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ArribaAbajoIdea de la «estoria»

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ArribaAbajoTiempos y edades

La pauta analística de la General estoria no responde sólo al esquema de los Cánones crónicos, a la necesidad de coordinar ab initio la labor de los diversos «ayuntadores» y a la complacencia de Alfonso en enfoques y desarrollos exhaustivos: es además trasunto de una seria preocupación por el tiempo histórico, por ese paradójico continuum de cambios perpetuos83. Arriba vimos cómo los Padres de la Iglesia habían subrayado varias etapas en el curso de la historia, insistiendo en un hito mayor: la Redención. Las dos edades que ella distinguía se fragmentaban fácilmente en tres, cinco, seis, y aun se desmenuzaban año por año en las tablas de Julio Africano o Eusebio. Las divisiones de la cronología, en cualquier caso, estaban cargadas de sentido trascendente: situaban   —68→   acaeceres y personas en la perspectiva del plan de Dios, de la revelación divina en el tiempo. El correlato era una nueva conciencia de que «los hechos humanos cambian y cada uno es singular e irrepetible, pero todos ellos quedan insertos en el acontecer, según el hilo de una unidad de sentido»84 (vid. supra, págs. 17-23). Ahora nos toca comprobar que Alfonso el Sabio es digno heredero de esa tradición. Dejemos hablar a los textos, para empezar, con escueta glosa.

Por supuesto, la concepción del tiempo histórico en la crónica universal alfonsí gira muy en primer término en torno a Cristo. El mundo no es el mismo tras la venida del Salvador. Antes de Él, por ejemplo, los diablos campaban por la tierra y maltraían a la humanidad: «a la garçonía e locura e mal fazer de los demonios e uanidad, soltaua Nuestro Sennor Dios estonces mucho, con grand pesar de las yentes a quien engannauan ellos con los escarnios con que los enartauan en aquellos ýdolos». Después de Jesús, en cambio, los diablos quedaron privados de tal facultad: «Mas, de la encarnatión de Cristo a acá, non quiso Él que assí fuesse, ca allí fueron quebrantados los spíritus malos, e de tod en todo en la su Passión e la su Resurrectión, e perdieron ellos el mal poder que auién e fincaron sus ýdolos desamparados et nada» ( I, pág. 433 b; cf. 439 a, etc.).

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Toda la historia antigua, por otra parte, es una suerte de «prólogo a Jesucristo», y parece lícito verla orientada en ese sentido. Naturalmente, la historia sagrada, desde la primera página, es antes que otra cosa la genealogía del Redentor: «enuió a Adam a dezirle [...] que ouiesse a su mugier Eua e ouiesse sos fijos en ella, ca del linage que él farié en ella de allí adelante auié a nasçer el Fijo de Dios» (I, pág. 18 b). De ahí, claro está, para el historiador, la importancia de no perder la «linna» de Cristo como guía cronológica (cf. abajo, pág. 82).

Pero no ya sólo la historia del pueblo elegido, sino igualmente la del mundo gentil se pueden ver siempre apuntadas hacia Jesús, mediante el recurso a la interpretación alegórica. Del mismo modo, verbigracia, que «por Seth se da a entender el resusçitamiento de Jesú Cristo» (I, página 19 a), los azares de Júpiter se dejan comprender como «figura»85 de un episodio en la vida del Mesías: «Diz que el rey Júppiter que fuxo a Egipto ante los gentiles, que quiere significar a Nuestro Sennor Iesú Cristo, que fuxo a Egipto ante la maldad de los judiós, e los otros dioses que eran con Júppiter e fueron allí trasformados,   —70→   que dan a entender a Sancta María, madre de Jesú Cristo e Nuestra Sennora, e a Josep e los otros omnes que ellos leuaran consigo quando fuxeron allá con Jesú Cristo», etc. (I, pág. 91 b).

En Seth como en Júpiter (y cabría multiplicar los ejemplos), pues, se da una noble dimensión: por un lado, son personajes de carne y hueso86, con sentido completo e independiente (permítaseme expresarlo así); por otro lado, son «figuras» de Cristo, y la cualidad de tales es también una realidad histórica, no un valor sobreañadido por el exegeta87. Más aún: en tanto el Señor quiso la existencia de «figuras», son ellas obra de Dios, manifestación del proyecto divino, de que se afanan en levantar acta los compiladores alfonsíes88. La nación hebrea y los pueblos paganos, así, aparecen siempre (aunque no siempre deba indicarse implícitamente) en el horizonte temporal de la Encarnación. «Departen otrossí los Sanctos Padres de la nuestra Ley que esto [Génesis, XLIX, 10] assaz paresçe manifiesto que lo dixo Jacob   —71→   por Nuestro Sennor Iesú Cristo, que auié de uenir en carne a saluar tan bien los gentiles como los judiós, pero aquellos que se conuertiessen a Él, tan bien de los unos como de los otros, e todos deseauan la su uenida, tan bien los gentiles como los judiós» (I, pág. 250). Justamente esa hermandad de gentiles y judíos en la expectación de Cristo es una de las claves -tan vieja como sabemos- del universalismo de la General estoria89.

La revelación de Dios en los tiempos, hilando más delgado, permite distinguir tres grandes períodos:

Los Sanctos Padres de la nuestra ley partieron en esta razón el tiempo del comienço del mundo fastal cabo en tres tiempos [...]. E al primero tiempo destos, que fue de Adam fasta Moysén ell anno90 en que esta ley fue dada, llamaron   —72→   «tiempo dante de la ley»; e deste anno de Moysén fastall anno en que Nuestro Sennor Iesú Criso nasció de Sancta María, o aun al de la su passión, dixieron el «tiempo de la ley»; e de la encarnatión de Nuestro Sennor Iesú Cristo, o de la su passión, fasta cabo del mundo o fasta que la ley de Cristo durare o fasta quando Dios quisiere, es el «tiempo de la gracia», en que nos fizo gracia el Cristo Dios, que yendo nós derechamientre por los ensennamientos de la Ley que Él emendó e ennadió, podamos nós, por la su encarnatión e la su passión e la su resurrectión e la su sobida al Çielo, yr derechamientre a la gloria del su Paraýso, sin desçender a los Infiernos, lo que non era en el tiempo de la ley nin dantes...


(I, pág. 426 b; cf. 98 a, 549-550)                


Tal esquema tripartito, propuesto por San Agustín (cf. arriba, pág. 18) y difundido por Gregorio el Magno (Cartas, V, 44), perfecciona la división de dos épocas, anterior y posterior a Cristo. Perfecciona, digo, no excluye. Conservando a Cristo como punto de referencia, en efecto, cabía combinar diversas falsillas de periodización91. Alfonso   —73→   es tajante al propósito y escinde la historia «en tres tiempos, maguer que las edades dellos son seys; mas no se estorua lo uno desto por lo ál» (I, pág. 426 b). No se estorba, cierto, porque, sea cual fuere la clasificación adoptada, Jesús mantiene en ella el lugar central92. Pero eso no significa que cada edad no ofrezca peculiaridades propias, cuyo conjunto dibuja una trayectoria de la humanidad en que se hace presente un indiscutible sentido histórico, una convicción de que el mundo ha ido cambiando de faz al correr de los siglos.

