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ArribaAbajoEl saber de Alfonso el Sabio

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No puede sorprender que la General estoria se abra con una cita del texto más manoseado de Aristóteles: «Natural cosa es de cobdiciar los omnes saber los fechos que acahescen en todos los tiempos...» (I, pág. 3 a). La célebre afirmación de la Metafísica (980 a 21) habla aquí elocuentemente. La creencia de que el hombre desea el saber por naturaleza hubo de ser muy firme en el Rey que ganó el título de «el Sabio» por excelencia, que se complacía en que se dijera que «amaba los saberes e los preciaba»148 y que «sempre desque fue en este mundo amó e allegó a ssí las sciencias e los sabidores en ellas»149. El principio de nuestra obra nos sitúa en el mismo núcleo de la actividad intelectual de Alfonso y nos pinta al monarca en el camino del conocimiento, afanándose tras el, auténtico «escodriñador de   —124→   sciencias, requiridor de doctrinas e de enseñamientos»150. El desarrollo de la sentencia aristotélica, evocada en su generalidad y aplicada al concreto dominio de lo temporal, articula además a la historia en el conjunto de la labor alfonsí. La historia, en efecto, se escribe para proponer ejemplos dignos de imitación o, ex contrario, de rechazo (de suerte que el lector escarmiente en cabeza ajena); pero tiene a la vez una sustantividad como «saber de las cosas que fueron», «saber del tiempo que fue», y saber (ahí se marca el acento) «cierto» (I, pág. 3). No hay solución de continuidad entre la historia y el resto de los saberes. Un pasaje de nuestra crónica, en el que Alfonso (como tantas veces) deja traslucir su silueta, lamenta que Darcón de Egipto perdiera el tiempo escuchando «fabliellas de uanidades, que no tenién pro a él nin a mantenimiento del regno, ca nin eran buenas estorias, nin fechos de Dios, nin de naturas nin de grandes omnes» ( I, pág. 753 b, y cf. II, 2, pág. 2 b). La historia (sagrada o profana), pues, se concibe en el mismo plano que la ciencia «de naturas» y, como ella, apuntada a la ética y, en un soberano, a la política. Claro está que si la historia entra tan limpiamente en el continuum del saber (volveremos sobre el punto), todo él, a su vez, podrá hacerse presente sin demasiada impertinencia en el campo de la historia.

En cualquier caso, la meditación sobre el saber,   —125→   los saberes y los sabios ocurre por doquiera en la General estoria. Los ecos de la frase inicial, en concreto, resuenan a lo largo de muchas páginas. Cree Alfonso que tan natural como el deseo de conocimiento es el deleite que de él resulta; de ahí lo bien fundado de «la palabra del sabio: "toda cosa nueua plaze"», donde la novedad reside antes en el sujeto que en el objeto, pues novedad son las «cosas de los saberes antigos», si «muy nueuas de uista» (II, 1, pág. 35 b)151. Ese deleite, por espontáneo y general, es perfectamente equiparable al de los sentidos; por ello (y lo comprueban las Bucólicas, III, 71) «los sabios de los gentiles dixeron a los saberes "mançanas de oro", porque son cosa preçiada e de que se pagan los omnes commo de fermosa fruta e buena» (II, 2, pág. 30 b). En algunos afortunados se da aún cierto especial «sabor e [...] poder de uuscar en este mundo todos los saberes de las cosas de suso del çielo e de las cosas de yuso de la tierra» (II, 1, pág. 37 b). Nótese bien la dualidad de «sabor» y «poder», pues no siempre van juntas ambas circunstancias. En efecto, según «el frayre» tantas veces citado «que se trabaió de tornar las razones de Ouidio maior a theología»   —126→   (I, pág. 91 a), la sabiduría es una moza zahareña que unas veces corresponde y otras rechaza: «et diz que daquellos que aman la sapiencia, que a los unos ama otrossí la sapiencia e a los otros non». Los rechazados son gentes de «muy duros coraçones» (no se olvide que el corazón es la sede de la inteligencia, según testimonio concorde de la Biblia y Aristóteles152); los correspondidos «an los coraçones agudos e sotiles pora aprender quequier que uean o oyan, e aman la sapiencia e la aprenden». También existe una tercera posibilidad, o excepción que confirma la regla, representada por quienes tienen «muy ligeros coraçones», pero «non aman el saber por ninguna carrera, e que si l'amasen auerle yén»; aquí paga la sabiduría el desdén que gasta con otros: «a estos [...] los ama la sapiencia, maguer que non aman ellos a ella» (II, 1, pág. 208). En fin, no falta el amante a quien una infidelidad pasajera cierra toda esperanza: «en so comienço ama la sapiencia, e la desama después e se dexa della, et en cabo quier tornar al saber e non es ya en tienpo que puede ya aprender» (210 a).

Variada es, pues, la tipología del deseo de saber, en principio anejo a la naturaleza humana.   —127→   Pero, frente a esa variedad, el saber es esencialmente unitario, en primer término porque tiene un objeto unitario. Cuanto existe, en efecto, forma un solo organismo, estructurado jerárquicamente, en que ningún miembro es prescindible, antes cada uno implica a los restantes, en aras de la continuidad y la coherencia153. En esa visión, «el mundo, que lo contiene todo» (I, pág. 37 b), como morada común de Dios, ángeles y hombres154, es verdaderamente un universo. La clave mayor de semejante imago mundi está en la convicción de que todas las cosas se eslabonan en una "gran cadena del ser" y según una gradación de poderes y dignidades, en donde cada etapa supone y contiene a las anteriores. Tal convicción, aprendida «por palabras de Aristótil e de Plinio e de Augustín e de Orígines e de Dionís e dotros muchos que lo cuentan por ellos», lleva a los compiladores alfonsíes a explicar por largo que «tres poderes a ell alma» en los cuales queda prendida y tramada la totalidad de los seres vivos (I, págs. 572-573). En el marco de esa universitas (la voz fue difundida por Isidoro y Juan Escoto Eriúgena, y la usaba todavía Fernando de Herrera), las cosas son afines entre sí y reductibles a unos pocos   —128→   principios. El hombre, por caso, acumula -amén de la existencia- «el poder dell alma que dixiemos ueietatiuo, que es en las plantas e en las otras animalias [...], et el sensitiuo, como es en las otras animalias, e [...] el discretiuo, comunal con los ángeles e con Dios» (573 a). El hombre, por tanto, es una suerte de mundo en pequeño, un microcosmos. Pero, a su vez, el cosmos es un makro\j a(/nqrwpoj, un hombre inmenso, con «ell oio del sol» (I, pág. 210 b), o donde «el Nilo ombligo es del mundo, quel mantiene en los humores y l'atiempra en los feruores» (117 b). La historia del mundo, por otra parte, pasa por las mismas edades y conoce las mismas incidencias que la vida del hombre (cf. arriba, pág. 80).

Todo es uno, pues, y el saber lo refleja «en una totalidad fija»155; como en el universo, además, los varios grados del saber -las varias ciencias- se implican mutuamente y se dejan reducir unos a otros. Es casual, pero significativo, que el término universitas designara primero al conjunto de la Creación y se especializara pronto para el marco más característico de la ciencia. Mundo y saber, perfectamente homólogos, presentan el mismo diseño unitario. Porque también en el dominio de la comprensión y de la expresión existe una sola   —129→   pauta válida, siendo así que, tras la confusión babélica, «las razones e las sentencias de las palabras unas fincaron en todas las gentes» (I, página 43 b)156.

Por supuesto, tales planteamientos, unas veces más y otras menos explícitos, se albergan en el corazón mismo de la General estoria157. Vimos que en ella la materia historiable formaba un solo bloque y ofrecía una unidad de sentido; y ahora es fácil advertir que el ámbito universal y el tratamiento exhaustivo eran dos exigencias casi inesquivables para quien concebía el mundo, el tiempo y el saber como ensamblados en una totalidad coherente. Así, un somero vistazo a la Weltanschauung de la época contribuye a explicarnos por qué la General estoria desplazó a la Estoria de España y por qué, a grandes rasgos, la historia nacional no acaba de desglosarse en la Edad Media de la historia universal.

Obviamente, esa compostura unitaria del cosmos es obra divina: «lo ordenó assí nuestro sennor Dios, por las naturas que dio a las cosas» (I, página 572 b). Quiere ello decir que el universo   —130→   puede interpretarse como una teofanía, en que coinciden causalidad y significación158, de suerte que conocer cualquier realidad es ponerse en camino de conocer todas las demás e, inevitablemente, aproximarse a Dios. El saber es un proceso de ida y vuelta: viene de Dios, revela a Dios y acerca a Dios. Y no se trata ya sólo de descubrir al Creador por las creaturas, según aconsejaba la Biblia (sobre todo en Romanos, I, 20) y ponía en práctica el prólogo a los Libros de las estrellas de la ochava esfera, «cobdiciando que las grandes vertudes et maravillosas que Dios puso en las cosas que Él fizo, que fuessen conoscidas e sabudas de los omnes entendudos, de manera que se podiessen aiudar dellas, porque Dios fuesse dellos loado, amado et temido».

No es simplemente eso. Ocurre que, pues el saber constituye una totalidad que (lógicamente) sólo Dios puede abarcar, cualquier saber limitado es una forma de participación en la divinidad (y, por tanto, también una virtud). La idea tiene una ilustre tradición159 y la General estoria la repite una y otra vez. «Tod omne que es lleno de   —131→   uertudes e de saber semeia a Dios, ca por Él le uiene; et cada uno, quanto más a desto, tanto más semeia a Dios e tanto más se llega a la natura d'Él» (II, 1, pág. 290 a). Ocasionalmente, los compiladores alfonsíes buscan autorizar el lugar común con el nombre del Filósofo por antonomasia: «Sobresta razón dize el muy sabio Aristótil [¿Metafísica, A, 2, 983?] que semeiar ell omne a Dios que non es ál sinon saber las cosas complidamientre e obrar bien, e por esto uiene omne a seer con Dios e parcionero con Él en aquella su gloria» (I, pág. 107 b). Inútil es subrayar hasta qué punto ese «semeiar a Dios» se corresponde con los giros consagrados (la o/moi/wsij qew|= del Teeteto, la «similitudo ad Deum» de la Summa contra gentiles, etc.) para expresar el proceso de asimilación y conocimiento, por el hombre, de un universo en que todo procede de la divinidad y todo tiende a ella. O como declara llana y lapidariamente la General estoria: «Cada vno, quanto más a del saber e más se llega a él por estudio, tanto más aprende e crece e se llega por ende más a Dios» (II, 2, pág. 31 b). Nuevamente, pues, se impone la unidad; y si el saber vincula a Dios, hombre y mundo, es comprensible que (según vimos) se pongan en un mismo plano ético (y político, cuando los atesora un rey) las «buenas estorias», los «fechos de Dios» y la ciencia «de naturas» (cf. arriba, pág. 124).

