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Américo Castro (1885-1972)

María Soledad Carrasco Urgoiti





No me es fácil expresar por escrito lo que para mí significa la figura de Américo Castro. Buceando en mis recuerdos, encuentro una sucesión de imágenes que al fin convergen en el perfil de un maestro que se convirtió -para mí, entre muchos- en una de las invisibles compañías que nunca nos dejan. Primero fue el tío Américo de mi primita Gloria Madinaveitia y de mis amigos Asenchi y Manolo, en un Madrid de preguerra en que los lazos familiares se extendían, enriqueciendo nuestro horizonte infantil, con maravillosa diversidad. Y nos entusiasmaba verle, tan venerable y juvenil, con su barba negra, no muy larga, de caballero de El Greco. Las mamás ponían el colofón adecuado a nuestros comentarios: «Es un sabio, un crítico, un escritor». «Y uno de los principales colaboradores que tenemos en El Sol», apostillaba mi abuelo1. Recuerdo que una vez añadió: «Por cierto, me ha escrito quejándose de que se retrasa la publicación de un artículo suyo. Tengo que hablar con el director». Don Américo siempre siguió con pasión la trayectoria y recepción de sus escritos. No por vanidad, sino porque en ellos se volcaba, y parecía que le iba la vida en que no se perdiera aquella aclaración o aquella propuesta de nueva lectura que había formulado.

Volviendo a las imágenes primeras que guardo de él, he de señalar que para mí encarnó, antes que la figura del catedrático, la del embajador2. Con su palabra persuasiva, su empaque, su dominio de las formas en la relación social e igual dominio de las principales lenguas europeas, Américo Castro ofrecía la imagen perfecta del diplomático capaz de llevar a cabo misiones políticas de alcance. Pero no fue ese su destino, aunque acaso entrara en sus aspiraciones, por aquellos años de la República, cuando tantos grandes hombres soñaron lo que los tiempos no permitieron realizar.

Cayó el telón sobre aquel escenario, y pasó casi media vida antes de que volviera a ver, en la estación de Princeton, a un don Américo que proyectaba ahora una imagen algo distinta. Afeitado y siempre impecable, externamente se distinguía menos que en su juventud de otros profesores. Para entonces yo conocía dos facetas de su obra. Como estudiante de Filosofía y Letras me había familiarizado con El pensamiento de Cervantes y otros textos críticos de su autor, admirando lo viva que en ellos se ofrecía la erudición. Y un día llegó el regalo a mi abuelo de la primera edición de España en su historia. Lo leí sin pausa, como se leen los libros que marcan para siempre. Sentí que me acercaba de una manera nueva a un pasado del que, por mi bien o mi infortunio, yo procedía. Me animó a dejarme llevar por el instinto, sin abandonar lo trabajoso de una pesquisa; a escuchar tal vez, de modo insospechado, una voz viva donde antes sólo veía un texto interesante; a tratar de desempolvar algún detallito de los que desvelan un guiño, o un gesto de dolor.

Fui y soy lectora de Américo Castro; no fui su alumna, pero en la nueva etapa de nuestra amistad nos relacionábamos por algo más que los lazos familiares. Cuando mi madre y yo íbamos a ver a los Castro en su segundo hogar -el de Princeton University, desde donde don Américo replanteó el concepto de lo español y en consecuencia la esencia de las mayores creaciones literarias hispánicas-, se nos acogía con detalles inolvidables. Sé que lo mismo ocurría cuando los visitaban los discípulos y amigos que ya formaban, más que una escuela homogénea, la gran familia, dispersa por el mundo universitario, de quienes marchaban en sus independientes rutas de indagación con un punto de mira que no habría sido igual sin los cuestionamientos planteados por el maestro. En torno a la mesa donde Carmen Madinaveitia solía poner el plato predilecto de sus invitados, se hablaba de lo que importaba al visitante, pero también del tema que en aquel momento desvelaba al maestro.

Algunas veces él mismo desentrañaba la singularidad de una obra; otras explicaba entusiasmado la importancia de la labor realizada por un discípulo suyo; con frecuencia lamentaba las carencias intelectuales que viciaban sectores importantes del mundo académico. También se dolía de la indiferencia que hasta cierto punto marcaba la recepción de sus últimos libros en España. A mí me resultaba sorprendente que un hombre de su talla intelectual y moral fuese tan vulnerable. Pero es que para don Américo era imperativo alcanzar una visión veraz de la propia singularidad, tanto en lo colectivo como en lo individual, y temía que los pasos dados por él no hallasen continuidad eficaz. Pero hoy sabemos que su obra tiene la supervivencia garantizada, no sólo por su propio peso específico, sino también como pauta y acicate para críticos e historiadores de hoy y del mañana.





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