La General estoria atiende regularmente a señalar y discutir los límites de cada una de las seis edades admitidas desde San Agustín (arriba, página 19)93 y aun parece concederles un cierto papel en la distribución de la materia94. Mas lo importante es notar que no se trata de un deslinde mecánico, de un eco inane de la historiografía tradicional: por el contrario, Alfonso hace un intento   —74→   de singularizar cada edad, de caracterizarla con unos rasgos definitorios. Los propios de la primera, como era de esperar, se apoyan en el mito eterno de la Edad de Oro (al arrimo de Cicerón, De inventione, I, 2, y de las Metamorfosis, I, 89 sigs.), pero descargado de idealización, en buena parte libre del «primitivismo» antihistórico que lastra tantas versiones del motivo95:

Cuenta Tullio en el començamiento de la su primera Rectórica que los omnes del primero tiempo assí se andauan por las tierras e por los montes como bestias saluages, que assí comién e beuién e tal uida fazién, e que nin auién tierras, nin uinnas, nin casas, nin heredad, nin otra cosa connosçuda ninguna, nin se trauaiauan dello, nin morauan en uno, nin leuaua ninguno a otro a fuero nil trayé a pleyto nin en juyzio, nin auién por qué sobresta razón, ca todas las cosas eran comunales entrellos. Después desto diz que uino un omne sabio e fízolos morar en uno e entender en el mundo e auer leyes por que uisquiessen, e sacólos daquella nesciedad en que fueran fasta allí e fízolos entendudos e sabios [...] Dize Ouidio en el su Libro mayor   —75→   [...] que, de las seys edades que dixiemos del tiempo, que la primera tal era como oro, et esto dixo por los omnes dessa primera edad del tiempo e del mundo, porque non sabién de mal ninguno, nin buscauan a otre, nin auién heredades connosçudas, nin otra cosa ninguna, nin ley, ni fuero, nin otro derecho ninguno sinon aquel que es llamado natural [...] Et en aquel tiempo los omnes nin auién torres, nin castiellos, nin otras fortalezas ningunas, nin cauallerías, nin armas pora ferir nin pora deffenderse, nin lo auién mester, ca ninguno non apremiaua all otro; et sin miedo que s' ouiessen unos a otros e sin toda premia, se guardauan fe e derecho e uerdad et lealtad [...] E por estas simplicidades que auié en las yentes del primero tiempo, dizen que les leuauan los áruoles muchas frutas e criáuales la tierra muchas buenas yeruas e otras cosas, de que comién ellos entonces e uiuién. En estas razones de Tullio e de Ouidio [...] acuerdan otros sabios muchos [...] Et diz Ouidio que esto duró demientra que regnó el rey Saturno entre los gentiles; et assí lo fallamos nós en las estorias e en las crónicas de los sabios.


(I, págs. 198-199)                


El tono elegíaco usual en las evocaciones de la Arcadia está ausente del pasaje. Alfonso enfrenta el tema en historien; con todas las limitaciones que se quiera, pero con una clara voluntad de rigor histórico. Y procura, así, con ayuda de las fuentes y del sentido común, reconstruir la primera edad atendiendo a la naturaleza y a las instituciones   —76→   (o a la falta de instituciones), a los modos de vida y a la cultura material, a los rasgos positivos y a los negativos; o justifica la veracidad del cuadro con referencias cronológicas y la oportuna cita de autoridades. Es también obvio que le interesa realzar la figura de los pioneros cuyas aportaciones fueron modificando el tono del vivir colectivo, para ofrecer, de tal forma, un esbozo del progreso humano (no nos asuste el sustantivo). De ahí el especular sobre la identidad del «omne sabio» que alumbró una nueva época, «e puede seer que este fue el rey Júppiter»:

Et pues que se acabó aquella primera edad e entró la segunda edad, regnó el rey Júppiter, e estonces començaron ya las yentes a auer heredades connosçudas e partirlas por términos, e fazer casas e estaiar regnos e appartar sennores e mercar e uender e comprar et arrendar e allegar e fazer fiaduras e otras tales cosas como estas. Et dallí començaron la cobdicia, que es madre de toda maldad [I Timoteo, VI, 10], e la enuidia e la malquerencia et fazerse los omnes soberuia e querer lo ageno, don uinieron contiendas e peleas et lides e feridas (e esto uinié por las culpas de los pueblos, e non de los reyes). Quando esto uio Júppiter, que regnaua a la sazón et los auié a mantener en justicia e en paz, de guisa que ninguno non fiziesse tuerto a otro, ouo por esta razón de trabaiarse a buscar maneras por ó fuessen deuedados estos males e se castigassen las yentes...


(I, pág. 199 b)                


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Y, desde luego, semejantes descripciones no son ocurrencias ocasionales, enunciadas y olvidadas, sino fondo panorámico sobre el que se recortan hechos y figuras singulares; las edades, además, se articulan y pueden ser contempladas las unas a la luz de las otras. Por ejemplo, el relato «de Thare e del su tiempo» (I, III, 15) se inscribe en el marco de la segunda edad, se coteja con los rasgos propios de la primera y se enlaza con los sucesos y la fisonomía de la tercera:

En este tiempo deste Thare -como en signo de las contiendas e batallas que auién a uenir en la tercera edad, como quando los omnes comiençan en la su tercera edad, a la que dizen adolescencia, e esto es de quinze annos adelante, e les comiença a feruir la sangre e seer ellos bolliciosos e peleadores-, començaron todos a bollir más que en otro tiempo de fasta allí, con grand cobdicia de auer de la tierra los unos más que los otros. Et començaron a asmar en armas e en assacar manera dellas e de engennos, e partir regnos e fablar en cabdiellos e príncipes e reyes pora deffenderse e auer derecho...


(I, pág. 76 a; cf. 62 y 550)                


Las edades, pues, se dan en una secuencia dinámica y variada (estamos lejos de la visión monocorde del pasado que algunos han supuesto inevitable en la historiografía medieval), donde la continuidad y el desarrollo orgánico («como... los omnes»), no excluyen el cambio, en un fluir coherente.

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Ahora bien, el curso de la historia ofrece diversas líneas de evolución, solidarias todas, pero no todas con una marcha de idéntico sentido. Fijémonos en la más importante, en la línea de la creencia. Así, aparte unos pocos escogidos, «primeramente los omnes non creyén en Dios» (I, página 61 b); luego, aprendieron a tejer, a labrar, a cazar, «et, catando a la tierra, veyén en ella piedras claras e fermosas e fuertes, e asmaron e dizién que allí era dios, e baxauan se contra ellas e [a]oráuanlas» (62 b); todavía después, se tornaron sedentarios, instituyeron el matrimonio, «et estos, ó andauan a las lauores e por los montes con los ganados, pararon mientes en las yeruas e en los áruoles e uieron cómo crecién e se alçauan por sí de tierra contral cielo, e mesuraron en ello e tovieron que eran creaturas más llegadas a Dios que non las piedras [...] Et muchos destos dexaron por estas razones de aorar las piedras e aoraron las yeruas e los áruoles» (63 a). Y, siguiendo por ahí, a medida que los hombres fueron domeñando a la naturaleza, a medida que «començaron a seer ya más sotiles», fueron también reflexionando y «tovieron por ende que eran [...] creaturas más çerca Dios que aquellas otras que dixiemos antes, e dexaron por estas razones de aorar a las otras e aoraron a estas» (63 b): animales, peces y aves, personas, elementos, astros...96   —79→   ¿Cómo se explican tamaños errores («que por uentura tenemos los de agora por uanidat») en gentes tan estimables como los paganos? «Porque, maguer que gentiles eran aquellos, que por esso ['sin embargo'] omnes buenos fueron los qui lo fazién; ca, pero que ['por más que'] alongados de la uerdadera creencia de Dios, por esso todauía puiauan de uno en ál, como de grado en grado, a creencia de meiores cosas. E aun en estas razones ouo ý otras yentes que uinieron en pos estas e començaron en el tiempo dellas e estidieron e buscaron e fallaron que auié ý después desto más cosas aun más altas e más nobles de creençias antes que llegasen a Dios» (65 b). Bien se echa de ver que, para Alfonso, progreso espiritual y progreso material iban de la mano: la humanidad había ido avanzando, «como de grado en grado», hacia el conocimiento de Dios y hacia la civilización; y ambos procesos, íntimamente vinculados, tenían, por tanto, un claro signo positivo.

Pero en principio no puede decirse lo mismo de todos los factores de la historia. La naturaleza, los hombres y los productos de una y otros decaen en más de un aspecto. Por ejemplo, ya nadie vive siglos enteros, como los patriarcas97. «Ca el   —80→   tiempo e las cosas temporales [...] son e somos cada día canssados, segund ell ordenamiento que Dios puso en las naturas de las cosas temporales e falledizas. E los omnes cada día somos más flacos e más falledizos; e los omnes e las otras cosas cada día fazen fijos más flacos e menos duraderos ya» (I, pág. 37 b). «Ca diz que todas las cosas que acabarse an, e más que más las que son fechas por aluedrío e por manos de omnes, que a tiempo todas enueiescen e fallescen» (I, página 329 a). Así, la irremediable fugacidad de cada cosa se amplía también a «todas las cosas» en conjunto: la historia va ahora a menos, puesta bajo signo negativo (cf. ya Isidoro, Sentencias, I, VIII, 1-2).

