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Altamira y el debate sobre el realismo

Leonardo Romero Tobar


Universidad de Zaragoza



Cuando en 1910, a punto de iniciar su largo camino de universitario itinerante, Altamira se apartaba del cultivo de «la literatura amena, de la literatura creadora que constituyó mi ilusión intelectual más grata» (son palabras del prólogo a Fantasías y recuerdos), en realidad estaba poniendo sordina a una forma de escritura que siempre lo atrajo y de la que, en 1921, se manifestaba suficientemente satisfecho: «Creo, sin inmodestias, que, cuando mis lectores puedan ver reunida toda mi labor literaria, ahora esparcida en varios libros o escondida, estimarán que, mejor o peor (eso yo no he de decirlo), mi aportación a la crítica y al estudio de los temas estéticos (literarios o no) ha sido más cuantiosa de lo que tal vez creen algunos, aun sin considerar los más humildes hijos de mi pluma: las novelas y los cuentos»1. La recopilación completa de los artículos de crítica literaria que publicó en más de una docena de importantes publicaciones está pendiente de realizar2, y hoy solamente los trabajos críticos que él fue recogiendo en sus libros de materia miscelánea -como era práctica común- sirven para considerarlo como una de los analistas más perspicaces de la literatura de su tiempo3.

Sus colaboraciones periodísticas pasaban desapercibidas a otros comentaristas coetáneos que, ya desde 1891, subrayan los rasgos que caracterizan su crítica periodística. En primer lugar, que el joven escritor alicantino estaba al día en las cuestiones literarias que se planteaban en las publicaciones españolas y francesas del momento; ponderan también su capacidad de penetración crítica aligerada de la faramalla retórica que aún solía emplearse en la prosa crítica, su talento ponderado, su preocupación por las cuestiones de teoría estética y su laboriosidad4. En un reciente volumen de una Historia de la Literatura española, José María Martínez Cachero ha formulado un balance que sintetiza las aportaciones de Rafael Altamira a la crítica literaria española del fin de siglo: «Por idiosincrasia, que su condición de profesor universitario ha corroborado, Altamira no sólo se documenta para decir mesuradamente, sino que muestra empeño decidido por la claridad expositiva»5.

El primer trabajo de empeño crítico de nuestro autor fue la serie de artículos que tituló «El Realismo y la literatura contemporánea», que fueron apareciendo en diversos números de la revista La Ilustración Ibérica entre el 24 de abril y el 23 de octubre de 18866 y sobre los que Laureano Bonet ha adelantado una precisa aproximación7. Antes de esta fecha ya había ofrecido escritos de su pluma en publicaciones alicantinas y valencianas y en esta acreditada revista barcelonesa había publicado el ensayo sobre las «Mujeres en la novela contemporánea» de 1885, al que siguió, en 1887, «Mujeres e Daudet» y otras colaboraciones posteriores. Su atención a las novelas y novelistas contemporáneos -Valera, Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Palacio Valdés, Juan Ochoa, el catalán Oller, los más jóvenes Unamuno, Ganivet, Juan Ochoa, Gabriel Miró...- no supuso desatender otras vertientes de la creación literaria como el teatro -atención al «teatro libre» de Antoine, Gerhart Hauptman...-, la poesía clásica y moderna -Tasso, Camoens, Zorrilla...-, los libros de viajes y los autores medievales -el arcipreste de Hita, por ejemplo- y a diversas cuestiones literarias de proyección cultural.

La serie de artículos de 1886 tiene singular importancia en la trayectoria de Altamira por varias razones. 1) Es el texto más trabajado de los que publicó en sus años jóvenes -tenía veinte años al publicarlo, precisamente durante los meses en que concluía su licenciatura de Derecho-; 2) responde a una polémica que se había extendido en aquellos años como una mancha de aceite entre las páginas de los periódicos y en los debates de las asociaciones culturales; 3) posiblemente Altamira recapitula en esta serie de artículos las que habían sido sus mayores dedicaciones lectoras en los años anteriores, los de su adolescencia y juventud. En las ocasiones en que recuerde este trabajo, años más tarde, llamará a estos artículos «mi primer libro» y, desde luego, se mostrará orgulloso de ellos, ya que su publicación le atrajo la estima de lectores atentos a las novedades que surgían en el horizonte literario e intelectual; «la novedad de mi firma era tal, que algunos la tomaron por seudónimo» recordaría años más tarde8.

