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Alfonso Sastre en la tragedia compleja

1961-1978

César Oliva Olivares





No podemos decir que Alfonso Sastre sea dramaturgo con una profunda evolución ideológica en su trayectoria autoral. En muchas de sus primeras obras no es difícil encontrar las mismas preocupaciones que siguen ocupándole en las últimas. Dispone incluso de temas redundantes cuyo sistemático tratamiento parecen variaciones sobre el mismo tema. La línea de Prólogo patético (1950), Escuadra hacia la muerte (1953), En la red (1959) o Análisis espectral de un Comando al servicio de la Revolución Proletaria (1978) señala adecuadamente que el joven Alfonso Sastre de los cincuenta alimentaba las mismas preocupaciones sociales y políticas que hoy. Sucede que es el teatro, el propio teatro, quien marca una evolución tan lúcida como necesaria. Pero de la misma manera que nunca se produjo el acomodo del autor a nuevas situaciones políticas, tampoco es posible advertir reiteración alguna en formas teatrales por él inventadas. De esa manera, el contraste entre las obras realistas, si es que las hubo, y las actuales es mucho más señalado que entre los posicionamientos éticos e ideológicos de entonces y ahora. Y eso está por encima de su biografía; que también está.

Sin embargo, hay un período en su trayectoria que invitaba a pensar a sus contemporáneos en determinadas renuncias dramatúrgicas. Es el comprendido entre el final de los años cincuenta, cinco a seis años después de haber estrenado su primera producción profesional, y el regreso a los escenarios al principio de la transición democrática. Intentemos analizarlo e interpretar los resultados en el Sastre que hoy conocemos.

Pasados diez intensos años de trabajo teatral. Sastre se encuentra en la encrucijada de aquel tópico posibilismo. Por un lado construye maduros dramas estructurados en cuadros, con una progresión dramática cercana al brechtismo Asalto nocturno, (1959). Por otro, escribe dramas a la manera tradicional, esto es, en los tres actos de En la red (1959) o los dos de La cornada (1959), flanqueados por unos significativos prólogo y epílogo. Seguramente eran las medidas escénicas adecuadas para el desarrollo de cada una de esas obras.

Pero de una manera u otra. Sastre propone siempre temas conflictivos. Asalto nocturno, montada a modo de investigación policíaca, intenta profundizar en una suerte de dictadura si no política, sí social. En el primer cuadro tiene lugar un crimen, cuyo seguimiento se realizará a manera de encuesta. Problemas de formas, con directísimas influencias de la épica brechtiana, pero que narran una denuncia. En la red lleva el tema del terrorismo a Argelia. Los mismos personajes que en Prólogo patético iban de aquí para allá, temiendo por las consecuencias del derramamiento de sangre, reflexionan hoy sobre el sentido del atentado. Encerrados en un espacio único, llegan a justificar los motivos de su lucha. La cornada, en la misma línea de decorado y presentación convencional, estudia un caso de dominador/dominado. El apoderado Marcos mueve los hilos del matador José Alba, utilizando todas las artes habidas y por haber; desde el miedo innato del torero hasta la utilización de sus más íntimos instintos. Pero no es la historia en sí, en su valiente posicionamiento, lo que da tono al drama, sino una oportuna solución dramatúrgica. Para ello, traza el prólogo y el epílogo como secuencias concienciadoras que permiten conocer la tragedia desde sus orígenes (desde la enfermería se va a vivir la muerte del torero) hasta su conclusión (el drama termina con la negativa de un pobre sobresaliente a proseguir la carrera del maestro.)

Para entonces, Sastre toca el principio del fin de una etapa de pleno contacto con el público. En ese momento, en los cincuenta, había estrenado seis obras en régimen profesional, de 1954 (La mordaza) a 1960 (La cornada), pero, a partir de los sesenta, sólo dos llegaron a los escenarios. Asalto nocturno, en 1965, pero escrita, como hemos dicho, en 1959, y Oficio de tinieblas, en 1967, redactada también cinco años antes, en 1962. Hasta la muerte de Franco, Sastre no volvería a estrenar. Aun con determinadas matizaciones, se empezaba a producir una cierta distancia del público español con el autor, y de este con el público. A partir de entonces, la trayectoria del escritor irá por un lado, y la del dramaturgo que sube al escenario, por otro. En su biografía encontrará el lector curioso los porqués del caso.

En esos años, que coinciden más o menos con la década de los sesenta, hay una primera impresión de radicalización en la poética de Sastre, no del todo veraz. Oficio de tinieblas, por ejemplo, dispone todavía de una segmentación tradicional. Tres actos y un espacio cenado, de apariencia convencional, que cuentan de nuevo una historia ligada al terrorismo. Todavía forma e intención caminaban por sitios paralelos. De Asalto nocturno ya hemos hablado. ¿Es, pues, ese período un espacio de silencio? No exactamente. En Sastre empezaba a germinar una dramaturgia distinta de la que podía estrenar. En el mismo 62, en que termina de redactar Oficio de tinieblas, empieza una obra absolutamente distinta en la forma, aunque no tanto en el fondo. M.S.V. o La sangre y la ceniza fue escrita precisamente entre 1962 y 1965, aunque no sería estrenada hasta 1976. Digamos que este paso de la tragedia neoaristotélica a la tragedia compleja se produce casi de forma abrupta, aunque eso no presuponga que antes no mostrara algunas de esas formas de moderna tragedia. Guillermo Tell tiene los ojos tristes, por ejemplo, había sido redactada en 1955, aunque su estreno, en régimen de teatro independiente, no se produjera hasta diez años después.

