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Aguafuertes patagónicas [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoEl pueblo de Patagones1

Imposibilitado de utilizar diez definiciones para calificar al pueblo de Patagones, escalonaré unas cuantas. El público puede quedarse con la que más le agrade.

Ahí van:

Patagones es un pueblo donde se puede morir de muerte romántica.

Patagones es una niña bien. Aspira.

Patagones podría ser una ciudad costera de Brasil. Es más quieto y denso que una de aquellas ciudades del trópico donde José Mojica y la Rubia Platinada se desvanecen escuchando una rumba ejecutada por la orquesta de Don Aspiazu.

Patagones es bonito como un beso de novia. (En día de lluvia).

En Patagones se puede escribir una novela de amor tan amoroso, que después de leerla, los amantes no escojan sino entre el suicidio o la felicidad.

Patagones es noble, rústico y severo y, al mismo tiempo, dulce como un «menino».

Para escribir sobre Patagones hay que ponerse una mano sobre el corazón y entornar dulcemente los ojos. Y no tener miedo del ridículo al afirmar que es diez veces más bonito que Bahía Blanca, que Rosario y que Tandil, a pesar de ser diez veces más pequeño que la parroquia de Caballito. Todas estas y otras innumerables virtudes se le pueden descubrir a Patagones en un día nublado.


Patagones

Situado en una loma, su declive se precipita sobre el Río Negro. En dicho declive, liso como paño de billar (grava tan apisonada que el agua de los carritos regadores no penetra, sino corre), Patagones tiene el color verdoso del cemento portland.

Hasta el río, se baja por escaleras de noventa escalones, callejuelas tortuosas, limpias y estrechas, con aceras de mosaicos y escalones de baldosas.

¿Qué diré del centro?

En estas calles de grava, color ceniza, se descubren peluquerías niqueladas donde se aplican fomentos faciales y rayos ultravioletas. También un instituto de belleza. Calles estrechas y perfectas. Encajonadas por altas fachadas. El trescientos de la calle Rivadavia es tan inusitadamente parejo y solitario, que se podría tender una mesa en medio de la calle y almorzar en la más enternecedora intimidad.

En la misma esquina del trescientos, hay una farmacia desparramando un tan poético olor a iodoformo, que se cree habitar en esos pueblos de sierras, de gente con una renta superior a quinientos pesos mensuales que va a morirse de languidez. Un pueblo donde no se toleran ruidos indiscretos. Por eso digo que en Patagones podría fallecer violentamente de una muerte romántica y oír el canto del cisne.

Y junto a esta maravilla de lisura, silencio, soledad, estructurado el Patagones antiguo, estallando aquí, allá, bajo la forma de viviendas truncas y barrosas que parecen sobrevivir al furor de un terremoto, muros de cuarenta centímetros de adobe, derrumbados definitivamente, murallas con las aberturas de las puertas desaparecidas, verdegueantes de higos de tuna y flores amarillas de cactus espinosos, ranchos definitivamente clausurados, con altas veredas truncadas, a las que se sube escalentas de peldaños desgastados y que ya nadie usa.

Pastel desolado que complementa el paisaje de las murallas color ceniza, de ladrillo de juntas tomadas con cemento portland, pulidas por el viento y sobre cuyas crestas asoman los bucles de las enredaderas y los espinosos tallos de los rosales.

Si uno se sienta en la plaza, en un banco blanco, a la orilla de un cantero esmaltado de florecillas blancas (¡oh, los clásicos de la literatura con sus canteros esmaltados de florecillas blancas!) distingue a su frente, a una profundidad de treinta metros, el manso cauce del Río Negro lamiendo las orillas empenachadas de vegetales, candelabros de siete brazos. Un barco negro, el «Toro», carga fardos de lana y bolsas de trigo.

Si se vuelve la cabeza a la izquierda, más allá del Banco de la Nación, en un fondo accidentado de zig-zags de murallas, se descubre la curva de un alto médano, gris acero, y si se gira los ojos a la plaza, a los árboles de tronco grueso que dejan llover cabelleras de verde emperador, se emociona por un instante, y en vez de pensar que se encuentra en un pueblo del Sur, piensa que está en el Norte, Río de Janeiro, la isla de Paquetá...

