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Altamira y Levene, una amistad provechosa

Eduardo Martiré





Aunque separados por una generación, Rafael de Altamira había nacido en 1866 y Ricardo Levene en 1885, estos dos hacedores llegaron a forjar una amistad estrecha y duradera y sumamente provechosa para la ciencia histórico-jurídica, y en especial, para lo que ellos comenzaron a llamar (creo que por primera vez) la Historia del Derecho Indiano.

De eso tratará mi modesto aporte en un homenaje tan jerarquizado como el presente, en recuerdo de don Rafael de Altamira y Crevea1.

Altamira visitó varias veces la Argentina. En la que hizo en 1909, la última, dictó cursos universitarios en Buenos Aires y La Plata, dentro de un viaje intelectual por toda América, que partiendo de Oviedo de cuya Universidad era catedrático de Historia del Derecho, buscaba establecer lazos intelectuales con los historiadores del derecho de los antiguos dominios españoles de América, a fin de coordinar esfuerzos para el estudio de la Historia Jurídica Hispanoamericana, a la que consideraba principal nexo de hermandad de nuestros pueblos.

Por supuesto que ya por entonces no era Altamira un desconocido en América Española, ni en el mundo científico. Sus obras publicadas hasta entonces: La enseñanza de la Historia, Historia de España y la Civilización española (en 4 vols.), el pequeño pero substancioso manual: Historia de la Civilización Española, o las Cuestiones Preliminares a la Historia del Derecho Español, constituían un alto salvoconducto intelectual, sobre todo porque tenía en América a numerosos lectores, muchos de los cuales merced a su prédica, se convirtieron en sus discípulos.

Una muy popular revista porteña (es decir de Buenos Aires), leída en todos los círculos culturales y políticos del país, ilustrada con fotografías y caricaturas de personajes famosos, llamada Caras y Caretas, recibía a don Rafael con una caricatura muy amable y estas simpáticas rimas:


Dice quien le conoce
Que es un historiador con voz y voto,
Que en la historia encontró su mayor goce,
Y que es más erudito que Herodoto.



Con mayor seriedad, la importante revista literaria La Ilustración Sudamericana, decía de él que se trataba de «un universitario eminente que cultiva ideales de solidaridad entre estudiosos del viejo y del nuevo mundo, o por mejor decir, de acercamiento entre la cultura ibérica y la cultura hispanoamericana».

Altamira, que por entonces tenía algo más de treinta años, estuvo más de tres meses en Buenos Aires y La Plata y su actividad fue múltiple. Sin duda que Ricardo Levene, que por entonces no era aún profesor universitario, y contaba con apenas veinticuatro, lo conoció, disfrutó de sus disertaciones o participó en sus cursos y seminarios. De esa época solo tenemos un testimonio fechado en 1910, el diploma en donde Levene estampó su firma en su carácter de secretario de la Asociación Nacional del Profesorado, que acreditaba a Altamira como miembro honorario de la institución. Pero Altamira no registró esa relación y más tarde pareciera no haber tenido recuerdos de ella, tampoco Levene, aunque ya demostraba conocer la obra del maestro en alguno de sus escritos. Los distintos planos intelectuales en que se movían, y una decena de años de por medio, el uno catedrático y el otro profesor de enseñanza secundaria, aspirante al profesorado superior, deben haber dificultado el encuentro personal, o éste debió ser fugaz.

Levene había quedado hondamente impresionado por la palabra y las ideas del maestro español. En la Argentina un grupo de jóvenes historiadores desarrollaban por esa época nuevos estudios en los que abandonando la simple y lineal historia, fundamentalmente política o guerrera, se inclinaban por una mayor penetración en el tejido del pasado, para abordar aspectos sociales y económicos. Altamira estaba en lo mismo, también él bregaba por una «nueva historia». Pero no solo en estas noveles orientaciones existían coincidencias, también ese nuevo núcleo argentino participaba de la idea, que era asimismo de Altamira, de comprometer a la Universidad en tareas que se denominarían de «extensión universitaria», es decir que sin dejar de cultivar la excelencia en las aulas, debía extenderse la acción benéfica de la Universidad hacia tareas y sectores más distantes de su núcleo central, es decir proyectarse hacia las clases más humildes, obreros y trabajadores en general. Que la Universidad prestara un servicio social.