Es comprensible también, habida cuenta de tal vínculo y del alcance moral del saber, que la senda   —132→   del conocimiento parta del interior del hombre. «Porque esta es la cosa que tod omne deue saber primeramientre, fascas cómo mantenga a ssí mismo e se reconnosca qué cosa es; después puede saber las otras cosas que fueren mester, et connoscer a Dios» (I, pág. 706 b). Es una perfecta descripción de la actitud, tan válida en la Edad Media, que Étienne Gilson ha bautizado «socratismo cristiano»160. Si el hombre semeja a Dios y compendia al mundo, lógicamente puede buscar a ambos dentro de sí; y, a su vez, «saber las otras cosas» y «connoscer a Dios» le enseñan «qué cosa es» él mismo. Por ahí, el círculo del saber se ha cerrado otra vez. Pero la resonancia del «nosce te ipsum» es aún más amplia, pues la vieja sentencia délfica incluye también un programa de vida social: un programa claro en la General estoria («cómo mantenga assí mismo» alude al modo de insertarse cada cual en el "estado" de la sociedad que le corresponda) y extremado, por ejemplo, en la obra de don Juan Manuel.

Al propósito, debe advertirse que Alfonso no   —133→   olvida el ámbito social del saber y del sabio. En el universo jerarquizado que venimos reconstruyendo, los niveles del saber corresponden en principio a los niveles estamentales. De ahí que sea doctrina repetida la que otorgaba (o exigía) a la condición real la ciencia y el entendimiento máximos: «Eminentior ergo erit rex sensu et scientia, quia eminentior est in sede et regno et terra sua», escribía Álvaro Pelayo (Pais)161. Y en la General estoria la concepción se formula explícitamente («son los reyes en los sesos más agudos que los otros omnes», I, pág. 290 b)162 o cristaliza en la repetida atribución a los principales monarcas (algunos, como sabemos, a imagen y semejanza de Alfonso) de un saber preeminente163. Aún más: para los compiladores alfonsíes, las Institutiones grammaticae y la experiencia confirman que el saber se transmite por la sangre y se alberga en los lugares más populosos y, por ende, más dignos. «E segund diz Precián en el su Libro Mayor, en el comienço, los omnes, quanto más mançebos uienen, tanto más sotiles e entendudos son e tanto   —134→   mas agudamientre catan las cosas164; e otrossí assí es e deue seer siempre, segund natura e razón, que los omnes, quanto de más ensennado logar uienen de luengo, tanto más ensennados e sabidores nasçen ellos, e assí deue seer, si yerro de natura non anda ý165; e otrossí más saberes de bien se fallan en las cibdades que en las aldeas, e en las grandes pueblas que en las pequennas, e ueemos que esto assí es oy» (I, pág. 76 a). No se crea que es la última una mera afirmación empírica, como tampoco es solo empírico el aserto de que «meior aprenden los muchos escolares que los pocos, e meior en las escuelas grandes e gran estudio que en el pequenno» (II, 1, pág. 68). Por supuesto, en semejantes proclamaciones entra una buena dosis de sentido común y elemental observación. Pero tras ellas está esa imagen jerárquica del universo, de acuerdo con la cual grandeza material y preeminencia o nobleza van unidas; en palabras de Santo Tomás, así, «entre las cosas corporales, cuanto una es más excelente, tanto es mayor en cuantidad»166.

La idea de que el mayor saber se da en los mayores lugares no contradice la vieja imagen del filósofo solitario, la convicción de que el «roýdo de los omnes» y los «bollicios del mundo [...]   —135→   embargan mucho a los qui en los saberes quieren contender para aprender e aprouar en ellos más» ( I, pág. 319 b; cf. II, 1, pág. 285 a). Por ahí, naturalmente, se halla una explicación al calificativo de «liberales» que valora las siete artes clásicas: «Et esto sabed que es una de las razones porque los llamaron "liberales" a los VII saberes, porque quieren libre de todo otro cuydado e estorbo a su aprender» (I, pág. 320 b)167. El adjetivo arrastraba desde la Antigüedad unas obvias implicaciones sociales -la cultura, al fin, es privilegio de clase- que el Rey recoge complacido: «E llamauan "liberales" a aquellas siete artes, et non a los otros saberes [cf. abajo, página   —136→   149], segund departe Ramiro en el Donat168, e otros con él, por estas dos razones: la una, porque non las auié a oýr sinon ombre libre, que non fuesse sieruo, nin omne que uisquiesse por mester; la otra, porque aquellos que las oyén, que auién a seer libres de todo cuydado e de toda premia que les otre fiziesse» ( I, pág. 193 b, y vid. II, 2, pág. 2 b).

Pero en el siglo XIII se habían reforzado tales implicaciones sociales y llegaba a escribirse que las siete artes merecen también el título de «liberales» porque liberan a maestros y estudiantes «ab exactionibus et tributis principum»169. Pues en ese mismo sentido, al tratar de las escuelas de Atenas donde se «leyén» tales disciplinas, Alfonso subraya que la antigua capital del saber pululaba de alumnos «por quantos buenos fueros e priuilegios auién allí los escolares» (193 a) y porque Cícrops «priuilegió la uilla e ell estudio de muchas franquezas e muchas noblezas, e franqueó otrossí los maestros e los escolares e sus cosas e sus compannas» (315 a). ¿Habrá que insistir en cuán revelador   —137→   resulta el pasaje en el protector de la Universidad de Salamanca, en el creador del Estudio de Sevilla, en el legislador que en la Partida segunda había regulado buen número de «fueros e priuilegios» excepcionales para el «ayuntamiento de maestros et de escolares», y aun para «sus mensageros et todas sus cosas» (título XXXI, ley 2)?

En semejante contexto, claro está que la praxis del sabio no es el bi/oj qewrhtiko/j, como quería Platón. El saber, por el contrario, exige contrastarse en una «vita activa»; y en ella no habrá meta que no alcance quien llegue a adueñárselo. «Sabiduría, segunt dixieron los sabios, faze venir a omne a acabamiento de todas las cosas que ha sabor de fazer e de acabar», garantizaba el Setenario (pág. 29). Y la General estoria comprueba que, ciertamente, Júpiter «acabaua todas las cosas del mundo que querié por el so saber» (II, 1, pág. 53 a)170. La fuerza es sin duda importante, pero, en último término, el saber puede superarla (y es victoria que sólo el destino iguala): «Non a cosa que al fuert sea fuert nin se le defienda, pero a las uezes uençe el flaco al fuerte, mas esto contesce o por sabeduría o por ventura» (36 b). Tanto es así, que aun el mismísimo Hércules,   —138→   «después que en los saberes fue entrando e guiándose por ellos [...], más aýna acabó los grandes fechos que fizo que por otras lides nin por otra fuerça» (II, 2, págs. 30-31). Reúnanse, pues, la fuerza, la ciencia y el tesón (la «uoluntad de prouar las cosas»), y el mundo será de quien posea los tres dones (pues semejantes «bienes non son sinon dones dados por Dios»): «Et fallamos assaz por escriptos de sabios que qui estas tres cosas a -poder, saber e querer- uençer puede e acabar toda cosa que quisiere» (II, 1, página 269 b)171.

Las excelencias del saber son tamañas y tales, en fin, que llegan a asegurar la inmortalidad: en efecto, «todas las artes de todos los saberes [...] son cosas que nunca mueren, mas siempre biuen e fazen biuir al que las sabe, e el que las non sabe (o, si más no, algo dellas), tal es como muerto; et por esta razón los sabios172 al saber llaman "uida", al non saber "muerte"» (I, pág. 197 b). Esa inmortalidad no es otra que la brindada por la fama, que prolonga a título póstumo la bienandanza que en vida corresponde a los amigos del saber. En la Edad Media hay pocas muestras   —139→   de valoración positiva de la gloria intelectual tan elocuentes como la proclamación de Alfonso en la General estoria, al bordar motivos bíblicos173 en un cañamazo que mezcla el Calila e Digna con algún desconocido comentario de Ovidio: «Et por end los sabios que se ayuntaron a poner nombre a la çibdad de Athenas guisaron quel ouiesse tal como auemos contado [que Athenas quier dezir tanto como "logar sin muert"], por los saberes, que son cosa del thesoro de Dios que nunca mueren nin desamparan nunqua a los que lo[s] saben, nin les dexan morir muerte durable, ca los sabios destos saberes, maguer que mueren segund la carne, pero siempre uiuen por memoria» (198 b). Y es importante notar que solo a la virtud se atribuye (con palabras parejas) idéntica capacidad inmortalizadora: «Que el bueno, maguer que muera, después de la muerte uiue por el nombre, et esto es en la memoria de los omnes» (389 a). Nueva confirmación de que el saber (y dentro de él la historia, por supuesto) tiene una finalidad moral, es camino para «semeiar ell omne a Dios» (arriba, págs. 130-131), rigurosamente paralelo a la virtud174.

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La casuística del saber, por otro lado, ofrece no poca variedad. Así, el primer paso hacia el conocimiento es la disposición humilde del ánimo; carece de sentido, en efecto, «seyendo neçio, de tomarse con el sabio»; y parece imprescindible «castigo para todo omne que de buen entendimiento quisiere ser», cuando «non sabe, que quiera más aprender del sabio que non refertarle» (II, 2, página 82 a). Es comprensible y bueno, por tanto, lo que a menudo ocurre en sociedad, sobre todo cuando preside un Perseo, deseoso «sienpre de saber»: «que dizen unos de uno e otros de ál, e fablan de muchas cosas, dellos por apprender e dellos por retraer lo que saben» (II, 1, pág. 286 b). En ese trasiego, enseñaban los Dicta Catonis (I, 30) y repite la General estoria, «torpedat es poral maestro quando el mismo yerra en aquello mismo que ensenna a otri» (I, pág. 505 b). Pero quizá más grave cree Alfonso la ingratitud presuntuosa o la afectada displicencia de quien aprende; y la meditación sobre el punto, no apoyada en autoridades y apenas necesaria en el contexto, tiene un aire en extremo personal: «Unos ay que, quando les omne da buen castigo o les ensenna alguna razón muy buena, desdénnanla e non la quieren tomar, por se mostrar ellos por muy sabios e que non tomarién ensennamiento dotre, ca ellos se saben assaz por sí; e si la toman non quieren dezir que dotre la aprisieron, mas que ellos se la assacaron e de sí la ouieron» (393 a). ¿Será éste   —141→   otro reflejo de la directa intervención del Rey?175 Nada tendría de sorprendente. Y aun en términos generales se diría altamente probable que la frecuencia con que la narración se remansa en especulaciones teóricas sobre el saber (hemos visto sólo unos cuantos casos) responda a un serio interés de Alfonso por los fundamentos mismos de su actividad intelectual.