La evocación de las circunstancias que suscitaron este trabajo conforma una página muy elocuente de las «Memorias» de Altamira y por ello nos ahorra su lectura: «Siendo yo todavía estudiante de la Universidad de Valencia (entre los 15 y los 20 años, más bien en la primera mitad de ese quinquenio), trabé amistad con un estudiante, paisano mío, mayor que yo en edad, inteligente y perezoso, y más atraído por las Bellas Letras que por el Derecho, que iba estudiando a trancos y con desgano. Aquel hombre sabía mucho de literatura contemporánea y fue quien me reveló, no sólo las novelas de Zola, Daudet, Flaubert, etc., sino lo que más en ellas alumbró mi espíritu: las doctrinas de lo que se llamaba entonces realismo y naturalismo y la literatura polémica que suscitaron en casi todos los países de Europa, incluso España. Confieso que mi ignorancia absoluta de aquel intenso conocimiento literario, del que nadie me había hablado, me avergonzó más que si mi profesor de Derecho Romano, o de cualquier otra asignatura oficial, me hubiese censurado la ignorancia de un punto cualquiera del ius civile. Instantáneamente me dije mí mismo: Es preciso que yo sepa todo eso por propio esfuerzo. Cumplí este dictado, comprando o pidiendo prestados todos los libros que se pusieron a mi alcance, y cuando yo creí haber comprendido el problema escribí El realismo y la literatura contemporánea»9.

Efectivamente, la publicación de este ensayo proyectó el nombre de Altamira en el ámbito de los colaboradores literarios en la prensa y le granjeó, entre otras consecuencias inmediatas la amistad epistolar con Leopoldo Alas, quien refiriéndose al trabajo de La Ilustración Ibérica le escribía en una carta de 13-VI-1887: «la serie sobre el naturalismo me ha probado que tiene Vd. talento, vocación de crítico, perspicacia y gusto..., aunque esto último, según yo lo entiendo, necesita confirmación en trabajos de otra índole»10.

Muy recientemente Sabine Schmitz11 ha dedicado una sección de su libro sobre el krausopositivismo a la exposición descriptiva del contenido de los artículos de Altamira. Este análisis me ahorra la repetición del contenido de los mismos y me permite centrarme en la contextualización teórico-literaria que ofrece el trabajo juvenil del escritor alicantino y que lo sitúa en el ámbito de la discusión española sobre el «Idealismo, el realismo y el Naturalismo».

El ensayo «El Realismo y la literatura contemporánea» rezuma entusiasmo del autor que no ha ahorrado leer mucho de lo que se había escrito sobre el tema hasta el momento; llega, incluso, en los párrafos iniciales a lamentar no haber podido tener en cuenta las páginas que don Juan Valera empezó a publicar el 10-VIII-1886 en la Revista de España con el título de «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas». Sí había podido conocer La Regenta, novela que le había causado una honda impresión y que veía «movida sobre el fondo perfectamente entendido y ricamente expresado de la vida provinciana» 12; pero de seguro no había podido leer Fortunata y Jacinta cuyo primer volumen saldría de la imprenta hasta finales de marzo de 1887.

Quien siempre fue un riguroso universitario, no precisaba de que sus lectores le reprochasen desconocimiento teórico o práctico del tema que planteaba ni falta de conciencia autocrítica para revisar los juicios y opiniones. El año 1891 volvía sobre el «realismo» en otro trabajo -«La conquista moderna»- que recogió en el libro Mi primera campaña (1893), para advertir una vez más, en la página preliminar de este volumen, que su «verdadera primera campaña literaria fue en 1886 y la representó un libro sobre El realismo y la literatura contemporánea» y añadir seguidamente que «de entonces acá van algunos; y mis ideas han sufrido variación bastante para que no me sea posible reimprimir aquel trabajo sin grandes rectificaciones; antes bien, habría de hacerlo nuevo, cosa que no me halaga, por el pronto, ni quizá interesaría al público de ahora»13.