Silencio, paz, el viento eterno que pasa y lima el ladrillo y redondea los médanos y riza el agua. Subiendo el declive, hacia la estación del Ferrocarril del Sur se tropieza con una plaza mocha, una especie de campo de juegos atléticos, con un obelisco rematado por un general impersonal, que resulta el intrépido marino Villarino. Esto después de aventar el polvo del olvido, pues la estatua carece del nombre del prócer.

De allí al correo hay un paso, y juro que sólo un ciego puede desear vivir lejos del correo de Patagones, pues en él se encuentra empleada Venus Afrodita, disfrazada de morocha. Cuanto viajero entra al correo de Patagones y mira a la tal empleada, recibe como una descarga eléctrica y luego, cuando se repone, pide cinco pesos en estampillas de medio centavo... y contadas una por una por la susodicha empeleada.






ArribaAbajoVida portuaria en Patagones2

Desde el océano Atlántico hasta el pueblo de Patagones, siguiendo a lo largo del río, hay siete leguas de distancia. Y estas siete leguas del Río Negro pueden ser navegadas por barcos de catorce y quince pies de calado, cabotaje que da una idea de la importancia de este cauce de agua, navegable aun cuarenta leguas hacia el Oeste.

De allí que Patagones cuente con un puerto, si puerto se puede llamar a un muro de mampostería del cual se desprenden dos malecones de travesados de quebracho donde atracan los buques. Junto a la base de los malecones, lujuriosos y verdes como loros, estallan los mimbrales. Al otro lado del río se extiende la costa de Viedma, empenachada de álamos tan prodigiosamente altos, que forman una muralla. El cielo aparece enrejado por romboidales entrecruzamientos de ramas.

Y frente al pueblo, corre la calle Roca.


Los contemplativos

Esta calle Roca, a la cual me refiero, está convenientemente adornada en su extensión de quinientos metros, de bodegones y vinerías. Entre vinería y vinería, levantan sus fachadas lisas de ladrillo, casas marineras, de dos pisos, con puertas que se abren en el espacio a galerías adornadas de tiestos de geranios. Grandes almacenes de ramos generales, depósitos de maderas, patios de suelo pavimentado de granito con torres de fardos de lana y agencias de navegación, se benefician en la orilla próspera, y todo se halla tan convenientemente pacificado que uno, recorriendo la calle referida, supone que se encuentra en un puerto para enfermos de los centros nerviosos y frenopáticos agudos; y para que se vea que mi apreciación no adolece de ligera ni de exagerada, contaré lo que vi, en términos medidos y serenos, como cuadra a un explorador correcto.

Al día siguiente de mi llegada a Patagones, me levanté temprano, ocho de la mañana, y cuando llegué a la dicha calle Roca, vi que los bodegueros recién retiraban las persianas de madera de las vidrieras y ventanas de sus boliches. Hecho que no tiene importancia alguna pues a las ocho de la mañana, este suceso ocurre en todos los parajes del mundo.

Lo que no ocurre en todos los parajes del mundo, y esto van a convenirlo conmigo, es que simultáneamente con los bodegueros que retiran los tableros de las puertas de sus casas, aparezcan otros ciudadanos en las puertas de sus domicilios y, munidos de sillas y bancos, se instalen en las veredas en grupos de dos o tres y comiencen a mirar cómo corren las aguas del río.

Y varios de aquellos ciudadanos eran tan cortos de mano, por no decir de genio, que en vez de traer el banco de su casa, entraban al bodegón y salían con una silla cuyo respaldar colocaban de manera que en él pudieran apoyar el brazo mientras la espalda la arrimaban a la pared.

Y me preguntaba si esta no sería una anormalidad, cuando tuve que retirar semejante presunción, en vista de que varios vinateros colocaban bancos de tabla con capacidad para tres o cuatro ciudadanos, en sus asientos. Y mientras yo abría la boca, pues era la primera vez en mi vida que asistía a semejante espectáculo portuario, llegó un hombre de una sola pierna, con dos muletas, y se ubicó de inmediato en un banco, y entonces no pude menos de acordarme de la Isla del Tesoro y del famoso pirata de una sola pierna y cara ajamonada. Me acerqué al insigne estropeado y le pedí permiso para sacarle una fotografía, a lo cual el hombre, imperturbable y magnánimo, me respondió:

-Por mí saque todas las que quiera.

