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ArribaAbajo- XVII -

A continuación verás, oh lector amable y socarrón, mi formidable discurso, precedido de un ligero introito descriptivo... Mi hermana y mi padre se encargaron de colocar a los caballeros y señoras en ringleras de sillas puestas en tres lados de la sala, dejando la cabecera de esta para las personas de más viso, y para desahogo del orador. Yo improvisé una tribuna con tres sillas cuyos respaldos me separaban del público, ofreciéndome apoyo y resguardo. Con cuquería teatral me abstuve de aparecer ante mi auditorio hasta el momento de comenzar mi oración. Desde la puertecilla por donde había de entrar miré y examiné a mi público, conforme se iba instalando. Vi señores acartonados, predominando los narigudos sobre los chatos, serios todos como si estuvieran en misa; vi a la derecha, en el término más lejano, señoras gordas, señoras flacas, algunas de buena presencia y aire aristocrático dentro del tipo lugareño. En la primera fila lucía un grupo de tres damas, una de ellas muy aventajada de pechos, la cara bonita. Vestían todas de negro, con excesiva honestidad, pues apenas dejaban ver el cuello carnoso. Sobre la obscura vestimenta se destacaban escapularios y medallitas. Gente aldeana de ambos sexos ocupaba las filas menos   —186→   visibles, pues los sitios delanteros eran para el señorío y los curas...

Tal era mi público, arcano cuyo seno guardaba la rechifla o el aplauso. Aunque nunca me ha faltado el valor en casos semejantes, sentía ligero escalofrío, y mis ideas se acobardaron, refugiándose en lo más hondo del cerebro... Pero llegaba el instante en que el pundonor y el sentimiento del deber habían de arrollar al miedo y a los falsos escrúpulos con que el alma desconfía de sí misma... Tendí mis ojos sobre el apretado concurso. El aleteo de los abanicos me infundió ánimos, no sé por qué. Tras de cada abanico, adiviné un corazón de mujer... ¡Ah!, mujeres. ¡A ellas!, me dije, y salí. Acogido fui por un murmullo; que allí no se estilaban los aplausos. Puse las manos sobre el respaldo de las sillas, que eran mi tribuna, y con firme aliento, y plena conciencia de mi triunfo ante las damas y mujeres, solté las primeras palabras: «Señoras..., señores...».

Una pausita, y seguí: «Soy un pobre peregrino que ha venido de la región del pecado a esta comarca de la inocencia y las virtudes. Salí de aquel infierno agobiado por el peso de mis culpas; pero la voz de Dios me alentó en los primeros pasos; la voz de Dios me iluminó el alma; en el áspero camino lloré mis errores, y una vez llorados y aborrecidos, el arrepentimiento me dio nueva vida... El ambiente puro de esta tierra completó mi regeneración, y el ejemplo de vuestras virtudes me da valor y alientos para dirigiros   —187→   la palabra. Soy un alma que ha conocido el mal, y ahora se espacía en el bien, sintiéndose hermana de las almas buenas, y aspirando a perfeccionarse viviendo entre vosotros con familiares lazos de amor. Os entrego mi corazón, os entrego mi alma toda, para que la fundáis con las almas vuestras. Vuestro pensar es el mío. No me falta más que poseer vuestra lengua, la más antigua y la más hermosa del mundo, para poder con ella cantar en voz baja las bellezas de vuestra tierra y en voz muy alta, pero muy alta, el nombre de Dios y las glorias de su santa causa».

Circuló murmullo de aprobación. Adelante. «Dios me ha dado el singular galardón de traerme a su campo, a su solar amado y predilecto, donde prepara la redención de la mísera España, que sería, como sabéis, su nación preferida, si ella se organizase a la usanza vuestra, y desechando sus vicios y desnudándose de la costra leprosa de sus herejías, se vistiera del esplendor de vuestra fe y de la gala de vuestras resplandecientes virtudes... Pero ¡ah!, la redención de España está lejos, queridas hermanas, queridos hermanos; y está lejos, porque la vuestra, que ha de preceder al salvamento de todo el pueblo ibero, no está cerca, no. Mucho tendréis que hacer aún, ¡oh gloriosos vascos!, para poner el problema en su verdadero estado de intenso desarrollo. Permitidme que os exponga las ideas, fruto de mis largas meditaciones en esta tierra bendita. Oíd el parecer de un férvido   —188→   creyente que en largas noches, invocando el auxilio de la Divinidad, ha estudiado el presente, adquiriendo la clara visión del porvenir... La causa de Dios triunfará en Vasconia, y en Vasconia tendrá su principal asiento, cabeza de todos los reinos católicos de nuestra España... Habréis visto, amadas hermanas y hermanos, que la guerra encendida para restablecer el imperio de la fe se ha visto frustrada. Abrid los ojos y ved bien claro, como lo veo yo, que Dios no quiere traeros la verdad por mano y designios de reyes grandes ni chicos, ramas una y otra de un árbol podrido. No; no esperéis nada de los reyes, que conquistan el suelo para hacerlo suyo y llenarlo de formas de tiranía. Yo no distingo de reyes, ni disputo por legitimidades que sólo son juego de palabras. Todos los reyes son ilegítimos, todos llevan en la cimera de sus cascos estos o los otros signos; en la redondez de sus cabezas, estos o los otros sombreros».

Estupor en el público... En él se oiría el vuelo de una mosca... Sin perder el hilo de mi razonamiento, observaba yo las caras de mi auditorio, y en ellas vi asombro, terror... Pero no me importaba. Tomé aliento, bebí un poco de agua, que me habían puesto en una mesilla cercana, y seguí muy sereno preparando la bomba cuyo estallido debía ganarme la voluntad de todo el concurso. Seguí: «Mi declaración os causa sorpresa, y alarma por un instante vuestras conciencias honradas. Pues si a todos los reyes, decís, debemos   —189→   declararlos ilegítimos; si ninguno de ellos ha de traernos la luz celestial; si no debemos luchar por reyes ni príncipes ni fantasmones más o menos coronados y galonados, el orador quiere que instituyamos una república, y esa república será el ara santa donde se consagre la unión de todos los católicos pueblos, la paz, el bienestar, la dicha... Sí, hermanos queridos, la república es nuestra salvación».

Inmensa ansiedad expectante en el público. Hice una pausa. Paseé mis miradas arrogantes por las caras de señoras y caballeros, y como había tomado ejemplo de Fray Gerundio para producir los grandes efectos oratorios, les dejé en el tormento de sus dudas, y cuando me pareció bien, tomado otro traguito de agua, proseguí: «¡Sí, la república...! Pero no es aquella bacante semi-desnuda y escandalosa, hija de Satán, que trastorna con su bello nombre y su infernal doctrina a los pueblos y ciudades de Castilla; no es la bestia roja, sanguinaria, ebria de vino y de mentirosas filosofías; no es esa, no. Esa república será barrida como los despojos de Carnaval que ensucian las calles el Miércoles de Ceniza; esa república tendrá sus altares en los manicomios, donde expirarán todos los que la profesan, y donde se extinguirán sus alientos con rugido de fieras moribundas. La república que yo preconizo y anuncio es otra, es la que lleva en sus sienes, por corona, la luz del Espíritu Santo, la que en los bordes de su clámide lleva bordadas   —190→   las inscripciones Fe, Esperanza y Caridad, la que en su seno purísimo agasaja la paz, la que con sus labios imprime el beso del ardiente amor de Dios...; esa república, hermanos queridísimos, es... la Iglesia».

El enorme efecto se produjo, y aguzando mi voz para dominar los murmullos de entusiasmo, remaché la frase: «La Iglesia católica, apostólica, romana...». «Ya veis, cómo al arrancar de vuestras opiniones la figura borrosa y descolorida de estos reyes de faramalla, os presento la imagen de Cristo, Rey de los pueblos católicos, Cristo, Rey de España... Y siendo Vicario de Cristo, y su cabeza visible el Romano Pontífice, os digo: Durangueses, pueblo todo vasco-navarro, derribad los ídolos dinásticos, usurpadores de la autoridad, y poned en el trono vacío la excelsa soberanía del Papa... Oídme ahora este argumento decisivo: ¿No nos gobierna el Papa en lo espiritual; no es él quien nos impone el dogma y vigila su cumplimiento? Pues si gobierna en lo espiritual, que es lo más, ¿por qué no ha de gobernar en lo temporal, que es lo menos? ¿No se os había ocurrido este razonamiento? ¿No pensabais que el gobernador espiritual debe gobernar también en el terreno de las menudencias de la vida? ¿Qué es lo espiritual?: la vida infinita. Pues englobad lo finito en lo infinito, mirad lo finito como cosa baladí al lado de lo infinito».

Entusiasmo loco. La convicción ganó todos los ánimos. Me aplaudieron. La señora gorda   —191→   y guapa más visible entre las damas, me miraba no ya con admiración, sino con arrobamiento. Mi padre, sentadito en forma de ovillo no lejos de mí, tenía ya el pañuelo tan mojado de sus lágrimas que se las bebía por no poder secárselas. Adelante con mi bravo discurso: «Ya sabéis, ¿qué católico no lo sabe?, que el Santo Padre tenía en el centro de Italia sus Estados, de los cuales era Rey. Donación del Altísimo eran aquellos Estados, los más felices de la tierra mientras vivieron bajo el mando, bajo el dulcísimo gobierno de Su Santidad. Pero el Infierno alborota la Italia; el Infierno coloca en el trono de un pequeño reino de Italia llamado Cerdeña a un cerdo que lleva el nombre de Víctor Manuel, y este cerdo arrebata al Pontífice sus Estados, dejándole preso en su palacio. ¿Por qué ha permitido Dios tal iniquidad? Porque previene a Pío IX mejor casa y estados mejores y reino más grande... Ya lo adivináis. Vuestros corazones se anticipan al pensamiento... El nuevo Estado Pontificio es España, y contra España pontificia nada podrá el Infierno, ni los Víctor Manueles de los cubiles de acá y de allá prevalecerán contra la voluntad de Dios... Pero Dios espera, Dios quiere que los pueblos que le son queridos se penetren de su voluntad, y den muestra de querer realizarla. Claro es que Dios puede hacerlo cuando guste; pero le agrada en extremo que su pueblo más querido se anticipe, y reclame el honor de declararse propiedad del Vicario de Cristo... Ya lo sabéis, hijos   —192→   de Vasconia. Si el Espíritu Santo, como creo, ha sugerido a vuestras almas la idea de la Pontificia República, no vaciléis, no durmáis, no esperéis a mañana. Id a Roma, damas y varones escogidos de Dios, y decid al Supremo Jerarca: Padre Santísimo, si Estados os quitó la iniquidad de un Rey, tomadlos mejores y más ricos en la Península católica, donde la Reina de los Ángeles tiene su más extendido y ferviente culto, en la tierra bendita, madre de los santos y fundadores más gloriosos. Por de pronto, podréis tener por vuestros los vastos dominios que se extienden desde el Roncal a Carranza, salida y puesta del sol; por Septentrión, el Cantábrico mar y cordillera pirenaica, y al Sur montañas de Burgos, curso del Ebro...».

Sonidos guturales, ayes de admiración, palmadas... Estaban locos. La señora gorda me comía con sus ojos. En ellos y en su lozano rostro encendido por el calor y el entusiasmo fijé yo los míos, y para ella dije: «Pedid al Santo Padre su bendición y os la dará gozoso, y vosotros le diréis: 'Santísimo Padre, mandad al punto a vuestro nuevo territorio todos los frailes y monjas que tengáis disponibles, y que sean de diferentes órdenes, sin que ninguna falte, y con la sola invasión de esa católica hueste, dad por conquistado vuestro reino, y bien asegurado contra heresiarcas y contra la peste de nefandos políticos. Los varones religiosos, astros de virtud y profesores de fe, se difundirán por toda la Península, y ya no hace falta más.   —193→   Pero mandad muchos, Santísimo Padre, los más robustos, los más enérgicos, los más sabios, y con ellos mandad cuantas vírgenes o esposas del Señor tengáis en vuestros sacros monasterios. No os arredre el número, que allí hay sustento y holgadas casas para todos, y dinero de largo para cuanto hubieren menester'».

El regocijo de mi público iba en aumento, y yo, creciéndome y agigantándome sin necesidad de tacones, llenaba el mundo, a mi parecer, con mi exaltada oratoria, y al cielo tocaba con mi gesto no menos elocuente que mi palabra. Para ofrecer a mi auditorio, en forma práctica y fácilmente accesible a los más obtusos, la idea de mi República Hispano-Pontificia, tracé el siguiente cuadro estadístico: «No terminaré, señoras y caballeros, sin daros una síntesis clarísima de los nuevos Estados de Dios, gobernados por su Vicario en la Tierra. Admitid que las órdenes religiosas difundidas por toda España y adueñadas de las conciencias, declaran constituida la divina República. Admitid esto y dadlo por hecho, y veréis el grandioso espectáculo de una nación organizada por el Espíritu Santo. Rey ni Roque no necesitamos, porque nuestro soberano es el Papa, residente en Roma, o residente en España, en la ciudad que más le conviniere. Los ministros podrán ser siete, ocho, según lo demande el interés público, y serán escogidos entre los arzobispos y los priores o abades de las Congregaciones. Desaparecerá, pues, de un soplo   —194→   la nube de politicastros que cual langosta devora toda la riqueza del país. Congreso y Senado pasarán también al estercolero, y en su lugar tendremos un Concilio permanente, que se formará con individuos del Episcopado, Padres de la Compañía de Jesús, reverendos párrocos y sabios religiosos de distintas órdenes. Los funcionarios subalternos de los Ministros, los embajadores o nuncios serán también obispos, deanes, arciprestes, según la categoría del cargo; los gobernadores y alcaldes se reclutarán entre los párrocos de más autoridad y circunstancias, y en cuanto a lo que hoy se llama Tribunales de Justicia, os diré que a la Iglesia le sobra personal para constituir, con los sabios agustinos, dominicos y jerónimos, cabildos jurídicos que vean y sentencien con recto juicio todas las causas civiles, criminales y eclesiásticas... Ya veo en vuestros rostros que mentalmente formuláis una pregunta: ¿Y Ejército? Os diré con la rudeza que pongo en mis opiniones, que el actual elemento armado será reconstituido después de una escrupulosa purificación, para lo cual se formará un elevado Consejo presidido por un obispo. Serán vocales de ese magno Consejo personas de acreditado conocimiento y experiencia en lo militar y en lo religioso, que de sobra tenemos, bien lo sabéis, varones doctos, guerreros y píos, que sepan desempeñar función tan delicada».

Vehemente aprobación, y voces afirmativas... que sí, que sí... Y yo me encaminé sereno   —195→   y majestático 3 al coronamiento de mi aparato lógico: «Sólo me falta deciros que para la realización de este divino ideal, de lo que llamaríamos Política de Dios y Gobierno de Cristo, hemos de establecer la estricta unidad de sentimientos religiosos, hemos de conseguir que en toda la Nación no exista una sola alma que discrepe del sacrosanto dogma. ¿Qué necesitamos para este fin indispensable? Pues necesitamos un órgano, un instrumento de limpieza, un salutífero purificador de las conciencias. ¿Y cuál es este órgano, este instrumento en que se combinan lo divino y lo humano? En la mente de todos los que me escuchan, en sus labios, diré con más propiedad, está la respuesta. El órgano purificante y unificante es la dulce Inquisición... Sí, la llamo dulce porque sus efectos nos llevarán a un dulcísimo estado de beatitud, porque los rigores que a veces empleara contra la herejía son cosa blanda en parangón de la paz y dulcedumbre que ha de dar a la Nación, porque si emplea el fuego para ahuyentar a los demonios, nos trae frescura y aire delicioso con el batir de alas del sinnúmero de ángeles que el cielo nos enviará para consuelo y alegría de las almas españolas».

Delirio, palmoteo frenético, berridos de aldeanos, lloriqueo de señoras... Y yo tenza que tenza como el célebre mentiroso Manolito Gázquez, bailando en el aire, quiero decir que alentado por los aplausos, disponíame a terminar del modo más airoso. Con rápida   —196→   visión retórica, comprendí que el final debía ser en extremo patético y dulzón. Allá va: «Ya he cansado bastante a este noble auditorio; ya debe este humilde orador católico volver a la obscuridad de que nunca debió salir, de que salió por vuestra benevolencia y caridad, digo caridad porque tal me parece el hecho de que os hayáis dignado oírme. Os debo gratitud eterna por vuestra benevolencia, y a ella correspondo diciéndoos que ese galardón de vuestras almas generosas es el más preciado que pude soñar. No veáis en mi pobre discurso primores de inteligencia, ni recursos de erudición, ni ornato de filigranas retóricas; no veáis más que ardor de fe, y sinceridad de creyente postrado ante los altares de Dios. Lo que habéis oído es fruto, más que del estudio, de la oración, de embebecer el alma en la contemplación de la Divinidad y dormir en el éxtasis como el niño inocente en el blando regazo maternal. En mí no veáis ciencia; en mí no veáis la vana sabiduría que adquiere en los libros, obra comúnmente de la superchería o del orgullo; en mí no veáis más que amor, que es la fuente de todo bien, manantial que nace en la grada más alta del Trono del Altísimo y viene murmurando suaves promesas hasta nuestras almas sedientas. El amor de Dios que me abrasa con llama inextinguible, me ha enseñado el amor de las criaturas. Mi enseñanza es amor, y entiendo que el sublime plan de República Hispano-Pontificia sólo por el amor puede traerse a la realidad. Y en   —197→   verdad os digo que sin amor no saldréis de la esclavitud en que vivís... Amaos los unos a los otros. Amad a vuestros enemigos, amad a vuestros amigos. Os lo dice y os lo encomienda con efusión ardiente el que, subiendo desde el error a las cimas de la verdad, aprendió esta suprema ley; el que vivió en el pecado y se regeneró en la virtud; el que fue ciego y hoy iluminado por el fuego de la fe, es todo sentimiento, todo piedad, todo amor... He dicho».

El esfuerzo para terminar con brío, el espasmo oratorio me dejaron sin aliento. Me vi en brazos de mi padre que al estrujarme en ellos me privó de la respiración: el raudal de sus lágrimas me anegaba el rostro. Mi hermana lloraba también, abrazándome y dándome besos, mientras el bárbaro de su marido gritaba: «Lo que saber chico, pico de oro tener hablando». El público en masa avanzó impetuoso hacia mí para felicitarme con palabras cariñosas y exclamaciones de entusiasmo. La señora gorda y bonita fue de las primeras que a mí llegaron, trayendo consigo dos damas flacas un tanto narigudas, de cuyos labios oí plácemes afectuosos en una jerga mixta de castellano y vascuence. En la señora simpática pude advertir una subida coloración del rostro, del exceso de entusiasmo, y un trémolo de la voz que me indicaba su modestia, como si se creyera indigna de hablar conmigo. Apretándome las manos entre las suyas calentitas, me dijo: «¡Qué sublime orador! ¡Qué gloria oírle!...   —198→   Aquí no se ha conocido quien a usted iguale ni quien como usted posea el arte de conmover». A su correcto castellano contesté con vehementes gratitudes, y ella, hecha un merengue, hablome de este modo: «Sería cosa de pedir a usted que le oyéramos todos los días. Yo he comprendido todo, tan bien lo decía usted y con tanta claridad lo exponía. Todo lo he comprendido. Sólo me han quedado dudas en un punto. ¿En la nueva República, los militares vestirán el uniforme que hoy usan, o un traje como los caballeros de Calatrava y Santiago, con birrete y manto blanco?».

-Sobre ese punto y otros que no he podido explanar en esta oración sintética -le respondí muy fino-, daré a usted explicaciones latas cuando tenga yo el honor de visitar a usted para ofrecerle mis respetos.

-¡Oh!, cuando usted quiera.

-Molestaré quizás...

-¿Molestia? Ninguna. Vivo sola con dos muchachas. Mi esposo está en Cuba, empleado en la Aduana... Salgo poco de casa. De ocho a nueve todos los días voy a misa a Santa María, y por la tarde al rosario... Tendré mucho gusto...

Despidiéndola cortésmente para dar paso a otras y otros que acudían a mí, dije para mi sayo: «Conquista tenemos». Largo rato duró el sofocante jubileo de plácemes y apretujones. Las pobres aldeanas expresaban con sencillez candorosa el deleite de haberme oído, y salían clamando: «¡Viva Dios y viva   —199→   el Santo Papa nuestro Rey!». Harto expresivos fueron los padres de mi novia y mi novia misma. En los ojos de esta conocí que había llorado. Apretome el brazo hasta el dolor, muda y bestial expresión de sentimientos que parecían instintos. El padre me dijo que sabía yo por doce obispos, y la madre me soltó este requiebro: «Tanto como chico, grande ser tú, hijo mío, de saber y sermón bonito».