De manera que eran varias las áreas de coincidencias que animaron a Ricardo Levene, uno de los jóvenes argentinos del grupo de la «nueva historia» a admirar al maestro alicantino.

Por ello, entusiasmado por su prédica, Levene le envió dos obras suyas sobre la época hispánica, primero en 1915 una de economía virreinal, que Altamira acusó recibo con palabras de verdadero interés y un poco más tarde, la que fue el detonante que abriría la amistad de ambos intelectuales por largo muy largo tiempo, hasta la muerte de Altamira. Se trataba de una «lección» titulada Introducción al estudio del Derecho Indiano, con la que Levene iniciaría un largo y fructífero camino por esta disciplina, que si encontraba algunos antecedentes en España y América, era en realidad prácticamente nueva. Sería con Levene y con Altamira, y con la gente formada a su alrededor, cuando alcanzaría la Historia del Derecho Indiano su verdadera importancia.

Altamira se encontró interpretado cabalmente en el contenido de la Introducción, que le envió el joven argentino. Escribió a Levene el 1.º de enero 1917: su texto «me produjo una gran complacencia, coincidimos de tal modo que si usted pudiera haber escuchado mis primeras lecciones del curso de Instituciones de América [dictadas en la cátedra de Madrid, en los años 1914, 1915 y 1916], creería escuchar ecos de esos conceptos, ya que no de su palabra de usted. Por ello y para que viesen mis discípulos que no es solo un español quien dice esas cosas, les leí en una de mis cátedras del pasado mes de noviembre, la lección de usted, marcando los pasajes que más especialmente coinciden con los apuntes que ellos tienen de los referidos años».

Le agregaba en esa carta que estaba formando un grupo de americanistas de los que esperaba frutos notables, a quienes, después de hacer trabajar en el Archivo Histórico y en la Biblioteca Nacional de Madrid, los enviaba al Archivo de Indias de Sevilla, para que aumenten su caudal con documentación inédita. Se despedía con este párrafo cargado de futuro:

«Unidos los esfuerzos de ustedes y de nosotros, guiados todos por la serena búsqueda de la verdad es de creer que dentro de algunos años la historia colonial que se conozca difiera un mundo de la que hasta ahora se ha propalado. A usted le tocará buena parte en esa renovación».

Así se sellaba una amistad intelectual de dos maestros de la historia del Derecho que sólo interrumpiría la muerte de don Rafael en 1951, Levene lo sobrevivirá hasta 1959. Mantuvieron una amistad cordial y verdadera, reflejada en cartas afectuosas, cordiales y «hasta confidentes», en artículos, prólogos y recensiones recíprocas.

Oigámosle caracterizar esa amistad al propio homenajeado de hoy. Decía Altamira, en 1935 al prologar una obra de Levene (es decir casi veinte años después del primer «encuentro intelectual»):

«... sin que mediase ningún conocimiento ni comunicación personal entre Levene y yo y sin que cupiese siquiera la posibilidad de un saber directo y recíproco de nuestros trabajos de cátedra, puesto que nada de ellos había sido publicado, llega a mis manos la Introducción al estudio del Derecho Indiano y veo con satisfacción que cada uno de nosotros, Levene en Buenos Aires, yo en Madrid, al estudiar el mismo asunto, habíamos coincidido en criterios, puntos de vista y conclusiones generales, como si hubiéramos sido compañeros de trabajo de un mismo seminario o laboratorio de investigaciones». Esa coincidencia feliz no fue fruto del más mínimo resquemor y así lo deja indicado Altamira, «porque yo soy de los hombres para quienes la vida espiritual es un ancho accesible a muchos, sin que se estorben mutuamente, y menos aún se hagan sombra: puro engendro ésta, de imaginaciones mezquinas y almas envidiosas. La conformidad substancial comprobaba en mí solamente un sentimiento de tranquilidad científica, puesto que veía confirmados por la investigación ajena, todos los puntos fundamentales de la mía». Era la carta de un maestro, no solo de la disciplina que ambos cultivaban, sino de un maestro de vida.