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ArribaAbajoDivisión e historia

Hemos venido rastreando en la General estoria una imagen del saber como totalidad, como conocimiento coherente de un universo jerarquizado, como círculo que enlaza al hombre con el mundo y con Dios y que puede trazarse desde cualquiera de ellos, en cualquier sentido, para llevar a los restantes y reemprender el proceso. Hemos hecho también unas calas en las implicaciones sociales y en la praxis del saber. Pues el más claro punto de engarce entre lo uno y lo indefinido, entre la especulación abstracta y la aplicación concreta, es justamente un curriculum de disciplinas en número reducido. «El saber que encierra todos los otros saberes» recibe el nombre de «philosophía» (II, 1, pág. 284 a). Pero ¿cuántos y cuáles son esos saberes particulares en que la filosofía se divide? La cuestión venía arrastrándose desde la Antigüedad clásica, y en los siglos XII y XIII tuvo una importancia nunca superada.176 La   —143→   tradición grecolatina, acrecida por sustanciales aportes árabes, ofrecía tres esquemas fundamentales para la clasificación de las ciencias: uno se cifraba en las siete artes liberales (frente a las «artes mechanicae»); otro, de raigambre aristotélica, distinguía entre lógica, filosofía teórica (física, matemática, metafísica o teología) y filosofía práctica (ética, política, económica); un tercero, elaborado por estoicos y neoplatónicos, reconocía una filosofía racional (lógica), una filosofía natural (física) y una filosofía moral (ética). Por supuesto, cabía barajar y reordenar los tres esquemas, podar, añadir y subdividir a voluntad, y la Edad Media se entregó con entusiasmo a tal deporte, hasta ofrecer casi tantas «divisiones philosophiae» cuantos filósofos de fuste. En los días de Alfonso X -para resumir muy toscamente una materia harto compleja-, las artes liberales se habían quedado estrechas. Una clasificación del saber podía acogerlas, en general desarticuladas, integrando, por ejemplo, el quadruvium en la matemática y el trivium en la lógica, o disolviendo a   —144→   aquel en la física y convirtiendo a este en un mero instrumento de las ciencias, sin contarlo entre ellas. Pero las artes liberales, como programa, apenas decían nada a las generaciones que sacrificaban en el altar de la lógica, la filosofía aristotélica y la teología. Si lo importante eran las categorías metafísicas, no la experiencia (y a tal jerarquía de valores había llevado la nueva lectura de Aristóteles), ¿cómo considerar a las siete viejas disciplinas núcleo o aun porción más significativa del saber? Y, sin embargo, eso hace la General estoria. Con reajustes, complementos y glosas, desde luego, que ponen el trivio y el cuadrivio en la perspectiva de las nuevas corrientes intelectuales; pero básicamente manteniendo como arquetipo de los saberes a las artes ilustres de la e)gku/klioj paidei/a177.

En efecto, al dar noticia de las escuelas de Athenas en tiempos de Júpiter, la General estoria dedica varias páginas a presentar «los saberes que se leyén en esta çibdad» y que, según revelan otros pasajes (cf. abajo, págs. 154 y sigs.) y el tono uniformemente actual de la exposición, tenían   —145→   para Alfonso vigencia de ideal permanente (I, páginas 193-197). El grueso de tales páginas define y ordena «las siete artes a que llaman liberales», distinguiendo, naturalmente, el trivium y el quadruvium. Al primero corresponde el dominio de la expresión y el discernimiento; al segundo, el de la aprehensión, del conocer propiamente dicho. «E las tres primeras destas siete artes son el triuio, que quiere dezir tanto como tres uías o carreras que muestran all omne yr a una cosa, et esta es saberse razonar cumplidamientre» (193 b): la gramática, así, enseña a construir el discurso; la dialéctica descubre «si a razón o mentira en la razón que la gramática compuso»; la retórica logra «affermosar la razón». Las tres, por tanto, «fazen all omne [...] bien razonado, e uiene ell omne por ellas meior a entender las otras quatro carreras a que llaman el quadruuio» (194 a). Todo ello no ofrece especial novedad y se ajusta en esencia a los planteamientos tradicionales178 (más abajo perfilaremos algún detalle). La presentación del cuadrivio, en cambio, repiensa tales planteamientos a la luz de las maneras especulativas de moda en   —146→   el siglo XIII. Concretamente, el objeto del cuadruvio se identifica con el de la matemática en el sistema de Aristóteles: vale decir, con la cantidad (mientras en San Isidoro, por ejemplo, el acento se marcaba en la cualidad)179; y los principios que permiten clasificar las cuatro artes en cuestión son las nociones también aristotélicas de accidente, movimiento y materia.

Cierto: fundamentalmente, las artes cuadruviales «fablan de las cosas por las quantías dellas» (ib.), o sea, atendiendo a la cantidad. Ahora bien, «la quantía se parte primeramientre en dos partes»: «la una es quantía por menudezas» (cantidad discreta, para traducirlo a los términos corrientes), «la otra es unada e entera» (cantidad continua). A su vez, las cantidades existen «por sí mismas» o en tanto accidentes (Metafísica, D 13), y pueden darse libres de movimiento y materia o provistos de ellos (M y N). Pues sobre semejante base cabe individuar, entre otros, dos modos de cantidad discreta y dos de cantidad continua, estructurados en el cuadrivio. En palabras de la General estoria, «la quantía departida [entiéndase que "por menudezas"] partesse otrossí de cabo en otras dos partes: la una es quantía partida e asmada por sí, sin todo mouimiento, fascas que se non ayunta a ninguna materia» (194 b), mientras «la segunda es quantía departida   —147→   otrossí, más de guisa que se torna a otra quantía e se ayunta a ella» (195 a). Paralelamente, «la quantía unada que dixiemos pártese otrossí en dos partes: la una es quantía que es unada, mas non se llega a ninguna materia e es sin mouimiento», en tanto que «la segunda partida desta quantía es otrossí quantía unada, mas de guisa que se llega a materia e es con mouimiento», en concreto «de las que an cuerpos e se mueuen siempre» (196 b).

Tal es, pues, la sistematización conceptual, cimentada en la metafísica de Aristóteles, a que responde el quadruvium. La cantidad discreta, con existencia propia, sin movimiento ni materia, se trata en la «arismética» (194 b). La música se ocupa también de la cantidad discreta, pero en tanto se vincula a otras cantidades. Aunque el texto al propósito es sucinto (a los compiladores les interesa más el proceso histórico de la invención de la música), la ilustración del principio nos pone en camino de comprenderlo. Nos las habemos, se explica, con el arte que revela «las quantías de los puntos en que ell un son a mester all otro e tórnasse a la quantía dél pora fazer canto cumplido por bozes acordadas, lo que ell un canto non podrié fazer por sí, assí como en diatesserón e diapente e diapasón e en todas las otras maneras que a en el canto» (195 a). Si bien entiendo, y aparte otras posibles implicaciones del pasaje, Alfonso piensa en los números y en las proporciones aritméticas que según la «doctrina communis» determinaban los acordes fundamentales (y   —148→   la misma estructura del universo)180: diatesarón (3:4), diapente (2:3), diapasón (1:2), etc. Esas son las otras "quantías" específicas a que «se torna» (i.e., en que se plasma o halla soporte) la «quantía» abstracta de la música. No menos especulativa es en principio la geometría, que estudia la cantidad continua sin materia ni movimiento, pues «las linnaduras e las figuras que se fazen en los cuerpos deuémoslas asmar en la mient» (196 a). En fin, la «astrología» (sic, aunque antes se la llame «astronomía») considera la cantidad continua ligada a materia y movimiento, pero no de cualquier tipo, sino precisamente la materia y el movimiento eternos que Aristóteles atribuye al mundo supralunar. Con todo, esa férrea conceptualización no agota el alcance del cuadrivio; antes bien los compiladores, tras delimitar las metas teóricas de las cuatro disciplinas, realzan, a modo de conclusión y resumen, la importancia del conjunto para el conocimiento de los realia: «el quadruuio [...] ensenna a omne saber toda cuenta e toda concordança e toda medida e todo mouimiento que en las cosas sean» (196 b).

Las artes liberales se llevan la parte del león en el continuum del saber. A ellas se consagran tres páginas bien nutridas, en tanto los restantes saberes se despachan en una columna, aunque se les reconozca extraordinaria dignidad. Entre esos   —149→   «saberes que son sobre las VII artes liberales», Alfonso sitúa en primer lugar a la «methafísica», voz y concepto llegados de Avicena y Gundisalvo que habían revolucionado el pensamiento del siglo XIII, ya inmerso hasta el cuello en esa nueva ciencia que en la interpretación coetánea maridaba la filosofía primera y la teología. «El más ondrado de los otros saberes que sin estos siete ay, e aun destos et de todos, es la methafísica, que quier dezir tanto como "sobre natura", porque muestra connoscer las cosas celestiales, que son sobre natura, assí como es Dios, e los ángeles e las almas» (196 b). A ella sigue la física, el «saber [...] de las naturas, pora connoscer todas las cosas que an cuerpos» (ib.), así en la tierra como en los cielos (pero, aquí, sin confusión posible con la astronomía, aplicada a computar «los mouimientos» y las relaciones, no a discernir las materias). «E el tercero saber es éthica, que quiere dezir tanto como sçiencia que fabla de costumbres, porque ensenna a omne saber de cómo puede auer buenas maneras de costumbres e auer buena nombradía por ý» (196-197). Con metafísica, física y ética, así, se completa el curriculum esencial del saber181.

  —150→  

Por otro lado, aún, el trivio y el cuadrivio tienen cada uno una dinámica interna propia. De acuerdo con ella, la General estoria, primero, reordena las artes del trivio, que, si en las Etimologías o en Casiodoro eran gramática, retórica, y dialéctica, son ahora gramática, dialéctica y retórica, graduadas y acumuladas para hacer la «razón conueniente, uerdadera e apuesta» (194 a), según el proceso del aprendizaje y las exigencias del discurso. Por supuesto, no se trata de una innovación alfonsí.   —151→   Desde el siglo XI, por el contrario, era ese el orden corriente («Gram. loquitur, Dia. vera docet, Rhe. verba ministrat»). La lógica gozaba entonces de tal preponderancia en el terreno intelectual, que había llegado a devorar al trivio en muchas clasificaciones de las ciencias. Con todo, no faltaban quienes seguían apegados al ideal clásico y concedían a las tres disciplinas «sermocinales» una sustantividad y un importante papel en la formación de la persona. La coexistencia de ambas posiciones cristalizó precisamente en un reajuste, en virtud del cual la dialéctica, gemela de la lógica, ascendió en dignidad a un escalón por encima de la retórica. Alfonso, así, recoge la versión reajustada, pero, a zaga de cierta Summa de la rectórica182, dedica a las artes del trivio un encendido panegírico, como pocas veces se halla en la época: «La primera destas tres sciençias es la carrera; la segunda cabdiella e guía la carrera; la tercera es compannera alegre e que da alegría a las otras dos hermanas otrossí en essa carrera. La primera destas sçiençias alimpia la lengua tartamuda, porque fable enderesçadamientre; la segunda lima della la orín de la falsedat e tuéllela ende; la tercera enforma la obra necia e entállala e compónela de entalladuras e de fermosuras de muchas guisas. La primera da all omne ell entendimiento; la segunda le aduze la creencia de las cosas   —152→   dichas; la tercera amonesta e trae la otra part a acabar ell fecho que ella quiere. La primera nos ensenna fablar enderesçadamientre; la segunda, seer sotiles e agudos; la tercera, dezir amonestando e apuestramiente» (II, 1, pág. 58 a).