Los dos primeros capítulos de este auténtico «primer» libro literario -«La conquista moderna» y «La literatura y las ideas»- constituyen una reelaboración, eso sí actualizada en bibliografía, del ensayo de 1886, una actualización en la que es todavía más patente la influencia del Leopoldo Alas de Doña Berta (1892), y por tanto, de la deriva espiritualista que había emprendido la narrativa europea pocos años antes: «lo que importa es hacerles fijar (a los lectores) la atención en lo que tienen como a la mano, sacándolos de la vulgaridad que produce la irreflexión; y para esto hay que educarlos en la lectura como en los demás órdenes de la vida intelectual, arrancándolos de los libros insignificantes, brutales o visionarios, para subirlos a los que les hablen de las muchas cosas que como hombres interesan a su sentimiento y a su idea. Para lo cual sería preciso que las novelas tuviesen alma, soul como dice graciosamente Clarín, abandonando el exteriorismo en que se retrata la falta de idealidad»14.


La coyuntura historiográfica en la que escribe Altamira

El joven jurista que tan tempranas muestras de interesado en el estudio de la Historia había de ofrecer ya desde sus años de formación, deja entrever en su trabajo sobre el realismo las bases de la «Filosofía de la Historia» que sustentaron la historiografía literaria de su tiempo y la de bastantes años más tarde. Se trata de la visión de la Historia literaria como una alternancia sucesiva de movimientos que se contraponen y se suceden unos a otros; al Neoclasicismo dieciochesco lo desplazaría el Romanticismo, a este el Realismo y, avanzando en los trabajos de nuestro autor, el Realismo vendría a ser reemplazado por el Modernismo; un ritmo histórico que se podría compendiar en la fórmula: «En toda la Historia del Arte bello no se encuentran más manifestaciones fundamentales que la idealista y la realista»15. El ensayo de 1886 abunda en consideraciones históricas apoyadas en este esquema; valga de muestra uno tan significativo como el siguiente del capítulo VII («Lo que es el realismo»):

Todas las revoluciones y corrientes literarias que durante los cuatro últimos siglos se suceden, no son sino tentativas de un arte perfecto, en las cuales domina a veces el idealismo, especialmente en su aspecto clásico no siempre bien entendido y no muy bien aprovechado. Así en Francia, el falseamiento del Clasicismo trajo el pseudo-clasicismo, formalista y grosero a fuerza de querer ser metódico. Siempre dentro de la atmósfera literaria que se creó desde el Renacimiento, la reacción a este pseudo-arte fue el Romanticismo que tuvo del Clasicismo verdadero (ya preconizado entre nosotros por Estala, etc.) la libertad del numen16.



Años más tarde, desde la reflexión del intelectual maduro que ha sabido captar la naturaleza abierta y polisémica de la literatura moderna, vuelve otra vez sobre la validez de este modelo historiográfico para preguntarse sobre el sentido que puede atribuirse a la dialéctica sucesoria de las escuelas literarias: «¿Estaremos ya en el principio del fin de ese tejer y destejar inexplicable? Nadie podrá decirlo; pero lo cierto es que hoy nos acordamos con asombro de aquellos tiempos, no lejanos, en que el realismo y el naturalismo pretendían reducir toda la producción literaria las fórmulas de su sistema, negando en absoluto condiciones de arte a lo que no se plegaba a sus conceptos especiales; de idéntico modo que, en tiempo anteriores, había sostenido igual negación el romanticismo y antes que él, el neoclasicismo»17. Aunque en otras páginas de este libro no parece haber olvidado la dialéctica de los contrarios, como cuando escribe a propósito del Modernismo que «como todas las reacciones, está el modernismo contaminado de aquello contra lo cual reacciona, y una de las cosas en que hereda a sus antecesores es el erotismo, llevado a un extremo de insensatez que sobrepasa la medida de Zola y sus discípulos»18.