Las coincidencias, realmente asombrosas, aunque no tanto si medimos los kilates de estas dos figuras de la historiografía hispano-americana, se basaban, según Altamira, en criterios, puntos de vista y conclusiones generales. Y en verdad así había sido.

La Historia del Derecho concebida no tan sólo como una historia de la legislación era principio admitido por ambos. La influencia en el campo jurídico de fenómenos extra-jurídicos, resultaba otra cosa natural para ellos, lo que los apartaba del rígido dogmatismo legal, para apreciar otros modos de creación del Derecho, dando especial importancia en todo momento al resultado de la «aplicación» de las normas al campo preciso americano.

En cuanto al Derecho Indiano, ambos bregaban por un estudio «global» que abarcase el Derecho Castellano y los distintos órdenes de normas vigentes en las Indias. La especial atención a la costumbre como importante fuente de normas castellanas e indianas también les hacía coincidir.

Altamira decía en su Manual de Investigaciones de Historia del Derecho Indiano, editado en 1948, que era imposible hacer una historia del Derecho Indiano con el mezquino aporte de las leyes regias o del Consejo o algunas ordenanzas virreinales, por ello destacaba la necesidad a encontrar en otras fuentes, tal vez más modestas, del Derecho Indiano el cuadro completo del «ordo iuris» que rigió en las Indias españolas. Levene, al comentar esa obra asentaba su total coincidencia. El verdadero Derecho Indiano, señalaba, «era el que nacía en el lugar, reconocido genialmente por España, lo mismo respecto de las instituciones indígenas supervivientes de la Legislación de Indias, el derecho indiano propiamente dicho emanado del Virrey, Gobernador, Audiencia, Cabildo, Consulado y otros organismos regionales».

Ambos otorgaban, sin embargo, una gran importancia al documento, al texto escrito, que según aclaraban, no significaba, ni mucho menos, la realidad vivida, sino que había que combinarlo con las otras «fuentes» de conocimiento histórico, pero que sin embargo consistía en el punto de partida de toda investigación seria, especialmente histórico-jurídica.

Se ha dicho, creo que con acierto, que los trabajos de ambos fueron utilísimos para señalar rumbos, más aún que los resultados de sus propias investigaciones, con ser sin duda ellas, conquistas pioneras de la ciencia jurídica española y americana, dirigidas a destruir mitos de leyendas negras o rosas y a restablecer la verdad, sin retaceos ni remilgues.

La amistad de estos dos maestros ha quedado plasmada en un extenso epistolario, Levene sabía decir con gracia «con Altamira nos escribimos como si fuésemos novios». Sin embargo solo conocemos las cartas que guardó Levene de Altamira y que se encuentran depositadas en el Archivo Ricardo Levene de Buenos Aires; las de Levene a Altamira, que quedarían sin duda en su poder, no han podido ser ubicadas hasta ahora. Yo mismo durante esta visita tan entrañable a Alicante he procurado hallarlas con el auxilio inestimable del querido amigo de tantos años, Profesor Agustín Bermúdez, sin éxito. Sería magnífico que este tan digno homenaje excitara a algún historiador español, ya que las cartas se encuentran sin duda en España, a dar con esas amistosas epístolas, seguramente llenas de ideas y discusiones amables, como las que conocemos de Altamira, que se guardan en Buenos Aires. Se podría así reconstruir un diálogo científico de alta calidad y de gran importancia para todos los estudiosos de la historia jurídica española y americana.

Altamira estuvo presente en varias de las obras que dirigió o editó Levene, donde colaboró con vasta erudición, su prosa precisa y su cabal magisterio. Me permito recordar, por ejemplo, la colaboración de Altamira en la Historia de la Nación Argentina, de varios volúmenes, que editó la Academia Nacional de la Historia, dirigida por Levene; y la obra de Altamira: Análisis de la Recopilación de las leyes de Indias de 1680 (de la que enseguida diré algo más) que vio su luz como edición del Instituto de Historia del Derecho, que fundara Levene en Buenos Aires y de quien Altamira era miembro correspondiente, como también lo era de la Academia Nacional de la Historia, a la que se incorporó a instancia de su amigo y colega argentino.