Para el cuadrivio, los compiladores respetan la sucesión tradicional de aritmética, música, geometría y astronomía, pero también reflejan el nuevo panorama del saber, no solamente en las definiciones de cada arte, sino incluso en la organización del conjunto según los postpredicamentos (aristotélicos) de correlación y prioridad: «arismética e [...] música [...] uan delant en el quadruuio [...], ca en los saberes antes deue uenir el simple que el doble, e uno que dos» (195 b).

La conexión y la jerarquía del trivium y el quadruvium son claras para Alfonso. «Segund la natura», es decir, para atenerse al vínculo natural de los objetos, las cuatro artes, que «fablan de las cosas», debieran preceder a las tres, que «son de las uozes e de los nombres», porque «las cosas fueron ante que las uozes e que los nombres dellas naturalmientre»183. Y supuesto además que «el conocimiento de las cosas es más noble que el conocimiento   —153→   de las voces» (Summa Theologica, II, 176, 2, c) y puede corroborarse ex experimento, también el trivio debía seguir al cuadrivio, porque «las quatro son todas de entendimiento e de demostramiento fecho por prueua». Pero las necesidades pedagógicas se imponen: y como las res «non se pueden ensennar nin aprender departidamientre» sino por los nomina, el trivio ocupa el primer lugar (194), «como en las cerraias las llaues que las abren, e abren éstas del triuio todos los otros saberes, porque los puedan los omnes entender meior» (196 b).

El trivio, así, conduce al cuadrivio y a los «otros tres saberes» -examinados inmediatamente después de tal proclamación-, y el conjunto se nos revela como un bloque unitario. En él, con todo, las siete artes constituyen el fragmento más característico. Si no lo atestiguara ya la mayor elaboración que ellas reciben, bastaría a mostrarlo el que Alfonso reserve el título de «sabio» para el estudioso del cuadrivio (indisociable del trivio) e insista en que metafísica, física y ética no pueden llevar a la alta meta que les corresponde, si no es con el concurso de las artes liberales184:   —154→   «E las tres artes del triuio, como dixiemos, ensennan a omne seer bien razonado, e las quatro del quadruuio le fazen sabio, et estos otros tres saberes, con aquellos, le fazen complido e acabado en bondad e le aduzen a aquella bienauenturança empós la que non a otra» (197 a). Justamente, para sugerir la plenitud intelectual de un personaje, es normal tratarlo de «razonado» y «sabio»185. Porque el trivio y el cuadrivio (la eloquentia y la sapientia de las antiguas especulaciones), dentro del continuum del conocimiento, se presentan particularmente bien soldados: «a siempre mester la razón a la sapiençia e la sapiencia a la razón, fascas el triuio al quadruuio e el quadruuio al triuio; et paresce que muy mester es que el sabio, pora parescer e ser sabio, que sea muy bien razonado, e el bien razonado mester a otrossí de seer sabio e que paresca que pone su razón con sapiencia et en aquello que el triuio a de fazer en la razón» (II, 1, págs. 57-58)186.

Bien se echa de ver, pues, que para Alfonso X el núcleo del saber siguen siendo las artes liberales. Cierto que las bases del cuadrivio se examinan   —155→   dentro de las coordenadas lógico-metafísicas que constituían la novedad triunfante en la época, a zaga de una interpretación demasiado exclusiva de «Aristótil, el gran philósopho [...], de meior estudio e engenno e sotileza e de meior saber que ninguno otro omne» (I, pág. 555 b). Cierto que se añaden, sin regatearles méritos, otras ciencias en cuyo cultivo se afanaban los más de entre los clerici contemporáneos. Pero las siete artes no se relegan (como solía ocurrir) a subdivisiones menores de esas otras ciencias. Por el contrario, aparecen estrechamente vinculadas, como porción más típica del saber, dentro del cual, además, el trivio tiene entidad propia y singular relevancia187. Frente a la especialización y el tecnicismo a que tendía la cultura del siglo, así, la General estoria subraya el valor de las artes liberales188 como programa de estudios esencial para el hombre, para todo hombre. Alfonso, por lo mismo, aun con obvias concesiones a las modas predominantes,   —156→   está en línea con Thierry de Chartres, cuyo Eptatheucon invita «ad cultum humanitatis» precisamente a través del septenario clásico de «artes sermocinales» y «artes reales»189. Está en línea con Juan de Garlandia, que urge a volver a las disciplinas liberales, tan maltratadas en las universidades190, y con los maestros de Oxford que se aplicaban al quadruuium olvidado en París. En el marco del siglo XIII, en fin, Alfonso es uno de los reductos donde sobrevive con buena salud relativa el humanismo clásico, combatido violentamente desde los frentes de la metafísica y de la lógica. Y no es el menor aspecto de esa supervivencia la largueza con que la General estoria hace sitio a los «auctores» antiguos.

Otro punto nos interesa considerar: el saber, unitario, pero particularmente de manifiesto en las siete artes, tiene una trayectoria que Alfonso se complace en ir rastreando a lo largo de la crónica. En esencia, los orígenes del saber se explican por la revelación divina y el amoroso cultivo de esa semilla revelada: «destos linages de Seth cuenta Iosepho [I, 3] que ouieron ell ensennamiento de las cosas celestiales, de la astrología e de los otros saberes liberales e de Dios, e ell apostura dellos, lo uno porque lo aprendieron de sos   —157→   padres191, lo ál que estos saberes destas cosas ouieron ellos porque fueron sotiles e amadores de Dios, que gelos dio a saber, e que los fallaron ellos primero por Dios e desí por su sotileza, e ellos primeramente que otri» (I, pág. 20 b). Para que no se perdieran, «los que descendieron de Seth» grabaron tales saberes en columnas de piedra y de ladrillo, unas u otras destinadas a perdurar tras la primera de las dos destrucciones del mundo (por el agua y por el fuego) que Adán había profetizado: «el saber de las estrellas e de todo el cielo e de todos los saberes liberales, e del saber de la física, que es el saber que ensennan las naturas de las cosas, e de la methafísica, que es el saber otrossí que muestra connosçer a Dios e a las otras creaturas espiritales [...] fueron los saberes que los de Seth escriuieron en aquellos pilares de ladriellos e de piedra» (21 a)192.

Los patriarcas, en general, se dieron apasionadamente al estudio, camino derecho a Dios, como sabemos (cf. arriba, págs. 130-131), y a su vez premiado   —158→   por Él con la extraordinaria longevidad necesaria para alcanzar la ciencia: «Razona Iosepho [I, 4] que aquellos primeros omnes que eran más cerca de Dios, que se trauaiauan de los fechos e de los saberes en que eran las uirtudes de las cosas e los nobles e grandes pros, e que era esto el saber de la astrología e de la geometría e de todos los saberes liberales e de los otros; et que en escodrinnar las uirtudes desto que era tan alta cosa e tan noble e tan prouechosa, que por aduzirlos a las uirtudes puras e ciertas que se non podrié fazer en menos de seyscientos annos, et que tanto dura ell anno grand193. Et que por estos bienes de que se trabaiauan que les dio nuestro sennor Dios tan luengas uidas en que lo pudiessen complir» (37). Particular importancia en la historia del saber tuvo Cam (que luego «mudós [...] el nombre, e diziénle Zoroastres»): él se consagró a las disciplinas liberales «e assumó las reglas dellas», descubrió la magia y «fue el primero que escriptura fiziesse del saber de la astrología e lo dexó escripto», amén de volver a entallar las siete artes en columnas de ladrillo y de cobre, «porque   —159→   no se perdiessen en poco tiempo los saberes que el auié fallados con mucho e luengo estudio e lazrado en ellos luengo tiempo» (79).

En lo antiguo, la sede más notable del saber se hallaba en Caldea y Mesopotamia, y justamente allí estudió y enseñó Abraham hasta el punto de superar lo mismo a los patriarcas anteriores que a «quantos otros mahestros auié entre todos los caldeos»: cierto, «él trabaiaua de los saberes del quadruuio, e sobre todo del saber de las estrellas, e esto assí fallamos que lo fizieron, pero que unos más e otros menos, por la mayor parte, todos los padres de la linna, tan bien en esta segunda edad como en la primera, assí como uos contamos en las razones de la primera edad que lo cuenta dellos Josepho. Entre todas las otras tierras, los de Caldea se trabaiauan del saber de las estrellas más que otra yente a aquella sazón» ( 84 a, y cf. 107 b). Ahora bien, Abraham fundó luego en Egipto «escuelas de los saberes que dixiemos del arte de la astrología e de la arismética e de la geometría»; y aunque su estancia fue breve, bastó para que entre los egipcios llegara a florecer el árbol de la ciencia que hemos visto ir creciendo a partir de una semilla divina: «E maguer que Abraham fincó poco en aquella tierra, tanto ensennaua bien e agudamientre, que de estonces aprendieron los dallí las artes liberales, e las sopieron por Abraham, qui las decogió en Caldea, ó fueron primero, e las ensennó él en Egipto» (110-111).

