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La antiutopía, o el fin del mundo al revés

Carlos Franz





Está de moda, hace furor, la Patagonia en Europa. Una gran exposición sobre el tema en Londres; docenas de libros nuevos cada año, desde que Bruce Chatwin inició la serie; el último festival de cine de Rotterdam dedicado a las imágenes de los patagones, y todo bajo el mismo lema: «la tierra del fin del mundo». Tal parece que, como el fin del milenio no trajo el fin del orbe temporal -por lo menos hasta ahora-, en Europa se hubieran renovado las ansias por hallar un fin del mundo geográfico. Y por alguna razón, todos lo buscan en estas tierras australes.

Por nuestra parte, en esta punta del hemisferio los chilenos asistimos embobados a las consecuencias: la invasión de chicos exploradores ingleses, alemanes, franceses, nórdicos variados. Ser «destino» del turismo aventura es un fenómeno comparativamente reciente para nosotros y por eso, quizá, todavía nos sorprendemos. Casi no pasa un día en el que no me tope con dos o tres jóvenes mochileros, rojizos y asombrados, orientándose en una esquina de Santiago. No sé quiénes se observan con más curiosidad, si ellos a los nativos o nosotros a ellos. Sus enormes mochilas, sus zapatones de montaña, los imponentes sombreros y los pantalones cortos, más la infaltable botella de agua mineral, para defenderse de la venganza de Moctezuma, que por acá se llama «chilenitis». Entre la multitud santiaguina, penosamente trajeada para el trabajo, estos exploradores se pasean durante un par de días, con ese aire lunar de quien pisa lo desconocido, antes de largarse hacia nuestro lluvioso sur profundo. Vale la pena verlos y vernos, supongo. Por lo menos yo los miro sin vergüenza y cada vez que puedo converso con alguno; hay que aprovechar, seguramente la moda no va a durar para siempre.

Sin ir más lejos el otro día orienté (¿o desorienté?) a uno de ellos. Un holandés gigantesco directamente llegado de Amsterdam el día anterior, con bicicleta y todo. Le indiqué por dónde se iba al museo -precolombino, naturalmente- y aproveché para preguntarle qué lo trajo al lejano Chile, a él y a su bicicleta. De partida el joven explorador me aclaró que él no había venido a Chile, lo que me produjo un primer y saludable desconcierto metafísico, ¿dónde he vivido todo este tiempo? En seguida Maarten sacó una cámara digitalísima y mientras me enfocaba aclaró que él había venido a la Patagonia, y que pensaba pedalear hasta allá. «¿Y qué hay en la Patagonia?», le pregunté ingenuamente, evocando esas estepas infinitas que un viento ocioso arremolina. «Nada -repuso-, es decir, todo. Nada menos que el fin del mundo. Mi sueño es pedalear hasta el fin del mundo». Y me sacó una foto.

Un gran sueño, creo que llegué a balbucear, sorprendido. El intercambio cultural produce estas sorpresas saludables. El contacto entre culturas lejanas desarma prejuicios, desmiente dogmas, provoca dudas. Para empezar, este encuentro ya me estaba provocando una pregunta importante: ¿quién diablos inventó que el fin del mundo está en la Patagonia?


Patagonia, capital Sirap

Poner el fin del mundo en la Patagonia. Extraña asociación de ideas es ésta. Primero habría que recordar que, técnicamente, el fin del mundo geográfico no existe. Como todos sabemos el planeta es redondo y los cuerpos esféricos no empiezan ni terminan en lugar alguno. O sea que aquel lema: «la tierra del fin del mundo», en realidad alude a un no-lugar, un u-topos; es decir, una utopía.

Afirmar que el fin del mundo está en la Patagonia, entonces, implica situar allí una utopía. Una nueva utopía americana, siguiendo una costumbre tan vieja y engañosa como la larga relación de malentendidos entre el Norte y el Sur, entre Europa y América.

Nadie ignora que desde un comienzo el nuevo continente fue, para los europeos, un lugar favorito donde soñar sus utopías. En el siglo XVI toda América era un fin del mundo y, por tanto, una utopía. Por ejemplo, en el clásico De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopía, publicado por Tomás Moro en 1516, la evocación americana salta a la vista: la nova insula es descubierta por Hitlodeo, un compañero imaginario del navegante Américo Vespucio (quien incidentalmente podría ser el primer europeo que realmente avistó las costas de la Patagonia).

Con el correr de los descubrimientos, las conquistas y la sangre, América del Norte y Central se hacen menos míticas que históricas, y la idea europea del fin del mundo debe desplazarse más hacia el sur, surgiendo las utopías australes.

Un ejemplo delicioso de ellas es El descubrimiento Austral por un hombre volador, o el Dédalo francés, escrito a fines del siglo XVIII por la pluma delirante y libertina de Restif de la Bretonne. Restif imagina en nuestras comarcas sureñas una república de la Megapatagonia donde todas las cosas son al reverso, las antípodas de las europeas: los zapatos tienen forma de sombreros y los sombreros forma de zapatos, y su capital es Sirap, o sea, París al revés.

