que como especial honor nos permitieron, descalzos, ascender por el escalonado altar de plata cincelada hasta la elevada imagen de la Virgen para besarle los pies. Al salir de esa penumbra cargada de incienso, no sólo me golpeó el duro sol del altiplano: en la plaza frente a la iglesia parecían haberse reunido todos los tullidos, baldados, leprosos y desahuciados del Perú. Sólo pude avanzar un par de pasos y sentarme en un banco donde me largué a llorar incontrolable, gritando de una manera sorda «¡Dios no existe, Dios no existe!».

Parecía el loco al que hace referencia Nietzche, sólo que para mí Dios no había muerto, no, simplemente nunca había estado ahí. Fue una comprobación brutal de algo que creo haber sospechado toda mi vida, pero era una sospecha frágil, inconsistente, que aflojaba en momentos de piedad, de necesidad o de súplica personal.

Hasta que en uno de los tantos períodos de vacío anímico recurrí a la meditación trascendental. Y fui a practicar con una maestra llamada Asia que había vivido largos años en la India, y cuando empecé a notar los beneficios se la cedí a mi madre quien a su vez se puso a meditar con todo ahínco hasta que un día abandonó de golpe. ¿Por qué? Le pregunté entonces. Y ella me dijo:

«Porque yo estoy muy reconciliada con la idea de la muerte y no le temo en absoluto. Pero imaginate vos cuando llegue al otro lado si me vienen a buscar esos dioses azules, con trompa de elefante, con seis brazos. ¿Qué hago?: me pego un susto horrendo. No, prefiero mil veces que me busquen mis santitos de siempre...»

En aquel entonces debo de haber pensado que no me importaba quién fuera a buscarme, con tal de que me busquen, y muy intermitentemente seguí meditando y me embarqué en el estudio de algunas tradiciones orientales que son las que mejor cuadran con mi manera de sentir, y asistí a ciertas ceremonias de budismo tibetano mucho más sustancioso que el ascético Zen, y empecé a sentir una extraña afinidad con el Tao, ese camino del no-saber, del no-actuar, de la simultaneidad de los opuestos.

Aproximaciones a las cosmogonías que entienden el mundo unificado que es también el de nuestros pueblos americanos, los mismos que fueron sometidos por ese elemento de escisión en que conquistadores e inquisidores convirtieron la cruz.

Una religión inteligente, la católica, hay que reconocerlo. Inteligente en beneficio propio, porque supo poner en práctica eso del sincretismo y se fue devorando los demás cultos tildándolos de paganos. Razón por la cual, en tiempos de Semana Santa intento siempre llegar a un sitio de devoción, pero a contrapelo. Estando en México, por ejemplo, pudiendo ir a Taxco a ver los penitentes desfilando por las calles con los pies engrillados, cargado su fardo de espinas y azotándose la espalda hasta hacerse sangrar, opto por trasladarme al norte, al estado de Sonora, donde los Yaquis celebran una liturgia propia con grandes grupos de payasos sagrados, enmascarados, que subvierten y enaltecen los ritos.

El relato de esa semana mágica ocuparía otro volumen. Tengo tanto para decir sobre los cultos donde se expande el concepto de lo sagrado.

Por esos temas de la espiritualidad es que a veces, haciendo honor a mi segundo apellido, Levinson, que según la tradición familiar es de origen protestante hasta el punto de que parientes de mi abuelo Arthur fueron pastores anglicanos ingleses en el Paraguay -pero de pastores, sacerdotes, evangelizadores y demás gentes que creyendo hacer el bien imponen sus monolíticas verdades a pueblos que ya tienen las propias y no necesitan la contaminación de las ajenas prefiero ni hablar-, haciendo honor a las resonancias del apellido, repito, o a alguna otra cosa que corre por mi sangre, algunos años voy al templo el día del Perdón, donde me emociono hasta las lágrimas cuando se canta el Kol Nidrei. ¡Una goy! Es de no creerse.

Se ve que he estado reflexionando mucho al respecto en los últimos tiempos, porque el tema aflora en mi novela El Mañana (2011) en la cual le pasé las dudas religiosas a mi protagonista, Omer Katvani.

Cualquier escritor/a de ficción sabe hasta qué punto le endilga a sus personajes experiencias y reflexiones propias, aunque no esté trabajado en una obra autobiográfica. Y este muy ficticio Omer resultó digno de recibir un regalo que a su vez mi habitualmente frágil memoria supo hacerme unos años atrás cuando pude reproducir (y pido perdón por errores y omisiones) el sermón del admirable rabino Rubén Nisenbon escuchado la noche anterior. Cabe preguntase entonces, ¿será el Dios de los creyentes un verdadero novelista?