De manera que si la foto no se ha velado, tendrán el gusto de conocer a uno de los contemplativos de la calle Roca.

Frente a otro establecimiento donde se vendía el jugo de uva convenientemente fermentado, descubrí un grupo de viejos de pelo amarillo, sacos azules y pantalones color canela. Contemplaban el río y, para no perder detalle alguno de él, comenzaban a mirarlo a las ocho en punto de la mañana, lo cual pinta muy a las claras el fervor que tienen los nativos de Patagones, por su hermoso Río de la Paz. Otra respetable cantidad de patagonenses permanecía sentada en un malecón, las piernas al aire, escupiendo al río, y siguiendo cada uno con la mirada su mancha de saliva, hasta que la perdía de vista. Y estos eran hombres mal entrazados que en otros puertos hubieran hombreado bolsas o muy pesados bultos, pero aquí estaban desde temprano dedicados a las arduas tareas de la contemplación, que requiere un temperamento entrenado, pues la contemplación no es una disciplina que se puede practicar de hoy para mañana, y sí requiere una larga práctica de dolce far niente, de flaca graduada y vagancia dosificada.

Y, como dije en notas anteriores, sólo un buque estaba cargando en el puerto, y era el «Toro», y para que peones de la barraca no tuvieran excesivo trabajo, lanzaban las bolsas encima de una vagoneta que arrastraba un caballo, y para que el caballo no se matara padeciendo noblemente en la vagoneta, esta corría sobre rieles lubricados, de manera que cuando me aparté del puerto no pude menos de echarle una sonrisa a un bodeguero que le estaba lavando la cara a su comercio. Tan poco tendría que hacer el hombre, que le lanzaba a la pared con una jarra volúmenes de agua para ablandar el engrudo de un inocente afiche durante la noche. Y cuando comenzó a raspar el papelote con un tremendo cuchillo, como para degollar a un gigante, un grupo de patagonenses formó un amplio círculo en redor de él y todos asombrados lo miraban cómo trabajaba. Y yo también.






ArribaAbajoEl país del viento3

Neuquén podría llamarse el país del viento, y estoy seguro que semejante nombre reflejaría mejor su calidad geográfica.

Viento que viene desde la cordillera y llega a través de cientos de leguas hasta el océano Atlántico imprimiéndole a la región, escasa de agua hacia el este, un carácter árido y desolado. El desierto patagónico.

Los días calmos de esta región son idénticos a los ventosos de Buenos Aires.

Cierto es que el viajero termina por acostumbrarse y es recién cuando observa este fenómeno que comprenda su permanencia. Y su fuerza.

Porque reparando en las alamedas y en los árboles que coronan los cerros y se empinan en sus laderas, no es necesario preguntar en qué dirección queda el lado este, de dónde llega el viento, pues los troncos con sus copas inclinadas en esa dirección, demuestran cuán continua, día y noche, es la fuerza elástica que termina por doblar el tronco de los árboles y fijar en sus células una total inclinación hacia el Atlántico.

En los mismos valles, honduras entre dos cerros, parajes protegidos del viento, este, perdiendo parte de su fuerza, no deja de doblar los arbolados que rodean los caseríos, y el mismo trabajo, pero ya más arduo, arquitectura de los elementos, increíble de no verla, se constata en los cerros de piedra y en los médanos de grava.

Y es que las fachadas montañosas que dan la cara a la cordillera están todas casi cortadas a pico, y son enhiestas, perpendiculares a tierra, mientras que su prolongación hacia el este ondula, como si encalmada la furia del viento, este acariciara el material que un poco más atrás ha herido con su violencia.

En los médanos, semejante dibujo aerográfico guarda una tan constante simetría que no es posible dudar de su origen.

Este mismo trabajo es más nítido, aún, en las aguas de los ríos.

Los ríos del norte de nuestro país se diferencian de los del sur, en que los del norte son blandos, lechosos, tibios. Por ancho que sea su lecho, por más intenso su declive, por más traidora que se repute su linfa, no se les teme y su aspecto convida a la existencia perezosa, muelle.

Mirando uno un río del norte, dice o piensa: «Aquí me quedaría viviendo siempre tendido en una hamaca paraguaya».