Para mi gusto, sin embargo, las utopías americanas más perdurables y engañosas -más que esas fantasías voluntaristas de los voyageurs en chambre europeos- han sido las leyendas colectivas sobre América. Como aquel El dorado que buscó en la Amazonia el alucinado Lope de Aguirre, o ese país del Gran Paititi (cuyos ríos dejaban al bajar «una banda de oro de una mano de espesor»). Se trata de verdaderas utopías, pero sin autor preciso y que más bien hemos escrito entre todos, europeos y americanos, a lo largo de siglos de imaginar -e imaginarnos- el fin del mundo.




La utopía de la Ciudad de los Césares

En esa clase de «utopías colectivas americanas» sobresale precisamente una leyenda austral, patagónica: la utopía de la Ciudad de los Césares. En la primavera de 1567 llegaron al fuerte de Concepción, en el sur de Chile, dos españoles medio muertos de hambre y frío. Venían andrajosos y exhaustos, pero aún les quedaron fuerzas para narrar el relato más prodigioso que hasta entonces se hubiera escuchado en esa remota avanzada europea, internada en los territorios de la Araucanía. Pedro de Oviedo y Antonio de Cobos juraron ante el escribano de Concepción que venían de la Patagonia, donde, en torno a unas «amenas lagunas», habían encontrado grandes ciudades, dotadas de inmensas riquezas y habitadas por indígenas pacíficos que los acogieron. La capital de ese reino era tan vasta y tan rica que, para recorrer «la calle principal donde los fueron llevando», necesitaron caminar «durante dos días, poco a poco, y vieron gran multitud de oficiales plateros con obras de vasija de plata gruesa y sutiles, y piedras azules y verdes que las engastaban».

Preguntando a los súbditos de este riquísimo imperio indígena, Oviedo y Cobos supieron que se trataba nada menos que de una tribu perdida de los incas. Huyendo de las matanzas de Pizarro en el Perú, estos indios habían viajado miles de quilómetros por el lado oriental de la cordillera, hacia el sur, con sus vírgenes del sol y todos los tesoros que lograron salvar de la rapiña conquistadora. Hasta encontrar un oculto refugio en esos valles y lagos, cuya descripción podría corresponder a las actuales provincias de Neuquén, en Argentina, y Osorno, en Chile. Efectivamente un sitio paradisíaco, dotado de bosques milenarios, montañas nevadas y lagos cristalinos. Allí fundaron esas ciudades independientes, donde no existía la propiedad privada, se practicaba el amor libre, y todas las gentes vivían en armonía con la naturaleza, protegiendo la virginidad de sus costumbres y el tesoro de sus antepasados. A los españoles de la época estas descripciones les resultaron tan felices que llamaron a esas poblaciones «las ciudades encantadas de los césares incas». (Como se ve, el mito ecológico en tierras americanas ha tenido siempre un atractivo irresistible sobre la imaginación europea).

Por lo que sabemos de la naturaleza humana, la noticia de un paraíso intocado produce, de inmediato, el deseo de ir a violarlo. El relato de los dos españoles se esparció como una fiebre del oro por todo el vasto imperio español y el resto de Europa. Durante tres siglos varias expediciones imperiales, como la ordenada por Felipe III en 1619, además de innumerables exploradores y aventureros, rebuscaron por ambos lados de la cordillera, entre las montañas nevadas de Chile y en las estepas patagónicas de la Argentina, aquellas encantadas ciudades. Y todas volvieron de ese «fin del mundo» como se suele volver de la utopía, con las manos vacías.

No obstante, a pesar de tantos fracasos, la leyenda de la Ciudad de los Césares no sólo no perdía prestigio sino que crecía. Dos siglos después del relato de Cobos y Oviedo, en 1774, la fuerza de la utopía era tal que el virrey del Perú ordenó una nueva expedición, pero ya que ahora se trataba de borbónicos monarcas ilustrados, ordenó que antes se interrogara a todos quienes afirmaban saber algo de las famosas ciudades. ¿Cuál fue el resultado de tan ilustrada y concienzuda pesquisa, cuyos expedientes suman nueve gruesos volúmenes de archivos coloniales in folio? Cientos de testigos, en su mayoría indígenas mapuches chilenos o tehuelches del lado argentino, volvieron a afirmar la existencia de la Ciudad de los Césares, e incluso varios juraron haberla avistado. Nuevas expediciones se ordenaron; nuevos fracasos. Los españoles estaban furiosos. ¿Sería posible que todos esos caciques, esos sacerdotes y guerreros le estuvieran mintiendo a la Corona? ¿O acaso se trataría de una conspiración de los indígenas para confundirlos sobre la verdadera ubicación de sus ciudades?