Hora es ya de decir, por si el lector no lo hubiera   —160→   advertido, que todo ello constituye -con cuanto sigue- la versión alfonsí del célebre motivo de la «translatio studii»194. Era idea común que el saber se traslada de una a otra morada histórica, del mismo modo que «regnum a gente in gentem transfertur» (Eclesiástico, X, 8), que el Imperio pasa de un pueblo a otro (cf. arriba, págs. 111-112). Existe, pues, una línea única del saber, a su vez unitario (y, como se ve, centrado particularmente en las artes liberales), que arranca de la Antigüedad y se mantiene hasta el momento de la Edad Media en que se formule la idea. Siempre el mismo, porque la continuidad preside todo su desarrollo, y siempre variable, porque cambia de volumen y de asiento principal, el saber fue primero don de Dios, y de los hebreos (afirmaban ya los apologistas griegos) se transmitió a los gentiles;   —161→   al heredarlos a ellos, los cristianos heredaban al pueblo elegido. De ahí la licitud de echar mano de la cultura clásica. Si, por ejemplo, el origen del hexámetro y de las figuras retóricas está en la Biblia, de donde los tomó Homero, según se aceptaba, ¿por qué el cristiano no iba a servirse de la métrica y de la preceptiva?195

No había coincidencia total respecto a cuáles fueron las varias etapas del saber, pero el principio de su existencia y concatenación era cosa universalmente admitida. Alfonso no es la excepción, desde luego, antes se aplica con singular fervor a perseguir detenidamente el proceso. Pues -añade- «de Egipto», adonde los llevó Abraham, los saberes «uinieron a los griegos» (111 a) y entre ellos conocieron un maravilloso esplendor. La General estoria, en efecto, empequeñece la importancia de lo recibido, para ponderar la magnitud de lo elaborado por Grecia. Primero, a orillas del Ladón, «que es río de muy buena agua, muy clara et muy sana, [...] uinieron todos los philósophos de Grecia a estudiar sobre las siete artes liberales. E assí como dize Oracio e las glosas de sobr'él196, comién allí los philósophos muy poco   —162→   pan, e de las raýzes de las yeruas que fallauan por ý, e beuién del agua daquel río; e allí estidieron fasta que apuraron aquellos siete saberes e los pusieron a cada unos en sus reglas ciertas. E maguer que nós auemos dicho ya, segund Josepho, que los saberes del quadruuio tomaron el començo en Caldea e dallí uinieron a Egipto [e] a Grecia, esto dezimos que es uerdad quanto al su comienço, mas, dotra guisa, en Grecia fueron apurados e acabados e puestos en certedumbre» (165 b)197. A los griegos tocó, pues, perfeccionar el saber, especialmente en el nombradísimo studium ateniense: «se trabaiaron fasta allí en los estudios de los saberes [...], e esto fue en tierra de Athenas más que en otro logar, porque eran los estudios de los saberes allí mayores que en otra tierra, e non cuedauan en ál. Onde los griegos, assí como cuenta maestre Pedro, los fueros e las leyes e las sciencias, de sí las ouieron, como quier que el primero comienço les uiniesse de Egipto»; y no es sorprendente que hombres tan ensimismados en las tareas de la inteligencia no atendieran a la labranza hasta después de «que fallaron las artes de los saberes e las ouieron acabadas de componer e escriuir e emendarlas e endereçarlas» (258 b).

En esa labor de acendramiento y sistematización   —163→   del saber -cree Alfonso- tomaron parte eruditos anónimos y grandes individualidades: Minerva, por ejemplo, «falló [...] e dixo e ensennó e ennadió» en el dominio de las artes liberales «e de las naturas» (186 b); Júpiter hizo otro tanto, «emend[and]o los yerros» y supliendo las menguas de sus predecesores (197 a), además de vulgarizar las ciencias, poniéndolas «en romanz de Grecia» (200 b); Cícrops llevó a un altísimo nivel las escuelas de Atenas, que de tiempo atrás eran las más ilustres del mundo (192-193), ordenando «que quantos aprender quisiessen de los saberes liberales e dotros que todos uiniessen a ellos a Athenas: et tan grandes se llegaron allí las clerizías de muchas tierras, e tantos los philósophos et tantos otrossí de buenos escolares e dotros maestros sabios, que cresció mucho además la fama e la ondra de la cibdad de Athenas» (315 a); Aristóteles «fue ell omne que más dixo» de varias materias (555 b) y, en fin, muchos griegos descollaron en la acumulación y por la eminencia del conocimiento.

La siguiente fase de la «translatio studii» nos conduce a Roma, por supuesto, pues «Roma, o los romanos, o aun los latinos [...] quisieron auer de los griegos aquellos siete saberes e ouiéronlos ende, ca nós, los latinos, de los griegos auemos los saberes. Onde dize Precián, en el comienço del so Libro mayor [e inspirado por Horacio, Epístolas, II, I, 167-7], que los griegos son fuentes de los saberes, e los latinos, arroyos que manan   —164→   daquellas fuentes de los griegos» (165, b)198. Naturalmente, la parte publicada de la General estoria no llega a desarrollar las incidencias del saber en esa y las restantes etapas. Sí da, con todo, un sucinto itinerario del recorrido: «estos saberes primero fueron en Caldea que en otro logar, e dallí los ouieron los de Egipto, e de Egipto uinieron a los griegos, e de los griegos a los de Roma, e de Roma a Áffrica o a Francia» (111 a).

Es una lástima que no se dilucide el último punto. En el siglo XIII, la opinión más corriente hacia pasar el «studium» directamente de Roma a Francia199 (en tanto el «sacerdotium» correspondía al Papado, y el «regnum», a Alemania). Pero no faltaba alguna voz discordante que se hacía cargo de otras contribuciones (árabes, por ejemplo)   —165→   al desarrollo del saber y, en consecuencia, entre la Roma antigua y la Europa medieval situaba algún jalón intermedio en el deambular del «studium»200. Quizá ocurra así en la General estoria, y la mención de «Áffrica» recoja la fama del extraordinario florecimiento cultural que allí se dio (basta recordar a Marciano Capella y San Agustín) en el invierno del Imperio, cuando, en palabras de Salviano, abundaban «las escuelas de artes liberales, los gabinetes de lectura de los filósofos y, en pocas palabras, todas las instituciones apropiadas para el aprendizaje de las letras y de la moral»201.

En cualquier caso, más lamentable que la parquedad sobre esa sede intermedia, al fin factor externo, es el hecho de que Alfonso nada diga sobre la peripecia interna del saber después de la morada en Grecia. ¿Continuó como hasta allí? ¿Hay que reconquistarlo o cabe ya llevarlo a más? ¿Los modernos superan a los antiguos?202 La respuesta a esas y más cuestiones es imprescindible para   —166→   perfilar la imagen del saber en Alfonso X. Tal vez la parte inédita de la General estoria nos dé la solución. Como sea, la variante alfonsí del tema de la «translatio studii», según por ahora la conocemos, significa una confirmación más del peculiar sentido de la historia manifiesto en la obra -en el caso presente, se trata de la historicidad del saber- y la identificación de otro de los motivos conductores cuya recurrencia afianza la unidad del conjunto: obviamente, el enlace del saber en diversas épocas y lugares es uno de los vínculos que dan coherencia a la crónica universal203.



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ArribaAbajoTexto y glosa

«Toda la pedagogía medieval -ha escrito el Padre Chenu- se basa en la lectura de textos»204. Es muy cierto; pero cabe matizar la observación, interpolando un factor: «en la lectura y en el comentario de textos». El texto (trátese de la Biblia, Prisciano o el Corpus Iuris) es la «auctoritas», la formulación auténtica, aceptada de antemano, con patente de garantía, de la verdad; y al maestro le corresponde sólo ilustrar y exponer esa «auctoritas» en la lectio: «leer» vale "enseñar (a través de la lectura comentada)". Incluso al margen de las aulas, los textos primarios circulan provistos de glosas; y a veces los comentos extensos tienen vida independiente y abocan a una curiosa situación: del texto se retienen y difunden únicamente los pasajes cuya dificultad pide explanación, en detrimento de los restantes, por valiosos   —168→   que sean en sí mismos. Así, en el studium público o en la soledad del cuarto de trabajo, nace un hábito de extraordinarias consecuencias literarias205: el hábito intelectual de enfrentarse con un texto en disposición de completarlo, de desarrollar unos elementos que se suponen implícitos en él y aislar otros explícitos para considerarlos independientemente del contexto, de suplir datos y dar cuenta del original como si los contuviera. Es una operación lúcidamenda descrita por Marie de France: «gloser la lettre» y «de lur sen le surplus mettre»206.

La General estoria, desde luego, deja bien claro cómo debe accederse al saber: sin duda como se accedía en las escuelas de Atenas, donde «leyén los maestros cada uno de su arte una leción que oyén todos los otros, e después cuydaban ý en muchas maneras, e desputaban e razonaban sobrellas, por entender meior cada unos aquello de que dubdauan e querién ende seer ciertos» (I, pág. 193 b). Se trata, pues, de leer y glosar lo leído, desde diversos puntos de vista (y antes de pasar, en su caso, a una disputatio que ahora no nos concierne)207:   —169→   de «leer [...] cada un maestro una lectión de su art e después departir sobrellas, por las saber meior»208.

Cómo se realizaba tal comentario, ese «departir» el texto, lo muestra poco menos que cada página de la crónica alfonsí. Mas para apreciarlo debidamente (al solo propósito que quiero discutir aquí) nos conviene remontarnos muchos siglos atrás; pues el método en cuestión, en la Edad Media válido para las más diversas disciplinas, procedía del mundo antiguo y se había gestado en la escuela del gramático, en torno a algunos monumentos literarios, a las obras de un selecto grupo de escritores reputados modélicos en todo sentido (en los siglos medios se hablará de los «auctores» por antonomasia). El fundamento de la educación griega helenística, en efecto, había sido ya la lectura de un texto (en primer término, la Ilíada), acompañada de explicaciones sobre los varios temas abordados por el autor. Por cuanto ahora nos   —170→   interesa, solía empezarse por un sumario y unas rápidas indicaciones generales, para pasar a una explanación literal, vale decir, de peculiaridades léxicas, notas de morfología, problemas etimológicos, etc., y conceder particular atención a las figuras retóricas documentadas en cada pasaje. La siguiente etapa era el estudio del contenido: ahí se daban noticias históricas sobre personajes y lugares (con gran énfasis en las genealogías), se cribaban las referencias mitológicas, se deducían motivaciones y, en breve, se acumulaba información, recurriendo a todas las artes de la e)gku/klioj paidei/a, sobre cuantos asuntos y cosas se mencionaban en el texto. La conclusión del proceso era un «juicio», esencialmente moral y desde muy temprano centrado en la interpretación alegórica, en un desvelar las altas verdades sapienciales supuestamente encubiertas por el lenguaje de los símbolos209.

En esencia, Roma se mantuvo fiel al sistema. Sobre todo, el núcleo del mismo, la exposición o enarratio, siguió girando en torno al comentario de forma («verborum interpretatio») y de contenido («historiarum cognitio», donde «historiae» significa "cuanto dice" el poeta). Un libro harto conocido por Alfonso el Sabio210, los escolios de Servio a Virgilio, donde se decantan muchas exégesis   —171→   anteriores, da buena idea de cómo se procedía habitualmente. Ahí se enumeran los siete puntos que deben examinarse en una obra: 1) poetae vita, 2) titulus operis, 3) qualitas carminis, 4) scribentis intentio, 5) numerus librorum, 6) ordo librorum, 7) explanatio. En la «explanatio» propiamente dicha, Servio se extiende sobre los pormenores lingüísticos y en la identificación de las figuras retóricas, que nombra y desentraña. Una tercera parte de las notas, por otro lado, «son aclaración de alusiones históricas y literarias, mientras otras elucidan costumbres ya en desuso y otras aún (en proporción de una de cada tres) pueden considerarse como de intención psicológica, pues aspiran a mostrar que ciertas acciones descritas por Virgilio, aun si parecen sorprendentes, corresponden al carácter propio de los protagonistas»211, según lo fijaba una tipología retórica en que las jerarquías literarias iban de la mano con las jerarquías sociales212.