En otro sitio he dicho que Sastre inició entonces una acentuada evolución formal y estética, no tanto por la búsqueda de excesivas novedades literarias como por aplicar al escenario sus ideas más renovadoras. El camino hacia la tragedia compleja estaba abierto, aunque en un principio tuviera mucho de tragedia postbrechtiana. En ese tiempo, si bien confesaba que su politización quedaría al margen del teatro, lo cierto y verdad es que sus obras manifestaban la misma conflictividad de siempre, aunque con desarrollos dramatúrgicos mucho más acordes. Recordemos lo que le decía a Isasi, en 1972, sobre que trabajaba «políticamente al margen del teatro, y ello libera mi arte de esos escrúpulos», y la realidad que presentaba en el escenario: Un Miguel Servet (1965) equívoco, una Taberna fantástica (1966) marginal, unas Crónicas romanas (1968) con héroe irrisorio por antonomasia (el guerrero Viriato), hasta llegar a sus experiencias siniestras de Ejercicios de terror (1970) y Las cintas magnéticas (1971). No olvidamos, aunque permanezca inédita, el cuasi guión cinematográfico que es El banquete (1965).

En este período, sobresale, como queda apuntado, la proliferación de elementos espectaculares, bien diferenciados de los tradicionales. Pero, por encima de ellos, sobresale un nuevo y casi sorprende uso del humor, poco o nada habitual en sus textos anteriores. En el plano de la construcción escénica, la segmentación no es ya la de los dos o tres actos. Sastre propone sus dramas en cuadros; busca la progresión de la intriga acorde a una primaria intención dialéctica; añade toda clase de «inventos» escénicos, desde la incorporación del propio autor como personaje del drama, hasta la proyección en pantallas de parte de la historia, pasando por pronunciados efectos de anacronismo, cuando ha lugar, interpolaciones de muy diferente signo, ora reales ora oníricas, y, en suma, una galería de aportaciones difícilmente imaginables en el Sastre de Anatomía del realismo. Todo ello, sin olvidar la razón fundamental de su producción: la de ser conciencia de su momento, instigador de la cordura y poeta de la locura.

En los setenta continúa la incorporación de novedosos elementos escénicos al tiempo que, por unos años, radicaliza si cabe su postura ética. Convencido de no poder estrenar en su país todo lo que imagina, lleva al teatro la lucha armada de Euskadi, en Askatasuna (1971), nuevo eslabón en una línea temática cuyo más inmediato precedente era En la red. De nuevo un grupo humano encerrado en una habitación. Han matado a un policía y están a la espera de acontecimientos. Los tres cuadros terminan con el amenazador sonido de las sirenas. Pero es pieza breve, y pensada más para el medio televisivo que para el escénico. El camarada oscuro (1972) es un drama enorme, y de difícil realización, lleno de personajes y efectos escénicos, que nunca serán reconocidos por nada ni por nadie, pero que gracias a su sorda labor hacen posible la historia. Versatilidad de espacios, aparición de elementos grotescos, personajes históricos, en donde el propio autor es uno de ellos -como el Valle-Bradomín de Luces de bohemia-, están inmersos en la tragedia. Y una tragedia que sigue hablando de la revolución. Como lo hará, seis años después, en Análisis espectral de un Comando al servicio de la Revolución Proletaria (1978), variación -una vez más- sobre el mismo tema, mostrado ahora bajo una pesimista óptica de futuro, pues la acción transcurre en el Madrid de diez anos después de la redacción. Siguen los elementos espectaculares, los inventos, pero dentro siempre de una línea conceptual fácil de identificar en la trayectoria del autor.

Entre esos dramas, de marcado matiz combativo. Sastre escribe Ahola no es de leil (1974), especie de curioso sainete desarrollado en la guerra de Vietnam, y Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978), en un principio versión de la tragicomedia de Fernando de Rojas, luego tragedia compleja donde las haya. Sastre sigue estando comprometido con su tiempo. Hasta en esta Celestina, la subversión de valores que expone lleva a un sarcástico uso de la literatura, en donde los jóvenes amantes (aquí no tan jóvenes, ni amantes) son dos de los personajes más inquietantes y corrosivos del moderno teatro español. Porque es que si Melibea es una vieja puta metida a abadesa de un convento, Calixto, aun sin proponérselo, es un peligroso defensor de ideas subversivas y, por consiguiente, perseguido por el orden y la ley.

Alfonso Sastre, que tuvo que idear buena parte de estos dramas fuera de su país, y, por consiguiente, de los escenarios españoles, buceó cuanto pudo en su idioma. Un idioma que siempre lo mantuvo unido tanto a la creación literaria como a los problemas de su país. No es de extrañar que, en este momento, pues, sus obras respondieran a una cierta opacidad expresiva, siempre aliviada por su sorprendente sentido del humor. Quizá pudiéramos hablar de un período no demasiado prolífico en Sastre, sobre todo en relación al que continuó, una vez fijada su residencia en Euskadi, en el que los textos han ido saliendo en proporción inversa a su difusión (publicación o estreno). Pero los sesenta y setenta son años claves para entender la evolución espectacular del autor, ya que, la otra, la personal, nunca estuvo ausente en su producción.





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