La felicitación y el abrazo de mi amigo el cura Choribiqueta fueron también muy expresivos, si bien con un poquito de reserva, que no pudo disimular. Le invité a no escatimar conmigo su confianza, y a mis razones contestó estas, que oí con el respeto debido a su grande autoridad: «Muy bien, querido Tito, soberbio. Ha estado usted imponderable en la dicción, sublime en la idea y plan del Gobierno de Cristo, por su Vicario el Papa. Es usted un orador que se deja en mantillas a los Manterolas de aquí y Castelares de allá. Conforme en todo, menos en una cosa; y pues usted me pide franqueza, allá va mi parecer sincero. Todo me ha parecido bien, menos la idea de meternos aquí todos los frailes de la Cristiandad. ¿Para qué queremos aquí tal aluvión y acarreo de regulares? Nosotros los seculares nos bastamos y nos sobramos para todo lo que haya que hacer. Sobre que son en su mayoría un hatajo de gandules que vienen aquí con hambre atrasada, y en poco tiempo consumirían todas las subsistencias de la Nación, querrían   —200→   mangonear ellos solos y nos reducirían a una servidumbre vergonzosa. En la clerecía de aquí hay bastante personal para desempeñar cuantas funciones civiles, judiciales y aun militares se nos encomienden. De mí sé decir, sin jactancia, que me creo tan apto como el primero para ser, al par que un párroco modelo, un ejemplar alcalde. Sí, Tito, sí; yo gobernaría esta villa mejor que nadie. Bien apañado estaría el pueblo, y bien derechos andarían todos mis administrados, que al propio tiempo serían mis feligreses. ¡Ayuntamiento y parroquia en una pieza! ¡Qué gusto! Pues aún me sobraría tiempo para otro cargo, por ejemplo: maestro de escuela... A los chicos los despacharía yo en dos palotadas... Conque ya sabe usted lo que piensa un hombre que siempre dice la verdad. Recorte usted eso de la traída de frailes y monjas, y en lo demás conformes, y grandemente entusiasmado de su talento, de su oratoria, de su arranque... ¡Viva Dios Uno y Trino, y la Purísima Concepción, Madre del Verbo, inspiradora de toda elocuencia!».

De los demás curas recibí enhorabuenas, no todas ardorosas, algunas bastante frías como de quien no ve con buenos ojos al que descuella demasiado pronto, y gana con un solo acto la voluntad colectiva... Avancé en la sala para saludar a los que humildemente iban saliendo sin atreverse a dirigir la palabra al gran orador. A muchos di mis gratitudes, y en uno de los grupos rezagados que requerían con apreturas la puerta de salida   —201→   distinguí una cara de mujer que me dejó paralizado de estupor. O yo veía visiones, o la que vi era Mariclío en apariencia equívoca, medio señora, medio aldeana. Con trabajo y abriéndome paso como pude llegué hasta ella. Me miraba y reía. Cuando a su lado estuve, acercó su boca a mi oído para decirme con susurro: «Eres el granuja de más chispa que he visto en el mundo. He pasado un rato delicioso oyéndote desatinar con tanta gracia y picardía. ¡Y esta pobre gente tan consentida!... Te han tomado por el Espíritu Santo».

Interrogada por la razón de su presencia en la villa de Durango, me dijo así: «Aquí he venido creyendo encontrar algo de provecho. Me parece que nada bueno podré llevarme, como no sea tu discurso, que quizás, bajo la forma de jácara o entremés de burlas, entraña no pocas verdades para el día de mañana... Pero no hablemos más aquí. Vivo en una posada o parador, a la entrada del pueblo viniendo de Bilbao. Vete a verme cuando puedas. Estaré algunos días hasta ver en qué para esta nueva humorada facciosa... En la posada, pregunta por doña Mariana, o la Madre Mariana, que con tales nombres vengo, y por ellos soy conocida. Adiós, Tito salado».



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ArribaAbajo- XVIII -

Maravillado me dejó la presencia de Mariclío, pues aunque bien conocía yo sus naturales tendencias a la ubicuidad, no esperaba verla en aquel lugar de Vasconia, donde nada ocurría digno de los borceguíes ni aun de las sandalias de mi ilustre amiga. Hice propósito de visitarla en su posada, en cuanto tuviera un rato disponible. Viéndola escurrirse entre el gentío saliente, acompañada de otra mujer que acaso sería su posadera, pensé que mi discurso debió de causarle gran regocijo, y de ello me alabé, pues yo también de dientes adentro me reía de mí mismo, y celebraba el gracejo y socarronería con que supe tomar el pelo a los inocentes y fanáticos durangueses. Ni en aquella tarde ni en todo el día siguiente pude ver a Mariclío, porque en mi casa menudeaban las visitas. Tras de las visitas venían las invitaciones a comer, y hasta de las monjas de Santa Susana y Santa Clara llegaron recaditos tiernos, con la coletilla de que me verían con gusto en el locutorio.

Heme aquí de visiteo todo el santo día, sin olvidar a las monjitas, y menos a mi predilecta, la que di en llamar señora gorda, y ahora designo por su verdadero nombre, doña Josefa Izco de Larrea. Ya comprenderá el ladino lector que, encontrándola sola en mi   —203→   primera visita, juzgué oportuno aprovechar la buena coyuntura para colocar, entre los tópicos vacíos de un vago parloteo, una pérfida declaración de amor. Díjele que por las singulares circunstancias de mi vida y por la exaltación a que había llegado, mi espíritu necesitaba un amor puro, un amor místico, y que en ella veía el único ser capaz, por su exquisita idealidad, de acoger aquel amor... enteramente angélico, sin el menor atisbo ni vislumbre de melindre sensual. Poniéndose colorada y haciendo con su boca linda unos repliegues muy monos, contestó que siendo el amor rematadamente puro, en toda la extensión de la palabra, afecto espiritual, sutilísimo y sonrosado, no tendría inconveniente en... Al siguiente día, después de acompañarla a misa, le conté, como yo sabía hacerlo, la vida de Santa Cecilia y San Valeriano, que fueron novios y tuvieron el gusto de ser martirizados antes de casarse. Oíame Josefa Izco con arrobamiento, y encomiaba la castidad como la virtud preeminente para ganar el cielo. Yo decía para mi sayo: «Déjate estar. Ya hablaremos de eso dentro de ocho o diez días».

La primera vez que pude hacer un hueco en mis preocupaciones para visitar a Mariclío, tuve la desdicha de no encontrarla en su casa. Díjome la posadera que había ido a Elorrio, y que ignoraba cuándo volvería. ¿Qué pasa en Elorrio? A mi pregunta me contesta la buena mujer: «No sé, señor. Sólo sé que allí está el General Serrano, alojado   —204→   en la casa de los señores de Urquizu... Dos hermanos muy principales. El uno fue a la facción, el otro está con Serrano. Andan sobre esto muchos decires... Parece que allá van los señores de la Diputación de Vizcaya, o que Serrano y Urquizu irán a ponerse so el árbol de Guernica para tratar paces duraderas con don Carlos. No sé si doña Mariana es amiga del Serrano; pero allí está, viendo lo que guisan. Es señora muy leída, que todo lo quiere saber, y no hay olla en que no meta sus narices...».

En tanto que esto ocurría, el éxito y fama de mi discurso, Proclamación de la República Hispano-Pontificia, repercutían lejos o cerca de mí con diferentes efectos. Por una parte, mi padre recibía de Madrid la noticia de que la conferencia, reproducida por la prensa neocatólica, había levantado polvareda de alegría y entusiasmo. Gabino Tejado, Carulla, Carbonero y Sol y otras encumbradas figuras del ultramontanismo, me ponían sobre su cabeza. Se decía en Madrid que en la Curia Romana era ya conocido el discurso, y que el propio Pontífice, oído el dictamen de la Propaganda Fidæ, lo consideró como documento digno de ser comunicado a todo el mundo católico. Esto me aseguró mi buen padre, babeándose de emoción; mas como no me mostrara las epístolas en que tan lisonjeras cosas se le comunicaban, pensé que algún ángel se lo había contado en sueños.

Por otra parte, llegaron a mí referencias totalmente desfavorables a mi persona y discurso.   —205→   Mi amiga mística Josefa Izco, cuando ya sus tiernas afecciones iban derivando por suave pendiente hacia la impureza, me informó con íntimo secreteo, de que dos curánganos aviesos, el uno coadjutor en Santa María, capellán el otro de las Claras, tramaban atroz conjura contra mí. Andaban diciendo que informados de mi persona y antecedentes por sujetos llegados de Madrid, sabían que yo era un pícaro redomado, un zascandil de la literatura y el periodismo, federal de abolengo, masón y revolucionario callejero, y que mi famosa perorata fue una burla infame de la honrada inocencia de los durangueses. Creía Pepita Izco que los tales clérigos procedían así movidos de la envidia y del reconcomio de su barbarie, y que yo sufría la injusta persecución que siempre recae sobre el verdadero mérito. Pero me prevenía contra la maldad de mis enemigos, que ya se preparaban para vilipendiarme públicamente. El uno se proponía desenmascararme desde el púlpito, contando mi vida de disipación y escándalo, y mis propagandas demagógicas y ateas. El otro andaba ya en tratos con una pandilla de mozos de brío, que me obsequiarían con una somanta, toreándome por las calles y arrojándome del pueblo.

Ambas versiones archivé en mi mente para resolver, a su debido tiempo, el partido que debía tomar. Pepa Izco no me engañaba; los optimismos de mi padre me inspiraban confianza poca, y no era santo de mi devoción   —206→   el ángel que le traía los cuentos de Roma. Prevenido para lo que pudiera ocurrir, volví a la morada de Mariclío, que por dicha mía llegó de Elorrio horas antes de pasar por Durango el Duque de la Torre, con su séquito militar y civil en dirección a Zornoza. Di cuenta a la Madre Mariana de mis inquietudes, y me dijo que según sus noticias no tendría yo más remedio que salir por pies, antes que se descubriera la superchería picaresca del sermón con que embobé a los durangueses. Había sido yo un diablo metido a predicador y profeta, y aunque lo hice con donaire sutilísimo, tendría que pagar con el pellejo mi descocado atrevimiento... A estas severas razones añadió después otras más blandas que me infundieron cierta tranquilidad: «Hazte el desentendido de esos rumores contra ti, y esta tarde y mañana irás con tu padre a Santa María, y con Choribiqueta darás tu acostumbrado paseo. Yo me encargo de sacarte de esta rinconada en que te has metido. ¿Cómo? Por de pronto antes de media noche recibirá tu padre un telegrama del encargado de la Nunciatura en Madrid, diciéndole que el Papa desea y pide que vayas sin pérdida de tiempo a Roma...

-¡Yo...; a Roma yo!

-No te alborotes, hijo. Tú has hecho la historia jocosa, la profecía burlesca. ¿Qué otra cosa es tu República Hispano-Pontificia más que un divertido sainete? Pues yo, en estos días de horroroso tedio, endulzo mis amarguras dándome un paseíto por el campo   —207→   de la Historia burlesca, de la Historia chismográfica, de la Historia juguete... De varios modos nombro estos vagos esparcimientos de mi triste vida. ¿No lo entiendes, tontín? Pues vete a tu casa, y espera los acontecimientos. Aunque estos sean acontecimientos de puro recreo infantil para pasar el rato, no quedarás mal servido, querido Tito, predilecto de las Musas bufonescas... Yo me iré esta noche en persecución de mi Duque de la Torre. Deseo saber si hace algo que me obligue a cambiar estas rústicas alpargatas por el alto y dorado coturno. Luego volveré aquí, donde espero verte, y me contarás si te han dado la solfa y carrera en pelo que te corresponde por haberte metido a intérprete del Espíritu Santo.

Obediente a su mandato, me retiré pian pianino a mi casa y esperé tranquilo los pícaros acontecimientos. A la hora de la siesta, llegó el telegrama en que el secretario de Estado de Pío IX..., no reírse..., comunicaba..., no sé cómo decirlo para que mis lectores no me tengan por loco... En fin, que piensen lo que quieran... Los visajes que hacía mi padre al fijar sus ojos en el telegrama, la cara que puso leyéndomelo, después de haberse enterado él detenidamente, no caen dentro del dominio de la literatura descriptiva... Yo, al menos, no encuentro palabras para expresar el trémulo acento, la..., la... transfiguración, el éxtasis final de mi buen viejo en tan sublime instante. Y para complemento de la función, llegó una hora más tarde el rector   —208→   de Santa María con otro telegrama notificándole que la Propaganda Fidæ quería que yo explanase mi tesis ante ella...; vamos, que Roma me llamaba, Roma me reclamaba, no sé si para ponerme en un altar, o para quemarme vivo.

Corrí a llevar la noticia a Pepita Izco, que no se resolvió a creerlo, y aun indicó la idea de que en ello andaban los demonios. De vuelta a mi casa, recibí el tercer telegrama. Era del encargado de los negocios puramente eclesiásticos de la Nunciatura, diciéndome que a mi disposición tenía los fondos necesarios para mi viaje... ¿Creéis que era broma?...; y añadía que no perdiese el tiempo, pues el 25 salía vapor de Marsella para Civitta-Vecchia, y si me descuidaba no tendría vapor hasta el 31... Aquella noche nadie durmió en casa. Todos parecían locos. Zubiri, mi padre, mi hermana, se reunían en consejo de familia, y se separaban sin decidir cosa alguna. Trigidia, un tanto recelosa de la procedencia de los telegramas, inclinábase a suponerlos, como Pepita Izco, invención del mismo Infierno.

Lo primero que me dijo mi buen padre a la mañana siguiente, cuando tomaba su chocolate, fue que antes de partir para la capital del Orbe Católico, debía dejar concertadas solemnemente mis nupcias con Facunda, dando cuenta de ello al Sumo Pontífice en la primera entrevista que con él celebrara, para que nos concediese su santa bendición, regalo de boda el más preciado que la chica de   —209→   Iturrigalde podía ambicionar. Con todo me mostré conforme. Trató luego de la necesaria provisión de dinero, y haciendo un gran esfuerzo y torciendo la boca como si algo le doliera, sacó un envoltorio de papel con cuatro monedas de cinco duros, que me enseñó diciéndome: «Esto para el viaje a Madrid, que harás en primera, para que en primera te vea el Nuncio, Pro-nuncio, o lo que sea, si baja a la estación a recibirte... Ya sabes que tienes viaje pagado desde Madrid a la capital del Orbe Católico. Te recomiendo, hijo del alma, que no te detengas en la Villa y Corte más que el tiempo preciso para visitar al señor Pro-nuncio. Huye de los amigos malos y de toda la pestilencia de aquel pueblo corrupto».

Por la noche me dio las monedas de oro con tanta solemnidad como si pusiera en mis manos hostias consagradas. Y al siguiente día me asaltaron los padres de Facunda con arrumacos y zalamerías, amenazándome con su enojo si volvía de Roma sin traer para su hija el espléndido regalo de la bendición papal. En tanto la mozarrona corpulenta me perseguía, como camella desmandada, por las calles y callejas del pueblo, llamándome a su lado, pidiéndome conversación de amores cual si me necesitara para inmediatas expansiones afectivas. También me acosaba mi padre, dándome prisa para emprender mi viaje; no se me escapara el vapor de Civitta-Vecchia.

Estaba yo en ascuas, pues Pepita Izco me   —210→   dio noticias alarmantes de los dos clerizontes que trataban de lanzar contra mí la brutal plebe, armada de estacas. Indicios de esta ignominia observé al pasar por algunas calles. Frente a la botica de Anabitarte vi un grupo que a mi paso profirió voces chanceras acompañadas de siseos y carcajadas, y de la lonja de Basterrechea salieron chiquillos desvergonzados que me arrojaron hojas de berza y algunas peladillas... En previsión de un escandaloso conflicto, mi primer cuidado fue correr en busca de mi protectora la Madre Mariana, y tuve la suerte de verla entrar en su posada a poco de estar yo allí. Sabedora ya de mis afanes, y tomándolos a broma, me dijo sonriente: «¿Qué le pasa al ingenioso Tito?... ¿Quieres quedarte en esta feliz Arcadia?».

-No, Madre. Por todo el oro del mundo no estaría un día más en la metrópoli de mi República Pontificia. Se la entrego al Papa y a sus negros lugartenientes... El problema es salir de aquí sin la cabeza rota. Ampáreme usted, y si como parece abandona estos lugares beatíficos, lléveme en su compañía y séquito, en calidad de secretario, maletero, paje o como le plazca.

Sin otra forma de expresión que una sonrisa tranquilizadora, cogiome de la mano y me llevó a su habitación, que era baja, obscura. Al entrar en ella, encandilado por la luz solar, no pude distinguir si los informes bultos que allí se parecían eran muebles, baúles o personas. Doña Mariana me arrojó,   —211→   con empujón leve, en un asiento que no supe si era sillón o sofá. Inciertas blanduras de muelles rotos y de pelotes gastados me lastimaban las carnes. La señora me habló de viajar en coche y en trenes, y cuando de mí se alejaba la reconocía tan sólo por la voz, pues su figura se perdía en las tinieblas de aquel antro. Me consolaba la idea de que doña Mariana me llevaría consigo, y mi única contrariedad era el tener que partir sin ropa, pues ni a tiros volvería yo a casa de mi hermana para recoger mi equipaje...

Pensando en esto, mis oídos, más que mis ojos, se sintieron como sumergidos en una atmósfera de somnolencia, jugando con la ilusión y la realidad. En el charloteo murmurante de doña Mariana con personas no vistas, se destacó un acento que me sonaba como la propia voz de Graziella, mi hechicera y amiga en las noches febriles de la gruta de marras. El dejo italiano de la invisible parlante y su gracia voluble delataban a la ninfa; mas yo nada veía; la luz era escasa, temblorosa. Creyérase que la producían llamas moribundas de candiles colocados en el suelo de la estancia. Esta era de tal configuración, que desde mi asiento yo no distinguía su término.

De improviso, vi a la Madre Mariana junto a mí, no puedo decir si sentada o en pie. Su voz sonaba quejumbrosa, diciéndome lo que, por ser de ella, intento copiar ad pedem litteræ...

«Me vuelvo a los Madriles, porque ya he   —212→   visto lo que dan de sí los últimos acontecimientos de Navarra, y el fracasado intento de guerra civil. Bien poca cosa es lo que puedo aprovechar de esta ráfaga histórica, que pudo ser incendio, y no es más que fogata o llamarada efímera. En un palacio de Amorevieta (Dos Amores), he dejado a Serrano, que ayer trataba de paces con los diputados de este Señorío. Con él hablé, y sus pensamientos y los míos han coincidido en la necesidad nacional de poner cerrojos, candados y barrotes al templo de Jano... En los medios para lograr tal ventura no estamos acordes. Serrano, ya lo sabes, es un león en los campos de batalla; pero en los descansos de la guerra, toda la hiel se le endulza, y en su inocente optimismo cree que con tratos y avenencias amistosas puede desarmar a sus encolerizados enemigos. Yo le dije que sólo con la guerra cruda y eficaz se puede obtener el beneficio de paces duraderas. No le convencí, y allí estuvo parlamentando con los primates vizcaínos, y entre unos y otros dejaron escritas unas que llaman bases, y que son montoncitos de arena movediza sobre los cuales nunca podremos asentar un sólido edificio».

Yo quise decir algo; pero las ideas que de mi cerebro bajaron a mis labios helados, murieron en ellos sin producir el más leve sonido. Doña Mariana prosiguió así:

«Estaba el Duque en lo cierto diciendo a los carlistas, por conducto de Urquizu, que en guerra formal jamás vencerían. ¿A qué   —213→   sostener una campaña, que no tendría más consecuencias que convertir el risueño País Vasco en campo de ruinas y desolación? Algunos cabecillas, como Iriarte y Valdespina, no se daban a partido; otros firmaron en Mondragón un acta en que autorizaban a Urquizu para tratar de paces con Serrano». De la boca de la Madre Mariana salieron con limpia dicción nombres de esos que se resisten a permanecer en la memoria del oyente: Garibi, Cengotita, Arguinzonis... Entendí que los dos primeros eran apellidos de cabecillas, el otro de un diputado del Señorío de Vizcaya... Luego pronunció otros nombres, que yo con atención muy afilada intenté clavar en mi memoria. Pero entraban en ella y al instante salían a perderse en el ambiente ahumado y tenebroso de aquella estancia de aplastado techo y largura de túnel.

Turbado yo y soñoliento, pude formular en mi magín este razonable juicio: «El suceso que la puntual Mariclío trata de referirme es de aquellos que se desvanecen en la Historia, y a los treinta o más años de acaecidos, no hay memoria que los retenga, ni curiosidad que en ellos quiera cebarse. El humo y la penumbra borran todo hecho que no tuvo eficacia, y de él sólo queda un epígrafe, la etiqueta de un frasco vacío». Yo vi el letrero: Convenio de Amorevieta, y ante él la Madre Mariana y su humilde interlocutor bostezábamos.

Pronunció luego la señora nombres vascos, que al salir de la clásica boca cruzaban   —214→   el aire con ruidillo comparable al del diamante que raya el cristal... Arguinzonis, Urquizu, Urúe. Eran estos los individuos con quienes Serrano hizo tratos para dar la paz a la noble Vizcaya. ¿Qué convinieron? Indulto general a todos los insurrectos carlistas que se presentaran con armas, dándoles todo género de garantías para su seguridad... Los que vinieran de Francia podían quedarse en sus hogares sin ser molestados... Los generales, jefes y oficiales procedentes del Ejército, que se hubiesen alzado en armas por la causa carlista, podrían ingresar en el Ejército con los mismos empleos que tuvieron antes de su deserción. La Diputación de Vizcaya se reuniría con arreglo a fuero, a la sombra venerable del Guernicaco arbola, para determinar la forma y manera del pago de los gastos de la guerra... La cuestión foral se trató vagamente en una carta del Duque, ofreciendo que todo se arreglaría de común acuerdo, mirando a la paz duradera...

¿Qué resultó de esto? Nada. Vinieron días de una paz artificiosa. Fue remisión de la fiebre carlista, cuyo germen permanecía latente en la sangre vasco-navarra, prolongando el descanso para resurgir con más fuerza. El tiempo no quiso hacer nido entre los papeles del Trato de Amorevieta, y la guerra dormida, o tan sólo amodorrada, despertó y se puso en pie en los comienzos del año que venía... De esto nada puedo decir, y sigo mi cuento refiriendo sensaciones personales que no carecen de miga histórica.