Parece evidente que, a la altura de 1905, Altamira, a punto de abandonar la crítica literaria después de vivir como lector atento la experiencia de los cambios literarios, ha sustituido la confianza unívoca de un modelo artístico por una más flexible concepción de lo que pueda ser la diacronía literaria. Más que una impronta de la idea cuasi-biológica de la evolución de los géneros a lo Brunetière, creo que se le ha impuesto la idea optimista de progreso, manifiesta ya en este diagnóstico sobre el porvenir del realismo en 1889 de ser atacado por la «vulgaridad» de los epígonos: «El público acabará por impacientarse de esta repetición de una misma nota, y juzgará que el realismo ha agotado su fondo de producción; si no es que llega a figurárselo, de lo que hay ejemplos, como un usurpador del arte que nada nuevo ha traído. Grave error sería esto último, pero saludable advertencia lo primero; porque es sin duda suicida un arte que ha descubierto tan grandes horizontes, limitando el suyo y agostando antes de tiempo un ideal que, ciertamente, como de la de época, habrá de concluir según todos los ideales históricos; pero que ni es tan viejo para eso, ni debía ser, en razón de su origen, tan pobre»19.

Con todo, la intuición del buen lector que era el joven Altamira de 1886 no le impedía advertir en el romanticismo histórico rasgos propios que sobrevivían en el posterior realismo: «Y diga que la Romántica es más bien una literatura de transición, que no es cristiana ni mucho menos, [...] sino hija de la Revolución [...]. Insensiblemente, tiende al realismo moderno, o mejor, el realismo de hoy, ya libremente practicado, ya en su tendencia naturalista o determinista (naturalismo) tiene aún, sin reconocerlo a veces, muchos dejos y elementos románticos»20.




El lugar de Altamira en la polémica española del realismo

Nuestro autor dejó muy claro en el texto que antes he recordado cómo se había sentido atraído por una controversia intelectual que ocupó a muchos españoles cultos de su tiempo. Me refiero al conocido como el debate sobre el Idealismo y el Realismo, iniciado hacia el año 1856 con la primera Exposición Nacional de Bellas Artes, reiterado en los años setenta y sobrepuesto, a raíz de la divulgación de Zola en la España de los primeros ochenta, al más generalizado debate sobre el Naturalismo.

En otro lugar he exhumado los preliminares de una cuestión disputada con apasionamiento durante bastantes años. Desde luego, los primeros testimonios léxicos de la controversia «idealismo versus realismo» nos sitúan en una cronología análoga a la de los usos del término «realismo» por la escuela pictórica de Courbet y el filósofo Proudhom21. Descontando los numerosos artículos que se dedicaron al tema en España, el recrudecimiento de la cuestión se acentúa a partir de la sesiones del Ateneo madrileño del año 1875 en las que se estudió el realismo en el arte dramático22 y, por supuesto, todas las etapas de la polémica sobre el Naturalismo desatadas en términos académicos por el trabajo de Manuel de la Revilla de 1879. Añadió complejidad a la polémica la identificación generalizada entre el «realismo» y la creación artística hispana de los Siglos de Oro (Velázquez, Zurbarán, Murillo, novela picaresca, Cervantes...) hasta el punto que la ecuación «realismo = arte español» se convirtió en una marca identificadora de la nación española cuyas resonancias han llegado hasta la crítica más ponderada del siglo XX.

Puede compendiar el debate de los años setenta la valoración que de un personaje de la novela de Valera Doña Luz formulaba el progresista Luis Vidart que veía un punto de entendimiento sobre el «realismo» de este relato, «si esta palabra se entendiese como el término medio entre el idealismo, que sólo ve la belleza en los sueños de la fantasía, y el materialismo, que cree que la copia exacta de todo lo que existe constituye la superior expresión del arte»23. Sincretismo y eclecticismo fueron las proposiciones más entonadas en un enfrentamiento ideológico en el que predominaron los prejuicios misoneístas y moralizantes sobre los argumentos estéticos y las consideraciones literarias en su estricta autonomía.