Tal método de lectura y glosa de los «auctores», si no siempre ni en todas partes se practicó oficialmente, sí fue de sobras familiar a la Edad Media: por un lado, los comentarios antiguos similares al de Servio circularon profusamente y produjeron   —172→   otros, a su imagen y semejanza, sobre libros antiguos y modernos (tal el llamado «en el latín Theodolo et en el lenguage de Castiella Theodoreth», II, 1, pág. 65 b)213; por otra parte, nunca faltaron centros de enseñanza cuyos programas perpetuaban, con mayor o menor puntualidad, los vigentes en las escuelas del Bajo Imperio. En efecto, incluso cuando se proscribían las letras clásicas, el estudio de la Biblia se ajustaba en buena medida a los procedimientos de la vieja enarratio, según el modelo propuesto por San Agustín214, codificado por Casiodoro, redefinido por Roberto de Melun215 (para aducir sólo algunos nombres insignes). Desde luego, las novedades medievales fueron muchas; así, el comentario se limitó a menudo a una introducción («accessus») en que se examinaban de una vez, no los siete puntos prescritos por Servio ni los seis señalados por Boecio, sino cuatro cuestiones generales: 1) materia, 2) intentio, 3) utilitas y 4) philosophiae suppositio (es decir, «cui parti philosophiae supponatur quod scribitur»)216. En la expositio más elaborada, a su vez,   —173→   se fundieron en ocasiones las dos direcciones de la enarratio y el iudicium final, para ofrecer una triple pauta de análisis desde el punto de vista de la littera, el sensus o «aperta significatio» (básicamente correspondía tratar ahí la «historiarum cognitio») y la sententia o «profundior intelligentia» del texto, centrada sobre todo en la comprensión alegórica217. Otras veces se alteró el orden de los factores, atendiendo «ad sensum primum [...], dehinc ad allegoriam et moralitatem, post etiam dictionum [...] materiam»218. Pero esos y otros reajustes son precisamente pruebas de la vitalidad del sistema, capaz de adaptarse a las exigencias de una obra o a las condiciones de un buen profesor. Así, Juan de Salisbury nos ha dejado unas páginas preciosas sobre los modos de la lectio, brillantemente cultivada -advierte- por su maestro Bernardo de Chartres. Ahí se pintan las varias etapas del comentario: las observaciones lingüísticas; la discusión de metaplasmos, tropos y otras figuras; la «diacrisis» de historia, trama y «fabulae»; la exégesis de cada tema con ayuda de las artes liberales, la física y la ética...219 De la Grecia   —174→   antigua a la Europa medieval no hay esencialmente ruptura de la continuidad en la forma de enfrentarse con los «auctores».

No es dudoso, entiendo, que en la España del siglo XIII existía una cierta medida de enseñanza de los clásicos dentro de tal tradición o, por lo menos, que era perfectamente conocido el profesional de esa enseñanza o cultivador de sus métodos: vale decir, el «auctorista» (nombre más antiguo del que luego se llamaría «humanista» u «orator»)220. En efecto, Honorio III, en 1220, distinguía cuatro tipos de maestro en la Universidad de Palencia como a «teologum, decretistam, logicum et auctoristam»221. En fecha no muy lejana, el Libro de Alexandre menciona los relatos mitológicos que «contan l[o]s actoristas» (c. 1197 a:P). Obviamente, donde había «auctoristae» debía haber «auctores». A finales del siglo XII, un canónigo de Toledo pudo reunir una biblioteca privada compuesta, entre otras, por obras de Virgilio, Juvenal, Cicerón, Prudencio, Lucano, Prisciano, Terencio y hasta Aulo Gelio222. En Santo Domingo de   —175→   Silos eran accesibles Salustio, Estacio, el De consolatione philosophiae, el Doctrinale, unas «glosas de Oratio»223. Alfonso pedía en préstamo al monasterio de Nájera la Tebaida y el Somnium Scipionis comentado, libros de Boecio, Donato, Prisciano, Prudencio, amén de Geórgicas, Bucólicas y Heroidas224.

Quiere ello decir (y cabría multiplicar los datos) que en la Península se leían todos o casi todos los poetas y prosistas que la época había elevado al pedestal de «auctores» y codificado en registros o catálogos con pretensiones de exhaustividad225. Alfonso, en concreto, no sólo se refiere una y otra vez a «los auctores», sino que parece tener presente un canon cerrado de acuerdo con el cual reconoce esa condición a un determinado escritor (el asunto es digno de una monografía). Desde luego, resulta evidente que no todos los clásicos reciben semejante consideración y que los «auctores» forman grupo aparte entre los «sabios» paganos: «et, en todos los gentiles, los sabios que nós fallamos que más fablaron dessa ley que los gentiles   —176→   auién, los autores fueron» (II, 1, pág. 53 a). Por otro lado, cabe preguntarse si no eran esencialmente los poetas quienes merecerían la calificación: «los auctores de los gentiles, que fueron poetas, dixieron muchas razones en que desuiaron de estorias» ( I, pág. 369 a, y cf. 156 a; II, 1, página 149 a). Sí se diría cierto, en cambio, que en el hipotético canon en cuestión entran por igual paganos y cristianos, antiguos y medievales, aunque no confundidos, según ocurría con harta frecuencia, antes situados en casilleros independientes «los auctores de los gentiles» y «los nuestros auctores», como, verbigracia, «maestre Galter, en el Alexandre» (I, pág. 399 b). Y es fácil comprobar por todas partes que apenas hay ocasión en que se aduzcan «los autores» sin completarlos con las glosas de «los esponedores» o con una exégesis de primera mano.

Justamente aquí quería llegar. Pues tengo por seguro que el modo de elaborar las fuentes antiguas (y algunas medievales) en la General estoria es fundamentalmente la aplicación de las técnicas habituales en la lectura de los «auctores»226. Doña   —177→   María Rosa Lida, con la perspicacia que era en ella habitual, estudió las versiones alfonsíes de varios escritores profanos (sobre todo Ovidio) y reunió una importante gavilla de observaciones sobre la acogida de los textos clásicos en el seno de nuestra crónica. Notaba, así, la llorada profesora argentina que el «excurso» sobre el Nilo, basado en la Farsalia, «se arrea en la General estoria con un cúmulo de pormenores imaginarios totalmente ajenos al original» o que no «es raro que la versión de una bella fábula ovidiana se interrumpa con digresiones didácticas que desbaratan su estructura»; que las extensas citas de Plinio «irrumpen a deshora en el relato sagrado o profano» (multiplicando la información sobre los temas citados ahí); que «la traducción jadea fatigosamente hasta poner en claro el sentido de cada palabra», «amplifica por sistema, y por sistema rechaza la frase epigramática, y la glosa demoradamente»; que el «afán didáctico es causa de que con mucha frecuencia la traducción incluya en el texto las aclaraciones que hoy irían al pie de página»; que a menudo la moralización «irrumpe   —178→   en el texto original con incongruencia que acota la obsesión didáctica del regio traductor», etcétera, etcétera. Todo ello es muy cierto, y en parte es exacto también que nos las habemos con «una versión amplificatoria, pero de ningún modo por simple pujo retórico, sino como expresión forzosa del didactismo y realismo retórico racionalista que presiden la concepción de toda la obra»227.

Tales indicaciones y tales premisas, sin embargo, están contenidas en la explicación que propongo. La General estoria -pienso- no da tanto una traducción cuanto una «enarratio» de los «auctores». Si se tratara estrictamente de una traducción, sí podría hablarse con absoluta propiedad de excursos impertinentes, de digresiones inútiles, de traición a los originales: y se podría, muy en particular, porque esa "amplificación" contrastaría llamativamente con el literalismo y la profunda sujeción a las fuentes que caracteriza a los traductores alfonsíes de -digamos- los Libros de astronomía   —179→   o el Calila e Digna228. Pero si Alfonso estaba sometiendo los textos al desentrañamiento de una expositio similar a la practicada en las aulas y aun fuera de ellas considerada forma habitual y correcta de enfrentarse con el libro, con la «auctoritas», entonces excursos, digresiones, cuanto hoy pueda antojársenos un ir más allá de los originales, todo queda unitariamente integrado. Y creo que así ocurre en la General estoria: tan hechos estaban los compiladores a desmenuzar a los clásicos en la lectio, que, al usarlos en la crónica, recurrieron al mismo sistema de la explanatio, de no servirse del texto sino con la glosa. Claro está que la crónica incluye las obras de los «auctores» sólo a retazos y que, por tanto, sólo a retazos le conviene aplicar las técnicas de la enarratio; pero,   —180→   a la postre, de todas ellas se echa mano a lo largo de la General estoria y no hay texto de «auctor» canónico o afín a los del canon que no se beneficie de una u otra229.

Alfonso sabe perfectamente que existen diversas opiniones sobre el número de puntos que deben examinarse en un «accessus»: «muchos de los maestros, quando quieren leer sus libros en las escuelas, demandauan en los comienços dellos unos tantas cosas e otros más, los unos .v. cosas, et los otros vi, e ay otros que aun más» (I, página 465 a)230. Y, desde luego, él inquiere aquí y allá la mayor parte de las cuestiones tradicionalmente planteadas. Así -veamos unos pocos ejemplos-, si Servio y otros aconsejaban iniciar el comentario   —181→   con una poetae vita, Alfonso no duda apostillar una cita de las Metamorfosis con una comprimida biografía de Ovidio («que fue uarón tan sabio e uno de los tribunos de Roma», etc., I, pág. 570 b; cf. II, 1, pág. 53 b) o extenderse sobre Dictis y Dares, «los que compusieron esta estoria» de Troya (II, 2, págs. 159-160). Si se había recomendado explicar el titulus operis, nuestra crónica lo hace bien puntualmente con el de Theodolus (I, pág. 134 b; II, 1, pág. 65 b), el del «libro de Faustos» ( I, pág. 280 a; II, 1, pág. 164 a) o el de la Bucólica virgiliana (II, 2, pág. 30 b). Si convenía dar cuenta del género o qualitas, se distinguen la «estoria» y la «fabliella» (así en II, 1, página 149 a) o se identifica la forma literaria que cultiva el «poeta» ( I, pág. 156 a, 369 a). Si importaba mucho la scribentis intentio, puede ilustrársenos minuciosamente sobre cuál fue «la entençión de Ouidio en esta epístola» (II, 2, pág. 228 a). Si se prescribía indicar el numerus librorum, Alfonso llega al extremo de copiar unos versos latinos y, antes de traducirlos y glosarlos, dar la información bien excusada de que «estos uiessos son .v.» (I, pág. 364 a) o que el poeta dize «ende seys uiessos» (II, 1, pág. 84 b).