  —215→  

Cuando menos lo pensaba, sirviéronnos comida frugal. Yo vi a la Madre Mariana sentada frente a mí, con la separación de una mesilla en que aparecían diferentes platos y viandas del género pobre y barato. Servían mujeres, de las que yo no veía más que las manos y antebrazos. Eran dos, pues yo distinguía tres manos, a veces cuatro; pero de esta cifra no pasaban. Sus voces sonaron como un murmullo, vago silabeo mezclado de inflexiones de jácara. «Que me maten, pensaba yo, si esta voz y estas manos no son las de la ninfa hechicera». Confirmaron tal sospecha el olor y el gusto del vinillo blanco, en quien reconocí la poción somnífera que me dieron en la gruta señalada en mis recuerdos con la sencilla marca del número 16... Me dormí, mas no tan profundamente que dejara de advertir la partida, el arrastrar de baúles, la cháchara de las viajeras, que en vilo me llevaron a un coche, y en él me acomodaron como un bulto más. Rodó el vehículo con estruendo...; rodó con él el tiempo descuidado, sin señalar las horas; rodó la noche vaga, en cuyo seno las horas se dormían también olvidadas de sus minutos... y uno de estos despertó de súbito y me dijo: «Excelso Tito, estás en Vitoria».



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ArribaAbajo- XIX -

Y yo dije al minuto: «Tu hora ¿cuál es?». Y no el minuto sino doña Mariana me contestó: «Déjate llevar, bobito. Del coche pasamos al tren». Me miré, me consideré, me vi como un niño chiquitín, que no podía valerse. Sentí hambre. Pensé que me alimentarían con biberón. Manos blandas me cogieron arropándome. Mis manecitas tocaron un abultado seno, y balbuciendo dije: «¿Verdad que eres Graziella?...». Y una mano menos blanda me azotó en los cuartos traseros, y oí dulces palabras: «A callar, a dormir... ro...». Por el traqueteo rítmico que venía de abajo, conocí que no íbamos en coche, sino en el tren. Yo dormitaba, y mi vago soñar, reproduciendo cosas pretéritas, era cortado a trechos por el canticio melancólico que marcaba las estaciones y los puntos de parada. Los sueños que elaboraba mi cerebro eran pasajes de intensa zozobra, con opresión cardiaca y temor de inminente peligro. Mi primera zozobra fue si alcanzaría o no el vapor para Civitta Vecchia... Que no lo alcanzaba; que salía momentos antes de llegar yo... Allá va el vapor sin mí; allá va... Y en esto sonaba el triste canto: ¡Pancorbo, un minuto!

Pensé yo que un minuto no me daba tiempo para embarcarme en otro vapor... El traca   —217→   traca del tren siguió arrullándome, y en mi cerebro aparecía nueva inquietud opresora. En mi discurso de Durango, se me había olvidado una parte importantísima. A muchos de mis oyentes repugnaba la palabra República, aun retocada y ennoblecida con los perifollos de Católica y Pontificia. «No, queridas hermanas; no, hermanos del alma, no os alborotéis por la fealdad de una palabra, similar de todo escándalo y del delirio de la sanguinaria plebe... Callad, escuchadme: os sobra razón, y en armonía con vuestros sentimientos doy a los gloriosos Estados el nombre de Imperio de Cristo, Imperio Hispano-Pontificio... ¿Os satisface? ¡Viva nuestro Emperador y Rey Pío I, quiero decir Nono, que el número no hace al caso!». En esto la divina voz melancólica clamaba en el silencio frío de la noche: ¡Quintanapalla, un minuto!

El espantoso ruido del tren pataleando sobre las placas giratorias al entrar en una estación grande, me hizo saltar en el regazo de la incógnita hembra que me agasajaba. Pregunté dónde estábamos, y oí que habíamos llegado a Burgos. No me tranquilicé con la idea y el honor de estar en la ilustre Caput Castellæ, y seguí con mis ansias y zozobras al compás del fogoso vehículo que me llevaba traqueteando a lo largo de las Españas. Vi que contra mí venían los bárbaros jayanes hostigados por dos curas impíos y soeces, deshonra de su clase. La bestial plebe me apaleó; arrastrado fui por el suelo y lanzado a un campo de ortigas 4... Recogíame   —218→   con dulce piedad Pepita Izco; me lavaba las heridas, me bizmaba con delicadas manos; con el bálsamo de sus caricias me restauraba el cuerpo y el alma, y llevándome a su casa en brazos de las fornidas doncellas que la servían, en su propio lecho blando y anchuroso me acostaba, ¡ay!, a punto que el cantor triste del tiempo y de la noche decía, estirando la voz: «¡Torquemada, un minuto!». Oyéndolo, pensaba yo que Torquemada, con sus hórridas hogueras y sus crueles suplicios, era más humano que la bestial plebe duranguesa...

Pasado este angustioso trance, volví a la primera zozobra: ¿Alcanzaría el vapor para Civitta Vecchia? No lo alcanzaría, por no llevar el tren la vertiginosa marcha necesaria para llegar a Marsella en corto tiempo. Cuando creí que el cantor nocturno clamaría Marsella, parada y fonda, gritó: Venta de Baños, cambio de tren para Santander... Pensé que siendo Santander puerto de mar, allí encontraríamos vapor para Italia... Pero no iba nuestro tren en aquella dirección que me sacaría de mis apuros. Oí cantar Dueñas, luego Valladolid; después Arévalo, Sanchidrián... Cuando pasamos de la patria de Santa Teresa, la Madre Mariana me tomó en sus brazos y me zarandeó gozosa diciéndome: «Titín, chiquitín, arroja de tu mente todas las ideas, todas las impresiones, recuerdos de aquella Carquilandia que ha sido para ti un destierro, en algún modo tedioso y mortificante. Pero no creas que allí has perdido el   —219→   tiempo, no; en aquella tierra de hombres inocentes y bravos has aprendido más de lo que pensabas. Mucho vale, hijo mío, el aprendizaje de cosas y personas que allá tuviste; mucho vale el dato de Vasconia, documento vivido por ti, para que lo agregues a los estudios que han de darte el total conocimiento de la vida hispana».

Con filial mirada y breves voces accedí a cuanto la cariñosa, Mariana me decía. En aquel punto me sentí tan extremadamente chiquitín, que al colocarme ella al amparo de su brazo derecho, pude medirme fácilmente, pude ver y comprobar que yo no era más largo que su brazo, desde el sobaco a la punta de sus dedos. Yo menguaba, yo había disminuido considerablemente de talla, y así debía creerlo mientras no se me demostrara que ella crecido había hasta un tamaño doble o triple del que tenemos por natural.

Al otro lado del vagón, dos mujeres arrebujadas y encogidas dormían profundamente. Con el tapujo de sus pañolones no se les veía el rostro. En los dos montones de arropadas carnes, inmovilizadas por el descanso, descollaban las ancas poderosas. Esto vi a la incierta luz de la lámpara cenital cubierta de un trapo verde. Doña Mariana no dormía. Sentada estaba en el rincón junto a la portezuela, teniéndome agasajadito en el espacio, grandísimo a mis ojos, entre su brazo derecho y el costado correspondiente. Blanduras tibias rodeaban mi mezquino cuerpo en aquel nicho sagrado.

  —220→  

De él me sacó la Diosa cuando habíamos traspasado el caballete del Puerto, y poniéndome sentadito sobre su muslo izquierdo, me dijo: «Pronto veremos la claridad del alba. El día nos saluda siempre en este paso de la Vieja a la Nueva Castilla. Y pues estamos, como quien dice, a las puertas de esa Villa, cueva o nidal de todas las alimañas que intervienen en la vida pública, aquí recobro la plenitud de mis funciones, y uno de mis primeros actos será tomarte a mi servicio, utilizando tu agudo ingenio y la sutileza con que te cuelas allí donde algo se guisa que pueda interesarme. Tu vista y oído son excelentes órganos de observación. Pequeño eres; más pequeño, casi imperceptible serás cuando me sirvas en calidad de corchete, confidente y mensajero».

Respondile que desempeñaría con orgullo cuantas encomiendas quisiera encargarme, y cada palabra que salía de mis labios achicaba, a mi parecer, mi ya corta estatura. O yo padecía una horrenda perturbación de mis sentidos, o era del tamaño de un gatito en la edad juguetona. Mordía yo suavemente un dedo de la Madre Mariana para demostrarle mi cariño, y con sus dedos me abrazaba ella y jugaba con mi cuerpecillo blando y dúctil.

El tren descendía rápidamente. Amaneció... Oí el clamor ferroviario que nos dijo: Escorial, cinco minutos. Vino luego Villalba; siguió Torrelodones... Ya día claro, doña Mariana llamó a las mujeres durmientes, incitándolas a prepararse para la llegada. Pero   —221→   ellas continuaban como piedras en el apretado envoltorio de sus mantas y mantones. La señora, puesta en pie, se cubrió de un luengo balandrán; cogiome con viva manotada, y doblándome sobre mí mismo me guardó en un hondo bolsillo de aquella prenda lujosa.

Desde mi cárcel holgona y forrada de seda olorosa, oí la voz de la que bien puedo llamar mi ama, despertando a las mujeres. Estas gruñían desperezándose... Con el canto de Pozuelo, dos minutos, se confundía el ajetreo de las tres féminas requiriendo sus maletas y cinchando con correas sus envoltorios de viaje. En tanto, yo me desperezaba y sacudía en mi cárcel sedosa. Nada veía; pero al tacto pude apreciar que no estaba solo y que otros seres blandos y menudos iban conmigo en la prisión... Total, que llegamos a Madrid. Claramente percibí la salida del tren, el paso por la estación, la entrada en un coche y... ya no más, ya no más. Mis sensaciones se perdieron en un sopor delicioso y rosado, tirando a violeta... No sé cómo expresarlo.

Al llegar a este punto, el más delicado, el más desaprensivo de esta historia, me detengo a implorar la indulgencia de mis lectores, rogándoles que no separen lo verídico de lo increíble, y antes bien lo junten y amalgamen; que al fin, con el arte de tal mixtura, llegarán a ver claramente la estricta verdad. A riesgo de que no me crean, les digo que me encontraba en la plena conciencia de mi yo espiritual y físico; yo era yo mismo en mi   —222→   ser inmanente; gozaba la serena vida fisiológica, la vida pensante y erudita, pues todo lo que supe sabía, y mi memoria se armonizaba con mi entendimiento; yo estaba bien comido y perfectamente apañado de todas mis necesidades y estímulos; yo bebía y fumaba; yo iba por las calles saboreando la inefable dicha de que nadie me viera ni en mi diminuta persona reparara; yo disfrutaba el placer de verlo todo sin ser visto, y de ejercitar el don de la crítica, el don de la burla, más precioso aún, sin que nadie por ello me molestase; yo podía reírme a mansalva de todo ser viviente, del Rey para abajo, y no encontraba freno ni obstáculo a mi observación fisgona; ante mí no había puerta cerrada ni pared que me cortaran el paso; me congraciaba de mi suerte diciéndome: «Por San Tito mi patrón y por Santa Clío mi madre, que es linda cosa el oficio de duende».

En calidad y funciones de tal, avanzaba yo una tarde por la Plaza de Oriente, y después de rodearla toda contemplando el caballo de bronce, me metí en Palacio por la puerta del Príncipe. En el largo zaguán, desde la puerta al patio, me encontré de manos a boca con mi amigo Quintín González, imponente y colosal portero, vestido de casacón colorado, con los aditamentos solemnísimos de tricornio y cachiporra. Ante él me planté puesto en jarras y le felicité por su hermosura monumental. Con gran sorpresa mía, Quintín permaneció impasible y tieso, sin   —223→   contestarme ni fijar en mí sus miradas. En aquel momento me hice cargo por primera vez de que yo era invisible o poco menos, y sin solicitar de nuevo la comunicación amistosa con el amigo, acordeme de su mujer y de mi amoroso enredo con ella en días lejanos, allá por los fines del 70 y principios del 71.

Entráronme vivas ganas de ver a Nieves, y con resuelto paso me lancé a las alturas por la escalera de Cáceres. Recorrí alegremente todo el piso segundo, todo el tercero, rememorando alegres días. No encontré a la esposa de Quintín en la habitación donde antes moraba; tampoco encontré a mi pariente don José Folgueras, empleado en la Intendencia... Metime en diferentes casas cuyos inquilinos desconocía, y en una de ellas se me apareció la frescachona Nieves, así llamada irónicamente, pues era su persona el trasunto de los ardores caniculares. Había mejorado considerablemente de posición y jerarquía, que bien lo declaraban su compostura y traje, así como el adorno de la sala. En esta la vi sentadita frente a un alabardero, el cual, inclinado con abandono, le acariciaba las manos pronunciando las palabras galantes que inician una campaña de amor...

Yo me reía y observaba. Brincando pasé entre las piernas de uno y otro sin que ellos se percataran de mi presencia. Salté a una silla; de esta me encaramé en la cómoda; me entretuve mirando retratos colocados en   —224→   esterillas, y entre ellos vi el mío, que a Nieves regalé dos años antes. La estancia revelaba un progreso enorme en el bienestar del matrimonio Quintín-Nieves. Esta no era ya planchadora de la Real Casa; debía de ser azafata, moza de retrete o no sé qué... De un brinco volví al suelo. El alabardero, echando hacia atrás los vuelos de su capa blanca, se aproximaba tanto a Nieves que su larga perilla rozó los labios de ella. En uno y otro, la alegría del alma mostrábase con el reír gozoso y voluble. De pronto Nieves cogió del sofá el tricornio de su adorador y se lo puso. Con rápido andar corrió a mirarse en el espejo. Tras ella fue el galán, y abrazándola por la cintura, ambos contemplaron sus rostros risueños en el espacio reproducido por el cristal. Yo me dije: «Vaya, vaya; ni aun en mi condición de invisible me resigno a presenciar la felicidad ajena, con mi gorro bien calado y mi velita en la mano. Abur, avecillas en celo; divertíos todo lo que podáis».

Salí de estampía y conmigo salió el gato de la casa, que por efecto de la picante escena iba en busca de lo suyo. El ligero paso del morrongo guió los pasos míos y tras él seguí escaleras abajo, no sé si por la de Cáceres o por otra de las muchas que allí hay. Ya era de noche y el gas alumbraba todos los pasajes, conductos y rincones del inmenso caserón real. No puedo dar idea del sinnúmero de peldaños que descendí. En un rellano encontré a mi gato, con otros individuos   —225→   de su especie, maullando y haciendo la carretilla. Su lenguaje no era para mí totalmente ignorado. También ellos y ellas jugaban, se perseguían y se enzarzaban en enredos amorosos... Descendiendo más, el olfato y el ruido de voces hondas me anunció las cocinas.

En ellas penetré, y vi la caterva de cocineros y marmitones que aderezaban la real comida. Era también la hora de servirla, y en el ancho recinto abovedado vi movimiento y barullo que me dejaron suspenso. Daba el jefe voces de mando, como general en el momento crítico de una batalla. Los hombres de blanco gorro hacinaban en las fuentes con ágiles dedos las piezas de carne, legumbres y pescado, con el adorno de mil porquerías comestibles. Otros armaban los castilletes de repostería y postres de cocina. Todo el comistraje iba pasando al pie del ascensor, por donde las copiosas bandejas subían al piso principal, como en los buques de guerra suben los proyectiles desde la bodega hasta la batería donde están emplazados los cañones.

Recorrí todo el antro, y movido de mi curiosidad intensa me metí en un grupo de marmitones, que arreglaban las fuentes catando de todo por arte o glotonería. Algunos de ellos comentaban con burletas el extraño gusto de don Amadeo. No comía más que carne guisada simplemente, que los italianos llaman lesso, y patatas cocidas. Uno que parecía italiano aseguró que lo mismo comía Víctor Manuel. El postre de nuestro   —226→   Soberano eran guindas en aguardiente que le mandaban de Turín, aderezadas con pimienta en grado tan fuerte que cuantos lo probaban aquí escupían los hígados.

La vista del monta-cargas me atraía. Reconocida ya la oficina culinaria, me lancé a él escabulléndome entre rimeros de chuletas y montañas de hojaldre. Subí... Encontreme en una habitación donde estaba la estufa en que se colocan las fuentes para conservar el calor. Allí, los mozos, a la voz de un maestresala llevaban los manjares al comedor llamado de diario. Con rápido paso en el comedor me colé. Vi al Rey y a la Reina en las respectivas cabeceras. Vi damas, gentiles hombres, militares de la guardia, ayudantes del Rey, y oí la festiva charla trilingüe, pues sobre el castellano, a lo largo de la mesa, flotaban frases y conceptos italianos y franceses. Exploré con alegría juguetona la hermosa estancia; contemplé las pinturas del techo, los espejos, cuadros y tapicerías que ornaban las paredes, las suntuosas mesas, relojes y candelabros... Ni encogido ni perezoso, creyendo que vistas las alturas y los medios debía investigar también lo rastrero, me metí debajo de la mesa, y la recorrí holgadamente de punta a punta por la calle que dejaban libre los pies de las dos filas de comensales.

Allí me entretuve observando los bien calzados piececitos de las señoras, las caladas medias y los bajos finísimos guarnecidos de encajes. Por otro lado vi botas con espuelas,   —227→   conteras de sables, pantalones galonados... Hasta mí llegaba, repercutido por la madera que allí era mi techo, el sonido de la conversación ceremoniosa. La mesa era para mí una caja armónica que me transmitía las inflexiones más leves de la voz humana. La Reina hablaba un castellano gramatical, premioso, aprendido por principios. Los entorpecimientos de su palabra revelaban el temor a equivocarse. Don Amadeo hablaba torpemente, como quien todo lo aprendía de oídas y sin estudio. Al fin de la comida me regocijó la escena en que el Rey, con galantería maleante, quería obsequiar a señoras y caballeros con las famosas guindas de Turín. Todos declinaban riendo el honor de probarlas. Una dama, cuyo nombre ignoro, dijo que una vez que cató las guindas se le abrasó la boca y estuvo enferma de estomatitis. Un caballero, ayudante del Rey, alabó a este por tener su boca indemne contra el fuego. La risa terminó con libaciones discretas de jerez y champagne. Todos bebieron menos el Rey que no cataba el vino.

Terminada la comida, desfilaron. Yo salí de los últimos, y pude ver a los camareros bebiéndose lo que quedaba en algunas copas. Como esto no me interesaba, corrí tras de las reales personas, y de estancia en estancia llegamos a una que llamaban (después lo supe) Despacho del Rey. La Reina con las Condesas de Almina y de Constantina formó corrillo en el testero principal, junto a la chimenea entonces apagada. Sobre ésta lucía un retrato   —228→   de María Luisa, por Goya, maravilla de la pintura. Embelesado estuve un rato mirando la figura genuinamente borbónica de aquella Reina frescachona, de boca hundida y ojos de fuego. El pintor, atento a destacar lo más hermoso del modelo, se había esmerado en reproducir su brazo incomparable.

Retozando sobre la blanda alfombra de Santa Bárbara, me enteraba yo de cosas y personas. La tertulia de Sus Majestades después de comer no era muy lucida. Ningún personaje de importancia, ningún prócer de primera fila, vi entre los asistentes a la real sobremesa. Toda la concurrencia era puramente palatina y del Cuarto Militar. Habló la Reina del Convenio de Amorevieta, que estimaba beneficioso... por el momento... Díaz Moreu le dio detallada explicación de las bases de aquel arreglo; elogió con ardor al Duque de la Torre, hombre de altas miras. Según dijo, el Convenio sería discutido en las Cortes y tendría la aprobación de todos los elementos dinásticos. Esperaba que de esta discusión saldría el Gobierno con mayor fuerza. Hablaron después de Ruiz Zorrilla, lamentando su alejamiento de la vida pública, en su retiro de Tablada. Doña María Victoria expresó tímidamente sus dudas de la eficacia del Convenio de Amorevieta. ¿Quién podía responder de que los carlistas, rehechos más allá de la frontera, no volverían con mayor furia a encender la guerra civil? Contra su terquedad nada valdría la razón, nada el interés de la Patria. Extremando su   —229→   galantería, Díaz Moreu no se atrevió a disipar en absoluto las dudas de la Reina y casi las confirmó diciendo: «Tal vez, Señora. Vuestra Majestad discurre siempre con admirable previsión. El carlismo es de calidad muy dura, irreductible... Con esa gente no hay día seguro».

Por lo que después oí de labios de doña María Victoria, comprendí que esta señora se cuidaba de los asuntos públicos y en ellos ponía toda su atención. En su grande ánimo prevalecían la idea y propósito de consolidar en España la dinastía de Saboya. Manteniendo su propia persona en cierta obscuridad modesta, enderezaba su voluntad firmísima hacia el porvenir de sus hijos en tierra hispana... Hecha esta observación pasé a fisgonear en el grupo que al otro lado de la estancia formaba el Rey con los amigos de su mayor intimidad. Allá me fui ligero, resbaladizo, invisible. Lo que oí agazapadito debajo de la silla en que don Amadeo se sentaba, merece capítulo aparte.




ArribaAbajo- XX -

Lo primero que le cuento al lector amable y antojadizo es que nuestro buen Rey saboyano desdeñaba los riquísimos tabacos habanos de regalía, de que había grande acopio en la Casa Real. El mismo desaire que sus amigos hicieron a las abrasadoras guindas   —230→   de Turín hizo él al tabaco generoso y suave de la Vuelta Abajo. Por hábito y gusto fumaba el hombre los apestosos cigarros que en Italia llaman virginia, consistentes en un luengo y nefando cachirulo que lleva en su ánima una paja, sin la cual no hay quijadas que los hagan arder. Amable y guasón, a sus amigos ofrecía las cajas de habanos diciéndoles: Fumen eso; yo virginia. Para evitar el continuo encender de fósforos, que sin fuego constante no hacía tiro la pajilla, Su Majestad tenía en una mesita cercana una vela encendida, y a la llama de esta aplicaba el chicote.