Por lo demás la presencia de Altamira en la Argentina no solo se advertía en obras de gran envergadura, sino en su colaboración frecuente en la sección literaria del periódico La Nación, el más importante de nuestro país y uno de los principales de habla española.

El alejamiento de Altamira de España en 1936 lo alejó también de algunos de sus discípulos, abriendo en su corazón una herida profunda. Por fortuna hubo quienes reconocieron su maestría en cualquier circunstancia, que él se complacía en señalar. La fidelidad, el agradecimiento afectuoso y el reconocimiento de ser su rendido discípulo por parte de quien sería uno de las figuras ilustres del Derecho Indiano, hablo del querido profesor y gran amigo, Don Juan Manzano y Manzano, fue siempre para el maestro un bálsamo que compensó otros disgustos.

A veces la impresión de una obra de Altamira resultaba un camino no fácil. Fue el caso de su Análisis de la Recopilación de leyes de Indias que mencioné hace un momento, que Levene se había propuesto editar en Buenos Aires. Decidido a que el Instituto que dirigía publicase la obra del exiliado, que juzgaba de gran importancia para la Historia del Derecho Indiano. La circunstancia de hallarse Altamira en Holanda y la de haberse trasladado de ese país a Francia ante la invasión alemana de Holanda, entorpeció la llegada a manos de Levene de los originales de la obra. La tarea se hacía difícil para que el autor hiciese llegar sus folios a Buenos Aires. Pero Levene no era hombre de arredrarse fácilmente. De inmediato comprometió a su amigo el embajador argentino en Francia, Miguel Ángel Cárcano, distinguido historiador y académico de la historia en nuestro país como él y Altamira mismo lo eran, para que gestionase el envío, cuando ya Altamira se encontraba en la ciudad francesa de Bayona. Merced a esos buenos oficios diplomáticos, los originales llegaron sanos y salvos a Buenos Aires y el libro se imprimió en 1941 con el sello editorial del Instituto que dirigía nuestro maestro Levene. Altamira había fechado la obra en 1938. La dedicó, como era de esperar, a Levene, con estas palabras: «buen historiador, buen patriota, buen amigo».

Pero si en ocasiones no hubo pleno y total acuerdo entre estos dos grandes historiadores del derecho, tampoco ello se tradujo en posiciones encontradas. Veamos un ejemplo: Levene patrocinó en 1948, animado por su constante visión hispanista, que la Academia Nacional de la Historia de la Argentina, que presidía, recomendase cambiar la expresión «época colonial», con que se mencionaba usualmente el período de la dominación española de América, por el de «período hispánico». Era la denominación correcta, pues las Indias a su juicio jamás habían sido «colonias» de España, sino provincias, dominios o reinos, dando claro está al término «colonización», cumplida por España en América, un fuerte sentido civilizador, que no podía asimilárselo al que correspondía, en cambio, a las posesiones de otras naciones, que fueron verdaderas «colonias» al sentido clásico e incluso factorías. Por ello debía hacerse la distinción (En 1951 publicó su célebre obra, en la que afirmaba ese concepto, muy difundida por cierto, Las Indias no eran colonias, editada por Espasa Calpe en su Colección Austral).

La Academia, luego de un debate importante, aceptó la tesis de su presidente y emitió la declaración, que recorrió el mundo intelectual en busca de adhesiones. Levene, sin duda, esperaba el apoyo entusiasta de su amigo Altamira. Lo logró a medias y seguramente con fastidio, por provenir de un español.

El maestro alicantino puntualizó algunas diferencias importantes, aunque dio el gusto a Levene, al conformarse en suma con la declaración. Oigámoslo: «Estoy de acuerdo con usted en cuanto a la calificación del período colonial. Es cierto que en él los españoles y los gobernantes metropolitanos colonizaron propiamente y con pleno sentido de esa palabra, pero también es científico que la denominación territorial fue la de Provincias, Dominios, Reinos. Todo el problema consiste en no confundir ambas cosas, que no son contrarias y que corresponden cada cual a su distinta función. La política propiamente dicha es, sin duda, la que usted prefiere y yo acepto en ese sentido». Pero Altamira continuó utilizando la palabra «colonia» indiscriminadamente. En su Diccionario publicado en 1950 estampa las aclaraciones que le hizo llegar a Levene años atrás. ¿Era una amable adhesión a una expresión a la que el historiador español no le daba la trascendencia en que se había empeñado su amigo argentino, tal vez más entusiasmado por su amor a España, que por otras consideraciones rigurosamente históricas?