El río del sur no da pie a tan holgadas imaginaciones.

Oscuro, violeta, azul turquí, el río del sur precipita sus aguas de color tinta violentamente hacia el este. Corre entre barrancas casi siempre perpendiculares al agua que las roe, orillas de piedra o de greda, verdes de pasto, y enmarcando en su fondo esa corriente de agua rápida, que desciende sin zumbar casi, con una elástica cautela de indio que tiene asegurada su puñalada o el punto de mira de la saeta.

Camina así rápidamente, empujado por el viento.

Y esta marcha de las corrientes es tan violenta, que las balsas, como ser la que atraviesa el Limay cerca del lago Nahuel Huapí, están aseguradas por cables transversales, y no es necesario que su cauce sea profundo (ya que en casi todos estos ríos transparentes se distingue perfectamente el lecho de ovaladas piedras verdes) porque el agua corre con tal rapidez que sólo un buen nadador puede atreverse a cortar estas corrientes silenciosas y oscuras, que trazan en el verde césped, curvas de glacial cristal violeta.

Todo está aquí sometido al imperio del viento, que sopla, aúlla, se queja y brama, dando en pleno verano la sensación de la proximidad del invierno. Tan sostenido es su impulso que hasta Bahía Blanca llega el viento de la cordillera, y las llanuras de Río Negro están en continuo barridas y limadas por su ola elástica e invisible.

De ahí que el viajero que cruza a caballo las alturas de estas montañas, aun en verano, no debe olvidarse de su saco de cuero y de un protector par de gafas, pues de lo contrario, en marcha contra el viento y al galope, las lágrimas le nublarán la vista de tal modo que será el caballo quien le conduzca a él y no él al potro.

De día, bajo el sol, el viento es una cosa limpia y vigorosa, jamás cargada de polvo como en la región de las llanuras; de noche, en el silencio frío, es un bramido, que hace crujir todas las articulaciones de la vivienda de madera, imprimiendo un encanto nórdico y misterioso a la oscuridad. Y entonces, nada hay más agradable que cerrar las puertas y ventanas y meterse en la cama de piel, mientras que el otro afuera sopla cavernosamente y ulula como en las noches del gran invierno polar.




ArribaAbajoAlemanes en Bariloche4

Cae la tarde. Don Bernardo Boock se pasea lentamente por la confitería alemana de Herr Carlos Tribelhorn. Tribelhorn -¡oh, qué nombre magnífico para un cuento de Hoffman!- tiene el pelo de estopa y la nariz larga y sinuosa. Escucha y sonríe, mientras que el gigantesco don Bernardo se pasea frente al mostrador.

Don Bernardo Boock tiene sesenta y ocho años de edad y veinticinco hijos. Don Bernardo Boock cuando tenía veintidós años levantaba y cargaba trescientos kilos. Tres de los hijos de la primera mujer de don Bernardo han muerto, y ahora no le quedan más que veintidós.

Con la boina metida hasta las orejas, los pies enterrados en botines de paño y la ancha caraza amarilla, don Bernardo se pasea lentamente, frente a la nariz sinuosa y movediza, como la trompa de un puercoespín, del amigo Herr Tribelhorn.

Don Bernardo Boock nació en Brudelsdof, Alemania. Se pasa los dedos por el blanco cepillo de sus bigotes y, mientras yo diezmo una torta alemana de pasta y grosella y Tribelhorn alarga la nariz detrás del mostrador, don Bernardo estira el puño enorme como un gran guante de box de doce onzas, y habla de los tiempos heroicos de Bariloche.

En aquellos años, Bariloche no existía, ni siquiera como un nombre. Era selva y pantano. Hasta ese lugar desierto había llegado Carlos Wiederhold, de la Compañía Chileno-Argentina, que dejó un puesto a cargo de Otto Goedeke. Otto era peón de Wiederhold, pero aspiraba. Hizo fortuna y murió asesinado. Casi simultáneamente con Otto, llegó don Bernardo Boock. Boock venía de Viedma, con un carro cargado de tres mil kilos y arrastrado por catorce caballos. Con él viajaban su mujer y sus hijos. Tras del carro marchaba una tropilla de ciento cincuenta caballos para los relevos. En el carro, Boock traía armas, alimentos, medicinas, ropas, herramientas. Tras de él, marchaba lentamente un rebaño de mil setecientas ovejas. Cuando Boock llegó a Bariloche, sólo le quedaban seiscientas veintinueve ovejas. Nunca se olvidará don Bernardo de esto.