Junto al Rey estaba el Barón de Benifayó, Montero Mayor de Palacio, alto, moreno, expresivo, de arqueadas cejas, lentes de oro. Como hablaba de corrido y limpiamente el italiano, con él descansaba don Amadeo del suplicio del idioma español, que en dos años no había podido dominar. A la vera de don Amadeo vi otros señores, que no pude identificar por mi desconocimiento del personal palatino. Vestían de paisano. ¿Era uno el General Gándara o el General Rosell? ¿Era el otro don Cipriano Segundo Montesinos? No puedo asegurarlo. Reconocí a Dragonetti, a Díaz Moreu y al General Burgos, de uniforme, que dejaron a la Reina conversando con las damas, el Conde de Rius y otros dos palaciegos gordinflones que yo no conocía.

En el corrillo del Rey, la conversación era frívola, de temas fugaces que pasaban rápidamente de boca en boca. En un momento   —231→   que a mí me pareció solemne vi a la Reina levantarse. Hizo una reverencia de Corte, y seguida de las damas se retiró a sus habitaciones. Empezó el desfile de los caballeros en dirección de la Saleta, hasta que solos quedaron don Amadeo y Benifayó. Encendió Su Majestad otro virginia. El Rey y su Montero hablaron breve rato en italiano bajando la voz, pues aunque nadie quedaba en la estancia, temían el misterioso escuchar de las paredes. Servidores galonados pasaban por el Despacho del Rey. Les sentí cerrando puertas y apagando luces en las habitaciones próximas. Pensé que mis funciones inquisitivas me ordenaban no apartarme del Rey y su Montero hasta saber qué harían. A mi parecer, dejaban correr el tiempo esperando la ocasión oportuna para escabullirse de Palacio. No me engañaba.

Llegó un instante en que el silencio y la tranquilidad, tardíos cortesanos, se posesionaron de la Casa de los Reyes. Don Amadeo y su Montero se filtraron, vamos al decir, por la puerta de servicio. Pisando quedo y sin decir palabra, atravesaron un pasillo alumbrado con mecheros de gas. Torcieron a la derecha, luego a la izquierda. Ningún servidor les salió al paso, ni tuvieron otro testigo de su escapatoria que mi traviesa personalidad invisible. Llegaron, llegamos debo decir, a la escalera de caoba que llaman de la Intendencia. Descendimos suavemente. Gemían los peldaños alfombrados bajo las pisadas de ellos, no de las mías; que yo era   —232→   poco más que un espíritu... Fuimos a parar a un pasillo: en él vi dos servidores que estaban en el ajo, y saludaron con leve reverencia. De allí salimos a la Plaza de la Armería, donde esperaba un coche de un solo caballo y cochero sin librea. Entró el Rey en el coche; tras él Benifayó. Algo noté entre el Montero y el oficial de guardia, que me indicó la connivencia de este. No necesito decir que me colé de un brinco dentro de la berlina, achantándome bonitamente en la bigotera...

El coche partió hacia la Plaza de Oriente y calle del Arenal. Era la noche plácida, de mejor temple que el día, como suele acontecer en las primaveras matritenses. Por la Puerta del Sol y calle de Alcalá discurrían los vecinos noctámbulos que salen de los teatros para meterse en los cafés. En Recoletos vimos poca gente; no faltaban los ciudadanos de la última capa social que tienen por alcoba y cama las sillas de hierro, o la escalinata de la Casa de la Moneda. Desierta estaba la Castellana. El coche la recorrió en casi todo su largo y fue a parar en un hotel próximo a la calle de la Ese. Alguien abrió desde dentro la verja, y la berlina penetró en un jardinillo de incipiente frondosidad. Momentos después, las tres ilustres personalidades franqueábamos corta gradería y entrábamos en una linda sala bien iluminada, donde fuimos recibidos por una dama... Espérate un poco, picaresco lector, que esto es muy delicado.

Era la tal de mediana talla, bien formada y no mal constituida de carnes y anchuras.   —233→   Mi primer cuidado fue examinarle bien el rostro, que vi entonces por primera vez. Mi crítica lo declaró tan agraciado como hermoso; la tez morena, ojos expresivos, grande la boca, tan abundante el pelo que no se contenía dentro de sus límites naturales, extendiéndose por delante de la oreja como un rudimento suave de varoniles patillas. El conjunto de tal rostro tenía el encanto de la originalidad, que en arte como en belleza es poderoso atractivo. Sentáronse los tres arrimados a una mesa, la dama y el Rey juntitos, mano con mano; frente a ellos Benifayó... Yo me subí de un brinco a la consola próxima para ver bien y pescar todo lo que hablaran. La señora, que vestía luenga bata de seda blanca libremente descotada, dejando ver los linderos de un lozano busto, revelaba en sus ojos chispos y en su franca sonrisa el gozo de ver terminada felizmente una larga y ansiosa espera. Anhelaba, sin duda, comunicar a su regio amigo impresiones guardadas durante lentas horas y aun días. La ocasión de la dichosa confianza llegaba al fin. No podía contenerse, y prorrumpió en estas calurosas manifestaciones: «Ya supongo, mon lion brave et généreux, que no te habrás tragado el pastel que llaman Convenio de Amorevieta. No te fíes del Duque. Su intención no es mala; pero en la diplomacia militar no da pie con bola. Los carlistas tratarán ahora de rehacerse, y volverán pronto más insolentes y feroces a disputarte el Trono... Si las Cortes aprueban el Convenio, el Duque, ¡oh Rey   —234→   mío!, te pedirá la suspensión de garantías, pues sin hacer mangas y capirotes de la Constitución no podrá gobernar».

-Yo contrario. He jurado (giurato) la Constitución. Gobernar sin ella no puede ser. Yo contrario.

-No debiste consentir que don Manuel, desalentado y aburrido, se retirase a Tablada. Ten presente, Rey de España por los 191, que no has venido aquí a continuar la política de los malditos Moderados, de los Unionistas rutinarios y pasteleros. Por ese camino no vas a ninguna parte.

-Es cierto, Adela. Yo conforme.

-Ni la guerra puede ser sofocada para siempre sino con la guerra misma -dijo ella disfrazando la pedantería con mohínes graciosos-, ni la política debe estancarse o petrificarse..., no sé cómo decirlo... No has venido a España para gobernar como la pobre doña Isabel... Para ese viaje no necesitabas alforjas... Fíjate en este refrán castizo; repítelo para que se te grabe en la memoria... Alforjas...; a ver, a ver cómo nos pronuncias esa jota...

Intentó el Soberano un aprendizaje de pronunciación castellana; mas lo hizo tan desgraciadamente, que él mismo se reía de su torpeza antes que los demás riéramos. En esto entró un criado, vestido de frac, con dudosa corrección, y colocó en la mesa servicio de té, con galletitas y emparedados. A una orden de la señora, desapareció el sirviente, volviendo al punto con un mazo de   —235→   los infernales cigarros virginia, predilectos de Su Majestad. Cayeron los dos caballeros sobre los sandwichs, mientras la señora servía el té, y a mí, lo confieso, me asaltó la idea de plantarme en la mesa y comer con ellos, satisfaciendo mi hambre nocturna. Mas recordando mi calidad de sabandija perteneciente al mundo suprasensible, me abstuve de tomar parte en el refrigerio. Temía que un rasgo de animalidad me descubriese, deshaciendo el artilugio que me había transformado de persona grave en duende corredor. Si una indiscreción o exceso de travesura me restituyese de súbito a mi ser propio, ¡no te arrendara yo la ganancia, pobre Tito!

Entre mordiscos a los emparedados y sorbitos de té, la dama de las patillas anudaba la serie de sanos consejos al amigo y Rey. Intervino Benifayó realzando con tímidas palabras la persona del General Serrano. Entre la dama y el Barón se trabó una donosa controversia, en que salieron a relucir duques y duquesas con otras bien conocidas personas de la crema social. En todo lo que allí se dijo puse yo mi atención; pero mis funciones en cierto modo históricas me obligan a seleccionar los conceptos que oí, reservándome tan sólo los que entrañaban algún interés público.

«Si vale el consejo de una mujer -dijo la dama poniendo su blanca mano sobre el hombro de Amadeo-, yo diría que debías mandar a Tablada un mensajero...; persona discreta y aguda tenía que ser...; un mensajero   —236→   que pudiera cazar con lazo de buenas razones a Ruiz Zorrilla y... Debes tener muy presente, león de Saboya, que para remover del fondo a la superficie la vida política, las costumbres políticas, y toda la pesca, determinó Prim traer a España un Rey nuevo, un Rey de fuera que nos diese lo que no teníamos, y acabara con el tejemaneje moderado y unionista. Hacer una revolución, poner todo patas arriba, cambiar de dinastía para volver a las viejas mañas, al polaquismo, al hoy tú, mañana yo, me parece que es como si quisiéramos aplicar a la vida de la Patria el juego de las cuatro esquinas...».

En un tris estuvo, podéis creérmelo, que saltara yo desde la consola al regazo de la patilluda señora para felicitarla por su atinado consejo. ¡Qué discreción, qué talento, qué golpe de vista! Yo me decía: «De casta le viene al galgo. Ya sé que te engendró el primer escritor del siglo». Abstraído un momento en estas consideraciones, vi que el Rey y la dama blanca se escabullían por una puerta próxima al mueble donde tenía yo mi observatorio. Advertí disminución de la luz... El bueno de Benifayó ¿dónde estaba?... Creí verle arrimado a la mesa hojeando una revista ilustrada... Creí que salía por la puerta que nos había dado ingreso. Por primera vez desde que era duende dudaba de la justeza de mi perfección visual. Pero es mi deber no interrumpir mi cuento; que para seguir con vista y oído el curso de la humana vida en estas historias me llevaron al recatado   —237→   lugar donde me encontraba. Adelante, pues.

La fatalidad me obliga, ¡oh lector agudísimo y picaruelo!, a continuar en forma que sin duda no ha de agradarte. Tengo que emplear en mi escritura los signos simbólicos más discretos. Meto la mano en una escarcela bien provista que me colgó de la cintura mi doña Mariana, y saco un puñado de puntos suspensivos y los derramo sobre el papel para que te entretengas leyéndolos o descifrándolos. Ahí van. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aturdido recorrí brincando toda la habitación; salí al jardín; no vi alma viviente. El coche no estaba. ¿Había partido en él Benifayó para volver más tarde? No lo sabía ni me importaba averiguarlo. Cerrada la puerta de hierro, trepé por las enredaderas que cubrían la verja y de un brinco me puse en la calle. Al pisar el suelo de la Castellana me reconocí en mi normal estado físico. Yo era quien era, Proteo Liviano, conocido por Tito en el vago mundo del periodismo y de las letras. Mi primer cuidado fue desandar a buen paso la Castellana, Recoletos... En la Cibeles el reloj de Buenavista me dijo que eran las dos de la mañana... Tomé el camino de mi casa, calle del Amor de Dios, hospedaje de doña Nicanora, esposa del evaporado filósofo don José Ido del Sagrario.

Agasajado en mi cama me adormecí jugueteando con estos acertijos: ¿Era verdad que mi buen padre me había llevado a Durango,   —238→   que hice allí vida patriarcal y soñolienta entre carlistas fieros y curas de armas tomar? ¿Eran reales las figuras de Choribiqueta, Fabiana Iturrigalde y Pepita Izco? ¿Había yo en efecto espetado a los cándidos durangueses un discurso chancero sobre la República Hispano-Pontificia? ¿Era verdad que la Madre Mariana me había sacado de aquel atolladero, tomándome a su servicio, para lo cual hube de transformarme en duende minúsculo y gracioso, sutil espía de la historia privada?... Si todo esto fue mentiroso aparato forjado por mi exaltada imaginación y de ello puede resultar que lo verosímil sustituya a lo verdadero, bien venido sea mi engaño, y allá van, con diploma de verdad, los bien hilados embustes.

En aquellos días anduve de bureo político con mis amigos Mateo Nuevo, Roberto Robert y don Santos La Hoz, que me felicitaban por haber recobrado mi equilibrio cerebral. Fui a la tribuna de las Cortes; oí un gran discurso de Cristino Martos de fiera oposición al Gobierno; presencié los ardientes debates sobre el Convenio de Amorevieta, terminados con votación que dio al Gobierno formidable mayoría. A pesar de esto corrían voces desfavorables para la situación Serrano-Topete. Decíase que el Duque, abrumado por las dificultades que se le venían encima, había pedido al Rey la suspensión de garantías y que don Amadeo respondió secamente con su acostumbrada fórmula: Yo contrario. Despiertos y animosos, los radicales corrieron en   —239→   Comisión a Tablada logrando atrapar a don Manuel Ruiz Zorrilla y traerlo a Madrid. Total, lector mío cachazudo, que sobrevino la quinta o sexta de las crisis que amenizaron aquel reinado. Cayó el Duque de la Torre, dejando el puesto a Ruiz Zorrilla, que formó Ministerio con Martos, Montero Ríos, General Córdoba, Ruiz Gómez, Beránger, y Gasset y Artime. Íbamos viviendo.

Engalláronse más los alfonsinos. Hablaban de la Restauración como si la tuvieran en la mano. Los federales del grupo intransigente y levantisco echaban bombas. Los Clubs y Casinos ardían en protestas, en arengas fogosas, en amenazas furibundas a todo lo existente. Me pidieron que hablara y hablé, soltando todo el surtidor de mi nativa facundia oratoria. Nadie me atajó; a nadie parecieron extremadas mis lucubraciones. La misma boca que predicó en Durango la República, mejor dicho, el Imperio Hispano-Pontificio, vociferaba en Madrid anunciando el próximo advenimiento del Federalismo Sinalagmático y Cantonal. ¡Abajo la Unidad centralista y corruptora, arriba el Cantón autónomo que por medio del Pacto reconstruiría la patria libre, devolviendo al ciudadano su dignidad y soberanía! Aplausos frenéticos y plácemes cariñosos recompensaban mi palabrería furiosa.

La corriente social me devolvió, entrado ya el mes de Julio, al afectuoso trato de Mateo Nuevo, que generosamente me ayudaba en mis penurias. Volví a frecuentar su casa,   —240→   Montera, 11, donde acudían casi todos los amigotes mencionados en los comienzos de este libro. El jacobino Tribunal del Pueblo ya no se publicaba; pero existía, con el nombre de Redacción, el punto de cita de los que regían las muchedumbres populares, titulándose presidentes de los Comités de distrito, presidentes de Juntas revolucionarias, con otras denominaciones que sólo han servido para distracción y entretenimiento de los partidos avanzados. A poco de frecuentar la sala cuyos balcones caían a la obscura calle de los Negros, me dio en la nariz olor de conspiración aguda.

Al comunicar mis sospechas a un amigo candoroso, este me dijo: «Sólo se trata de producir en Madrid la conveniente alarma con objeto de que el Gobierno no saque tropas de aquí para mandarlas a las plazas de provincias. Se prepara..., en confianza te lo digo..., un movimiento general en toda España. Ahora va de veras. Se alzarán Ferrol, Santoña, Cartagena, Sevilla, Badajoz, etcétera. Ello está tan bien dispuesto que el triunfo es seguro, tan seguro como tenerlo en la mano. No falta más que una cosa, Tito, y es producir en Madrid agitación tan grande que el Gobierno no pueda sacar tropas. ¿Lo entiendes? Ello es clarísimo. Te digo esto con la mayor reserva. No hables a nadie...».

No daba yo gran crédito a tales monsergas. Mil veces había llegado a mis oídos el susurro de alzamientos generales o locales sin que los hechos correspondieran a las risueñas   —241→   esperanzas. El optimismo de los revolucionarios sencillotes y pillines, que creen lo que sueñan, es un fenómeno habitual en tiempos turbados. Manteníame yo escéptico, convencido de que no había más revolución que la formulada en ardientes discursos, revolución puramente teórica y verbal. Por eso yo, sempiterno hablador, era el primer revolucionario de la época y el primer oráculo de un resurgimiento que no quería venir. La Patria no podía contar aún con la acción de sus hijos, y debía contentarse con la resonante canturía de sus oradores. Desconfiado de la eficacia de la acción, continuaba yo atento al trajín de los conspiradores, y a su chismorreo sigiloso en la vacía redacción de El Tribunal del Pueblo. De ello me distrajo, al promedio de Julio, el hallazgo feliz de una mujer...

Tomo aliento, amados lectores, con lo cual, al contarlo, expreso mi sorpresa y turbación ante la súbita emergencia de un pasado lisonjero. La mujer que se me apareció en la calle de la Sal, junto al arco de la Plaza Mayor, era la poética, la romántica Obdulia con quien compartí las venturas del amor en los comienzos del reinado de Amadeo I... Obdulia, ¡oh!... Tito, ¡ah!... Al tiempo de lanzar estas exclamaciones se juntaron en febril apretón nuestras manos, y con frase entrecortada nos dimos informes recíprocos de la salud y vida de uno y otro. La linda criatura estaba flaca, ojerosa, manchado el rostro de pecas rojizas; y el desarreglo y suciedad de su ropa indicaban pobreza, malestar, infortunio...   —242→   Díjome que se había casado, por imposición de su familia, con el desagradable mastín negro Aquilino de la Hinojosa. Ya lo sabía yo. Oí contar de un náufrago la historia. La náufraga era mi pobre y desdichada Obdulia.




ArribaAbajo- XXI -

Ávida de referir sus cuitas, la infeliz mozuela me contó que, a poco de casarse, vio en su marido el más perverso animal de la Creación. Lo que llamamos luna de miel fue para Obdulia completa desilusión del matrimonio. Ella era delicada, sensible y de finísimo trato; él grosero, brutal, insaciable en la comida y otros apetitos. Al mes de casada pensó en divorciarse; habló con un abogado amigo suyo, y como este le dijera que en las leyes españolas no tenemos divorcio, dio en la idea de suicidarse, saltando de un brinco hacia las palmeras de Sión. Le faltó valor para el salto mortal: ni con fósforos, ni con braserillo, supo determinarse... Pensó acudir a mí; me buscó; dijéronle que yo vivía en magnífico arreglo con una tendera de la Concepción Jerónima. Acercose allá y le salió al encuentro una señora llamada Cabeza que quiso descabezarla... En tanto, Aquilino iba de mal en peor, agravando sus defectos. No le bastaba el oficio de afinador para sostener su casa y sus vicios. Dedicose a la compra, venta y alquiler de pianos, y tales desatinos   —243→   hizo y en tales enredos se metió, que fue a caer en las mallas del Código penal.

«En mi casa -decía suspirando- no entraban más que procuradores y alguaciles. Yo no vivía; el apetito y el sueño me abandonaron; consuelo de mi angustia era el llanto, consuelo también un librito de poesías de Selgas que por las noches me calmaba los nervios, y aquellos versos de Espronceda: ¿Por qué volvéis a la memoria mía...? Hace unos meses vino a verme y a consolarme Celestina Tirado, que se metió a beata..., no sé si lo sabes..., y anda en trajines de religión. Díjome que en la iglesia hallaría mi remedio; que fuese a misa y a confesar, y que rezara mis tercios de rosario con devoción. Mi antigua señora la Marquesa de Navalcarazo me llamó para recomendarme el mismo medicamento de Celestina: Religión, misas, novenas, y pronunciar a toda hora el nombre de Jesús, que endulza el alma y la boca -más que con la miel y azúcar- con sólo sus cinco letras...».

Cogidos de la mano íbamos paseando despacito bajo los soportales de la Plaza Mayor. La doliente historia de mi amiga quedaba cortada en un suceso que nos abría camino para reanudar nuestra vieja novela interrumpida. Aquilino de la Hinojosa no estaba en Madrid. Dos semanas antes de lo que se refiere, había ido a Villaviciosa de Odón a recoger la menguada herencia de una tía suya que murió en aquel pueblo. Para ciertas diligencias judiciales tuvo que trasladarse a Navalcarnero; al   —244→   regreso volcó la galera en sitio de peligro; rodando cayó el afinador en una barranquera, donde le recogieron descalabrado y con una clavícula rota. Personas caritativas le llevaron a Villaviciosa, y en casa de unos parientes estaba en cura, que habría de ser larga. «Ayer -me dijo ella- recibí su primera carta después del siniestro. Está dado a los demonios. Me escribe poniendo en cada renglón una blasfemia. Le tienen bizmado y entablillado, sin poder moverse. ¡Dichosa herencia, que no es más que un melonar, cuatro almendros y una casuca sin techo! Me dice que tiene cama para dos meses; manda tres duros por el ordinario y cuatro recibos de treinta reales para cobrar alquileres de pianos. Me recomienda la economía y que no vaya a verle, pues está bien cuidado por su prima doña Melchora».

Fáltame referirte, lector de mi alma, la última declaración de Obdulia, que es del tenor siguiente: «Vivo en el 23 de esta Plaza, allí, en un entresuelo, encima de la taberna que hace esquina a la calle del 7 de Julio. Con las pesetejas que me ha mandado ese, y diez duretes que me dio mi señora la Navalcarazo, vivo pobre, y solita porque he despedido a la muchacha que me servía...». No necesito decir más para que se comprenda que en aquel mismo día senté mis reales en el modestísimo y lóbrego albergue de mi antigua y moderna conquista, la señora de la Hinojosa. Los que no han vivido en un entresuelo de la Plaza Mayor, con ventanas   —245→   mezquinas, bajo la visera de los soportales, no saben lo que es obscuridad en pleno día. Nunca pensé yo cobijar mi persona en tal ratonera; pero la exaltada pasión y el donaire de mi socia me convertían la tristeza en gozo y las tinieblas en luz. Aderezaba Obdulia nuestras comiditas. Más de una vez, por evitarnos ir a la compra y la molestia de encender lumbre, bajábamos a comer a la taberna, donde nos servían platos de judías de batallón, tajadas de bacalao y otros condimentos de pobres. El tabernero era muy amable y nos ponía la mesa en un aposento interno, donde rara vez veíamos comensales.

