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Amalia

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Su amor, el primero, había sido muy sensual. Perdido hasta entonces en un platonismo desierto y sumergido con la cabeza en las curiosidades románticas y sutilidades filosóficas, sucedió que cogió una habitación a una mujer casada que tenía una chiquilla de 12 años y un hombre que en todo el día no estaba en casa. Amalia se llama la mujer. Era alta, llena de vida, con el pelo rubio y ojos grandes verdes. Tranquila no era precisamente, pero la nariz tenía algo gracioso y era de una indecible gracia, como la boca. Él, teniendo dinero, hacía con ella excursiones por los bosques y por los bodegones del verano alrededor de la ciudad universitaria, junto con la chica, que era gran obstáculo, de modo que solo podía hablar con los ojos. Una tarde, cuando se extraviaron en el bosque, él le dijo que tenía un secreto que decirle, que ella lo sabía de otro modo desde hace mucho. Después se subieron al carruaje -ellos detrás, la chica sobre el asiento delantero-. Había anochecido bien. Él puso el brazo alrededor de su cintura y la apretó fuerte, ella no dijo nada. Llegando a casa, la chica lloró un poco en otro cuarto y ella buscó cerillas para encender la vela. En la oscuridad él la abrazó y la besó en la boca. Cuando se encendió la luz ambos tenían un aire muy feliz. Pero ella iba a marchar a la aldea, y él se fundía desde los pies, porque sus riquezas corpóreas eran en verdad admirables. Teniendo el conocimiento de estas riquezas, ella llevaba un vestido negro de tul fino, que dejaba entrever unos senos de blancura de mármol, llenos y redondos, y los brazos redondos y llenos se veían hasta los sobacos. Al final, un día, antes de marchar, él echó el cerrojo de la habitación, la levantó en brazos, la colocó en una mesita alta de noche, se desnudaron uno a otro y sucedió el pecado dos veces.

Ella marchó al día siguiente a la aldea con la chiquilla, con todo y él le escribió.

Tras cuarenta días regresó y empezó una vida culpable.

Por la noche la chiquilla dormía en el suelo, entonces ella entraba solo en camisa en su cuarto, y o en el suelo o de pie él, se embebía de su belleza. Le abraza la espalda, coge la mano aquella redondas perfectas y llenas, tenía ya una felicidad singular, nueva aún, después ella era también vergonzosa, de modo que el acto del amor la hacía temblar, gritar, desmayarse, lo que añadía todavía más felicidad.

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