De tal modo, para Alfonso, el conocimiento de Dios y la civilización progresan, en tanto la condición humana decae. No veamos ahí contradicción. Recordemos más bien la imagen antropológica que está en el origen de la doctrina de las edades98 (y que hemos visto explícitamente tratada en la General estoria), y todo nos resultará muy claro. La historia del mundo es igual que la vida del hombre. A una infancia sin malicia, pero también sin saber; a una adolescencia en que «comiença a feruir la sangre», siguen una madurez y una ancianidad que recogen las experiencias y los   —81→   conocimientos de las etapas anteriores. La vida entera es aprendizaje y progreso, pero limitados de antemano por la ineludibilidad de la muerte. Y según se crece en años, en ciencia y en entendimiento, se decrece en fuerzas. La sabiduría se acumula, el vigor se resta. Por eso, más allá de las seis que constituyen la historia propiamente dicha, ha de existir una «setena edad», en que «passarán a gloria todos los que en ella ouieren de seer» (I, pág. 257 a) y «folgarán las almas sanctas con Nuestro Sennor Dios» (I, pág. 404 a). Y por eso el mundo se agota y declina, «a canssar e a fallescer» (I, pág. 38 a)99. La sexta edad, el «tiempo de después de la ley [...], en que somos nós agora los cristianos» y que abarca «de la encarnación de Nuestro Sennor Iesú Cristo fasta que se acabe el mundo o fasta que Dios touiere por bien» (I, pág. 550 a), la época de Alfonso, en fin, es la «aetas debilis», la «senectus mundi», pero también el momento más próximo a Dios, el «tiempo de la gracia» (cf. arriba, pág. 72). Otón de Freisinga lo había formulado con lucidez: «vide regno   —82→   Christi crescente regnum mundi paulatim imminui»100. Y la misma convicción ambivalente está al fondo de la General estoria, insertando los hechos singulares en un marco inteligible como totalidad.

Claro está que ahora podemos comprender mucho mejor el interés de Alfonso por la cronología. Por de pronto, se nos confirma que contar «la estoria de la Sancta Escriptura e todas las otras estorias de los fechos del mundo» antiguo por los años «de la linna de Adam fasta [...] Cristo» (I, pág. 61 b) equivale a poner las cinco primeras edades en la perspectiva de la sexta. Alfonso piensa que así lo sabían ya, aparte los hagiógrafos, ciertos «sabios» precristianos (a quienes, naturalmente, no identifica): «Fallaredes que los sanctos e los sabios que nós en los nuestros latinos fallamos, assí como si lo entendiessen de antigo por Spíritu Sancto de Dios que Nuestro Sennor, fijo de Dios e Él mismo Esse, auié a nascer de Sancta María siempre uirgen, e que uernié Ella por la linna derecha por los sanctos padres de Adam e de Eua fasta Joachín, su padre, como uino, nunca quisieron contar las estorias principales del mundo sinon por la linna de los padres del Uieio Testamento, sinon si la su linna se perdió» (I, página 267 a). Tras la venida del Salvador, por supuesto,   —83→   ha habido que abrir columna nueva: «nós los cristianos [contamos a partir] de la encarnación de Iesú Cristo» (I, pág. 625 a). Es lógico, pues, que importe no sólo conocer los hechos, sino también fecharlos con toda la precisión posible: «porque es muy bien de saber ell omne el tiempo e ell anno de la estoria» (I, pág. 321 a). El cronista que no obre en consecuencia se expone a una muy justa censura: «Et porque non seamos ende reprehendudos, dezimos aquí tanto del tienpo destos fechos...» ( II, 1, pág. 235 b; cf. 297 b). Y yerran quienes no conceden a la cronología el mismo valor que Alfonso; porque las fechas realzan, hacen más accesible el sentido y las enseñanzas de los sucesos narrados. «E aquí dezimos assí: que algunos ý a que tienen por poco en contar omne ciertamientre el tiempo en que contesce la cosa, mas non lo deuen fazer, ca una es de las cosas que son muy mester pora en toda cuenta de estoria, pora adozir bien a remembrança el fecho que contesce, que se non oluide a omne, e la remembrança es la cosa en que yaze el pro de la razón pora membrarse della e castigarse omne del mal e meter mientes en el bien» (I, pág. 624).

La cronología, por tanto, es un arma esencial al servicio de los fines ejemplares de la historia (cf. I, pág. 3 b). Y el Rey halla confirmada la alta consideración que le confiere en el proceder ocasional de la Biblia, que, si comúnmente se fija poco en «la cuenta de los annos» (cf. arriba, página 56), alguna vez, ante un hecho excepcional,   —84→   desciende al pormenor de datación. Así ocurre cuando el Génesis refiere la primera promesa de Dios a Abraham: «promesa que es puesta en la Sancta Escriptura muy nombradamientre e como cosa muy señalada e muy contada por annos connosçudos, ca sobre razón desta promesa auino después el Testamento e aun los Testamentos que son entre Nuestro Sennor Dios e nós» (I, página 109). En el momento de registrar uno de los acontecimientos capitales de la historia, clave -nada menos - de las relaciones de Dios con la humanidad, a Alfonso no se le ocurre mejor medio de ponerlo de relieve que reparar en el detalle cronológico.



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ArribaAbajoPretérito perfecto, indicativo presente

De lo mayúsculo a lo minúsculo, de las grandes ideas que la animan a la pauta analística que la estructura, pasando por las abundantes explicaciones que proporciona sobre el cómputo de los tiempos101, la crónica universal alfonsí da pruebas de un firme «sentido de la historia». Sin duda ese sentido no coincide por entero con el nuestro; pero ello de ningún modo implica que la obra testimonie la menor «voluntad de abolir el tiempo y el cambio»102, voluntad demasiadas veces atribuida gratuitamente a todo el pensamiento medieval103.   —86→   No puede afirmarse lisa y llanamente que Alfonso sea incapaz de «guardar distancia» ante la Antigüedad y de «verla como cosa distinta y conclusa»104, ni que «las limitaciones de su época» le impidan «reconstruir otros tiempos, otras costumbres, otras leyes u otro orden social y religioso distinto del suyo»105. ¿Acaso (acabamos de comprobarlo) la conciencia de las edades históricas no es una forma (entre bastantes más) de guardar distancias y distinguir novedades y vejeces? Y si en diversos aspectos la Antigüedad sobrevive para Alfonso (¿no sobrevivía real y efectivamente en múltiples usos y actitudes coetáneos?), en otros tantos sí está definitivamente conclusa; en cualquier caso, la misma dualidad se registra en nuestros días, tan orgullosos, por ejemplo, de la muy cacareada «tradición occidental» y no en todas partes libres del arado romano... Por otro lado, si algo hay evidente en la General estoria, es el sostenido esfuerzo por reconstruir a todo propósito   —87→   la vida de antaño y subrayar su heterogeneidad respecto a la contemporánea; de ahí las fórmulas tan menudeadas: «era entonces en uso» (I, página 209 a), «en el tiempo antigo tal costumbre solié seer» (215 a), «tal era la costumbre» (219 b), «tal costumbre era en aquella sazón» (256 b), etc., etc.

Por supuesto, ese esfuerzo no siempre llega a buen fin. En muchas ocasiones, en particular, las fuentes traicionan a Alfonso: la autoridad se impone a la crítica, y el anacronismo hace entonces acto de presencia. Pero más de una vez el cotejo minucioso mostraría que la versión alfonsí ha operado una selección de datos que supone un avance notable respecto al criterio histórico del original que se los suministra. Con frecuencia se ha advertido, por ejemplo, que las noticias de Alfonso sobre la mocedad de Júpiter contienen diversos gazapos, amén de harta fantasía, llegados mayormente del Pantheon de Godofredo de Viterbo106. Mas no parece haberse atendido a la declaración de principios de los compiladores, que, frente a siglos de historiografía legendaria, afirman su decisión de narrar sólo algunos episodios creíbles: «Deste rey Júppiter cuentan todos los gentiles e cristianos tan grandes poderes e tantas cosas, que diz que apenas los credién los omnes; e porque digamos nós ende algunas cosas daquellas que son de creer, como las fallamos contadas de los otros   —88→   sabios, queremos fablar aquí luego de la çibdad de Athenas, ó nasció este rey», etc. (I, págs. 191-192). La General estoria no duda en apartarse de «todos» los autores que maneja y, en vez de repetirlos tal cual (por mucho que se complazca en la exhaustividad), cribar los materiales que juzga más ajustados a la realidad. Obviamente, la malla del cedazo es ancha, y se cuela buen número de impropiedades; pero ello no quita importancia al cernido, prueba de un rigor historiográfico muy por encima del normal en la época. Pues para calibrar el sentido de la historia en la obra alfonsí, naturalmente, el patrón no pueden ser nuestras exigencias de hoy (no, sobre todo, nuestra comprensión arqueológica de los textos clásicos), sino el tono predominante en el siglo XIII.