Por cierto que una noche me encontré de manos a boca con Serafín de San José, el esposo de mi antigua barragana, la eximia señora doña Cabeza. Aquel soez vagabundo, muy mal vestido y con cara de hambre atrasada, hablaba sigilosamente con un bigardo de mala catadura, entreverando las tajadas de bacalao con tragos de tinto. De la mesa donde estaba vino a saludarme, y me dijo que su mujer se había arreglado otra vez con el zascandil de Alberique. ¡En qué distinguida sociedad estábamos! El despacho grande de la taberna hervía de parroquianos lenguaraces. Siempre que por allí pasábamos de refilón oíamos conceptos groseros, iracundos, entre los cuales saltaba, como nota picaresca, una idea política.

Ultimados mis quehaceres volví a casa, un poco tarde, en la noche del 18 de Julio, y   —246→   marco esta fecha porque sobrevino de improviso un suceso histórico. Hallé a Obdulia nerviosa y asustada: «¡Gracias a Dios que llegas! -me dijo, saliendo a la escalera-. Entremos; vas a saber una cosa tremenda. No te asustes; no va con nosotros. Siéntate... Recordarás que pedimos al tabernero para esta noche un pote gallego, que a ti tanto te gusta. Queriendo yo aprender cómo hacen este guiso, bajé a la cocina y estuve un rato con la señá Sebastiana. Luego me fui al mostrador, con el señor Tomás. De allí a la trastienda. Oí palabras sueltas de los puntos que bebían y charlaban... Até mis cabos... Volví al mostrador; el señor Tomás y un hombre de mala facha, que llaman el tío Martín, secreteaban... Pesqué alguna frase que me abrió las entendederas... En fin, chico, te diré lo que he podido traslucir: Esta noche matarán a don Amadeo. ¿A qué hora? Cuando los Reyes vuelvan de los Jardines del Retiro a Palacio. ¿Sitio? La calle del Arenal. No te rías. Verás cómo resulta cierto. Otra cosa: el pote gallego se ha pegado, y en su lugar nos mandarán unas chuletas de vaca y patatas fritas. Andan abajo esta noche muy desconcertados. ¡Qué caras he visto en la trastienda! Para mí, son los mismos que mataron a Prim».

No di gran importancia al cuento de Obdulia; pero tampoco lo eché en saco roto. Mientras cenábamos, comentando la conjura tabernaria, hice propósito de dar un soplo al Gobierno civil para que este tomase las precauciones   —247→   propias del caso. Pero a nadie conocía yo en las Delegaciones ni en las antesalas del Gobernador. En estas dudas acordeme de mi pariente Sebo, cuyas relaciones familiares con la primera autoridad de la provincia, don Pedro Mata, me constaban de manera positiva. Tranquilamente despachamos nuestras chuletas, por cierto medio chamuscadas, medio crudas, y salimos a buscar en calles y jardines el aire y la expansión nocturna con que templábamos el ardor de los días caniculares. Después de hacer escala en la casa de Telesforo del Portillo (Olivar, 4), bajamos al Prado; dimos unas vueltas por Recoletos; descansamos en un aguaducho, y ya cerca de media noche cogimos la calle de Alcalá, y en la Puerta del Sol dudamos si tomaríamos la calle Mayor, que era nuestro derrotero, o la del Arenal. Éramos como trasnochadores que no se retiran a su casa sin ver una piececita de teatro. «Por sí o por no -dije a mi señora postiza- sigamos la dirección que han de llevar los Reyes y veremos si sale sainete o tragedia».

Recorriendo despacio la calle del Arenal vimos en la esquina del callejón de San Ginés a Serafín de San José con blusa larga. Advirtiendo que se recataba de nosotros creí sorprender en él cierto aire de filósofo pensativo. Al pasar por Bordadores dos hombres cruzaron a la acera de enfrente. Obdulia me hizo notar que bajo las blusas de aquellos tipos se marcaba el bulto de trabucos o retacos. Hacia la calle de las Fuentes creí ver   —248→   al señor Tomás, con chaqueta parda y boina. Ya nos acercábamos a la calle de la Escalinata, cuando sentimos venir coches que nos parecieron de Palacio. Retrocedimos. Era, en efecto, la carretela descubierta en que volvían de los Jardines el Rey y la Reina, con el General Burgos. Detrás venía otro carruaje...

No tuvimos tiempo para mayores observaciones porque de súbito sonaron disparos. Los fogonazos brillaban en un lado y otro de la calle. Encabritados los caballos (luego supimos que eran yeguas), se paró el coche. Púsose en pie don Amadeo. El General Burgos atendió a escudar a la Reina con sus corpulentas anchuras... Confusión, espanto... Los transeúntes se agolpaban curiosos o corrían atemorizados. Obdulia y otras mujeres lanzaban al aire sus chillidos. Del coche que venía detrás descendió el Gobernador don Pedro Mata enarbolando su bastón. Surgieron polizontes como por magia. Nuevos disparos. La carretela de los Reyes partió a escape hacia Palacio: una de las yeguas cojeaba. Entablose rápida lucha entre policías y paisanos. Estos huyeron, en veloz corrida, hacia las Descalzas y Santo Domingo... Busqué a Obdulia, que en el tumulto se apartó de mí. La encontré en la esquina de la calle de las Fuentes. Volvimos al lugar trágico y vimos entre varios heridos a uno yacente, rígido; parecía muerto. Obdulia reconoció al tío Martín. Allí estuvimos, atentos al ardoroso comentario del suceso, hasta que trajeron   —249→   la camilla para llevarse al que todos creían cadáver. Y agregándonos a la comitiva de curiosos desocupados y chicuelos, fuimos tras de la camilla hasta la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. De allí pasamos a nuestra casa, advirtiendo al entrar en ella que había en la taberna estrecha custodia de policías.

A la mañana siguiente, atraído del febricitante interés que despierta un lugar trágico, me fui a la calle del Arenal. Gran golpe de gente había frente a una tienda de cristales situada entre la Costanilla de los Ángeles y la Travesía de los Donados. Los curiosos impertinentes no se hartaban de mirar y señalar las huellas de los proyectiles en el zócalo y en el rótulo de la tienda. De improviso, los que formábamos el respetable público de la tragedia fracasada vimos llegar al propio don Amadeo, acompañado de su amigo Dragonetti y de su ayudante Díaz Moreu. Rodeado de la plebe novelera miró y remiró las señales de los balazos. Muchos de los que allí fisgoneaban tenían a gala el señalar al Rey algún desperfecto que Su Majestad no había visto.

De la tienda salió una señora joven que parecía la dueña, y graciosamente invitó al Rey a que pasara, si quería descansar. Daba las gracias don Amadeo, permaneciendo en la calle, cuando se destacó del personal de la tienda una señora mayor, que ofreció al Rey un proyectil que había penetrado en el local, incrustándose en la anaquelería. Agradeció   —250→   don Amadeo el obsequio y quiso gratificar a la señora, mas esta no admitió el dinero. Despidiose el monarca sombrero en mano, con su habitual cortesía, y a pie se volvió a Palacio, escoltado por un pelotón de vagos y precedido de un destacamento de chiquillos.

Acerqueme yo a la señora mayor, que en la puerta de la tienda quedaba, contemplando al pueblo soberano, y de manos a boca le dije: «He tardado un rato en reconocerla, insigne Mariclío, porque está usted hoy un poco desfigurada, con mayor peso de ancianidad que el que tenía la última vez que la vi. A su disposición me tiene para cuanto guste mandarme».

-A este ensayo de tragedia -me dijo, enseñándome un pie- he venido con mis zapatos de orillo, como ves. No había motivo ni asunto para mejor calzado. Los badulaques de anoche, movidos a un acto que no tenía más objeto que producir miedo para que el Gobierno no saque tropas a provincias, han procedido neciamente. El provecho de este regicidio sin regicidio será para los partidarios del niño Alfonso. ¿Por ventura son estos los que os aconsejan y dirigen?

Nada le respondí, pues mis observaciones no habían de llegar a la altura de su autoridad. Ofrecime de nuevo a prestarle cuantos servicios me encomendara, y con gusto la vi bien dispuesta en favor mío. Díjome que a la sazón moraba en la portería de la Academia de la Historia, porque sus cortos haberes no le permitían mejor acomodo. La capitis   —251→   diminutio a que había llegado, en la desabrida etapa histórica del Rey saboyano, deslucía su ancianidad gloriosa. «Lo que mayormente me aflige -añadió, rompiendo conmigo la multitud para seguir juntos por la calle del Arenal- es la flaqueza femenil de los partidos monárquicos y la inconsistencia de los que vociferan en las filas avanzadas, indicio seguro de la poca virilidad del pueblo hispano. Todo lo que aquí pasa es cosa de ópera cómica, tirando a bufa. He pensado en darme de baja, como dice tu amigo Ido del Sagrario, y transferir mis nobles funciones a mi hermana Talía, que las desempeñará muy bien, encargando algunos numeritos de polka y tango a mi hermana Euterpe... El quita y pon de Ministerios que sólo difieren en la medida y rumbo de sus tonterías; la conspiración de las damas católicas, con su armamento de peinetas y florecillas de lis, pertenecen al orden literario del entremés con tonadilla y ovillejos. Habrás oído, entre tus amigos, planes de levantamientos en plazas fuertes y ciudades populosas. No hagas caso, hijo. ¡Batallones que se echan a la calle, guarniciones que se pronuncian! ¡Sueños locos de paisanos ociosos, que gobiernan el mundo en las mesas de un café o la redacción de periódicos bullangueros! Todos esos que se levantan, lo que hacen es acostarse, y entre sábanas se ríen de los conspiradores de alfeñique... Hace pocos días, he visto a los niños de las Peñuelas jugando al pronunciamiento. La demagogia misma procede   —252→   hoy con más simplicidad que barbarie. Los ideales exaltados son ahora instintos movidos por la imbecilidad».

Acompañé a la señora hasta la calle del León, y me volví a casa. A mi consorte accidental referí mi encuentro con doña Mariana, y traté de explicarle la condición de esta y su doble calidad real y quimérica. Pensé yo que Obdulia no me entendería, pero como en la naturaleza cerebral de la bella joven prevalecían la ensoñación poética y el bello mentir, admitió como verídico el cuento de Mariclío y de sus inauditas transformaciones. «¡Ay Tito de mi vida -me dijo consternada- que felices seríamos si esa divina dama nos llevara por esos mundos como duendes o muñequitos que pueden esconderse, si a mano viene, dentro de una cajita de caramelos! Sabrás que en esta renegada casa estamos sobre un volcán. Apenas saliste tú para la calle del Arenal, entraron dos policías y me marearon con preguntas; que si yo, que si tú... Respondiles que no teníamos nada que ver con el atentado; que nosotros somos vecinos, pero no cómplices del señor Tomás y sus compinches. Antes te dije, querido Tito, que estábamos sobre un volcán... Son dos volcanes, dos. Porque si vuelve Aquilino mal curado de sus mataduras no pararé hasta el suicidio..., y que me entierren en un cementerio bonito, con cipreses y adelfas. En caso de que mi maridillo se quede por allá, será posible que nos prendan por el aquel de regicidas, y nos separen quizás   —253→   para siempre. Eso no, Tito mío: vámonos, salvémonos».

Fácilmente me comunicó Obdulia sus recelos, y por tranquilidad suya y mía resolví una pronta mudanza. Recogida nuestra ropa, un colchón y otras cosillas, y dejando en la casa los trastos menos necesarios, nos fuimos a mi hospedaje de la calle del Amor de Dios. De sus graves inquietudes descansó Obdulia con la grata compañía de Nicanora y del dulce filósofo don José Ido. Este mostraba paternal solicitud por la espiritual joven que llevé a su casa. Hablaron de literatura y teatros, y Obdulia le recitó con lírica declamación, versos que embelesaron al esmirriado señor... Mi compañera no pisaba la calle por temor a un encuentro desdichado. Echándoselas de médico, Ido la declaró anémica y diagnosticó los baños de mar como infalible tratamiento. ¡Buenos estábamos para viajecitos y expansiones estivales!

Pasaba yo los mejores ratos del día persiguiendo a doña Mariana, o en su grata compañía cuando me deparaba Dios el encontrarla. Una tarde, platicando en la portería de la Academia, me sorprendió, mejor diré, me asombró gratamente con estas inesperadas razones: «Ocioso está el gran Tito, y la ociosidad es el achaque peor que puede caerle a un hombre de ingenio. De tu listeza y de tu travesura necesito yo estos días, sin que me sea forzoso darte la condición, modo y sutileza física que te di al traerte de Durango a Madrid. Tal como eres y en compañía   —254→   de esa moza chiquita y romanticuela, que es ahora tu mujer adventicia, irás a donde yo te mande. Ya sabes que el Rey Amadeo sale hoy para una excursión a diferentes ciudades del Norte. Tú irás también por allá. Mas te destino a una sola plaza, Santander. Me consta que van también para allá gentes peligrosas de uno y otro sexo. En fin, tú lo has de ver... Observa lo estrictamente verdadero; no me traigas acá mentiras adornadas». Sacó de entre sus ropas un taleguito, y me lo mostró con estas dulces palabras: «Apurando mis recursos te doy billete de ida y vuelta para ti y para tu chiquilla, y una suma prudente para el gasto de tres semanas. Toma. No tardéis más de dos días en poneros en camino. Buen ojo, actividad y criterio. Adiós».




ArribaAbajo- XXII -

Ya me tenéis otra vez, lectores picarescos, oficiando de guindilla histórico, sin conmutación de mi ser físico en entidad peri-espiritual... Lo que se alegró mi Obdulia cuando en casa le mostré el saquito milagroso, no hay para qué decirlo. Veraneo, baños de mar, costa cantábrica, ¡qué porvenir tan poético y delicioso! En dos días arregló la romántica sus trapitos por el figurín más económico, y nos largamos con viento cálido en busca del viento fresco. ¡Por qué modo tan peregrino se habían realizado los deseos   —255→   emigratorios de Obdulia y su anhelo de ambiente marino, conforme a la docta indicación del filósofo-médico Ido del Sagrario! En el estado de nuestro ánimo se nos representó como un paraíso la ciudad Cantábrica, que en aquel tiempo bien podría llamarse la ciudad harinera, porque su hermoso puerto se veía poblado de buques de vela cargando harina, o descargando los ricos frutos coloniales. Obdulia, que nunca había visto el mar, se embelesaba contemplando el grandioso muelle, el trajín comercial, los barcos de arboladura gallarda; y cuando en nuestro primer paseo vagoroso traspusimos el cerro de Miranda, la vista del Océano impetuoso colmó el estupor de la pobre muchacha. ¡Aquello sí era poesía!... ¡Aquello era el camino de América, el camino para todo el más allá terrestre y acuático!

A los dos días de vagar por la ciudad y sus alrededores, probando distintos alojamientos, nos instalamos definitivamente en una casita del alto de Miranda, donde pagábamos dos pesetas por la habitación, y comíamos por nuestra cuenta. Éramos dichosos en aquella vida libre y modesta. Los dos íbamos a la compra, y Obdulia guisaba. Lo restante del día lo empleábamos en largos y deleitosos paseos: ya nos extendíamos hasta Cabo Mayor, y desde lo alto del faro contemplábamos el mar en toda su majestad y bravura, o bien, después de recrearnos en las hermosuras del Sardinero, íbamos a coger azucenas y clavellinas silvestres a la península de la   —256→   Cerda. También dirigíamos nuestros pasos tierra adentro, revolviéndonos por toda la ciudad, entretenidos con la faena de las harinas en el puerto, o viendo el arribo de las lanchas pescadoras.

A los seis días de esta descansada vida llegó el Rey, con séquito militar y civil no muy lucido. Recibiéronle las autoridades y le alojaron en la Aduana, edificio viejo donde estaban las oficinas del Gobierno Civil y de la Administración de Hacienda. Antes o después de don Amadeo (no puedo precisarlo), llegó de Santoña el batallón de línea que debía custodiar a Su Majestad y hacerle los debidos honores. Como en la ciudad no había cuartel, por ser plaza desguarnecida y en extremo pacífica, la autoridad militar ordenó al alcalde que expidiera boletas de alojamiento para albergar a la tropa. El Alcalde, señor Sañudo, era convencido republicano, y sin faltar al respeto que al Jefe del Estado debía, replicó que no estaba dispuesto a molestar al vecindario y que acomodasen a los soldados en la forma militar más adecuada.

En esto ocurrió un suceso digno de la historia. Como la visita del Rey fue tan precipitada, no hubo manera de prepararle decoroso alojamiento. Elegido para este fin el local alto de la Aduana, habitación del Gobernador civil, lo pintaron deprisa y corriendo para disimular su fealdad y porquería, y esto se hizo la víspera de la llegada del Rey. Pasó este una noche de perros en su incómodo albergue, apestado del insufrible olor de la pintura,   —257→   y al amanecer abrió los balcones, buscando aire respirable. Ante este imprevisto contratiempo acudieron los ediles a don Juan Pombo, el ricacho del pueblo, que ofreció para morada real un lindo palacete del Sardinero, conocido por La casa de Pepe Pombo. Y allá se instaló el Rey, encantado de la belleza del sitio y del relativo esplendor de su nueva residencia.

Al propio tiempo fue resuelto, del modo más simple, el conflicto del alojamiento militar. En las suaves colinas verdes que rodean el Sardinero y entre los espesos grupos de pinos, se emplazó un lindo campamento con tiendas de lona. El vivir de los soldados día y noche en aquel alegre vivaque, dio al hermoso paisaje un cierto encanto de popular romería. Para embellecer más el cuadro fondeó en el abra del Sardinero la fragata Vitoria. Desde el ventanucho de nuestra casita, Obdulia y yo, contemplando las tiendas, los pinares, la tropa, los bañistas y la grandiosa nave, creíamos ver el más lindo nacimiento que se pudiera imaginar.

En aquel amenísimo rincón de la Montaña hacía don Amadeo vida campestre, desplegando libremente sus aficiones democráticas. A distintas horas se le veía divagando en dirección de Cabo Menor o de La Magdalena, acompañado de Díaz Moreu y Dragonetti. Por las tardes, cuando la música tocaba en El Pañuelo (plazoleta triangular entre la Casa de Baños, las fondas y el palacete de Pombo), le veíamos en la turbamulta de paseantes,   —258→   ojeando a las señoritas guapas y charlando jovialmente con sus amigos... De la llaneza democrática del Rey oímos contar innumerables casos. Alguien le había visto llegar de noche, solo, a su vivienda y llamar a la puerta tirando de aldabón, como cualquier vecino trasnochador... Otros le sorprendieron en el interior de su palacio inspeccionando las obras de decorado. Viendo a un obrero que clavaba una guarda-malleta, subido en débil escalera, puso en esta el Rey su mano y dijo: «Cuidado con caerse, amigo. Siga usted clavando; yo mantengo».

Una mañana, paseando Obdulia y yo por la Segunda Playa, vimos una dama guapa y melancólica, con traje veraniego enteramente blanco: «Ya tenemos aquí a la de las patillas» dije a Obdulia, que cebó en ella sus miradas. Un rato fuimos tras ella, acechándola con discreto espionaje. La vimos llegar pausadamente hasta Los Molinucos; volvió luego por la playa en baja marea, fijando sus ojos en la arena húmeda como si buscara en ella alguna inscripción borrada por las aguas. Subió después hacia Las Llamas; se sentó en un ribazo. Sin duda esperaba. ¡Qué triste es esperar, esperar al que no llega, al que no acude puntual a la cita! La espiábamos con tanta discreción que no podía sospechar nuestra vigilancia... Llegó el momento en que la belleza patilluda daba por terminado su desesperante plantón. En su rostro pálido creíamos advertir el despecho y la ira. Subió paso a paso hacia el pinar llamado de Aparicio.   —259→   De tiempo en tiempo volvía sus ojos hacia el paso de la Primera Playa. Aquel mirar era el último residuo de esperanza. En la carretera subió a un coche de los que llaman cestas, y partió cuesta arriba en dirección de la ciudad...

De once a doce, me cuidaba singularmente del baño de Obdulia. Ayudábala yo a desnudarse y vestir el traje marino; con ella descendía por la playa hasta dejarla en poder de Germán, el fornido bañero; y en el límite del agua, mojándome los pies, la miraba entre las blandas olas, remojándose con toda la fe de una bañista que busca la salud. A la salida le ponía la capa, y a la caseta volvía con ella, donde quedaba sola con su felpuda sábana y su ropa. Yo me paseaba viendo el ir y venir de mujeres en remojo, y singularmente me fijaba, como los demás curiosos, en una señora inglesa, esbelta, rubia y guapísima, que nadaba como un pez. Al salir de las aguas, la recibía su marido capa en mano y, como yo a Obdulia, la llevaba derechamente al secadero de la caseta.