Por otra parte, esas diversas perspectivas características de la lectio se combinan a cada paso a propósito de los textos aducidos. Cuando estos son breves, se aprecia con particular facilidad cómo se realizaba usualmente la enarratio. Así, por caso, la transcripción de unas líneas ovidianas (Metamorfosis,   —182→   I, 72-75) se flanquea con la advertencia de que proceden del «comienço del primero de los xv libros del su Libro mayor» y de que son exactamente «quatro uiessos» (es decir, se abordan el numerus y el ordo librorum); y se completa con glosas semánticas («paresce que dize aquí Ouidio "región" por regno o por cada uno de los elementos, e "suelo celestial" por ell elemento del fuego»), una versión con notas explicativas («despoiado, fascas "yermo"», «e déuese entender...»), un apunte biográfico sobre el autor y un detenido comentario doctrinal (I, pág. 570). O bien, unas páginas más allá, otra sentencia del mismo Ovidio es objeto de un tratamiento parejo, que omite la poetae vita, esbozada poco antes, e introduce una acotación sobre el titulus operis: «E Ouidio otrossí, en el libro De las sanidades dell amor, a que llaman Ouidio De remedio amor[is] (e es aquí "remedio" por espaciamiento del mal, o por sanidad que la cosa a), en que diz assí sobresta razón este uiesso en latín: Da uacue menti, quo teneatur, opus. Et quiere este uiesso dezir en el lenguage de Castiella desta guisa: a la mient uázia -fascas que non está faziendo nada e se anda de uagar-, dal tú alguna obra en que se detenga. E esta palabra "obra" non es dicho sinon de bien, porque, quando algo fiziere ell omne e la su mient en ello pensare, tanto aurá sabor daquello, que el diablo adur ['apenas'] o en ninguna guisa nol puede mouer a fazer ál, nin aun a pensar en ello» (I, página 605 b). En cifra, aquí y en otros lugares   —183→   por el estilo se ofrecen al lector «enarrationes» típicas, donde los textos se asedian con los procedimientos del accessus y desde el triple punto de vista de littera, sensus y sententia.

Por esos tres niveles de análisis, en efecto, suelen pasar los «auctores» en la General estoria. Desde luego, la explanación de la sententia y el sensus son particularmente llamativos. Por sistema se atiende a dilucidar «la sentencia de lo que quieren dezir» las fuentes puestas a contribución y a subrayar «los pros e los ensennamientos que ý viennen» ( II, 1, págs. 147 b, 149 a); y la regla es extraerlos por el camino de la alegoría, «aquello que dize uno e da ál a entender» (ib., pág. 262 b), pues es creencia firme de Alfonso y su tiempo que «los auctores de los gentiles fueron muy sabios omnes e fablaron de grandes cosas, e, en muchos logares, en figura e en semeiança d'uno por ál» (I, página 162 b)231. También el sensus se persigue tenaz y sistemáticamente: con ayuda de toda la enciclopedia (y fieles al principio de la unidad del saber, que justifica cualquier mixtura de ciencias o artes), los compiladores nos ilustran copiosamente sobre cuantas personas, costumbres, medidas, animales, cosas, lugares, desfilan por las páginas de la crónica; las acciones se desmenuzan y se   —184→   multiplican las explicaciones psicológicas232; las aclaraciones de detalle son continuas, prodigándose los «fascas...» y los «quiere dar a entender...» y los «llama aquí...» que toman distancia respecto al texto para dejar patentes todos los matices de la «aperta significatio».

Pero la muestra más reveladora de que Alfonso emplea con los «auctores» las técnicas de la enarratio quizá sea la glosa de la littera: menos voluminosa que el comento del sensus o la sententia, es, con todo, más peculiar, menos explicable dentro de otro sistema. Tradicionalmente, la explanación de la littera incluía observaciones sobre morfología, sintaxis, léxico y etimología, por un lado, y, por otro, apostillas sobre las figuras y recursos retóricos rastreables en el texto. Pues bien, aunque escribiendo en castellano había poca oportunidad de tratar la morfología y no digamos la sintaxis de los originales (por lo demás, los «auctoristae» de los siglos XII y XIII las atendían sólo por excepción), Alfonso no deja de introducir notas del corte de la que certifica «que este nombre bouem nombre comunal es de maslo e de fembra» (I, página 314 b). Las acotaciones léxicas, desde luego, son numerosísimas233: desde la equivalencia sucinta, como en una entrada de diccionario («dize en el latín alumpnus por criado e alumpnus por sobrino, e otrossí alumpna por criada e alumpna por sobrina»,   —185→   etc., I, pág. 601 b), hasta poco menos que la monografía (v. gr., sobre «estas dos palabras colere e adorare», I, pág. 410, con referencias a Uguccione da Pisa, Papías, Eberardo de Béthune), la General estoria pasa por todos los grados de la práctica lexicológica. Papel no menos importante corresponde a la etimología, notablemente en la explicación de los nombres propios: los ejemplos salen continuamente al paso del lector más apresurado234.

Sin embargo, en el nivel de la littera, la dependencia alfonsí respecto de los «auctoristae» se torna particularmente diáfana en el dominio de la retórica; pues si en la exégesis del sensus y -en menor medida- de la sententia los hábitos de la enarratio podían coincidir eventualmente con las conveniencias de la historiografía, en ese apartado de la littera solo aquellos dan cuenta del proceder repetido de nuestra crónica. Que, en efecto, del mismo modo que ciertos poemas del siglo XV menudean los epígrafes que dan fe de acatamiento a la preceptiva («Descripción del tiempo», «Comparación», «Ynvocación», etc.)235, gusta de introducir observaciones más o menos detenidas sobre los usos retóricos de los textos236. Así, la narración   —186→   de los azares de «la inffante Calixto» se contrapuntea con la identificación de métodos y figuras como el proverbium («Aquí dize ell autor sobresto este prouerbio»), la expositio («Agora espone esta palabra ell autor otrossí»), los «attributa personae» ab habitu, a natura y a facto («Aquí dize ell autor de sus costumbres della, e de la su natura e de los sus fechos»), la ironia («e es esto una manera de fablar a que llaman los sabios "yronía", e fázese esta figura quando alguno fabla de alguno con sanna yl non quiere nombrar e dízelo por otras palabras, como aquí», I, págs. 598-600). En esa misma vena, la General estoria llama la atención sobre el apóstrofe a seres inanimados («e traen muchas uezes los omnes buenos esta manera de fablar», I, pág. 119 a; cf. II, 1, pág. 170 b), el exemplum (I, págs. 80 a, 163 b; II, 1, página 177 a, etc.), la ratiocinatio (v. gr., II, 1, página 168 a), la percontatio ad seipsum (o razonarse «contra sí mismo», II, 1, pág. 198 b; II, 2, pág. 62 a), etc. Como cabía esperar, dada su frecuencia, las imágenes merecen ser especialmente realzadas, y para ellas llega a ritualizarse la fórmula:   —187→   «En este logar pone ell autor una semeiança», «Agora pone aquí la estoria una semeiança», etc. (cf. en II, 1, págs. 152 a, 171 a, 177 a, 191-192, etc.). Algún pasaje breve se examina desde el punto de vista de todos los «attributa personae» contenidos en él y según el esquema escolar del quis, quid, quem: «En estos uiessos tañe mahestre Godofré estas siete cosas deste rey: el linage dónde uino, qué omne fue, qué nombre ouo, qué cuerpo, qué quiso, por quién le demandó, qué acabó ende» (I, pág. 74 a). En fin, tampoco falta el examen demorado de una cuestión, «la manera de los comienços de las estorias», que apasionaba a los teóricos medievales y sin duda interesaba en extremo a Alfonso237, quien, de acuerdo con Godofredo de Vinsauf (Documentum de arte versificandi, I, 1, sigs.) y a zaga del «esponedor de Estacio», la resuelve en el sentido de que «dos maneras [...] ouieron los abtores de que usaron en las entradas de sus razones [...]: natural, de natura, e [...] comienço de maestría, o del arte» (II, 2, pág. 49 a).

La técnica de la «versión amplificatoria» alfonsí, pues, concuerda en general con los hábitos de la lectio y viene determinada, para los «auctores», por los métodos de la enarratio. No puede sorprendernos. El importante papel concedido a los   —188→   «auctores», subrayado por la aplicación de las ilustres y refinadas maneras de la enarratio, es solidario del notable interés por la antigüedad gentil que caracteriza a la General estoria (y que la aleja del patrón de la «biblia historial»: también ahora género y génesis se iluminan entre sí). La enarratio es además testimonio del esfuerzo de Alfonso por interpretar y dar forma al pasado, como tal pasado, pero, necesariamente, con perspectiva coetánea: gracias a ella se prolonga el diálogo vital, familiar, con el mundo antiguo, que, según vimos, llevaba al Rey a cotejarse con Cécrope o a continuar a Hispán. Por otro lado, la valoración de la tradición clásica patente en la enarratio coincide con el humanismo de las artes liberales de que da fe la General estoria. Finalmente, el recurso a los más variados saberes para glosar cada punto que atrae a Alfonso, no sólo concuerda con las prácticas de la enarratio, sino que se ensambla con limpieza en una imagen del saber como totalidad: todos los saberes particulares pueden vincularse en la crónica, porque, en resumidas cuentas, el saber es unitario, como el cosmos y el tiempo histórico. El proceso de elaboración de los «auctores» es coherente con los diversos rasgos de la General estoria tan someramente esbozados en las presentes páginas.





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ArribaNota de 1984

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El setenario alfonsí del año que corre ha resuelto a los editores a no seguir condescendiendo con mis dilaciones o excusas de mal pagador y a reimprimir el presente libro tal como apareció en 1972, sin más retoques que la corrección de las principales erratas advertidas238 ni más complementos que las líneas que siguen. Es el caso que la reimpresión se había venido retrasando por mi deseo de añadirle unas páginas que permitieran subtitularla «tres lecciones y un ensayo». El «ensayo» debía apuntar cómo se enlazan la visión del saber manifiesta en la General estoria y el conjunto de las tareas culturales -literarias y no literarias- promovidas por don Alfonso; e insistiendo   —192→   en varias consideraciones del apartado «Texto y glosa» -especialmente menesteroso de desarrollo- debía sugerir por qué los rasgos más característicos de nuestra crónica son indisociables del hecho de que fuera compuesta en romance (y no en latín, según en principio cabía esperar) y en qué forma conjugaba el Rey la predilección por el castellano con el poliglotismo definitorio de sus gigantescas opera omnia. No renuncio a escribir pronto esas páginas, a conciencia de cuán provisionales habrán de ser mientras no dispongamos de monografías sobre aspectos del quehacer alfonsí apenas rozados todavía (sin embargo, por una vez, no acabo de concordar con mi entrañable Margherita Morreale, cuando, al publicarse las «lecciones» de marras, me decía con cadencias malagueñas: «Yo los paperbacks los prefiero póstumos»). Pero tampoco puedo entretener más a los editores, y me agrada pensar que mis «tres tristes torsos» quizá aún serán capaces de prestar algún servicio, incluso sin necesidad de revisarlos o acrecerlos substancialmente.