Acabo de decir «argumentos estéticos», y estética, precisamente, es palabra que el joven Altamira emplea con frecuencia en su intervención en el debate. Y emplea este término porque entiende que una discusión teórica de envergadura debe partir de fundamentos sólidos como los que podía proporcionar la reciente rama filosófica acuñada por Baumgartem a mediados del XVIII y en la que el jesuita Arteaga había hecho la primera contribución en español; pocos años antes, en 1883, había iniciado Menéndez Pelayo la publicación de su influyente Historia de las ideas estéticas en España que Altamira muestra tener bien asimilada. De manera que las alusiones del alicantino al autor de la Belleza ideal no están hechas a humo de pajas24. Su voluntad de sacar la discusión sobre el «realismo» del pantano en el que estaba embarrada le permite denunciar la «miopía literaria» de ésta, o que, como escribe en Mi primera Campaña, a Ferdinand Brunetière, uno de sus máximos exponentes, que, según Altamira, «sigue planteando la cuestión al modo tradicional, del que apenas se ha salido en las discusiones, y de cuyo error procede esa incapacidad, en que yace la polémica, de concluir nada cierto ni aprovechable para la literatura»25.

Tienen interés las observaciones lexicográficas que Altamira efectúa a propósito de las palabras «idealismo», «realismo» y «naturalismo», especialmente sobre las dos últimas, identificadas como sinónimas por muchos de los participantes en las controversias sobre el arte de la segunda mitad del XIX. Como ya han anotado Martínez Cachero, Mainer y Schmitz, la tesis central de Altamira es ecléctica y escolar, ya que fija las dos tendencias alternantes de la Historia del arte -Idealismo y realismo- para incluir dentro de la última al Naturalismo que habían suscitado Zola y sus epígonos:

(El Idealismo) tiende, pues, al simbolismo, a la generalización de los tipos, que ya no son éste o el otro carácter, sino el carácter [...]. (El realismo) tiende, pues, a individualizar los tipos, único modo de amoldarse a lo real [...]. Hasta hoy se nos ha mostrado de este modo; prefiriendo el caso particular, y dentro de éste, toda su realidad, ya sea el objeto el hombre (tendencia humanista), ya puramente la Naturaleza (tendencia naturalista)26.






Las aportaciones de Altamira al debate

Lo primero que hay que decir a este respecto es que el futuro historiador de la civilización española sitúa la controversia en el marco de la «literatura contemporánea» española y francesa, si bien se le alcanza algo de la escrita en italiano e inglés27. Y de la literatura contemporánea es la novela el género por el que muestra sus preferencias, el género que -Altamira cita a Barbey d'Aurevilly- es «el último poema pasable para los pueblos fatigados de la poesía» 28. La novela es, sin duda, el género literario que más frecuentaba Altamira, pero, desde la perspectiva de su análisis filosófico, el «Arte pleno, el Arte único y totalmente bello, que viene esencialmente a realizar la belleza, la emoción plenamente calológica, o si se quiere estética» toma cuerpo en el género que algunos llaman «quinto poder del estado y la mayoría de los tratadistas lo reconocen heredero natural y legítimo de la elevada Épica, como su forma particular en nuestro siglo, tal es la Novela»29.

La segunda advertencia que debe hacerse es que Rafael Altamira subsume en la noción de «Realismo» todas las otras denominaciones que se habían empleado en el curso del debate, incluida la de «Naturalismo», ya que los debates nominalistas no eran para él sino impedimento para el avance del saber y «puesto que hablamos de literatura, y de literatura contemporánea, lo que importa es desentrañar su espíritu, marcar sus rumbos y no tener prisa en bautizarla en ismo»30. El naturalismo zolesco, que constituía el asunto central del debate en la década de los ochenta, era para él una mera cuestión muy delimitada en los propios términos en que lo marcaba el escritor francés: «El Naturalismo no es escuela, es tendencia filosófica [...]. Hay que dejar de lado esa consideración puramente científica que embaraza el estudio, y ver la cuestión del realismo desde el punto de vista exclusivamente de la literatura [...]. Para mí el nombre que mejor pudiera designar de un golpe el carácter de la evolución literaria que hoy se opera, ya que el de realismo da lugar a equivocaciones, es el de Experimentalismo. Así se desprende de la lectura de Zola y en este sentido usa él la voz Natural (la realidad), como la usó Céspedes cuando decía: Busca en el natural y si lo hallares»31. En el trabajo de 1889 mantiene idéntica elección, si bien emplea también el término sacralizado por Zola en un emparejamiento de sinónimos -«realismo» = «naturalismo»- que él emplea en expresiones del tipo «realismo en su aspecto naturalista», «realismo naturalista», a punto de llegar al compuesto «realismo-naturalismo» preferido por muchos estudiosos de hoy día.