Un amigo que en el entretenido vagar de la playa me salió, un conocimiento de estos que se traban y se destraban en la sociedad balnearia, entabló conmigo coloquio chismográfico, del cual refiero lo estrictamente substancial: «¡Brava mujer es esta inglesa! ¡Vaya unas hechuras, vaya una tez de rosa y nácar...! ¿Ha visto usted qué piernas? Para escultura no hay como las inglesas. Su marido es corresponsal del Times, el primer periódico   —260→   de Londres. Celebra conferencias políticas con el Rey, y el Rey las celebra de otro género con la corresponsala. ¿No lo sabía usted? Viven en una de estas fondas, no sé si en Zaldívar o en Barbotán... Dicen que Amadeo y su nuevo amor se ven en una casa del Paseo del Alta».

Camino de nuestra casa, dije a Obdulia: «Me parece que tendremos lío. En el mar proceloso se baña una bellísima nadadora, de nacionalidad inglesa y corresponsala del Times. A esta señora le hace cucamonas nuestro amado Soberano, y digo tan sólo cucamonas por no dar mayor gravedad a un caso que conozco por simple chismorreo público». Debo añadir ahora que, sin darnos cuenta de ello, Obdulia y yo nos sentíamos posesores de no sé qué poder metafísico, con el cual penetrábamos en la intimidad de los hechos y en la conciencia de las personas que en Santander y su famoso balneario vivían. Hallábame yo dotado de una facultad intuitiva, al modo de reflejo de la vida externa en mi retina cerebral, facultad que a Obdulia se comunicaba, resultando que los dos teníamos un vago conocimiento de cuanto sucedía.

Por esta pasmosa virtud anímica supimos, sin que nadie nos lo dijera, que la dama patilluda moraba en el Hotel del Comercio, el más decentito de la ciudad (Muelle, número 1), antigua casa próxima al edificio de la Aduana, donde el Rey habitó una noche y estuvo a punto de perecer envenenado por la reciente pintura del local. Tuvimos asimismo   —261→   la visión de que Adela pasaba parte del día en su aposento solitario, atormentada de hondas inquietudes. Escribía cartas con febril mano, y las rasgaba en pedazos antes de concluirlas. Por no bajar al comedor se hacía servir en su habitación. Como Calipso en su gruta, ne pouvait se consoler de la partida de Ulises.

Una mañana, en el Sardinero, presenció todo el público de bañistas y curiosos una estupenda regata. La nadadora inglesa se alejó, con gallardo deporte, como unas treinta brazas. Al volver hizo la plancha, meciéndose graciosamente sobre las movibles ondas. Cuantos estábamos en la playa admirábamos su belleza y arrojo. Apenas la hermosa oceánide hizo pie para volver a tierra firme, se nos ofreció un espectáculo emocionante. De la Caseta Real, colocada del lado de Piquío, salió Su Majestad con dos amigos al recreo de su baño, que más bien era un alarde de resistencia deportiva, pues si como Rey había quien le aventajara, como nadador difícilmente se le encontrara rival. Le vimos alejarse braceando, hizo la plancha, continuó aguas adentro; a una distancia doble de la que había recorrido la bella nadadora inglesa, se volvieron los amigos del Rey y este siguió, impávido, convoyado por una lanchita que tripulaban los bañeros.

En la playa, la nutrida fila de espectadores aumentaba por momentos. Corrían de boca en boca voces de admiración y entusiasmo: «Es un pez... Hace rumbo a la Vitoria... Que   —262→   llega... Que no llega». A veces le perdíamos de vista por interponerse la curva de una onda; después reaparecía. Hubo momentos en que sólo pudieron verle los espectadores que miraban con gemelos; por fin, estalló en el público la exclamación: «¡Que llega! ¡Que llega!». A bordo de la fragata sonaron las cornetas, anunciando la presencia del Soberano. Los que tenían gemelos vieron a los oficiales que descendieron la escala para recibirle. La nadadora inglesa, que había tenido tiempo de vestirse, era la más regocijada entre el público, la que con más énfasis aplaudía y encomiaba el arriesgado ejercicio del regio tritón, glorioso deudo de Neptuno. Don Amadeo se quedó a bordo; para llevarle su ropa y servidumbre vino la falúa de vapor de la fragata.

La misma tarde de este suceso vimos en el Sardinero a la dama blanca y melancólica. Después de voltijear en las inmediaciones de la residencia real, vino al Pañuelo, donde alguien la enteró de que don Amadeo continuaba en la fragata. Supo también que a bordo había un poquito de fiesta, merienda o refresco. La lancha de vapor iba y venía, llevando convidados. Por sus propios ojos vio Adela que entraban en la falúa el corresponsal del Times y su bella señora. Momentos después de este grave incidente la vimos en la playa, excitadísima, hablando con Díaz Moreu. Su palabra era tan vehemente, su actitud tan resuelta y su gesto tan vivo, que creímos que le arrancaba los cordones al ayudante del Rey.   —263→   Este empleaba toda su habilidad cortés en aplacar el enojo de la dama, y sus razones discretas terminaban con una negativa rotunda: Imposible llevarla a bordo. Volvió la embarcación a recoger más gente, y se llevó a Díaz Moreu, al alcalde Sañudo y a dos o tres militares de la guarnición. La hermosa Dido, abandonada contra el fuero de amistad y amor, mostraba claramente su despecho y celosa furia cuando embarcó en la jardinera de dos caballos para retirarse a su gruta del Hotel del Comercio.

No sé decir si yo veía o si adivinaba; mas la certidumbre penetraba en mi espíritu, y continúo mi cuento seguro de llevar delante de mi pluma la luz de la verdad. Obdulia y yo veíamos lo distante; oíamos las voces lejanas... A consecuencia de lo anteriormente referido, la hermosa y desdichada señora, que por su talento y su belleza mereció los favores del Rey, se vio lanzada a extremos de pasión y venganza, si reprobables en la estricta moral, dignos de indulgencia como desahogo casi legítimo de un alma burlada. Iracunda y ciega pensó que su papel en aquel drama, medio personal, medio histórico, era responder al secreto agravio con agravio público y resonante. Pues se la despreciaba indignamente, pues se la sustituía por una inglesa extravagante y zancuda, no se retiraría de la escena sin escándalo. ¿Qué menos hacer podía que dar publicidad a trece cartas escritas de puño y letra por el Rey de España, don Amadeo I?

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Aferrada locamente a esta resolución, castillo formidable de la flaqueza femenina, hizo saber al Rey lo que proyectaba. Alarma y susto en la pequeña Corte del Sardinero; mensajes, recaditos... Pronto se vio que la deidad irritada no cedía. Sonaron los primeros fragores del escándalo: la tempestad estaba cerca... Transcurrieron dos días; al tercero presentose en el Hotel del Comercio y en la estancia de la dama un caballero amigo del Rey, pidiéndole conferencia reservada. Sentose Dido abandonada junto a la mesilla donde pasaba las horas escribiendo y rasgando cartas, e invitando al caballero a sentarse frente a ella, le preguntó el motivo de su visita.

«Comprenderá usted, Adela -dijo el caballero-, que el objeto de esta entrevista no puede ser grato para mí. Confío en la discreción de usted, en su talento, en su bondad. Es usted buena. Por tal la he tenido siempre. Bien sabe el respeto y la consideración con que la tratamos todos sus amigos. Vengo decidido..., ¿no lo presume usted?..., a recoger las cartas de Su Majestad». Desplegando toda la táctica femenil, Adela contestó que las cartas podían ser documentos históricos y que en este caso pertenecían a la Nación. No creyó el caballero que el asunto era de los que pueden tratarse con sutilezas del ingenio, y sacando de su cartera un sobre repleto de billetes de Banco, lo puso sobre la mesa y dijo así:

«Las relaciones de Su Majestad con usted   —265→   han terminado, Adela. Mi opinión es que usted las ha roto, no él. Sea como fuere, Su Majestad no consiente que usted quede desamparada. Tome usted esto... Son cien mil pesetas».

Airada respondió la señora que quizás vendería los documentos históricos por una palinodia del Soberano, reconociendo su veleidad y poniéndole remedio... Por dinero no los daría nunca. Entablose una breve y agria disputa. Dido enamorada se defendía fieramente contra el abandono. El mensajero del Rey, hombre que iba derecho al bulto y no gustaba de inútiles parloteos, sacó del bolsillo un revólver, y poniéndolo de golpe sobre la mesa, soltó este ultimátum: «O me da usted las cartas, o la mato a usted ahora mismo».

Por distintos estados emotivos pasó rápidamente la dama. En el espacio de unos segundos se mostró colérica, medrosa, soberbia, humilde... Con incierto paso llegose a un maletín donde guardaba sus alhajas. Sacó las cartas, y con furioso ademán las arrojó sobre la mesa. El mensajero tuvo serenidad para contarlas. Vaciando el sobre de los billetes y metiéndolas en él, para guardarlas cuidadosamente en su bolsillo, se retiró con fría reverencia. No hay noticias del tiempo que tardó Adela en recoger la indemnización de guerra, última página de su historia de amor.



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ArribaAbajo- XXIII -

En medio de la placidez de la vida campestre y balnearia, no se extinguían absolutamente las inquietudes de Obdulia. Una noche despertó sobresaltada y pegando gritos. Había soñado que hallándose en la frescura y recreo de su baño, vio venir de mar afuera un horrendo tiburón, abierta la espantosa boca con triple fila de dientes. El cetáceo no era otro que Aquilino de la Hinojosa, metido en aquel disfraz para devorar a su cónyuge infiel. Entre las mandíbulas del monstruo marino estaba ya cuando despertó de la pesadilla. El terror le duró largo rato después de despierta, y sólo a fuerza de cariños pude tranquilizarla, prometiéndole además el exterminio del afinador, en cuanto le cogiese a tiro.

La partida del Rey, que embarcó para visitar otros puertos de la costa; las enojosas lluvias, que anunciaban la declinación de la temporada, y la merma fatal de los dineros de Mariclío, nos dieron el toque de marcha... En el tren, camino de Madrid, la casualidad nos deparó la compañía de aquel joven, no diré amigo, sino conocido, que en la playa del Sardinero me dio noticias de la corresponsala del Times y de sus amores con el Rey. Era el chismoso profesional, el hombre de las anécdotas galantes, de las historias que son el fermento   —267→   de la ociosidad en casinos y cafés. Tomando pie de una frase nuestra pegó la hebra de su croniquería escandalosa, y después de referir con picantes pormenores el enredillo del Rey con la dama inglesa, nos colocó el relato de otras aventuras amadeístas, acaecidas en el último invierno.

La primera ocurrió en una casa (proximidades del Teatro Real) donde vivía un personaje que, por su elevado cargo, despachaba muy a menudo con el Rey. Esposa del tal personaje, cuyo nombre no quiso revelarnos el cuentista, era una mujer bella y arrogante a quien Amadeo conoció en un baile de Palacio. Ligerilla debía de ser la dama, pues sin gran resistencia tomó varas del Rey y concertaron una entrevista. ¿Dónde? En la propia casa de ella, aprovechando las largas ausencias que al marido imponían sus obligaciones burocráticas... Acudió el Soberano a la cita, no sin prevenirse contra posibles contingencias desagradables. Por si el marido se presentaba inopinadamente en su domicilio, se dispuso que un confidente del Rey se situase en la puerta de la calle, con hábiles instrucciones para cortarle el paso. La maquinación era del género más picaresco... Pues señor; llegó como se temía el confiado o desconfiado caballero, y el emisario, acometiéndole al bajar del coche, le dijo con bien fingida premura: «Estoy aquí esperándole a usted para comunicarle, de parte de Su Majestad, que en Palacio le espera para tratar con usted de un asunto urgentísimo». Refunfuñó el   —268→   marido... Antes de ir a Palacio subiría un momento a su casa. Pero el confidente le atajó con frase apremiante, angustiosa: «No, no; no hay que perder momento. Su Majestad espera impaciente. El asunto es muy grave». El engañado personaje se dirigió velozmente a Palacio, donde preparado le tenían otro gracioso ardid. Al encuentro le salía Dragonetti, obligándole a una larga antesala. Su Majestad estaba conferenciando con Cialdini, embajador de Italia, en las habitaciones de Su Majestad la Reina... A la hora larga de este bromazo recibía don Amadeo al personaje y con él trataba de un asunto administrativo, que el cuentista no dijo, y en verdad no hacía falta para redondear el cuento.

Oída y celebrada esta picante aventura, de cuya veracidad no respondo, el chismoso, sin tomar respiro, continuó la serie: En otro lance amoroso, los satélites del Rey tuvieron que simular un robo para proteger la difícil salida del galantuomo; en otra sacaban a la señora por una puerta secreta, o bien descolgaban al caballero desde el balcón al jardín, y en todas resultaba que el marido era tonto. Nos dijo seguidamente que don Amadeo había traído de Italia una cuadrilla de rufianes para organizar aventuras tan diabólicas. No daba yo gran crédito a esta importación rufianesca. Añado por mi cuenta que los referidos lances de seducción eran de corte italiano más que español, y en ellos se advertía el cinismo malicioso de Bocaccio antes que las artimañas sutiles de la picaresca de acá... Lo   —269→   que he recogido de boca del chismoso tiene un hueco en estas páginas como documento vivo de cierta opinión insana que se proponía desprestigiar al Rey Amadeo, poniendo en circulación estas liviandades indecorosas y a veces ridículas.

Llegamos a Madrid en perfecta salud. En la casa de huéspedes no había otras novedades que un aumento molestísimo de estudiantes de Medicina, y que el gran don José, en un ataque agudo de su depresión cerebral, pasaba largas horas sumergido en hondas meditaciones sobre el misterio de la Inmaculada Concepción. Sabedora de mi llegada, fue a verme Delfina Gil, suponiendo que yo venía de Roma. Por carta de mi hermana Trigidia tuvo noticia del revuelo que armó mi discurso, y de los telegramas del Papa llamándome a la capital del Orbe Católico. Seguí yo la broma, y a sus preguntas acerca de la salud del Padre Santo, le dije que estaba bueno, sin otro achaquillo que un corrimiento de muelas que le obligaba a tomar continuamente buches de malvavisco. Le describí con frase hiperbólica la Basílica de San Pedro, y la Capilla Sixtina, donde oía yo misa todos los días frente a la pintura del Juicio Final. Añadí que el Sumo Pontífice me había colmado de bendiciones y finezas, dándome de añadidura una misión secreta para la Reina doña María Victoria, la cual me recibiría en audiencia un día próximo. De esto no podía decir una palabra más. Ítem. Yo comía todos los días con mi amigo del alma el Cardenal Fieramosca,   —270→   de la Propaganda Fidæ... Los buenos católicos estábamos de enhorabuena porque la prisión del Santo Padre tocaba a su fin. El bárbaro Víctor Manuel, movido de arrepentimiento y del acerbo dolor de su culpa, estaba dispuesto a postrarse de hinojos ante el solio pontificio, cubierta de ceniza la cabeza, besando sucesivamente los escalones, hasta poner sus labios en la sandalia de Pío.

Por el efecto que en Delfina causaron estas gordísimas trolas, comprendí que le faltaría tiempo para comunicarlas a los beaterios y sacristías que frecuentaba... Como mi Obdulia no se aliviara de su terror, le ordené que no saliera de casa. Yo andaba en busca de la Madre Mariana, sin poder dar con ella. Los porteros de la Academia de la Historia me dijeron que después de pasarse tres días y tres noches en la biblioteca, la vieron salir una noche con don Marcelino. Presumieron que habían ido a la Academia de la Lengua, calle de Valverde. Don Marcelino había vuelto; doña Mariana no. Ansioso de hablar con ella, la busqué en ambas Academias y en la de Ciencias Morales y Políticas, en la imprenta de la Gaceta y en la Armería Real. Todo inútil.

Al volver a mi casa encontré en ella a Ramón Cala y a Felipe Ducazcal, que me esperaban para que les acompañase a la guarida de don Francisco Torquemada, prestamista y anticuario, con objeto de proponerle la venta o alquiler de algunas prendas de uso mujeril, consideradas ya como arqueológicas.   —271→   De buen grado les acompañé a la calle de San Blas, y, enterado yo del asunto, entablamos negociaciones con el adusto usurero, gastando los tres enorme dosis de paciencia y saliva para persuadirle de que le proponíamos un buen negocio. Tratábase de adquirir o alquilar cierto número de peinetas de carey, altas y labradas, en forma de teja. Usadas por nuestras abuelas, ya pertenecían al coleccionismo. Torquemada las tenía preciosas y pedía por ellas un sentido. Se convino al fin en que las cediera por dos días, depositando una cantidad como garantía de puntual devolución.

Colaborando en la travesura que se traían mis amigos, nos procuramos mantillas blancas y negras en diferentes casas de préstamos, y en lo restante del día y mañana siguiente organizamos la graciosa mascarada que había de desvirtuar y corromper la manifestación de las católicas damas alfonsinas. No fue empresa difícil reunir y contratar dos docenas de mozas del partido, bonitas las unas, atarascadas las otras, útiles todas para el efecto que nos proponíamos obtener. El pícaro Ducazcal sacó, no sé cómo ni de dónde, ocho carretelas de lujo, algunas blasonadas, con lucidos troncos de caballos.

La función resultó brillante, abigarrada, jocosa. Salieron aquella tarde las alfonsinas aderezadas con sus mantillas y peinetas, creyendo realizar de este modo una protesta muda contra la nacionalidad exótica de nuestros Reyes. Ridículo, afectado y artero resultaba   —272→   el españolismo de nuestras clases altas. Las que desde el segundo tercio del siglo habían renegado de todo lo castizo, arrojando al montón de las prenderías las modas españolas, y vistiéndose, comiendo y hablando a la francesa, salían ahora con la tecla de adoptar preseas sacadas del Rastro indumentario. Bien hicieron los pícaros de la política en poner frente a ellas el manchado espejo de un Rastro moral.

La pantomima de aquella tarde fue lucida, y digámoslo claro, vergonzosa. A lo largo de la Castellana, la ilustre señora y reina doña María Victoria pasó ante la muchedumbre carnavalesca arrostrando, con severo continente, el desaire público con visos de injuria. Nunca la vi tan revestida de alta nobleza y majestad. En su rostro y actitudes no se conoció si había sabido distinguir las verdaderas de las apócrifas damas. Mis amigos y yo nos entretuvimos en actuar como puntuales cronistas de salones, digamos de sociedad, y fuimos enumerando el mujerío manifestante, en sus dos estamentos constitutivos. La fatalidad política había confundido lo más aristocrático con lo más villanesco. Y sobre la bullanga femenil oíamos una estruendosa carcajada de la Moral Pública.

Oficiemos de revisteros imparciales: allí estaban la Navalcarazo y la Yébenes, señaladas por su furibundo catolicismo; la Campo Fresco, de agudísimo ingenio; la Belvís de la Jara, la Ruy Díaz, ilustres importadoras de toda elegancia francesa; la Villares de Tajo y   —273→   la Gamonal, flor y nata de la aristocracia burguesa; la Trastamara, la Monteorgaz, la Villaverdeja y la Tordesillas, de remoto abolengo histórico. Entre los caballeros vimos a Paquito Uclés, a Pepe Armada, Jacinto del Pulgar, Guillermo de Arancis, Manolo Montiel y otros que sería prolijo enumerar... De la otra banda deben ser citadas con preferencia Paca la Alicantina, Marquesa del Cieno; la Eloísa, muy conocida en todos los círculos... viciosos; la Clotildona, la Rosa Huertas, Pepa la Sastra, espléndida de fofas carnes; la Napoleona, la Condesa del Real Cuño, la Sílfide, la Moño Triste y otras tales, cuyos linajudos nombres se escapan avergonzados de la pluma cuando queremos escribirlos.

Al volver yo de la Castellana con Roberto Robert y Mateo Nuevo, encontramos a Pepe Ferreras, el periodista más discreto y agudo de aquellos tiempos, hombre que sabía cual ninguno poner el dedo en la parte doliente de todo suceso político y mostrar el grave daño que padecíamos. «He visto la indigna comedia de esta tarde -nos dijo-. No se concibe mayor oprobio de un país, ni mayor torpeza de las clases altas, que nos han traído la intervención del fango social en la vida política. En el estúpido atentado contra el Rey y en esta farándula repugnante veo yo el principio del fin. La responsabilidad es de todos, sin excluir las instituciones. Queríamos un Gobierno constitucional, sensato, estable, y en dos años llevamos ya seis crisis si no recuerdo mal. En política todo puede admitirse,   —274→   menos el barullo, el caos y la falta de orientación. ¿A dónde nos lleva este don Manuel? ¿Continuará la marcha emprendida en su primer Ministerio, o nos precipitará de tumbo en tumbo hacia lo desconocido? Digamos con don Salustiano: Dios salve al Rey. A la Reina no hay que salvarla, que bien alta está en el concepto público. Si ella gobernara, tendríamos Saboyas para rato. Pero no nos caerá esa breva. Lo peor del caso es que todo esto, y principalmente lo que esta tarde hemos visto, resulta en provecho de los Borbones... Y yo pregunto a ustedes, señores republicanos tibios y calientes, señores demagogos y socialistas de la Internacional, ¿harán ustedes algo duro y hondo, algo que no sea esta labor de tontería y aturdimiento? Si no cambian de tocata, la Restauración viene; vendrá traída por todos, y principalmente por ustedes; la tendremos aquí después que armemos el gran barullo..., el gran barullo... Y si no, al tiempo, al tiempo... el gran barullo».

Repitiendo la frase última, rutinaria muletilla en él, se despidió de nosotros, y yo seguí sopesando en mi mente las palabras proféticas del sutil periodista y augur Pepe Ferreras.