El estudioso, por otra parte, debe andar con cuidado al indicar los «anacronismos» de la General estoria, para no cometerlos él mismo. Puede sorprender, así, el aserto de que entre los hijos de Júpiter abundaron los «condes de muy gran guisa» (I, pág. 200 b); pero en las Partidas se descubrirá que «conde» vale sencillamente "cortesano de alto rango" (II, I, 11). O cabe preguntarse si traducir «inferiae» por «nouenas»107 no es sólo una forma de expresar cómoda y rápidamente el concepto de "honras funerarias", sin detallar de cuáles se trata: pues en quien tan detenidamente ha hablado ya del «duelo» entre «los antigos»,   —89→   señalando analogías y diferencias respecto a los usos medievales (I, págs. 256-257; II, 1, página 172 a, etc.), ese proceder sería menos de extrañar que una tosca confusión de épocas.

Ese proceder, desde luego, es común en la obra. Valga un ejemplo. Hemos visto que se ha creído reconocer en Alfonso una incapacidad de imaginar «otro orden [...] religioso distinto del suyo».108 A arriesgar tal observación sin duda ha contribuido la frecuencia con que los compiladores atribuyen títulos de la jerarquía cristiana a figuras del mundo judío y gentil (por lo demás, en un contexto donde si algo se recuerda a cada paso es la irreductible distancia que separa a la cristiandad del judaísmo y la gentilidad). Aludo a pasajes como el siguiente: «Andados seze annos daquella seruidumbre de los fijos de Israel, fizieron los arguíos [sic] en Argos obispado primeramientre, e fue ende el primero obispo uno que dixieron Callicias, fijo de un príncep que auié nombre Pirant» (I, pág. 274 b). Pero ¿significa ello que Alfonso trasladara a Argos la realidad eclesiástica de sus días y, ante la imposibilidad de concebir otros modos de religión, creyera en la existencia de obispos entre los paganos? En absoluto. Para empezar, Alfonso conoce perfectamente el valor   —90→   etimológico de «obispo», es decir, «"entendient sobre los otros", porque a de entender sobre los pueblos por guardarlos spiritalmientre». Sabe que existe una jerarquía religiosa entre los hebreos -en tanto tal, comparable a la cristiana- y que en ella un grado lo ocupa un «príncep de los sacerdotes», de nombre distinto, «segund el lenguaje que estonces usauan todos», pero de calidad y condición similares a las de un obispo (I, pág. 456). Bien al tanto de todo ello, pues, puede referirse a Melquisedec como el primer «obispo de Dios en Iherusalem», decir que a los descendientes de Aarón «manteniélos ell obispo» (I, págs. 124, 519), etc., y, naturalmente, no cometer ningún anacronismo. Por otra parte, está informado de que Anfiarao «era maestro de su ley e nombrado sobre todos los otros sabios del reyno» (II, 1, pág. 362 a); y, por consiguiente, de acuerdo con sus hábitos para aludir al orden sacerdotal de la Antigüedad, le parece lícito llamarlo obispo (y no «archevêque», como hallaba en el Roman de Thèbes). Y tampoco ahora se hace reo de lesa historia. Al contrario, atendiendo a ese sentido genérico de «obispo», se preocupa de señalar que la dignidad de tal y otros linajes de «prelados auién ya estonces los gentiles e los ouieron después, e antes los fizieron ellos que los ebreos, e aún antes que nós los cristianos los ouiéssemos» (I, página 318 b). O, aparte indicar (según las fuentes de que dispone) la cronología relativa de los diversos tipos de «episcopado», insiste en los rasgos   —91→   singulares de cada uno (I, pág. 301 b). Y no sólo moviliza semejantes maneras historiográficas, sino que incluso, cuando emplea el tratamiento en cuestión para hebreos o paganos, suele introducir coletillas o precisiones que subrayan el valor relativo, aproximado, de la designación: «su obispo, el mayor que los gentiles dallí auién» (I, página 114 b); «sus obispos» (294 b); «los abenidores, que diz aquí la Glosa que eran estonces los prelados de su esglesia» (421 a); «el so obispo de los gentiles» (II, 1, pág. 193 b), etc. De tal forma, el recurso a la voz «obispo» a propósito de judíos y paganos no supone ignorancia, confusión de planos temporales, ni falta de comprensión de otros modos religiosos que los medievales: es simplemente un sistema de expresar lacónicamente unas nociones que ya se explican por largo en unos cuantos pasajes, y de introducir, al tiempo, un término de referencia que facilite el entendimiento del lector de la época.

Porque, eso sí, a Alfonso le agrada ofrecer un punto de cotejo con las realidades del siglo XIII, pero, al hacerlo, realza tanto las semejanzas como las disparidades. Por ahí, desde luego, no peca de anacrónico. Anacrónico es el poeta del Libro de Alexandre, cuando pinta al protagonista, «en romería», como si se tratara de un peregrino a Santiago:


el rrey Alexandre, sennor de grant ualía,
entról en coraçón de hyr en romería.
—92→
   Priso su esportiella e tomó su bordón,
pensó d'yr a ueer el templo de Salamón.


(1167-68)109                


Aquí sí, la vida contemporánea se ha introducido en el cuadro antiguo, se han roto las distancias. Mas no ocurre lo mismo en la General estoria. En ella, al presentar la ida de Rebeca al monte Moria «a demandar conseio a Dios», se anota que hizo el viaje «como en romería» (I, pág. 170 a). Vale decir, se compara lo pasado y lo presente, pero en ningún modo se confunde. Y la prueba es que en otros momentos, tratando pareja materia, los dos polos de la comparación se extienden y precisan, oponiéndose en la misma medida en que se aproximan: «andaua él de tiemplo en tiemplo ó sabié que se ayuntauan sus gentiles a sus romerías -como uan agora los nuestros cristianos a las suyas e oýmos aun que los moros andan en las suyas» (I, pág. 611 b); «e yuan cada unas a ondrar sus fiestas, las unas a unos montes, las otras a otros, assí como auemos aún agora en la nuestra cristiandat por costumbre que uan los omnes en sus romerías...» (II, 1, pág. 255 a). Es obvio que ambos planos están nítidamente deslindados (nótese el cuidadoso contraste: «sus gentiles» / «nuestros cristianos», «sus fiestas» / «nuestra cristiandat») y que la similaridad no lleva a mezclar en una las dos imágenes.

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También en otros dominios, desde luego, se proponen paralelismos de lo añejo y lo moderno, libres, sin embargo, de todo equívoco. Así, la «medida "gomor", et ell "assario" que dize Josepho, puede seer como la medida que dizen en Castilla "celemín", o aun menos» ( I, pág. 376 b; cf. 502 b); «la "duerna" [que dize maestre Pedro] podrié seer un baçín» (377 b); «e por estos panes "lugana" suelen dezir en el lenguaje de Castiella "crespillos", e algunos dizen que les podemos otrossí dezir "bonnuelos"» ( 458 a; cf. 459 b, 513 b); «e esta farina era como aquello a que en Castiella dizen "polienta"» (502 b), etc. No contento con las cautelas por el estilo, Alfonso puede ser aún más tajante e introducir el cotejo en forma explícitamente negativa: «E este sacrificio non semeia a las cofradías que los buenos omnes e las buenas mugeres fazen agora en Castiella...» (I, pág. 503 b). Bien se ve que la General estoria es muy capaz de «reconstruir otros tiempos, otras costumbres», sin necesidad de olvidar los suyos; y, sobre todo, que el trabajo alfonsí está presidido por una tenaz voluntad de comprensión estrictamente histórica.