No creo que la acertada elección terminológica de Altamira respondiese a una intuición del que iba a ser el término triunfante en el léxico de la teoría y la historia literaria durante el siglo XX. En mi opinión, si prefiere la palabra «realismo» es porque él la situaba en el marco del debate «idealismo/realismo» que era, al fin y al cabo, el horizonte de referencia sobre el modo de imitación que aplicaban los novelistas modernos.

He llegado al núcleo del problema que se plantea Altamira, eso sí, en la compañía de otros ensayistas del momento en el que escribe. Problema que se puede enunciar de la siguiente forma: la representación del hombre y de la naturaleza ejecutadas por los narradores modernos que hacían avanzar el progreso de la escritura ¿debía ser una imitación de lo universal o sólo de lo individual particularizado? En la respuesta echa mano de la preceptiva clasicista para todo el utillaje de la distinción entre imitación de lo universal e imitación de lo particular y será muy oportuno el determinar los pasajes de las Poéticas en que se funda (Luzán, de modo evidente). Pero, a fuer de intelectual situado en las inquietudes de su tiempo, escribe en las «conclusiones» del texto de 1886 que «la literatura [...] acude principalmente a la expresión de la vida humana, ya en cuadros objetivos, ya en reflexiones y sentimientos subjetivos del artista»32. Había explicado en páginas anteriores algunos matices de cómo entendía él la «expresión de la vida humana» y la «imitación de la realidad», pese a lo cual el crítico Martínez Ruiz reprochaba al ensayo «La conquista moderna»33.

Ahora bien, dejando al margen la argumentación de pretendido tono estético y los excursos sobre las más variadas cuestiones en los que se extiende Altamira, vistos sus escritos sobre el realismo, hoy día lo que más nos interesa de ellos es lo que afirma acerca de novelas y técnica de novelar. Que el narrador Altamira disfrutaba leyendo novelas realistas no cabe ninguna duda si fiamos criterio en las observaciones hechas al paso sobre un amplio repertorio de las que se habían publicado desde mediados del XIX. Que su estimación de Zola y otros autores era acertada tampoco nos puede sorprender; las sugerencias que formula respecto al estilo analógico del escritor de Medan -que ya había apuntado la Pardo Bazán- adelantan lo que Mitterand, Chevrel y otros muchos zolistas contemporáneos vienen diciendo sobre el doble discurso del novelista galo.

Traspasando el debate conceptual, en muchos pasajes de la serie estos artículos sobre «El Realismo...» y, desde luego, en los capítulos finales (caps. IX-XIII), Altamira advierte de la importancia que tiene la forma en la novela moderna. No se extiende pormenorizadamente sobre este asunto pero sí deja caer inteligentes juicios sobre el papel del narrador y su exigible impersonalidad34, sobre la construcción de los personajes, sobre el tratamiento de los espacios y la simplificación del argumento, sobre el uso de un registro expresivo que garantice un lenguaje actualizador de la vieja noción de «decoro» de la Poética clasicista. Estas consideraciones sobre el arte de la novela se revelan como harto inusitadas en lo que venía siendo el horizonte de preocupaciones entre los novelistas españoles de la época. Me refiero al momento del ensayo en que se propone el estudio de «la forma en la novela moderna»35 y que no queda en un pío deseo, sino que encuentra un modo de respuesta en las apreciaciones generales y los comentarios particulares de Altamira sobre diversas novelas europeas del siglo XIX.

Impersonalidad del narrador, sagacidad en la reproducción del habla cotidiana, dimensión sugestiva de los aspectos subjetivos y la percepción impresionista son otros tantos aspectos de la novela moderna sobre los que podemos leer sabrosas opiniones en unas páginas de teoría y crítica en las que un joven universitario de fines del XIX avanzaba las que iban a ser líneas de su propia creación narrativa. Sobre este territorio de Rafael Altamira hemos oído interpretaciones estimulantes. ¿Podría haber llegado a ser un novelista de primera fila entre los Azorín, los Pérez de Ayala o los Gabriel Miró? Nunca lo podremos saber porque Altamira prefirió volcarse en la escritura de otra novela, la novela de España. Y esa sí que es otra Historia.







 
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