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ArribaAbajo- XXIV -

En lo restante de aquel Otoño, esta Nación sin ventura, como cuerpo en que circula sangre viciada, se llenó de granos, manchas eruptivas y forúnculos, síntomas de la enfermedad o gran barullo pronosticado por Ferreras. En todo el territorio del Norte, alta Cataluña, Maestrazgo, provincias de Levante, apareció la sarna de las partidas carlistas, y tras ellas vino el picor y desazón de las partidas republicanas. No sabía el Gobierno a dónde acudir primero: aquí salía del paso rascándose; allá se aplicaba emolientes; nos contentábamos con ir viviendo, con ir tirando, mientras el mal estuviera limitado a la fea y desapacible afección dermatológica... Continuaban infructuosamente mis diligencias para encontrar a la Madre Mariana. Si por una parte me dolía mi orfandad, por otra tuve algunas satisfacciones de carácter doméstico. La intranquilidad en que Obdulia y yo vivíamos se calmó con las noticias que de Villaviciosa trajeron el ordinario y otras ordinarias personas. Lejos de mejorar, Aquilino iba de mal en peor, por la falsa soldadura de la clavícula, y aún tenía camastro para otros dos meses o más. Eso íbamos ganando.

Con los dinerillos que dio a mi mujercita la Marquesa de Navalcarazo, por ciertas labores de aguja, y algo que yo ganaba escribiendo   —276→   en El Diario del Pueblo, fundado por mi amigo Valero de Tornos, pagábamos nuestro pupilaje, y aún nos restaba para menudencias y honestos placeres. Debo decir, entre paréntesis, que en mi Obdulia se armonizaba el romanticismo con las cualidades del perfecto economista. Gracias a ella podíamos regalarnos diariamente en La Perla, yo con mi café, ella con su vasito de leche merengada.

Los billetes del periódico nos permitían el goce del teatro: en el Circo de Paúl nos entreteníamos oyendo a la Williams, actriz bonita y salada que con el gracioso Rosell representaba el Mambrú, pieza de circunstancias llena de picardía. En el Teatro Circo vimos dos o tres veces el famoso zarzuelón Barba Azul; en Capellanes nos descuajábamos de risa con la desvergonzada revista Los prófugos de Ultramar, sátira del escándalo de los Dos Millones que, según la gente maliciosa, afanaron Sagasta y el pollo antequerano.

Pero lo que más nos encantaba y divertía era el arte maravilloso de la célebre prestidigitadora Benita Anguinet, en Variedades. Titulábase la función Los milagros de la brujería, y como yo había sido un poco brujo hallaba singular deleite en aquel espectáculo de escamoteos, sorpresas, juego de luz y tinieblas, que confundían la mentira con la realidad. Era la Anguinet una señora simpática, gorda sin menoscabo de su agilidad: encontraba yo en ella un parecido notable con Pepita Izco, heroína de mi breve idilio místico   —277→   y sensual de Durango. Por esta razón eran más calurosos mis aplausos a la mágica de opulentas carnes y sortilegios diabólicos. Una noche, estando Obdulia y yo en segunda fila, vi en la primera a mi pasado amor María de la Cabeza Ventosa de San José. Estaba con Alberique. A la salida nos miraron con desdén olímpico, como diciendo adiós pobreza. Les pagamos en peor moneda, riéndonos descaradamente de su inflado empaque burgués.

Entrado ya Diciembre, el buen pueblo republicano de Madrid agregó al interés de los teatros un motincillo callejero, nuevo síntoma de la grave dolencia hispana. Hallábase una noche deliberando la Junta Suprema del Consejo de la Federación Española, cuando sonaron tiros en la Puerta del Sol. ¿Qué ocurría? Que los Comités de los distritos habían acordado, por sí y ante sí, lanzarse a la calle. Corriose la trifulca a la Plaza de Antón Martín, tradicional baluarte republicano, y allí fue sofocada por las tropas que llevó el General Pavía. Entre los revolucionarios figuraban el famoso Espiga, el comandante Decref y Carlos Caro, Cerrudo y otros paisanos. Hubo bastantes heridos y un solo muerto, el lacayo del coche de Ruiz Zorrilla, víctima inocente del celo de un diputado, señor Boceta, que se empeñó en recorrer el campo de batalla en el propio carruaje oficial del Presidente del Consejo.

Los treinta y cinco prisioneros de aquella descabellada intentona fueron puestos en libertad   —278→   a la mañana siguiente... A mi parecer, produjeron aquel fugaz movimiento Las Hojas Revolucionarias que, a falta del periódico Tribunal del Pueblo, publicaban mis amigos de la calle de la Montera. Entre aquellas Hojas obtuvo enorme circulación la titulada El Rey se va, escrita por la propagandista republicana Modesta Periú. No era ella la única hembra que valerosamente luchaba por la Causa, pues otra, llamada Guillermina Rojas, anduvo a tiros con las tropas de Pavía en la plaza de Antón Martín.

A los pocos días de esta zaragata, los buenos y sencillos revolucionarios se las prometían muy felices. Hallándome yo una noche en la redacción de El Diario del Pueblo escribiendo mi Crónica del día, vino a darnos plática un amigo, jovenzuelo y candoroso, el más activo satélite de don Juan Contreras y del Consejo Federal, que forjaba los rayos de la revolución. «Ya la tenemos armada, querido Tito -me dijo con sigiloso misterio-. Ahora va de veras. Será cuestión de días el triunfo de la República Federal. Sevilla, Barcelona, Cádiz, Cartagena, están a punto de pronunciarse. La Junta Suprema y los prohombres han discutido largos días, triunfando al cabo la idea del levantamiento general. Esto que te digo lo sé por el propio García López...

»Puedes estar seguro, como si lo hubieras visto, de que anoche salió para Andalucía Nicolás Estévanez. ¿Crees que va de paseo o a echar discursos? No, chico. Lleva la sagrada   —279→   misión de cortar todos los puentes de Despeñaperros, de levantar partidas, sublevar las poblaciones de Linares, Andújar, Bailén, La Carolina, cerrando al Gobierno toda comunicación con las plazas de Andalucía. Tú conoces a Estévanez; comprenderás lo que puede esperarse de su capacidad y audacia. Nicolás es el águila de las guerrillas. No te digo más... Dentro de algunos días podremos decir, no El Rey se va, como nuestra brava heroína la Modesta Periú, sino El Rey se ha ido. Día de júbilo tendremos. ¡Con qué gusto veré partir a don Amadeo, al Dragonetti y a los rufianes que ha traído de Italia para sus trapicheos amorosos! Lo sentiré tan sólo por la Reina, francamente lo digo. Esta doña María Victoria es tan buena y simpática que no parece Reina, sino una señora cualquiera. Yo me quito el sombrero al verla pasar, y le perdono el ser italiana. Ya sabes que cría a sus hijos. Me consta que este verano, paseando por las inmediaciones del Escorial, encontró un niño abandonado que chillaba pidiendo teta. Pues lo recogió y le dio de mamar, no con biberón, Tito, sino a sus propios pechos. Tú que sabes tanto de Historia, me dirás si has leído algún pasaje de reinas o emperatrices que hayan hecho esto...».

Tomé nota mental de los cuentos que me trajo aquel majadero inocente, y seguí observando los acontecimientos que marcaban la fiebre y el creciente malestar de la Madre España. Entre domésticos goces y fáciles trabajos transcurrieron los días de Diciembre,   —280→   hasta la placentera semana de Navidad y Año Nuevo, que fue para nosotros alegre y descansada por lo que voy a referir. Se hospedó en nuestra casa por pocos días un rico labrador toledano, residente en Bargas, que nos invitó a pasar las fiestas en su campestre vivienda, holgona y bien abastada de cuanto ha menester la vida. Aceptamos con gratitud, y allá nos fuimos con él en un galerín que salía de la Cava Baja. En el viaje y en el pueblo todo nos pareció delicioso: el campo totalmente desnudo de árboles, nos encantaba; la morada de nuestro amigo y anfitrión se nos antojó palacio principesco; cuanto veíamos era reflejo del gozo de nuestras almas.

En don Casiano vimos el más cumplido, el más gallardo y obsequioso hidalgo campesino; en su mujer, doña Dulce, la más bella, la más airosa y afable dama labradora de estos reinos; en sus cinco niños, cinco ángeles que reproducían la hermosura y simpatía de sus padres. La casa, enorme y toda de planta baja, era el ideal de la humana vivienda: anchurosas estancias, patios y corrales poblados de alimaña volátil y de toda cuatropea cerdosa, ovejuna y caballar. Completo la figura del gran don Casiano diciendo que militaba en el republicanismo federal, y que tanto en él como en su linda consorte reconocimos las ideas más amplias y generosas. Estábamos, pues, Obdulia y yo en el Paraíso terrenal, y nuestra única pena era que antes de Reyes tendríamos que salir de él.

No hay que hablar de la opulencia de las   —281→   comidas, del diario consumo de pollos, palomos, conejos y cabritos. Lo que digo: aquello era más que el Paraíso, era Jauja. Tenían los niños, en una de las principales habitaciones, un magnífico Nacimiento con la mar de figuras, montañas de corcho, nubes de algodón, sin fin de pastores, Reyes Magos, y un escuadrón de Húsares. Obdulia, que era maestra en artes infantiles, les completó la decoración con ramaje de carrascas, un lago cristalino, en que patinaban elefantes y camellos, y un ferrocarril que comunicaba el Cielo con la Tierra. La Nochebuena, iluminado el altarejo con innumerables candelas, brillaba como ascua de oro. Niños de la vecindad agregados a los de casa, nos regalaron con el concierto angélico de panderetas, zambombas, rabeles, cánticos y alilíes de entusiasmo.

A la mañana siguiente, los ciegos, que recorrían el pueblo cantando villancicos, vinieron a la casa, donde se les aseguraba copiosa limosna. Eran mendigos astutos y oportunistas que variaban el sentido de sus coplas, acomodándolas a las ideas de las personas cuyo aguinaldo requerían. Y como el buen Casiano gozaba en toda la comarca fama de republicano ardiente, los ciegos cantaban de este modo el natalicio del Hijo de Dios: Camina la Virgen pura - con San José liberal - para el Santo Nacimiento. - República Federal. Venía luego el estribillo, que era el Me gustan todas, con música de El joven Telémaco.

  —282→  

Otras coplas copio que nos hicieron mucha gracia: En la mitad del camino - iba San José cansado. -Fue a llamar a una posada - y le salió un moderado. -A otra posada llamó, - ya fatigado de andar, - y le dijo el posadero: - entra, Pepe federal. Por aguinaldo recibieron, con la calderilla, un pan y un chorizo por barba. En la calle les encontré luego, cantando también en forma libre para halagar al pueblo cuyas ideas liberales conocían: Vinieron los pastorcitos - a besarle pies y manos; - Jesucristo muy contento - porque eran republicanos. Me contaron que en la casa del párroco, tachado de carcunda, cantaban así: Viva Jesús Nazareno, - juez de nuestra Religión. - Viva Jesús Nazareno - y don Carlos de Borbón. Frente al cura, como en todas partes, terminaban con el estribillo: Me gustan todas, - me gustan todas, - me gustan todas - en general...

Con la llegada de los Reyes Magos, día triste para los escolares, nos despedimos de nuestros espléndidos anfitriones. Trance amarguísimo era dejar las ricas ollas, y el trato exquisito de doña Dulce, su digno esposo y agraciada prole. Pero no había más remedio. Proponiéndome yo no volver a Madrid sin pasar unos días en Toledo, para que Obdulia pudiese dar un vistazo a la Catedral y demás monumentos, el propio don Casiano nos llevó en un cochecillo a la Imperial Ciudad, instalándonos en la Posada de la Sangre, donde nos pagó una semana de hospedaje. Hombre tan bueno y dadivoso despertaba en mí tal   —283→   admiración y gratitud, que hube de considerarlo como un enviado de Dios.

El tiempo húmedo y ventoso no nos estorbó para recorrer y registrar las maravillas toledanas, desde la inmensa Catedral, relicario de todas las artes, hasta los últimos rincones arqueológicos, como el Cristo de la Luz y el Cristo de la Vega. Rendidos de nuestras caminatas por las empinadas y torcidas calles, nos acogíamos a nuestra Posada, al amparo de la sombra del amigo Cervantes. Una noche, cenando en anchurosa cuadra junto a la cocina, vi a la Madre Mariana que hacía por la vida en una larga mesa, poblada de arrieros y caminantes. Dos mujeres estaban a su lado, y todos los comensales departían alegremente. Con respeto supersticioso me acerqué a la Señora y le besé la mano. Ordenó ella que Obdulia y yo nos agregáramos a su compañía, y así lo hicimos gozosos. «Celebro encontrarte, querido Tito -me dijo-. Aquí me tienes descansando en esta ciudad que es uno de mis solares predilectos. Me distraigo remembrando cosas de tiempos muy lejanos. Es dulce y confortante hacer revivir los Concilios de Toledo, las cuitas del Rey Sabio, el Rito Mozárabe y charlar con los cardenales Mendoza, Cisneros, Cilíceo, Carranza, y con mis buenos amigos Juan Guas y el Greco».

Oyendo a la Señora creí encontrarme en los senos vaporosos de un mundo quimérico. Las dos mujeres que acompañaban a la divina Clío atrajeron poderosamente mi atención.   —284→   La una, bella y altiva en su madurez, era la mismísima Viuda de Padilla; la otra, joven y bonita, Santa Leocadia... Entre los hombres, todos de vigorosa complexión goda o castellana, de rostros enjutos y tallas procerosas, vi al Rey Wamba, a San Ildefonso, a Jiménez de Rada y Jiménez de Cisneros, a Illán de Vargas, al Pastor de las Navas, y a otros, extranjeros españolizados, que eran sin duda Copín de Holanda, los Borgoñas y Theotocópuli. También creí reconocer al poeta Garcilaso y al comunero Padilla.




ArribaAbajo- XXV -

Cenamos diferentes manjares castizos; se obscureció la estancia, y al volver en tropel a nuestros dormitorios, Mariana me estrechó la mano diciéndome: «Descansa un poco, que en el primer tren de mañana nos iremos a Madrid. No sé si sabrás que está a punto de estallar un huracán político por susceptibilidades y resquemores de los caballeros de Artillería. No te digo más por esta noche...».

En efecto, reunidos en el tren, a temprana hora, Mariclío prosiguió de esta manera sus graves informes: «El ventarrón nos ha venido por el nombramiento de don Baltasar Hidalgo para el mando de una división en el Ejército del Norte o de Cataluña... no estoy bien segura: lo mismo da. Recordarás la parte que se atribuye a Hidalgo en los trágicos acaecimientos   —285→   del cuartel de San Gil (1866). Fuera o no culpable el entonces capitán de Artillería, sus compañeros le tomaron entre ojos. Apartado del Cuerpo, Hidalgo ha prestado servicios en Cuba; ha merecido y obtenido ascensos: hoy es Mariscal de Campo, sin que sus compañeros de Arma hayan protestado de verle en tan alta jerarquía. El disgusto de ahora se funda en que los artilleros no quieren ser mandados por don Baltasar. Distante de Madrid he formado el juicio de que esto es un aparato político para derribar al Gobierno y poner en graves apreturas al pobre Amadeo. Sé que los llamados Constitucionales andan en este enredo y que los oficiales de Artillería se reúnen nocturnamente en casa de Ulloa. Pronto se sabrá la verdad. Hoy se abren las Cortes, allí parirán estos montes y veremos sí sale ratoncillo inocente o dragón infernal».

Mientras hablaba la Señora examiné a las dos mujeres que iban en su compañía. Ya no vi en ellas las poéticas facciones de la viuda de Padilla y Santa Leocadia, sino, antes bien, vulgares rostros de dos criadas, que al propio tiempo eran marisabidillas capaces de escribir al dictado sendos tomos de Historia. Con una de ellas charlaba Obdulia, refiriéndole sus impresiones de Toledo, y la otra me dio noticias del nuevo incendio de guerra civil en el Norte y Cataluña. Las facciones de Guipúzcoa, mandadas por Lizárraga, pisoteaban el Convenio de Amorevieta; Durango ardía en pasiones belicosas; Pepita Izco, olvidada   —286→   de mí, bordaba banderas para los batallones de la Fe, y mi amigo Choribiqueta, dando de mano a su atavismo, presentía ya que podían caber dos epopeyas dentro del espacio de un solo siglo. Horizontes teñidos de sangre cerraban la vista por el Norte y parte de Levante. La pobre España, arrullada en los brazos de la Fatalidad, aguardaba su sentencia de muerte o vida con expectación pavorosa.

Al llegar a Madrid, doña Mariana concertó conmigo lugar y ocasión para comunicarnos; podía yo prestarle ayuda en la grave crisis que el Destino elaboraba en su profundo taller histórico. Conforme a estas advertencias, una mañana, entrado ya Febrero, me llamó a la casa del reverendo sacerdote don Hilario Peña, a quien hallé trabajando en su biblioteca, algo aliviado de la gota, metido en el laborioso afán de terminar su magna obra del Clero Mozárabe. Frente a él, en la misma mesa atestada de librotes y papeles, escribía rápidamente la Madre Mariana en largas hojas de papel pergaminoso. Apenas me acerqué a ellos para saludarles, vi entrar a Graziella, trayendo servicio de café con leche y tostadas para los dos, mejor dicho, para los tres, pues me invitaron a participar de su desayuno. Entraba y salía la ninfa, diligente y cuidadosa, como ama de llaves sobre quien pesa el gobierno de una casa. No hablaba más que lo preciso. Pasado un rato, cuando el cura, la Madre y yo hablábamos de los asuntos públicos, reapareció con bayetas   —287→   calientes para defender del frío las piernas y pies de su amado señor.

«Hemos sabido -me dijo la Madre- que el Rey de Italia ha escrito a don Amadeo ordenándole que a todo trance se sostenga en el trono, para lo cual es indispensable que se ponga al lado de la oficialidad de Artillería, y que no consienta la disolución de un Cuerpo tan noble y fuerte. Tenemos, pues, que Amadeo se coloca frente a su Gobierno. Si prevalece el criterio del Rey, veremos a Ruiz Zorrilla y a sus radicales hechos polvo. Volverá el Duque, volverán los unionistas con los resellados del progreso. ¿Qué ocurrirá después?... Ven acá, Graziella: tú, que eres el numen de la nueva Italia, traído a nuestra tierra como un soplo vivificador, dinos lo que te inspiran tus hermanas las ninfas del Arno y Tíber».

La vivaracha Graziella, que en aquel momento acababa de poner bajo los pies de don Hilario una estufilla con brasas de carbón de encina, apoyó sus codos en la mesa, y en el tono jovial y picaresco que tan bien se armonizaba con su liviandad, nos dijo: «Víctor Manuel teme a los Carbonarios, teme a los sectarios de Mazzini y a los venecianos que han heredado las doctrinas de Manín. No quiere que se pase más allá de la Monarquía democrática. Le asusta la República; cree que si su hijo flaquea en España y se deja arrollar por el radicalismo, tengamos aquí un ensayo de Gobierno popular con gorro frigio. La dichosa monterita es para él como para   —288→   mí la mala sombra, la getattura. Le dice a su hijito que se arrime a los cañones. Sin cañones no se puede vivir. Lo mismo pienso yo, que también soy de artillería. Como venga el gorro colorado, el Rey galantuomo ve perdido el trono de Portugal, donde tiene a su hija María Pía, perdido el trono de España, en peligro también el suyo, aunque asentado en la popularidad».

-Si es verdad lo que nos cuenta esta loca -dijo don Hilario-, tenemos resuelta la cuestión. El Rey se va con los caballeros de Artillería; Zorrilla y Córdoba se meten en sus casas; vuelve el Duque... Resulta que aquí siempre estamos lo mismo. Entran y salen los eternos perros sin tomarse el trabajo de cambiar sus collares.

-Lo que yo veo, mi buen don Hilario -dijo Mariana-, es que aquí andan sueltas todas las pasiones menos la del patriotismo, única pasión que da salud y vida a los pueblos enfermos. Ya sabemos quién es el Ginés de Pasamonte que mueve los hilos de este retablo. Al pobre Amadeo le ponen en un dilema de mil demonios: de una parte su juramento de Rey constitucional; de otra la conservación de un trono que unos y otros han convertido en mueble de guardarropía. Aquí despuntan acontecimientos dignos de mí. Graziella, sácame del arca grande mis borceguíes de tacones de plata...

En la segunda visita que días después les hice, me recibió Graziella sola, luctuosa y suspirante. Don Hilario estaba en cama, con   —289→   ataque agudísimo. Doña Mariana, que había salido a sus menesteres y a visitar a sus hermanas, no tardaría en volver. Decidime a esperarla para comentar con ella el suceso corriente. Las Cortes habían discutido la disolución del Cuerpo de Artillería, aprobando la conducta del Gobierno por ciento noventa y un votos.

«Gettatura, gettatura -exclamó la ninfa, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Los ciento noventa y uno que le trajeron, ahora le despiden!». Desapareció la hechicera voluble y yo me quedé solo en la biblioteca, sin otra distracción que leer los tejuelos de los libros y curiosear en los rimeros de papeles. Llegó Mariclío; hablamos un rato; volvió a salir presurosa. No sabré dar medida del lapso de tiempo que permanecí solito en la silenciosa estancia. Anocheció; me adormecí en la holgada blandura de un sillón. Conservo la vaga idea de haber visto a Graziella entrar con una triste lamparilla de catacumbas. La tenue claridad nocturna se fue trocando en luz de claro día, y cuando mi cerebro se despejó de las nieblas del sueño, advertí con espanto que no estaba en la biblioteca del docto don Hilario, sino en la quimérica gruta de aquella casa del número 16, tragada por la tierra en Maravillas o Monteleón. Entró la diablesa itálica desgreñada y en paños menores a traerme café con leche; y poco después llegó doña Mariana, de cuyos labios, para mí divinos, oí la grave relación que a la letra copio:

  —290→  

«El nudo se ha roto ya, y a estas horas el arduo conflicto artillero ha pasado al montón de los hechos consumados. Las consecuencias serán por algunos bien vistas, por otros lloradas... Los jefes y oficiales, doloridos por el agravio que a tan noble Cuerpo se infería, presentaron, como sabes, solicitudes de cuartel, retiro o licencia absoluta según la situación de cada uno. Como era natural, el Gobierno las admitió. Paralelamente a esta moral de los ofendidos, los Generales palatinos Gándara, Rosell y Burgos, en connivencia y contacto secreto con Serrano Bedoya, el Duque de la Torre y todo el patriciado constitucional, preparaban un acto de audacia política que bien podría llamarse golpe de Estado. Del Rey te diré que patrocinaba el movimiento conforme a las ideas, planes y temores de su señor padre. La Casa de Saboya se asusta del radicalismo y pretende afianzar en las dos penínsulas la Monarquía democrática».