Fue la de Altamira y Levene una amistad realmente provechosa para la Historia del Derecho en general y para la Historia del Derecho Indiano en particular. Ambos legaron además discípulos que honran la disciplina, del lado de Altamira destacamos los nombres ilustres de José María Ots Capdequí, Javier Malagón Barceló, Silvio Zavala y Juan Manzano; del lado de Levene: Sigfrido Radaelli, Ricardo Zorraquín Becú, José María Mariluz Urquijo, y Víctor Tau Anzoátegui y tantos otros que, como yo mismo, integramos con orgullo la «Escuela de Levene» y hemos seguido la senda abierta por el maestro en el cultivo de la Historia del Derecho Indiano.

Para ir cerrando esta breve disertación, o tal vez no tan breve, quiero señalar que ambos maestros no fueron reacios a la incorporación de jóvenes estudiosos ni a la agrupación de viejos y nuevos valores en un ambiente científico que los uniera en un diálogo periódico en beneficio de la historia jurídica indiana y de cada uno de ellos. Tanto Altamira como Levene se entusiasmaban con la idea de una institución que pudiera abarcar a los estudiosos del Derecho Indiano de América y España y de otros países, unidos tan solo por la devoción a la ciencia y en especial al estudio del Derecho Indiano, maravillosa herramienta de gobierno y de paz social aplicada por España en América a lo largo de más de tres siglos.

No lo lograron en vida, pero su entusiasmo dejó abierta la brecha para que en 1966 Alfonso García-Gallo, de España, Alamiro de Ávila Martel, de Chile, y Ricardo Zorraquín Becú, de la Argentina, fundaran el Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, del que hay varios miembros titulares entre nosotros. Uno de los cuales, el profesor Feliciano Barrios, organizó el XII Congreso de ese Instituto en Toledo en 1988, con éxito singular, agrupando a especialistas de todo el mundo. Posteriormente se ha celebrado otro encuentro, el XIII, en Puerto Rico y esperamos reunimos nuevamente en Lima el año venidero, para celebrar el XIV Congreso. Los sueños de Altamira y Levene se han hecho una realidad palpable y exitosa. Tengo que confesar que aprecio como especial honor ser Secretario de ese Instituto desde su fundación.

El paralelismo entre Altamira y Levene, como señalara con acierto en 1949 uno de los dilectos discípulos de Altamira, José María Ots Capdequí, ha sido singular: «La labor historiográfica de Levene representa en América algo de tan alta significación como la alcanzada en España por la obra americanista del maestro Altamira».

Si no bastaran los firmes lazos de amistad y cooperación material e intelectual que unen a nuestros dos países, revividos en circunstancias difíciles de ayer y de hoy, bastaría acudir al español Altamira y al argentino Levene para anudarlos nuevamente, con la fuerza imbatible que otorga el talento puesto al servicio de la verdad histórica, que es la base inquebrantable de la identidad de nuestras naciones.

Termino ya: En la base del magnífico monumento (el más grande de la ciudad de Buenos Aires y uno de sus mejores oropeles) que «España y sus hijos», como reza la leyenda de su pedestal, donaron a la Argentina al conmemorar el centenario de su vida independiente, y cuya piedra basal colocó la Infanta Isabel, en 1910, pero que por imprevisibles circunstancias solo fue inaugurado en 1927 por el Presidente Marcelo Torcuato de Alvear, con la presencia del duque de Amalfi en representación de Alfonso XIII, se estamparon estas palabras, que parecieran inspiradas en la obra americanista de nuestro homenajeado y de «su amigo argentino», calurosamente aplaudidas, en ese acto inaugural, al que asistía Ricardo Levene, como Presidente de la Academia Nacional de la Historia.

Quedó grabado allí y allí quedará para siempre:


Uno mismo el idioma
De una misma estirpe
Grandes sus destinos.



Pudiesen haber llevado la firma de Rafael de Altamira.

Muchas gracias.





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