Por mi parte, habiendo dudado tanto y rezado bastante, ahora estoy segura de que me da absolutamente lo mismo que Dios exista o no exista. Y de manera muy antipascaliana prefiero la última opción. Siento una comodidad enorme al pensar que yo termino en el mismo instante en que para mí termina esta vida, que no iré a ningún más allá de ningún color o laya, ni alto y sublime ni mediocre ni nada. No me encontraré con mis seres queridos ni me importa. Ahora soy un altar ambulante para todos los que han muerto, soy un recordatorio asiduo y más de una vez les enciendo velas, pero no para pedirles algo o para iluminarlos, tan sólo porque pienso que están vivos mientras perduren en el recuerdo y les dono la luz. Los llevo en mi corazón, y cuando mi corazón deje de latir junto con ellos me disolveré en el aire y nos integraremos a la energía cósmica. Que otros sigan con la rueda del recuerdo. Y no me asombra pensar así, me asombra sentirme tan a mis anchas en esta creencia, si puede ser llamada creencia algo que va tan a contracorriente de las diversas religiones. Mi apuesta, como dije, es contraria a la de Pascal: ante la ineludible duda sobre la existencia de Dios opto por la negativa. No tengo nada que perder porque la peor de las pérdidas sería apostar en espera de algún beneficio. Creer por interés, especulando.

Dicho todo esto, la segunda parte de mi posición ante tamaña incógnita parecería desdecir la primera. Porque en lo que sí creo, lo repito una y mil veces, es en la sacralidad que hay en todas las cosas. Ahora sí, por lo tanto, puedo decir con toda seguridad y sin temor a equivocarme que soy panteísta. Animista, mejor, porque creo que todo pero absolutamente todo está interconectado. Quizá por eso sienta una verdadera afinidad con las máscaras, los rituales, las creencias de los pueblos de origen, los pueblos mal llamados primitivos que tienen las cosmogonías más elaboradas que imaginarse pueda.

Pero el Señor con mayúscula, el de allá arriba, el gran padre de todos nosotros y de todas las cosas, ése me resulta indiferente. No necesito en absoluto de una inteligencia rectora para aceptar la inteligencia del cosmos. Hace muchos años que vengo sospechando seriamente que el hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza para afianzarse en el poder, para dominar a los otros, los llamados infieles, los que «no tienen alma», para someter a las mujeres, para declarar las llamadas guerras santas. ¡Santas! Es como para morirse de risa si tantos en dichas guerras no murieran de lo otro: de muerte verdadera.

Pero se ve que hay muchos que quieren imponer la presencia del padre eterno para convertir a los humanos en niños necesitados de reprimendas y normativas. El Papa Ratzinger, en primera instancia, que entre otras cosas aún más peligrosas dijo que los hombres se comportan «como si Dios no existiese». Según esta afirmación, la ética sólo sería atributo de quienes reconocen el dogma...

Las grandes religiones pueden comprenderse desde el punto de vista de la necesidad de un freno moral y social, también desde la busca de un consuelo. Pero muy pronto se trasforman en fáciles instrumentos de represión. Si yo les asegurara con todos los más acendrados argumentos de convicción al alcance que poseo la verdad absoluta y que mis opositores o detractores acabarán arrostizándose en los fuegos del infierno, ¿no vendrían ustedes a alinearse conmigo? Les prometo salvación eterna, les prometo, para decirlo bien y pronto, el Paraíso. Tiene usted tres grandes posibilidades de triunfo en la otra vida, pueden elegir: Jehová, Alá o Tata Dios, por orden de aparición.

Pero no olviden: Jehová es muy distante e irascible y puede llegar a someter a Su pueblo a pruebas difíciles de concebir de tan atroces; Alá hoy, manipulado por algunos fanáticos sordos al hecho de que son todos descendientes de Mahoma y Mahoma sólo tuvo una hija, menoscaba a las mujeres y exige a sus hombres sacrificio de vida; y Tata Dios, entre otros temas, vive en Su casa secular llamada el Vaticano en la más extrema de las opulencias mientras pregona la humildad y el amor a los pobre. Además, no sólo Alá discrimina a las mujeres. Tata Dios es quizá el más benigno al respecto, pero tampoco es cuestión de tomarle confianza: las mujeres no podemos dirigirnos a Él directamente, necesitamos algún intermediario masculino, si bien tenemos elección: puede ser un mortal sacerdote o algún santo eterno, puede morar en el más acá o el más allá, pero una charla tête à tête con la Divinidad desde este valle de lágrimas, las mujeres no podemos ni soñarla. Quizá Jehová fue el único que no intentó imponerse por las malas (llamadas buenas, claro, por los respectivos ejecutantes de la acción). No quiero ni pensar en esa cruz alta y fina que blandían (perdón, quise decir esgrimían) los dominicos a su avance por la «joven América salvaje».





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