-Ya lo sabemos, Madre -dije yo-. El numen italiano no quiere cuentas con la República. Víctor Manuel cree que está lejos aún la emancipación de los pueblos latinos.

-Así es, hijo mío -prosiguió Mariana-. La conjura para sacar triunfante al Cuerpo de Artillería no vacilaba en rebasar los linderos de la prudencia. No bastaría derribar al Gobierno radical; era forzoso barrer el Parlamento, en cuyo seno convulso ciento noventa y un votos aprobaron la reconstitución   —291→   del Arma de Artillería, elevando a los sargentos a la categoría de oficiales y substituyendo los jefes con individuos técnicos de otros Cuerpos. Para dar eficacia positiva al pensamiento de los conjurados se acordó el siguiente plan: Enganchadas las baterías en el cuartel de San Gil y en el del Retiro, con su oficialidad y jefes naturales a la cabeza, saldrían a la calle con la marcialidad que es de rigor así en las paradas como en los pronunciamientos. Los de San Gil debían detenerse en la puerta del Príncipe, donde se les incorporaría el Rey con el escuadrón de su Escolta. Dado este paso, ¿qué faltaba ya? Seguir adelante, disolver las Cortes y crear la dictadura interina, de donde saldría un nuevo artificio constitucional, impuesto por las circunstancias... Preparado estaba ya todo, cuando llegó de Palacio la contraorden. No había nada de lo dicho. A desenganchar. Quedaron los soldados en su ordinaria vida de cuartel y los jefes y oficiales se acogieron al descanso de sus casas.

-Ya me figuro el reverso de la escena, señora Madre; mejor será decir que lo adivino. Con el fuerte apoyo que le daba la confianza de las Cortes, Ruiz Zorrilla llevó a la sanción del Rey el Decreto reorganizando el Cuerpo de Artillería, y don Amadeo... fue débil...

-Débil no, querido Tito. Fue consecuente con los compromisos que le impuso su dignidad al venir a España. Reflexionó; hizo exploración de su conciencia; puso fin con   —292→   solemne arranque a sus veleidades y ligerezas. Recordó su juramento ante las Cortes. Sus ojos vieron en letras de fuego las palabras memorables con que expresó su propósito de no imponerse a la soberanía de la Nación, y firmó.

-Y ya tenemos a los sargentos en los puestos de los oficiales. Me da en la nariz que algunos de los agraviados ofrecerán sus servicios a Carlos VII.

-Así será, hijo mío. La Nación está en presencia de graves turbaciones y luchas sangrientas. Para salir viva de ellas necesita sacar de su ser el poder anímico que hoy parece adormecido. Fracasada la conjura de los constitucionales, la rabia del pataleo les inspira resoluciones sumamente cómicas. Entérate de esto: la Duquesa de la Torre ha dimitido su cargo de Camarera Mayor de la Reina, y el Duque renuncia a todos sus empleos, títulos y condecoraciones. La figura de Amadeo se ha crecido a mis ojos. Presumo que en su mente germina y florece la idea de la abdicación. ¿Estamos frente a un acontecimiento digno de mí?

Sorprendido quedé viendo el arrogante ademán con que Mariana se levantó de su asiento. La sorpresa fue pasmo y admiración cuando la vi transfigurada de vieja caduca en matrona gallarda, de rostro helénico y figura escultórica. Temblé de emoción al oír el vibrante sonido de su voz, pronunciando este imperativo llamamiento: «Graziella, ven; ha llegado la hora. Saca del arcón mi clámide   —293→   más hermosa. Tráeme la diadema y el coturno... ¿No entiendes, tonta?... Mis borceguíes de tacones de oro».




ArribaAbajo- XXVI -

Con potente acción de mi voluntad sobre mis sentidos logré desembarazarme de aquel mundo quimérico, y me restituí a la vida normal, volviendo a mi casa y a la comunicación afectuosa con mis amigos. Valero de Tornos, alfonsino, y Ramón Cala, republicano, me llevaron al Congreso, y en pasillos, tribunas y Salón de Conferencias noté agitación y vocerío que me recordaban el gran barullo, pronóstico de Ferreras. Por aquel cálido y tempestuoso ambiente corría como centella esta frase lumínica: El Rey abdica. Pepe Ferreras, que por su autoridad y claro sentido de las cosas formaba corrillo en cuanto hablaba, puso el paño al púlpito y nos dijo: «Don Amadeo se va; don Amadeo vuelve la espalda a este pueblo de orates y nos deja entregados a nuestras propias locuras. No creáis, como algunos dicen, que a la Reina le cuesta trabajo desprenderse del Trono español. Es todo lo contrario». Como sobre este punto se moviera ligera discusión en el corrillo, el buen zamorano, mascando un puro rebelde al fósforo y a las quijadas, prosiguió así:

«Por una dama discretísima, la más afecta   —294→   a Su Majestad la Reina, he sabido que esta planteó a su marido la cuestión en forma concluyente. No tenía ya paciencia para soportar los desprecios del patriciado de señoronas, que habían manifestado con descortesía su fanatismo y su inferioridad mental. ¿Querían Borbones? Pues dárselos. La santa Señora, que siente nostalgia honda de su tierra y de su casa ducal, saldrá de aquí dejando memoria eterna de sus virtudes. A cambio de esto no se llevará ni una hilacha. Huye de nosotros para librarse de los dos fantasmas que llenan su alma de terror: el carlismo y la Internacional. Anhela sacar a su esposo y a sus hijos de un país donde no hay hombres que sepan domar las pasiones, y establecer un Gobierno que sea garantía de la libertad y de la paz... Estos sentimientos y razones han ganado el ánimo del Rey, que, como ustedes saben, no tiene ambición. La Corona no le deslumbra; por conservarla y traer a la razón a los elementos que componen esta olla de grillos no quiere emplear la fuerza, ni derramar sangre española. Por tanto, es irrevocable su resolución de abdicar la Corona, y así lo ha manifestado a don Manuel Ruiz Zorrilla... Así lo ha manifestado... así lo ha dicho».

Más tarde, recorriendo distintas cavidades de aquel horno de pasiones y disputas, me encontré a otro corrillo donde Llano y Persi y don Santos La Hoz vaciaban en los oídos las noticias más recientes: el Rey había encargado a don José de Olózaga el mensaje de   —295→   abdicación; mas no habiéndole gustado la forma y algunos conceptos del documento, encargó nueva redacción de él a don Eugenio Montero Ríos. Llegó en esto la noche, y el zumbar de colmena aumentaba en el Congreso. Metiéndome en todos los corrillos vi al propio Rivero esculpiendo, con su voz dura y su gesto autoritario, la Historia de España en aquella memorable noche del 10 al 11 de Febrero de 1873. Por la voz, el ceño y el ademán, don Nicolás María Rivero era un cíclope ceceoso que hablaba dando martillazos sobre un yunque. Oponíase airadamente a la pretensión de Zorrilla que, acariciando aún la esperanza de disuadir al Rey de su propósito, intentó suspender las sesiones de Cortes. Rivero, firme y tozudo en la idea contraria, quería reunir Senado y Congreso, constituyendo así la Asamblea Nacional (llamada por algunos Convención), que al recibir la renuncia del Rey asumiría todos los poderes.

Como teníamos jarana para toda la noche, me fui a cenar con Ramón Cala y don Santos la Hoz a la taberna de la calle del Turco, donde es fama que se dieron cita los matadores de Prim. Volvimos al instante al Congreso, que estaba en sesión permanente. En las inmediaciones del edificio, por Floridablanca y Carrera de San Jerónimo, había gentío expectante. Relajada la disciplina de ujieres y porteros, entraban, salían y andaban por aquella casa los ciudadanos, en revuelta familiaridad con diputados y senadores. Corrían   —296→   de grupo en grupo noticias estupendas. En uno se aseguraba que ya no había nada de lo dicho, que el Rey se quedaba entre nosotros, ganoso de nuestra felicidad; en otro decían que los constitucionales procuraban entenderse con el Gobierno para buscar la consabida y tan acreditada fórmula de concordia, que permitiera seguir turnando mansamente en los pesebres del presupuesto; más allá oímos que Serrano enviaba un recadito al General Moriones para que acudiese a Madrid con algunas fuerzas.

En estas contradicciones y resoplidos del gran barullo de Ferreras se pasó la noche. Me fui a dormir a mi casa, y en la mañana del 11 traté de volver a mi puesto o atalaya de la Historia. Pero a la familiar licencia de la tarde y noche anteriores para franquear el edificio, había sustituido un rigor extremado. Los ujieres no dejaban pasar ni una mosca, y hube de mantenerme en la calle observando los grupos que circundaban el templo de las leyes. Allí me encontré con las furibundas mesnadas de Mateo Nuevo, de García López y con muchos individuos de la Junta Suprema del Consejo de la Federación Española. Vi cuadrillas de hombres armados, inquietos y vociferantes. Busqué ávidamente entre la multitud a Nicolás Estévanez, y no le hallé ni nadie me dio razón de él. Ya perdía yo la esperanza de colarme en el Congreso, cuando mi buena suerte me deparó a Moreno Rodríguez, a cuyos faldones me agarré para romper la terrible consigna porteril. En las   —297→   tribunas no se cabía. Cuando pude meter el hocico en la de la Prensa, con terribles ahogos y apreturas, ya se había leído el mensaje de abdicación de Amadeo I. Poco después conocí el documento y pude apreciar su entonación viril y el amargo lamentar de un Rey que no logró la paz y ventura de sus pueblos. Quejándose de la crudeza implacable con que luchaban los partidos, decía: «Si fuesen extranjeros, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería yo el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males».

En otro lugar se expresaba de este modo: «Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles...». A renglón seguido pedía, en su nombre y en el de su esposa, que se indultase a los autores del atentado de la calle del Arenal. Y terminaba, con frase patética, haciendo renuncia de la Corona por sí, por sus hijos y sucesores, y despidiéndose de la noble y   —298→   desgraciada España con toda la efusión de su alma generosa. Suspendieron la sesión para redactar la respuesta que las Cortes debían dar al Rey dimisionario. Crecía la efervescencia en el interior del Congreso, y fuera la inquietud popular era ya imponente. Para calmar los ánimos, salió Figueras a una ventana, por la calle de Floridablanca, y pronunció una breve arenga, cuya síntesis era esta: «De aquí saldremos muertos o con la República votada».

Encargado Castelar de contestar al Rey, redactó en breve tiempo un elocuente mensaje. Se reanudó la sesión. Presidía Rivero; a su lado se sentaba Figuerola, presidente del Senado. Los escaños rebosaban de legisladores de diferentes capacidades y cataduras. Todo lo que allí pasaba era irregular y contrario a la Constitución, según la cual no podían deliberar juntas en ningún caso las dos Cámaras. Sobre el fondo de un silencio majestático fue leído el mensaje de Castelar, un adiós ceremonioso al Rey caballero, que prefería la paz de su hogar al tumulto de una Patria hirviente y postiza. El estilo grandilocuente y ampuloso del orador poeta lucía en todo el documento. Flores y más flores arrojaban las Cortes sobre la persona del Soberano dimitente y de su augusta y amada esposa. Se les despedía con galas retóricas, lindísimas y bien olientes, ofreciéndoles, como poético galardón, la ciudadanía de un pueblo independiente y libre. Ite, missa est.



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ArribaAbajo- XXVII -

Sin discusión fueron aprobadas la renuncia del Rey y la respuesta o responso que le dieron las Cortes al asumir todos los poderes. A Palacio acudió una Comisión presidida por Rivero, la cual debía poner a manos de Su Majestad dimisionaria los tiernos adioses de la tan noble como desgraciada España. En el acto palatino, que según me dijeron fue solemne y triste, Rivero, con la trémula voz de un cíclope conmovido, pidió al Rey y a la Reina el honor de estrecharles la mano, y no hay que decir que tal honra le fue cordialmente otorgada. Los Reyes dijeron para sí: Adiós, mundo amargo.

Primer trámite del Parlamento después de lo relatado fue la renuncia del Gobierno, que ya estaba como el alma de Garibay. Inmediatamente se presentó la proposición pidiendo que se proclamase la República. El debate fue ordenado y serio, sin más acritud que el corto pero grave altercado entre Martos y Rivero. Este, movido de su temperamento irascible y despótico, exigió duramente a los que fueron ministros de don Amadeo que ocuparan interinamente el banco azul. Saltó Martos de su asiento, como enconada fierecilla, y con aplauso del Congreso dijo entre otras cosas: «No está bien que empiecen las   —300→   formas de la tiranía el día en que se despide el poder monárquico». Estas palabritas hirieron a don Nicolás en lo más vivo, obligándole a descender, con runflante protesta, del augusto sitial... ¡A votar, a votar! Doscientos cincuenta y ocho votos contra treinta y dos decidieron que España no era ya Monarquía, sino República. Laus Deo.

Procediose a elegir Poder Ejecutivo. He aquí el primer Ministerio de la República: Presidencia, Figueras. -Estado, Castelar. -Gobernación, Pi y Margall. -Gracia y Justicia, Salmerón (don Nicolás). -Hacienda, Echegaray. -Guerra, Córdoba. -Marina, Beránger. -Fomento, Becerra. -Ultramar, Salmerón (don Francisco). Cuatro de estos señores pasaron de ministros de don Amadeo a ministros de la República con la corta pausa de un trámite parlamentario. Martos vitoreó calurosamente a la República, a la integridad de la Patria y a Cuba española, y Figueras anunció días de ventura bajo un régimen de concordia, paz y libertad... El cambio de instituciones, que parecía mutación teatral con subir y bajar de telones pintados, fue acogido por el pueblo con alegría más expansiva que escandalosa. Las multitudes que invadían las calles próximas al Congreso se difundieron fraccionándose. El más nutrido destacamento fue a parar a la Puerta del Sol, irradiando su ardor patriótico con vítores, cánticos, músicas y desahogos inocentes, sin molestar a nadie ni llegar a las tonalidades demagógicas. En Antón Martín el tumulto fue más   —301→   vivo, y aparecieron banderas aparejadas precipitadamente por ciudadanas en quien se juntaban el republicanismo y la majeza. En la Plaza de la Cebada, en Maravillas, San Gil y demás puntos estratégicos de las expansiones madrileñas, el entusiasmo no traspasó los límites de la moderación. Ello fue como un plácido regocijo lugareño, festejando la traída de aguas o la elección de un alcalde muy querido en la localidad.

Con puntualidad absolutamente espontánea, pues no mediaron órdenes ni avisos, aparecieron iluminados casi todos los balcones de Madrid en la noche del 11 al 12 de Febrero. Obdulia y yo recorrimos algunas calles, y en las de Alcalá y Arenal contemplamos las lucecitas balconarias, haciendo de todas ellas recuento y análisis. Eran como letras, palabras y conceptos de una página histórica, escrita con hachones y farolillos. Sin más auxilio que nuestro criterio y el conocimiento en cierto modo adivinatorio que teníamos del vecindario matritense, leímos aquella página y la diputamos por vergonzosa y repugnante. Las casas de los republicanos, que eran los legítimos triunfadores en la jornada del 11 de Febrero, estaban a obscuras, y en cambio los palacios aristocráticos, las moradas de las damas católicas y de los señorones alfonsinos y carlistas brillaban con espléndido alumbrado, signo de lisonjeras esperanzas. Mayormente nos escandalizó la cínica refulgencia de las casas donde se albergaban los corifeos del viejo   —302→   progresismo, que hasta el día 10 fueron cortesanos y servidores de don Amadeo.

Pasando junto al Teatro Real en dirección de la plaza de Oriente, me tocó en la espalda, llamándome por mi nombre, una mujer enlutada, cubierto el rostro de negro velo. Por la voz conocí a Graziella, y rogándole que abandonara el tapujo, le dije: «Numen de Italia, ¿también tú nos dejas?».

-Bien quisiera volver a mi Patria -contestó la ninfa con voz tremante-. Esta patria postiza me rechaza. ¡Oh, España!... Vedo l'armi, vedo le mure, ma la gloria non vedo.

-Hechicera del Arno y Tíber, hija del Cardenal Fieramosca, ¿quién te trajo a España?

-Me trajeron, diez años ha, unos pobres coristas de ópera. Era yo mocita cuando mis padres rebuznaban, en este teatrón, los corales del Moisés y de La Gazza Ladra. Ya sabes lo que fui cuando abandonada de mis padres me metí en la vida traviattesca. Mucho he visto, mucho aprendí en esta tierra de la donosa picardía... Dragonetti me conoce bien. Voy a Palacio a despedir a unos parientes míos que moran en las alturas, los rufianes del Rey. Quiero dar a todos mis tiernos adioses.

-Sigue mi consejo, Graziella, y vete con los de tu raza.

-No puedo, queridos amigos Tito y Tita; que en Madrid he de quedarme al cuidado de mi anciano protector y amigo del alma don Hilario. A proceder así me mueve con mi cariño la ambición intensa que me llena toda   —303→   el alma. ¿Sabes lo que ambiciono?... No te rías... Aspiro a que vosotros, los locos de la Federal, hagáis obispo al sacerdote más ilustrado y virtuoso que existe en las Españas míseras. Con el oro y la plata de mis ahorros le he comprado ya la mitra y báculo... Dentro de pocos días adquiriré un magnífico pectoral que he visto en el Monte y un soberbio anillo, que espero besaréis con devoción tú y todos tus compinches... En fin, apresurad el paso, que yo tengo prisa. Si queréis entrar en Palacio, venid conmigo.

En esto nos hallábamos frente a la inmensa mole de la casa de los Reyes, huraña y obscura, contrastando lúgubremente con las luminarias de la Burguesía infatuada y de la Aristocracia enloquecida.




Arriba- XXVIII -

Momentos después, mi Tita y yo, por virtud del poder milagroso que llevábamos en nuestras almas, nos convertíamos en gatitos diminutos y recorríamos, con jugueteo y brincos invisibles, la Saleta, la Antecámara y Cámara, y otras regias estancias. Un hado benéfico, protector de nuestro sagaz espionaje, nos permitió ver el solemne desfile que era fin y principio, engarce o eslabón entre dos interesantes etapas históricas. Delante iban damas y palaciegos rodeando a las servidoras que conducían a los dos niños mayores,   —304→   Manuel Filiberto, ex-Príncipe de Asturias, de cuatro años de edad 5, y Víctor Manuel, de tres años y dos meses 6. Seguía el ama que llevaba en brazos al ex infante Luis Amadeo Fernando, nacido en Madrid el 29 de Enero: su edad, catorce días 7. En torno a esta criatura se agrupaban los Marqueses de Dragonetti y otras personas de alta jerarquía, italianas y españolas. Detrás iba don Amadeo grave y sereno, sin expresar pena ni alegría, vestido de viaje. La corona y atributos monárquicos se habían quedado en el suelo del Despacho del Rey, al pie del retrato de María Luisa.

Daba el brazo el Monarca dimisionario a su digna y santa esposa, doña María Victoria, envuelta en pieles. No se le veía más que el rostro pálido, con marcadas huellas de dolencia reciente. No parecía pesarosa de abandonar la colosal vivienda que fue para ella lugar de ansiedad y martirio. A los que fueron sus servidores despedía con sonrisa graciosa y afable. Creímos que les decía: «No me llevo más que lo mío, marido y mis hijos. Os dejo todo lo vuestro, una corona que no ambicioné y un título de Reina que no fue para mí más que una palabra vana».

Rodeaban a los Reyes personas finchadas de estas que llaman hombres públicos. No transcribo nombres porque no estoy bien seguro   —305→   de acertar en mis designaciones. Había entre ellos algunos militares que en ocasión distinta enumeré en estas páginas. Confundido entre la turbamulta, y como si quisiera ocultar con su persona su desconsuelo, iba Ruiz Zorrilla, con luto y resignación en el rostro macilento. En la cola de la procesión vi a mi adorada señora Mariclío, tan grande que no había techo de suficiente alteza para su figura majestuosa. Vestía la clámide griega, calzaba el coturno y ceñía su frente la diadema cuyos reflejos iluminaban el Espacio y el Tiempo. Su rostro clásico, sus labios mudos y sus ojos divinos decían: «Al fin encontré la página hermosa. Ahora soy quien soy».

El momento más triste y grandioso de aquel éxodo fue el descender de la comitiva por la Escalera de Honor, entre alabarderos rígidos, sin música ni voces que turbaran el fúnebre silencio. Sólo el rumor de las pisadas marcaba el lento caminar de una época, declinando hacia los senos del Tiempo que traen la sanción de los actos y el juicio de la Historia.

Y nada más... Se obscureció la escalera, se obscureció el Palacio, apagose el ruido de las pisadas. Nos vimos envueltos en tinieblas de panteón...




 
 
FIN DE AMADEO I
 
 


Santander-Madrid, Agosto-Octubre de 1910