La atención y la benevolencia con que fue acogida la edición de 1972239 sin duda dependían de   —193→   la poquedad en número y de la limitación en alcance de los trabajos consagrados a la General estoria. En los últimos doce años, la bibliografía sobre el rey Sabio ha aumentado en cantidad y calidad240, pero me temo que la crónica universal continúa relativamente postergada. No es aún normal reconocerle con toda naturalidad el lugar de excepción que le corresponde en las letras españolas y europeas de la Edad Media, porque faltan,   —194→   en particular, estudios de amplia perspectiva que realcen sus grandes líneas de fuerza. Si en mis «tres lecciones» procuré subrayarle unos cuantos supuestos intelectuales que me parecían importantes, dejé vírgenes muchos otros de no inferior relieve. Interesado antes por las ideas motrices que por la coloración literaria y lingüística de sus formulaciones, poco o nada dije, por ejemplo, de cómo el proceso a través del cual Alfonso parte de una densa trama de referencias -clásicas, bíblicas, medievales- y llega a una comprensión global de la realidad, diacrónica y sincrónicamente, supone la articulación de un sistema de prosa y unas pautas de estilo cuyo genial acierto se aprecia sin más que reparar en su vigencia durante dos siglos largos.

Gracias a las aportaciones recientes, cabe ya intentar con mejor esperanza los trabajos de conjunto que no rehúyan cuestiones como esa. Para empezar, la edición de la General estoria marcha ahora con pasos más seguros. Lloyd Kasten y John Nitti han hecho accesible en microfichas la Parte IV, junto a los otros textos que juzgan salidos del escritorio regio y junto a una fundamental concordancia de todos ellos241. La impresión de las Partes III y IV se promete para 1985, y se ha   —195→   anticipado algún breve fragmento de la V en la transcripción del benemérito profesor Kasten242. A él se debe además un artículo que no se limita a señalar las huellas de Godofredo de Monmouth -según anuncia el título-, sino que ofrece muy exactas advertencias sobre la estructura de la obra alfonsí y su deuda para con los Cánones crónicos243. Sobre uno y otro punto, así como sobre varias rendijas para entrever los métodos compilatorios, arroja luz el puntual repaso de las fuentes acometido por Daniel Eisenberg244. El recurso a las Etimologías, al Libro de los buenos proverbios o a la Historia de preliis ha suscitado también esclarecimientos de detalle245. Margherita Morreale nos   —196→   ha dado impecables microscopías de la semántica de ciertos pasajes o elementos tomados de la Biblia y ha rastreado la recensión de la Vulgata a que se atienen246 (pero sigue negándonos la síntesis   —197→   panorámica que sólo puede venirnos de su inmensa erudición). A propósito del relato de los amores de Dido, tratados en la General estoria y en la Estoria de España, Olga T. Impey ha ofrecido una excelente muestra de la adaptación por Alfonso de los materiales ovidianos, resaltando que su eficacia en tanto modelo se prolonga hasta la «'novela' sentimental»247. La influencia de nuestra crónica en Juan Alfonso de Baena y en Rodríguez del Padrón, en el Marqués de Santillana y en Juan de Mena, se ha hecho más notoria merced a las investigaciones del decenio pasado248; y esa tenaz perduración no sólo nos ilustra sobre rasgos   —198→   y etapas relevantes de la cultura española -principalmente, en las vísperas del Renacimiento249- sino también destaca singularidades constitutivas de la propia General estoria, comenzando por la fecundísima novedad que Menéndez Pidal calificó de «humanismo vulgar o románico»250.

Claro está que los generosos enfoques que aún reclama la obra pueden y deben auxiliarse con otros estudios de fecha cercana que no versan sobre ella más que al sesgo o parcialmente. A decir verdad, el mayor peligro al respecto consiste en la atomización y en el deslinde de parcelas incomunicadas251. Por el contrario, la gran labor por   —199→   delante es identificar las claves unitarias de la teoría y la práctica del Rey. Hacia ahí va una preciosa indagación de don Rafael Lapesa, quien señala en el madrugador Setenario -iniciado por Fernando III- raíces solidísimas de toda la producción alfonsí252. Charles Faulhaber nos ha orientado provechosamente en cuanto a las doctrinas retóricas que la arropan253, mientras las afirmaciones   —200→   de orden lingüístico han sido inventariadas por Hans-Josef Niederehe254. La atención que Rafael Gómez Ramos ha prestado a Alfonso como restaurador de monumentos y propulsor de la arquitectura y las bellas artes255 nos pone ante los ojos, hechas «maravillas concretas», nociones y actitudes que habíamos percibido o barruntado sólo en los textos: es suficiente contemplar las vidrieras de la catedral de León para entender mejor la General estoria.

Hay que confiar en que los datos y las sugerencias de esos y otros trabajos similares favorezcan nuevos approaches que iluminen a la vez las vetas esenciales de nuestra crónica y el continuo de la actividad cultural del Rey. Por mi parte, aun sin cambiar los temas de mis «tres lecciones» ni añadirles el «ensayo» proyectado, hoy hubiera podido beneficiarme, para algunos pormenores, de una   —201→   serie de contribuciones bibliográficas. Las pertinentes a «La tradición de la historia universal» -por no ir más allá de mi nota 3- se han multiplicado prolíficamente desde 1972256, pero sin obligarme a enmendar nada en mi texto de entonces257. Las rápidas páginas que dediqué a esa   —202→   tradición en la Hispania pre-alfonsí se habrían extendido ahora ligeramente para acoger algunas sugerencias de Abilio Barbero y Marcelo Vigil258, a quienes se deben valiosas observaciones sobre la ideología de las crónicas primitivas, la importancia de los cómputos «para dar un sentido de conjunto a los hechos históricos y al proceso histórico en general» (pág. 255)259, las implicaciones 'políticas' de la Albeldense, etc., etc. (Entre paréntesis: la coincidencia de Barbero y Vigil con ciertos planteamientos míos a propósito de Alfonso X debiera hacer recapacitar al grande y equivocado amigo Josep Fontana, cuando juzga la General estoria como «fruto totalmente anacrónico, por inútil desde un punto de vista social». ¡Sic!). Sobre la historiografía temprana son también imprescindibles muchas consideraciones de don Manuel C. Díaz y Díaz260. Por el contrario, más cerca de Alfonso, el Tudense y el Toledano siguen increíblemente olvidados; y, en relación con mi capítulo   —203→   inicial, lamento sobre todo que falte incluso un sucinto análisis del Breviarium historiae catholicae de Jiménez de Rada (cf. pág. 47 y n. 55).

El apartado «Alfonso X y Júpiter» (págs. 97-120) podría dilatarse en más de un punto. La explicación del modo en que «el rey faze un libro» (pág. 98) se presta a mayores precisiones a la luz de la doctrina corriente sobre la «triplex... causa efficiens» de la Biblia261 o de paralelos como la declaración de que el Abad Oliba ejecutó personalmente («construxit ..., sculpsit ...», etc.) el Propiciatorio de Cuixà «manibus artificum»262. Las reflexiones sobre la realeza y los desahogos contra los vasallos rebeldes, donde verosímilmente se trasluce la intervención directa de Alfonso, resultan más inteligibles si se cotejan con otros testimonios convergentes263. Convendría examinar despacio si el sueño o «fecho del Imperio» se hace presente en la génesis y estructura de la Estoria de España en la medida que con agudeza defiende Charles B. Fraker264. En la Parte IV de la General   —204→   estoria, en cualquier caso, el Rey vuelve a recordar su entronque con los emperadores, ya no a partir de Júpiter y Alejandro (arriba, págs. 113-115), sino de Nemrod:

Onde es de saber que Nemproth fue el primero rey deste mundo... Del linnage deste rey Nemproth uinieron los reys de Ffrancia et los emperadores de Roma. Et de los emperadores de Roma et dessos reys de Ffrancia por linna uino la muy noble sennora reýna donna Beatriz, mugier que fue del muy noble et muy alto sennor et sancto don Ffernando, rey de Castiella et de León, padre et madre que fueron del muy noble et muy alto rey don Alfonso que fizo fazer estas estorias et muchas otras.


(fols. 251 vo.-252)265                


Es llamativo que los gestae et vitae sanctorum (¿1256-1260?) de Bernardo de Brihuega, preparados por encargo de Alfonso y bajo celosa supervisión suya, se organicen «secundum ordinem successionis imperatorum, priores videlicet posterioribus   —205→   preponendo» (e introduciendo a menudo sincronismos análogos a los de nuestra obra; vid. supra, pág. 60), hasta llegar a Federico II († 1250) y «usque ad tempora ... Alfonsi» o, si se prefiere, «usque ad tempus in quo ... Alfonsus ... imperatorem electum extitit Romanorum»266. Como sea, la compilación del Briocano ha de ponerse en las raíces de la General estoria (nos consta que Alfonso se ocupaba «in cronicis» ya en 1250; cf. pág. 36) y en estrecha vinculación con la Parte VI, donde entraban copiosamente «los fechos ... de los sanctos»; y, por cuanto alcanzo, el de Bernardo es el único nombre que cabe incluir con una relativa seguridad entre los colaboradores o 'artífices' del magnum opus alfonsí.

Al igual que la translatio Imperii267, la translatio studii se esclarece en algún aspecto gracias a los materiales hoy accesibles. Así, la Parte IV (fol. 193) acepta de buen grado el expediente de Lucas de Tuy, quien, haciendo «de Espanna» a Aristóteles, reivindicaba para la Península una posición privilegiada en la trayectoria del saber268:

  —206→  

Andados treýnta e tres annos de Artaxerses Assuero, auié Aristótil dizeocho annos que nasciera. Et era estonces disciplo de Platón et aprendié déll. Deste Aristótil, que fue el más sabio omne del mundo [cf. arriba, pág. 155], dize don Lucas de Tuy, en el capítulo do fabla de las razones deste rey Artaxerses Assuero et de las que acaescieron en el so regnado, que este Aristótil, que fue después el mayor filósopho que de omne et de mugier nasciesse, que natural fue de Espanna la de occident, et aun dizen algunos que de tierra de Portogal, et que con el muy grant sabor de aprender los saberes, salió moço de su tierra et fuesse para Grecia. Et allí oyó et aprendió fasta que floreció en muchos saberes. Et maguer que fue muy grant clérigo en muchos saberes, peró, aquello por que él por mayor se mostró fue en la dialéctica et en la metaffísica. Et esto assí lo departe don Lucas en cabo de las sus razones, et otros sabios muchos que fablan mucho de las sus razones de Aristótil269.


Por cuanto he podido ojear (que no hojear) en la Parte IV, son noticias sueltas por el estilo de las dos recién transcritas las que mayormente permitirán complementar los temas específicos de mis «tres lecciones». No hay que esperar, a lo que alcanzo, vuelcos comparables a los registrados a cuenta de las Partidas, cuya atribución a Alfonso   —207→   y cuyo sentido cabal se han hecho más problemáticos tras el nuevo estudio de A. García Gallo270. Pero nada sobre la General estoria podrá darse por adquirido, en tanto no se termine la publicación de las partes inéditas y en tanto más investigadores no se sientan atraídos a ahondar en ellas. El presente librito tal vez pudiera seguir teniendo alguna justificación si les recordara que los imprescindibles trabajos de detalle han de apuntar también a una última mira «general e grand».

Aldeamayor de San Martín, 18 y 19 de febrero de 1984