Pues jamás debe perderse de vista (como bien ha recordado José Antonio Maravall) que el «saber histórico es un saber del presente» y cuaja «al ordenar una masa pululante de hechos pretéritos [...] precisamente desde el hoy del historiador. A nadie se le puede ocurrir en serio pensar que la Historia consista en reproducir y enunciar   —94→   los hechos del pasado [...] sin intervenir para nada en darles una figura inteligible, sin reducirlos a forma, capaz de ser aprehendida y asimilada según la función propia de la inteligencia»110. Y, sin embargo, los momentos en que Alfonso contempla los sucesos narrados a la luz de sus propios juicios, prejuicios o experiencias, han llegado a estudiarse poniéndolos bajo el signo de la «actualización "anacrónica"». Pero ¿cómo reprochar al Rey que avizore el pasado con óptica coetánea, es decir, que aspire a interpretarlo, organizarlo, entenderlo, en fin? Cierto que al obrar así se corre el peligro de introducir en el cuadro conceptos o motivaciones ajenos a él, ignorados por los protagonistas; mas la General estoria no puede -nadie puede- dar cuenta del sentido de una realidad más que con los criterios de realidad válidos en su época111. Así, del mismo modo que desvela una «figura» (cf. arriba, pág. 69), le ocurre explicar el significado de una acción por criterios (una cierta idea de la justicia o del orden social, digamos) que quizá no regían en los tiempos   —95→   en cuestión: pero tal proceder no afecta tanto al nivel factual como al nivel significativo, donde la libertad del historiador tiene ancho campo. Por otra parte, la finalidad ejemplar que se atribuía a la historia (cf. I, pág. 3 b) invitaba a multiplicar las referencias al presente, a reforzar la perspectiva contemporánea.

Gracias a ese planteamiento la General estoria se convierte a menudo en espejo de la España del siglo XIII. Por sus páginas desfila una abigarrada caravana: los leprosos que piden limosna haciendo sonar las tablillas (I, pág. 534 a); el maestro que repasa una lección ante los alumnos, en espera de preguntas (707 b); los que hacen promesa de recluirse en el claustro por unos años (617 a); los peregrinos a Santiago, Rocamador, Santa María de Salas, Roma, Jerusalem (II, 1, pág. 255 a); los devotos «que comiendan sus bestias a Sant Antón, e los ganados a Sant Pastor e las gargantas a Sant Blas, quando espina o huesso les fiere ý, o alguna exida» (I, pág. 607 b); los imagineros, que tallan y venden, y los artesanos que hacen filigranas de «orebzía» u orfebrería (89 a, 21 a); los agonizantes, en el lecho de muerte (684 a), y tantos más. Así se evocan los vestidos de novia (568 a) y los duelos (257 a; II, 1, pág. 172 a); las reyertas entre los moros (I, pág. 289 a) y los convites de las cofradías castellanas (503 b); «los arcos e los caualiellos e los otros estrumentos de las alegrías de la fiesta de Sant Johan e de Sant Pedro, que dizen de los arcos e la pala»   —96→   (II, 1, pág. 164 a)112; el bautizo de las naves (59 a); las cantigas de escarnio y las de encomio (II, 2, pág. 37 a); la doma de los caballos de combate (I, pág. 563 b); la escritura «de los godos [...], a la que llaman agora letra toledana, e es antigua, e non qual la que agora fazen» (167 a), y cantidad de otros deliciosos particulares113. Si a todo ello se suman los frecuentes comentarios sobre la moral, la religión o la sociedad, habrá que conceder que el enfoque desde un hoy, desde un aquí y un ahora, aparte no atentar contra el sentido de la historia, enriquece sobremanera la obra alfonsí precisamente en tanto tal historia: no ya mera crónica o registro, sino cabal y jugosa historia.



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ArribaAbajoAlfonso X y Júpiter

La trabazón de presente y pasado en la General estoria nos lleva, por más de un concepto, a preguntarnos por la medida en que el propio Alfonso intervino inmediatamente en la redacción de la obra. Con frecuencia se ha respondido a tal cuestión, en términos generales, aduciendo un pasaje de nuestra crónica verdaderamente revelador. Es texto bien conocido, desde que lo exhumó Solalinde114, pero vale la pena citarlo por entero, pues aún podremos descubrir en él algún rasgo interesante y desatendido. Trata el capítulo, ahí, la aparente paradoja de que la Biblia diga que   —98→   el mismo Dios escribió las leyes y, también, «que las mandó escriuir a Moysén». Y, dando un paso muy familiar de la condición divina a la condición real115, la «contralla fabla» se resuelve merced al siguiente paralelo: «El rey faze un libro, non porque l'él escriua con sus manos, mas porque compone las razones dél, e las emienda et yegua e enderesça, e muestra la manera de cómo se deuen fazer, e desí escríuelas qui él manda; pero dezimos por esta razón que el rey faze el libro. Otrossí quando dezimos "el rey faze un palacio", o alguna obra, non es dicho porque lo él fiziesse con sus manos, mas porquel mandó fazer e dio las cosas que fueron mester pora ello; e qui esto cumple, aquel a nombre que faze la obra, e nós assí ueo que usamos de lo decir» (I, pág. 477 b).

Evidentemente, el proceso descrito se aplica a la General estoria: la compilación del libro se retrata en el mismo libro. Al glosar un detalle,   —99→   se nos introduce en el atareado taller historiográfico alfonsí, donde el soberano selecciona el asunto y fija el plan, revisa el trabajo, orienta y determina el cometido de los varios colaboradores. Mas no se limita a ello: en alguna ocasión, se diría claro que llega a dictar ciertas «razones». Nuestro pasaje, por lo menos, contra el proceder exclusivo en el resto de la obra (prólogos aparte) y contra lo que sería de esperar en quien estuviera elaborando unas meras indicaciones no definitivamente formuladas, se cierra con una advertencia en primera persona del singular, que contrasta, por si fuera poco, con el "nosotros" generalizador de la oración subordinada: «e nós assí ueo que usamos de lo decir»116.

Es en extremo sintomático que el "yo" de Alfonso se trasluzca para recoger la propia experiencia del monarca, por un lado, y, por otro, una observación sobre un asunto que concierne o puede concernir a cualquier rey. Y si el tal fragmento fue escrito al dictado, según todas las probabilidades, parece verosímil conjeturar que buen número   —100→   de los comentarios en torno a derechos, deberes y maneras de la realeza y las gentes «de altas sangres» responde también al estímulo directo de Alfonso117. Desde luego, es un hecho que una porción importante de las que cabría tratar de «digresiones» (glosas, meditaciones y obiter dicta que no constituyen propiamente una nota explicativa del relato) alude a temas que encajarían a maravilla en cualquier tratado de regimine principum. En más de un caso, semejantes apostillas proceden de las fuentes utilizadas para el cuerpo de la narración; pero igualmente resulta obvio que se les ha hecho sitio por referirse a esa y no a otra materia118. Así, al encontrar en las Metamorfosis (II, 846-847) un par de versos sentenciosos sobre «maiestas et amor», Alfonso los destaca como provechosos para la instrucción de príncipes y   —101→   magnates, les confiere el honor de transcribirlos en el original y los explana con atención: «Pone Ouidio en este logar por sos uiessos en so latín una muy buena façanna de ensennamiento pora los reyes e pora los otros omnes que son puestos en grandes dignidades e onras, e dize assí en el latín: "Non bene conueniunt nec in una sede morantur / magestas et amor". Et quiere assí dezir este latín en el nuestro lenguage de Castiella: "non conuienen bien nin moran en una siella la magestad e ell amor". Et es de saber que llama aquí Ouidio "magestad" a la onrra e al contenent e a tod el debdo que el rey o otro príncep o prelado de Santa Eglesia deuen catar et mantener en las dignidades en que son», etc., etc. (II, 1, pág. 56 b).