El misterio empezó a aclararse recién entrado el siglo XIX, cuando nuevos investigadores, que hablaban correctamente la lengua de los indios, empezaron a comprender que las ciudades encantadas que éstos seguían mencionando no eran otras que la propia Concepción, Valdivia, Santiago de Chile; y del otro lado de la cordillera, Córdoba, Buenos Aires, e incluso la lejana Montevideo, situada según un indio «en la otra banda de la laguna». Muy simple, todo el engaño de varios siglos había consistido en que, cuando los españoles presionaban a los indios del Atlántico preguntando por las ciudades encantadas, éstos hacían una descripción maravillosa de las ciudades chilenas, y cuando preguntaban ansiosamente a los indios del lado del Pacífico, éstos respondían describiendo de oídas las ciudades argentinas, sobre cuyas características y distancias tenían una noción tan fabulosa como los primeros europeos sobre la América que encontraron.

Un típico error de traducción cultural: los europeos leyeron en los relatos de los indígenas lo que de antemano querían leer y, en definitiva, lo que ellos mismos habían escrito. Primero un par de ellos inventaron una utopía en el sur americano, y luego durante siglos los sudamericanos -maliciosos o ingenuos- los estuvimos engañando, devolviéndoles corregido y aumentado ese espejismo en el fin del mundo.




En bicicleta a la utopía

Movido por las reflexiones e historias anteriores, intenté advertirle a mi nuevo amigo, el holandés pedaleador, acerca de estos tres siglos de desencuentros en nuestro continente austral. Antes de que partiera en bicicleta a la utopía, le conté la leyenda de la Ciudad de los Césares y los sueños que defraudó. Doblemente fascinado, Maarten exploró las páginas pertinentes de su South American Handbook. En ninguna parte se mencionaba tal leyenda: ¿estaba yo seguro de la historia? (Buena pregunta: ¿estamos seguros de nuestra historia?). En todo caso, mi amigo declaró que le parecía una razón adicional excelente para ponerse en marcha de inmediato. Y montó en su bicicleta.

Dejé partir al holandés con cierta melancolía. Se alejó pedaleando con su mochila de ilusiones a cuestas, entre los peligrosos buses de la Alameda del Libertador Bernardo O'Higgins, rumbo al sur.

Por estos días vuelvo a pensar en él, pues calculo que ya habrá llegado a la Patagonia. Me lo imagino entrando triunfalmente al polvoriento poblado de Coihaique, puerta chilena de la cadavérica estepa. Lo evoco preguntando, quizá, por esa Ciudad de los Césares de la que le habló un escéptico santiaguino. Profetizo que le contestarán -tal como a tantos antes, tal como a mí, una vez- que sí, que claro, que la espléndida ciudad existe y está escondida por allá, esperando quien la descubra. Sólo tiene que atreverse a ir todavía más al sur, «más allá de ese cerro alto», lo que por esos lares equivale a decir que tiene que ir a buscarla «en el fin del mundo». Pues también la Patagonia tiene su fin del mundo.

Vacilo en anticipar lo que ocurrirá a continuación: imagino posibilidades vertiginosas. Lo probable es que el holandés pedaleador y esforzado tomará aliento y partirá a buscar su sueño del fin del mundo tras ese «cerro alto». Y tras el siguiente y luego del siguiente, y así hasta el polo, o el duelo. Como tantos europeos antes que él, temo que mi amigo el holandés busque su utopía hasta caer rendido en las orillas de uno de esos tantos desolados lagos australes. Y que allí encontrará, por fin, sólo aquello que los españoles hallaron durante siglos de búsqueda: el reflejo de su propio rostro en un espejismo. Es decir, una prueba de la imposibilidad o absurdo de sus utopías, una réplica de su narcisismo. Y me temo que Maarten volverá de allá, con su bicicleta en el hombro, defraudado e indignado.

Pero enseguida me animo, pues también me represento la posibilidad de que mi amigo explorador vuelva del sur más sabio. Con algo de suerte puede que obtenga en esas latitudes una revelación tan paradójica como evidente. Puede que intuya que el fin del mundo depende de dónde ponemos el centro. Y ya que toda comunidad se siente con derecho a ser el centro del planeta, nadie es el fin del planeta, sino para otros. Puede que tendido al borde de un lago, en el fondo de Sudamérica, mi holandés pedaleador perciba la alucinante posibilidad de que, vistos desde allí, su Europa, su Holanda, su «centro», pueden ser un fin del mundo también. Una Patagonia al revés, una «Ainogatap».

No es seguro pero es posible; y por mi parte me quedo con esta posibilidad optimista. Que es una utopía también, se me objetará. Pero yo prefiero llamarla una antiutopía, ya que al menos es una utopía desde las antípodas, inversa a la de Restif de la Brettonne, a la leyenda de la Ciudad de los Césares, y a la actual moda de la Patagonia como fin del mundo.







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