El viaje duró tres meses. El camino había que abrirlo entre montes tan espesos que era indispensable utilizar el hacha y el machete. Donde el bosque espesaba menos se lanzaban tropillas de yeguas para que abrieran huella. Cuando Boock llegó a la que hoy es la calle Bartolomé Mitre, detuvo su carro. Le parecía encontrarse sobre una cinta de goma. La tierra elástica ondulaba bajo sus pies. El agua potable estaba a muy poca profundidad. No había más que cavar pozos de dos o tres metros. Y allí instaló su carpa. Luego fabricó su casa. La casa donde aún mora.

-Yo serruché con mis manos -dice don Bernardo, paseando frente a la sutil nariz de Tribelhorn- los tablones. Con un hacha corté las tejuelas de alerce. Luego vino mi hermano y trajo más ovejas. La vida entonces era muy cara aquí. Los «vicios» (tabaco, yerba, azúcar) se traían en su mayor parte de Chile. El kilo de sal costaba cincuenta. Aquí había que hacerlo todo.

Don Bernardo calla un momento y yo le digo:

-Me contó un estanciero de Nahuel Huapí que su padre se quedó sin azúcar un invierno; y había gente que, para endulzar el café, le echaba caramelos de miel que se vendían de golosinas a los indios.

Don Bernardo piensa un momento, y sonríe.

-Yo sé quién se lo contó -dijo-. A ese lo ayudé a nacer yo. Aquí había que hacer de todo, incluso de partero. Yo he asistido mujeres; he trabajado de dentista, de mecánico, herrero, carpintero, médico, quintero...

-¿Buenos recuerdos...?

-Y malos. (Señala una lívida cicatriz que le soslaya el cuero cabelludo de la sien a la oreja). Esto es de un balde. Trabajaba en el fondo de un pozo, cuando un mestizo que había tenido conmigo una cuestión, dejó caer el balde. Conocí a mucha gente también. Me acuerdo cuando el presidente Justo estaba de novio en Viedma con la hija del general Bernal. Hace tres años el general Justo estuvo aquí, y tomó unos mates conmigo, en la puerta de mi casa.

-Aventuras y líos...

-Mejor no hablar. Se hicieron muchas barbaridades. Me acuerdo del juez... En fin, para qué hablar. Casi lo maté al coronel de bomberos... de Buenos Aires, porque me quiso atropellar con un caballo mío, que le había prestado. Se vino a mí gritando: «Yo no estoy acostumbrado a montar caballo manso, ¿sabe?». ¡Maula!... Había un cordero cocinándose en el asador. Arranqué el asador; con la fuerza el cordero fue a parar como a veinte metros. Si el coronel se acerca, lo mato... Agarró, dio vuelta el caballo y se fue...

La mirada de Bernardo Boock se ha encendido y las venas en las sienes laten hinchándose. Tribelhorn, pelo de estopa, nariz sutil, sonríe con su grande boca y ojos de puntas de huevo duro. Boock mira duramente hacia la calle, que hace cincuenta años era un bosque de maitenes y, pasándose la mano por el cepillo blanco de sus bigotes, remurmura:

-La vida no era juguete, entonces, aquí. El invierno se lo pasaba uno completamente aislado, sin noticias de ninguna parte. Seis meses así, metido hasta las orejas en la nieve.




ArribaHay hambre entre los escolares del Sur5

Acabo de saber que en el sur hay chicos tan hambrientos que cuando uno come pan, los otros se agachan para recoger las migas.

A mí mismo me costó creerlo, al principio, cuando en el tren conocí a un juez de paz de El Bolsón, que es un pueblo cordillerano. Mi compañero de viaje me refirió escenas terribles, que pintaban con vigorosas pinceladas los azotes con que el hambre castiga a esa región.

-Mire, amigo -me dijo el juez-, hay niños que concurren a la escuela desde distancias de dos o más leguas ¡sin haber probado un solo bocado desde la noche anterior!

-Pero, ¡no puede ser! ¿No tienen «ñaco» (trigo tostado y pisado)?