Pues en cien ocasiones más, la General estoria se demora en probar que los príncipes «no fazen peccado en matar a los malos omnes segund fuero e ley» (I, pág. 405 b)119, señalar los derechos del soberano (522 a), aclarar un dicho de Ovidio sobre toda «potentia» o «poder [...] de sennor» (597 a), dar cuenta del «pesar e la yra» de los reyes (II, 1, pág. 26 a) o de la honra que reciben de sus herederos (268 a), explicar que la «grandez de coraçón» se sublima en el monarca (II, 2, pág. 347 a) o que en él se da la máxima potestad   —102→   de la caballería (298 a)120, y examinar otros muchos asuntos similares. La perspectiva de quien se sienta en un trono se hace presente de mil modos: desde un inciso para aclarar que los males de la segunda edad venían «por las culpas de los pueblos, e non de los reyes» (I, pág. 199 b), hasta el consejo de que los «mayores» en sangre y dignidad se guarden del vino «e de los fechos uergonnosos» (II, 1, pág. 235 b), pasando por la decidida afirmación de que «son los reyes en los sesos más agudos que los otros omnes» ( I, página 290 b; cf. abajo, pág. 133). Como apuntaba, es presumible que tales acotaciones de regimine principum y la coloración regia del conjunto se deben en gran medida a muy específicas indicaciones de Alfonso y, en algún momento, reflejan su intervención directa, según se echa de ver en las precisiones sobre el modo en que «el rey faze un libro».

Ciertos pasajes, en particular, tienen tono de auténtico desahogo personal y aun autobiográfico. La reiterada, quejumbrosa censura de los vasallos rebeldes y la melancólica evocación de épocas menos dadas a discordias, sobre todo, se explican mal   —103→   por la libre iniciativa de un compilador, pero cuadran perfectamente con la experiencia y las preocupaciones de Alfonso, siempre a vueltas con una nobleza levantisca, y muy duramente enfrentado con ella desde principios de la década de los años setenta, por las mismas fechas en que se iba redactando la General estoria. Es el caso que las lamentaciones al propósito son casi un leitmotiv de la obra. Así, la mención de «el primero Hércules», en busca de «par» con quien combatir en tierra extraña, lleva a pensar con simpatía «en otros tiempos» mejores, «quando andauan los omnes más a solaz e a su sabor de sí, e non auién que ueer en tantas rebueltas del mundo e lides e malas uenturas como en el nuestro tiempo» (I, pág. 305 a); la idea del Rey parece clara: ¡cuanto mejor sería que los nobles de España, como tantos caballeros, marchasen a buscar aventuras en otros países121, en vez de andar en «rebueltas» en su patria! Un «auenimiento» acaecido entre los escitas sugiere una reflexión aún más explícita: «de los poderosos ay algunos que no catando debdo nin bien estança contra sus reyes e sos mayores, nin el pro de su tierra, de los pueblos, nin de la su onrra nin la de ningunos dellos, que se leuantan contral mandamiento de la tierra et contral de los reynos, et son contrallos contra lo que los mantenedores quieren» (II, 1, págs. 119-120).   —104→   Y las banderías de los hebreos contra Moisés traen de la mano un comentario sobre cuán poco cabe esperar del «pueblo menudo, que siempre ouo por costumbre e como por natura de querellarse daquel a quien an por sennor, e dezir mal dél e dessearle muert» ( I, pág. 643 a, y cf. abajo, página 165, n. 202). La acritud de la observación, en contraste con la «verdad oficial», con el modo idealizado y hasta empalagoso en que las Partidas tratan las relaciones del rey y pueblo, incluida la «gente menuda, assí como menestrales e labradores»122, tiene todas las apariencias de expansión malhumorada del propio Alfonso, antes que apostilla poco cauta de un «ayuntador».

La desazón ante la deslealtad de los «poderosos» llega a cristalizar en unas apretadas páginas fáciles de fechar, aproximadamente, y donde se transparenta con nitidez la mano real. En efecto, en el contexto del Levítico, al tratar «de las leyes de las penas que dizen tal por tal» (es decir, de la Ley del Talión), se advierte que muy «dotra guisa se faze agora la emienda e la iusticia por los furtos». Y no deben llevarse las manos a la cabeza los defensores de la inamovilidad del derecho, pues la facultad de alterar las disposiciones legales forma parte de la regia potestas: «los emperadores e los reyes e los otros príncipes que mantienen la tierra mesuraron las cosas como   —105→   deuién; e segund que uieron ques mudaron los tiempos e las costumbres de los omnes, mudaron ellos las leys e los fueros...» (nótese, al paso, que Alfonso es bien capaz de «reconstruir [...] otras leyes u otro orden social»). Es el cambio histórico el que acarrea los cambios de la legislación, no el capricho de los soberanos: «E por esta razón fizieron los reys aquesto, ca non por sus uoluntades nin por sabor que ouiessen de mudar e renouar fueros». Entiéndase correctamente, por tanto -continúa Alfonso-, el viejo refrán123: «allá uan leys, ó mandan reys»; y, en forma pareja, repárese en que es la necesidad de castigar «los malos fechos de los malos omnes» la que hace «a los reies semeiar brauos e ásperos, porque ponen a mala llaga mala yerua e amatan mal con mal». Porque hay que aprender a juzgar a los monarcas, abrumados por una carga muy superior a la de cualquier mortal: «auer cuydado d'armas, de leys e de fueros», defender a todos y a todos mantener «en justicia et en paz». No sólo eso. «Aun sobresto fázenles a los reys auer otro cuydado que non es menor de ninguno destos pora ellos: que se an de guardar en muchas maneras daquellos mismos a quien ellos fazen bien e merced, e los alçan, e que non uiuen en ál sinon en aquello que de los reys an, pero no quedan de contender en traerlos en trabaio en cómo los tolliessen   —106→   los regnados, si pudiessen, et aun los cuerpos, si se les pudiesse guisar». Se impone comprender y excusar, pues, los posibles errores reales: «onde si algunos de los reys menguan en algunas daquellas cosas que a complir an, non son de culpar tanto como los otros omnes» (I, págs. 580-581).

Ahora bien, tengo para mí que tales consideraciones nos remiten a la coyuntura del más áspero enfrentamiento de Alfonso con una nutrida bandería de ricoshombres agrupados (desde principios de 1271) en torno al infante don Felipe y a don Nuño González de Lara124. En verano de 1272, tras muchos meses de tanteo por ambas partes y tras hartas condescendencias del Rey, se conciertan unas «fablas», y los rebeldes comparecen «todos armados e con gran asonada [...]. E cuando el Rey los vio así venir, tomólo por muy extraño, ca no venían como omes que van a su señor, mas como aquellos que van a buscar sus enemigos». Los fijosdalgo alegan, en primer término, agravios legales: concretamente, «que los fueros que el Rey diera a algunas villas con que los fijosdalgo comarcaban, que apremiaban a ellos e a sus vasallos, en guisa que por fuerza avian de ir a aquel fuero». E inmediatamente arguyen, airados, «que el Rey non traía en su corte alcaldes de Castilla que los juzgasen»125. Es decir, aspiran a regirse   —107→   todavía por el derogado Fuero Viejo, no por el nuevo Fuero Real promulgado por Alfonso, y a que sean alcaldes de hidalgos quienes los juzguen -comenta Ballesteros- «por sus vetustos y ya anticuados fueros. Los nobles son enemigos de los progresos del derecho. Que no les hablen de novedades legislativas. Les repugnan. Están aferrados a sus prerrogativas de antaño y no piensan abandonarlas»126. Alfonso es generoso (o débil) y hace largas concesiones; pero los sublevados no se satisfacen. Y la situación vuelve una y otra vez al mismo punto de partida.

En cierto momento, en los inicios de 1273, el Rey envía cartas a los principales cabecillas de la facción: les echa en cara, uno por uno, la «mucha honra e mucha merced» que siempre les ha dispensado, les recuerda cómo ha atendido a sus exigencias, les reprocha presentarse a él como ante enemigo, «con grandes gentes armadas»127. Y, en la tardía primavera del mismo año (sólo meses después llegará a un acuerdo con los «desnaturados»), escribe a don Fernando de la Cerda una interesantísima epístola128 en que, junto a oportunos consejos al propósito, recapitula el penoso episodio. «Estos ricosomes -explica- no se movieron contra mí por razón de fuero, nin por tuerto   —108→   que les yo toviese: ca fuero nunca gelo yo tollí, mas, que gelo oviese tollido, pues que gelo otorgaba, más pagados devieran ser e quedar devieron contentos; otrosí, aunque tuerto gelo oviera fecho, el mayor del mundo, pues que gelo quería emendar a su bien vista dellos, non avían por qué más demandar. Otrosí, por pro de la tierra non lo facen, ca esto non lo querría ninguno tanto commo yo, cuya es la heredad, ca ellos non an otro bien en ella, si non las mercedes que les nós faciemos. Mas la razón porque lo ficieron fue esta: por querer tener siempre los reyes apremiados e levar dellos lo suyo, pensando e buscando carreras dañosas por do los desheredasen e deshonrasen, commo las buscaron aquellos onde ellos vienen. Ca así commo los reyes criaron a ellos, ellos pugnaron de los destruir e de tollerlos los reinos a algunos dellos, siendo niños; e así como los reyes los heredaron, pugnaron ellos de los desheredar, lo uno consejeramente con sus enemigos e lo ál a hurto en la tierra, llevando lo suyo poco a poco e negándogelo; e así como los reyes los apoderaron e los honraron, ellos pugnaron en los desapoderar e en los deshonrar en tantas maneras, que serían largas de contar e muy vergoñosas. Este es el fuero e el pro de la tierra que ellos siempre quisieron, como malos e falsos naturales...».

Salta a la vista, opino, la similaridad de la secuencia en la carta al infante de la Cerda y en la digresión de la General estoria, como, por otra   —109→   parte, parece lógico, si ambas se ciñen a la realidad de los sucesos. El arranque se centra en un punto de derecho: si los rebeldes rechazan las novedades legislativas, Alfonso, en la General estoria, razona que los reyes son dueños de introducirlas, y, en la epístola, tras negar inseguramente que haya alterado los fueros, acaba confesando que sí lo hizo (pues de otro modo no hubiera podido plegarse a las protestas de los ricoshombres).129 El núcleo final, tanto en las misivas de 1273 a los «desnaturados» y en el memorándum al Infante como en la crónica universal, es un mismo lamento: a las liberalidades regias se responde con deslealtad e insidias, y hasta con amenazas a la persona del soberano (de ahí la repetida queja: «salistes a él armados, non commo a señor, mas así commo si fuésedes buscar vuestro enemigo»130). Creo lícito, pues, supuestas las decisivas coincidencias de tono, tema y fraseología131,   —110→   datar el pasaje de la General estoria hacia 1273, por las mismas fechas en que Alfonso escribía a los «desnaturados» y a los leales cosas tan semejantes. Pienso que en ningún momento se explica mejor la intrusión de meditaciones como las reseñadas en la paráfrasis del Levítico132. Y se me antoja claro, en fin, que el Rey intervino muy directamente en la redacción de tales párrafos.

En la carta a don Fernando de la Cerda, por otro lado, Alfonso se dolía de la oposición de los rebeldes a «la ida del Imperio, que es lo más». En efecto, ningún asunto lo desveló tanto en los tiempos que mediaron entre la muerte de Ricardo de Cornualles (abril de 1272) y la enérgica negativa de Gregorio X (verano de 1275): en los años en que mayormente debieron elaborarse la Primera   —111→   y la Segunda parte de la General estoria133. Y no ha dejado de sugerirse una relación entre nuestra obra y el largo y desafortunado «fecho del Imperio»134. La cuestión no es simple. Desde luego, no hallo indicios de que tal relación sea determinante, ni siquiera de mediana importancia. Pero, con toda suerte de cautelas, quizá sí pudiera sospecharse en la crónica un cierto eco, limitado, de las pretensiones alfonsíes a la corona imperial. En cuanto atañe al presente -en los libros legales, en la práctica política-, cantidad de textos y datos parece certificar que el soberano no cree en la jurisdicción «totius mundi» del Imperio; para él, el Emperador es «primus inter pares», un rey más (el «emperador de Alemania», el «rey de romanos»), aunque el primero en excelencia135. En la General estoria, en cambio, se complace en evocar el más vasto ámbito que en los orígenes correspondió a tal dignidad preeminente, ya no resuelta en una autoridad universal efectiva, pero sí beneficiaria de los viejos títulos de nobleza. A la zaga de Orosio, cierto, los compiladores recuerdan la existencia de «quatro regnos mayores   —112→   que los otros», asentados sucesivamente en las cuatro partes del mundo «e aun a ellos entre ssí más altos a los unos de los otros, a grados departidos», que se han ido transmitiendo la «heredat» y el «derecho» del Imperio136 hasta depositarlos en Roma, a través de Babilonia, Macedonia y Cartago137. «Toda potestad e poderío de los otros regnos es sometudo e obedesçe», en su momento y en «la su quarta parte del mundo», a cada uno «destos principales regnos» (y entiéndase -explica la Estoria- «"principales" por "sennores"») (I, págs. 80-81). Obviamente, no ocurre así en los días de Alfonso, en los cuales, con todo, sí sobrevive una institución que constituye la última etapa de la «translatio Imperii». De ahí, creo, la indecisión de la General estoria, que habla en pasado del «regno» o Imperio «postremero, que fue el de los romanos» (80 b), pero también precisa que «dura fasta agora» (80 a) y aun puede admitir que «durarié siempre» (72 b)138. La vacilación parece deberse a la ambigüedad con que se concibe el Imperio, caducado en tanto dominio   —113→   universal, pero, por un lado, con vida nominal y honorífica, y, por otro, con una sede geográfica nada desdeñable.

Sea de ello lo que fuere (sin duda caben distintas posibilidades de enlazar la General estoria con las restantes manifestaciones de la idea alfonsí del Imperio), la crónica universal, en otro pasaje, sí reivindica una «translatio potestatis» de la gloriosa antigüedad a los emperadores coetáneos y, por ende, tácitamente, a Alfonso X. En efecto, al trazar la biografía de Júpiter, se incluye una interesante acotación que nos transporta de los balbuceos de la humanidad al corazón del siglo XIII. Hela aquí: «Et de Júppiter et desta reyna Niobe uinieron Dárdano et Troo, que poblaron Troya [...] et del linage deste Júppiter uino otrossí el grand Alexandre, ca este rey Júppiter fallamos que fue el rey deste mundo fastal día d'oy que más fijos et más fijas ouo, e condes de muy grand guisa todos los más, e reýnas, como uos contaremos en las estorias de las sus razones. E dél uinieron todos los reyes de Troya, e los de Grecia, e Eneas e Rómulo, e los césares e los emperadores; e el primero don Frederico, que fue primero emperador de los romanos, et don Frederic, su nieto el segundo deste don Frederic, que fue este otrossí emperador de Roma, que alcanço fastal nuestro tiempo, e los [¿emperadores?] uienen del linage dond ellos e los sos, e todos los altos reyes del mundo dél uienen» (I, págs. 200-201). Se me antoja muy significativo que, de «todos los   —114→   altos reyes» modernos que cabía citar, Alfonso (¿quién si no?) sólo mencione explícitamente a su bisabuelo Barbarroja y a su tío Federico II: es decir, a los dos grandes emperadores de la casa de Suabia, de donde emanaban sus propios derechos y ambiciones imperiales139. En otras palabras: el Rey de Castilla da entender que entronca con los soberanos más ilustres del mundo antiguo (sin olvidar a Alejandro y a los fundadores de Troya) precisamente en su condición de emperador electo. Ese planteamiento solapado quizá sea anterior a la renuncia definitiva (en 1275) al sello imperial y a la titulación de «rex Romanorum», ante la dura protesta de Gregorio X140. Pero sobre ello no caben certezas y lo importante es que por tal entronque con Júpiter, Alejandro, los troyanos y demás caterva regia, la General estoria, la historia universal, se convierte en cierta medida en historia propia, en historia de familia. La afirmación puede parecer harto aventurada. Pero, por un lado, las «Regum series» de los Cánones crónicos y su posteridad amparaban ya una concepción de la historia universal en que las genealogías reales desempeñaban un papel decisivo, al arrimo de la creencia en que todas «las potestades e los poderíos,   —115→   de Dios son» (I, pág. 80 a). Por otra parte, el interés de Alfonso por la antigüedad, la convicción de que podía tomarla por modelo y hasta superarla, la conciencia de continuidad respecto a ella (aunque a muchos propósitos la diera por definitivamente conclusa) eran lo bastante intensos como para permitirnos conjeturar que el parentesco con Júpiter y su linaje, que hoy nos hace sonreír, tenía para el Rey un sentido valioso, efectivo, perfectamente inteligible.