-¡Qué van a tener! Son los padres que no los atienden, que los dejan crecer como si fueran perros, como si fueran yuyos...

¡...!

-No se asombre, mi amigo. Hay que verlos cómo andan vestidos: harapientos, con arpillera, descalzo, sucios. En síntesis, la mayoría de esos chicos, más que asistir a la escuela, deberían internarse en un asilo, en un hospital.

Mientras el juez habla, yo piense en investigar este asunto. Allá en Buenos Aires se ignoran estas terribles verdades.

Estando de visita en Bariloche, me hice presentar a la directora de la escuela local, un edificio vasto, y en el cual se registran inscriptos cuatrocientos setenta alumnos.

Y supe que el cincuenta por ciento de los escolares viven en la semiindigencia; asisten a la escuela descalzos, sucios, estando muchísimos de ellos totalmente desnutridos. Hubo una maestra que encontró a chicos buscando comida en un cajón de basura (referencia de la subdirectora), otra, en un recreo miraba como varios niños se inclinaban por el suelo «juntando las miguitas de pan que se le caían a otro que estaba comiendo».

Todos estos niños famélicos son, instintivamente, ladrones: roban de hambre. El robo, para ellos, es una actividad mediante la cual directa o indirectamente pueden proporcionarse medios para comer.

Cuando se les da de comer, son insaciables. Dice la subdirectora:

-Usted les da un plato de sopa, después otro, y le ofrece un tercero y siguen comiendo. Es inexplicable donde alcanzan a meter tanta comida. Será porque no comen nunca. El caso es que viven hambrientos, perpetuamente hambrientos. Y la cantidad de chicos hambrientos alcanza el 50 por ciento de la población escolar.

La estadística demuestra que el 70 por ciento de estas criaturas descalzas, tuberculosas y taradas, es hija de padres chilotes, peones que cruzaron la cordillera y se establecieron en esta parte del país. Casi todas concurren hasta segundo grado, después de lo cual se pierden definitivamente de la escuela. La asistencia en primer y segundo grado es pésima. Siempre tienen motivos para faltar. «Cuando no se trata de cuidarlas chivas, es de recoger frutilla», me dice la directora. «Los padres, además, saben organizar bailes en los ranchos; los chicos se duermen tarde. Al otro día no concurren a la escuela. En otras oportunidades ¡hemos visto a niños llegar borrachos!».

Esto sin contar las distancias. El decreto escolar fija cinco kilómetros a la redonda el radio desde el cual deben concurrir los niños a la escuela; pero una cosa es cinco kilómetros hechos a caballo, y otra a pie, máxime cuando el que hace los cinco kilómetros a pie tiene el estómago vacío. Demás está decir que hay niños que llegan desde mayor distancia. En invierno, con una pésima calefacción, pues el Consejo Escolar provee de poca leña, descalzo o en alpargatas, con un traje de arpillera o de trapos rotosos, con el viento que «corta» la cara y la nieve cubriendo las calles y los caminos y los montes, no se le puede exigir a un niño una aplicación eficiente.

En consecuencia, hay alumnos que llegan a repetir primer grado hasta cinco años seguidos. Son clases terribles para las maestras, pues, agregado a la falta de capacidad del alumnado, se suma su escasa concurrencia; de manera que los esfuerzos por educarlos son casi totalmente estériles.

La dirección de la escuela culpa de estas fallas a los padres de los alumnos. Argumenta que los mayores no quieren trabajar. La verdad es que, en las estancias del sur, el personal ha quedado reducido en un setenta por ciento. Estancias que trabajaban con dos capataces y veinte hombres, lo hacen en la actualidad con ocho y un capataz. Y en algunas, no se les paga casi jornal, limitándose los peones a trabajar por el sustento. Los que pagan los platos rotos son los niños. La tuberculosis los diezma.

Para atenuar esta situación, hay personas aquí, en la región de Los Lagos, que hacen verdaderos sacrificios. Un estanciero tuvo durante dos años a tres niños ajenos en su casa, que vivían a seis leguas de distancia, porque de otro modo no hubieran podido concurrir a clase. De lo contado, se puede deducir en qué condiciones trabajan los maestros en los territorios del sur, y cuál es la situación de la infancia, hija de la clase trabajadora.





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