En las páginas que la General estoria dedica al padre de los dioses, además, ¿no parece como si Alfonso quisiera resaltar en Júpiter perfiles que le complacían en su propio retrato? Lo primero era indicar que de Júpiter «uinieron los reyes de Roma e de Troya e de Grecia e los otros altos príncipes» (I, pág. 191 b), entre quienes, como sabemos, figura Alfonso, «Romanorum rex». Después, la consanguinidad se convierte en afinidad intelectual. Alfonso se enorgullecía con buenos motivos de la gigantesca tarea de codificación legal que había realizado141: «fasta en el su tiempo» los castellanos se regían «por fazannas e por alvedríos departidos de los omnes, e por usos desaguisados e sin derecho»142, o, en el mejor de los casos, recurrían a «fueros de libros minguados», de suerte que «algunos raiénlos et camiáuanlos   —116→   como ellos se querían»; pero él reunió y seleccionó las aportaciones dispersas, añadiendo muchas novedades y poniendo el conjunto por escrito: «et catamos et escogiemos de todos los fueros lo que más ualié et lo meior, e posiémoslo y, también del fuero de Castiella como de los otros logares que nos fallamos que eran derechos et con razón»143. Y la General estoria refería que la primera gran empresa de Júpiter fue exactamente paralela: «las yentes que fueron algún poco antes del su tiempo deste rey Júppiter [...] non auién aún ciertos fueros nin ciertas leyes, nin los pusiera aún en escripto ninguno, e andauan por uso e por aluedrío, e ell un día las ponién e ell otro las mudauan e las tollién, de guisa que non auién aún fuero nin ley estable [...] Et esto sopo muy bien escoger este rey Iúppiter [...] et ayuntó todos los fueros e todas las leyes e tornólas en escripto et fizo libros dellas» (199-200). Todo lo cual -hay que añadir- resulta especialmente sintomático, en tanto el Rey no lo halla en las fuentes, sino que lo conjetura a partir de ellas (cf. 199 b 5-6): es el pintar como el querer, el adivinar (que no falsificar) un precedente ilustre de la obra propia. Godofredo de Viterbo, por otro lado, proporciona la noticia (destacada desde el mismo epígrafe del capítulo) de que Júpiter «romançó las artes en Athenas liberales», entiéndase que «en romanz de Grecia» (200 b). La gloria que Alfonso recaba   —117→   para su ilustre abuelo, ¿no es la misma que desea para sí? Pues no otro que Alfonso (como declara el Libro de los juicios de las estrellas) es quien «ama e allega assí los sabios [...] e les face algo e mercet porque cada uno dellos se trabaia espaladinar los saberes en que es introducto e tórnalos en lengua castellana»; quien «sempre desque fue en este mundo [...] alumbró e cumplió la gran mengua que era en los ladinos»144. No otro es quien (según un célebre pasaje de don Juan Manuel) «tanto cobdició que los de sus regnos fuesen muy sabidores, que fizo trasladar en este linguaje de Castiella todas las sciencias, también de theología como la lógica et todas las siete artes liberales...». Idéntica labor de vulgarización de los saberes, pues, honraba a Júpiter y a Alfonso X. Entre uno y otro, a través de los tiempos, se establece un intercambio en el que el Rey de Castilla presta su experiencia legal al Padre de los dioses, porque en él halla patrocinio e inspiración para otros quehaceres culturales. Alfonso, así, aparece personalmente implicado en la narración de sucesos tan remotos como los orígenes del derecho escrito y de la difusión de las ciencias.

De esa relación vital, familiar, con el mundo antiguo hay en las dos primeras partes de la General estoria un par de testimonios indudables, precisamente en los dos únicos lugares (aparte la   —118→   introducción) en que se menciona el nombre de Alfonso. Cuenta la crónica, así, de Cícrops (es decir, Cécrope), rey de Atenas y restaurador de los buenos saberes, y señala que por entonces floreció Ixión, «el que primero falló manera de armar cauallero pora sobre cauallo, e de la primera uez que esto fizo armó .c. caualleros desta guisa [...], e púsol el rey Cícrops a aquellos caualleros e díxoles "centauros", que quiere dezir tanto como .c. armados, e assí ouieron nombre dallí delant quantos daquel linage ouieron» (I, págs. 329-330). Pues bien, la institución de la caballería centáurica, en tal marco, inmediatamente transporta al Rey a la época del repartimiento de Sevilla, ciudad en que había establecido «estudios e escuelas generales»145 (al igual que Cícrops «reffizo los estudios» en Atenas) y en la que constituyó y heredó a doscientos caballeros de linaje146. Para él, cierto, la creación de los centauros ocurrió «a la manera que el muy noble e muy alto el dezeno don Alfonso, rey de Castiella, de Toledo, de León e del Andaluzía, que compuso esta Estoria, que en la muy noble ciudad de Seuilla, que a onrra de Dios e de Sancta María e del muy noble e muy sancto rey don Fernando, su padre (que escogió allí la su sepultura e metió allí el su cuerpo), que estableció dozientas caballerías que dio a dozientos caualleros que las ouiessen pora siempre, ellos e   —119→   los sus primeros fijos herederos, e otrossí, dend adelant, todos los sus a esta guisa por linage, porque guarden el cuerpo del rey don Fernando, su padre, e la uilla, e sean ellos ricos e abondados, e llámanlos a todos en uno "los dozientos", e a[l] uno dellos en su cabo "dozenteno", e a dos "dozentenos", e aun assí a los otros fasta somo de la cuenta toda cumplida, e a un de los sus donadíos "dozentía", e a más "dozentías"» (330 b). Alfonso, pues, se siente en línea con Cícrops e Ixión, y no deja de insinuar que es capaz de competir con ellos y sobrepujarlos: los centauros quedan chicos ante los «dozientos» de Sevilla, y el Rey recibe en consecuencia mayor honra.

En tales condiciones, claro está que el conocimiento de los hechos de los antiguos no podía ser para él la satisfacción de una mera curiosidad arqueológica, sino una experiencia rica en resonancias personales. No en vano (como tantos, desde Grecia) tenía la historia por maestra de la vida (cf. I, pág. 3 b) y no en vano pensaba llevar la crónica desde el principio del mundo hasta su tiempo (cf. arriba, pág. 50): la materia historiable constituía un solo bloque y comportaba una unidad de significado; y en ese ámbito unitario el cotejo de pasado y presente resultaba cosa obligada (cf. arriba, págs. 51 y sigs.), sin menoscabo de conceder tanto relieve a las diferencias como a las analogías.

La conexión con el orbe clásico y mitológico era título de nobleza, fuente de legitimidad y forma   —120→   de realzar la valía del país propio en el concierto de los pueblos, en lo antiguo igual que en lo moderno. Rodrigo Jiménez de Rada (a zaga de Al-Razí) había buscado ese enlace trayendo a Hércules a España e inventándole un compañero, Hispán, a quien el heroico dios confió el gobierno de la Península147; y a Hispán atribuye el Toledano, entre otros méritos, la construcción del Acueducto de Segovia (Opera, pág. 12 a). Pero Alfonso va más allá y busca asumir tal conexión no ya con palabras, sino con hechos: halla el monumento en estado ruinoso y se muestra digno sucesor de Hispán mandándolo restaurar. El camarada de Hércules «fizo ý [en Segovia] aquella puente que es ý agora -por do viniesse el agua a la villa-, que se yua ya destruyendo, e el rey don Alfonso fízola refazer e adobar, que viniesse el agua por ella a la villa commo solía, ca auía ya grand tienpo que que non venié por ý» (cf. arriba, pág. 42, n. 45). Pues «aquella puente» es también símbolo y cifra de la relación de Alfonso con la Antigüedad: del antaño distante, pero comunicado con la actualidad, por el acueducto de la historia, fluyen las aguas que sustentan y animan el hogaño.