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Amores de verano

Carlos Franz






«Eu possa me dizer do amor (que tive):
Que não seja imortal, posto que é chama
Mas que seja infinito enquanto dure».



Vinicius de Moraes, Soneto de Fidelidade                


«Los caballeros no tienen memoria». Entre las escasas herencias que me dejó mi padre -un llavero de plata del Club de la Unión, una marina inglesa agujereada, la medalla que le dieron por treinta años en el servicio diplomático chileno, antes que lo echara Pinochet- está esa máxima antigua: «Mijito, los caballeros no tienen memoria».

Me piden que escriba sobre amores de verano y lo primero que me viene a la mente es esta antigua prohibición paterna, ese magro pudor heredado. Porque soy un novelista, no tengo teorías sobre el amor -sea de verano, de invierno o de media estación-, como no las tengo sobre casi nada. Y además sospecho que el amor es precisamente una de esas experiencias -quizá la experiencia-, respecto a las cuales toda reflexión o teoría se queda corta, suena inevitablemente superflua, pedante. Sólo podría, entonces, contar de amores concretos; y los únicos que conozco de verdad, mis amores. ¿Pero hacerlo precisamente de aquellos de verano, es decir, por definición, los que no duraron, los cortos, las intensas locuras del corazón u otras regiones del cuerpo, y sin la cómoda mascarada de las ficciones...? ¡En qué aprietos se mete el escritor!

Y qué tentación, también. El amor de verano es la metáfora del amor fugaz; y esos amores cortos puede que sean los más perfectos de todos. Perfectos como el orgasmo que es su paradigma. La fusión del cuerpo y el alma, de la experiencia y el sentido, en esa dolorosa intensidad del segundo que es inmenso porque no va a durar.

Digámoslo mejor con los versos de Vinicius de Moraes (traduzco libremente y de memoria, que me perdone el vate carioca donde quiera que siga cantando): «...Y que yo pueda decirme del amor (que tuve):/ que no sea inmortal, puesto que es llama/ pero que sea infinito, en tanto dure».

¡Qué tentación la de salvar esas fugaces llamas antes de que las apague definitivamente el olvido!

Ahora me inclino, protejo entre mis manos una de ellas, suavemente, y como y cuanto se aviva en la memoria.

*  *  *

A fines del mes de enero, Santiago de Chile puede ser una verdadera tierra baldía; «the cruellest month», parafraseando a T. S. Eliot, si uno ha estado trabajando tan duramente durante los meses previos que se ha olvidado de que el verano llegaría alguna vez. Y de pronto aquí está, la tibia noche de un viernes 30 de enero frotándose entre los añosos plátanos del Parque Forestal, al pie de mis ventanas. Y sobre los Andes una luna llena, vibrante como un gong, anunciando que la temporada de caza está abierta... ¡Y yo sin polola!

Como un huevón, sin una polola ni para muestra. Los teléfonos en mi «libreta de la carne» hace tiempo que quedaron obsoletos o ya no me contestan, o si me contestan es para decir con esa voz de víbora que saben poner las chilenas despechadas: «¿Tú?, pero qué sorpresa, pensé que te habías muerto, que te habían abducido los marcianos, fijate que estoy comprometida y voy a casarme el próximo mes... ¿Qué te parece?».

Chúpate esa naranjita, pienso yo, colgando el auricular, y era tan rica... Me tumbo en mi cama doble -tan doble y tan vacía- y me permito el consuelo de los derrotados, la filosofía: ¿Por qué, me pregunto, por qué siempre esas ex novias que se han vuelto inalcanzables nos parecerán de nuevo tan ricas, tan dolorosamente deseables? Luego me pongo técnico: me falló la «mantención», me digo, citando a un conocido experto, amigo mío: «las mujeres como los autos requieren mantención periódica, revisión de los niveles, alineamiento y engrase; si no, siempre acaban por dejarnos botados en el camino...».

Antes de que termine de ganarme la depresión por mi impericia mecánica, decido llamar al último número posible en mi libreta. Digamos -para no violar del todo la máxima paterna- digamos que se llama Dolores. La seria, distante y altiva Dolores, con la cual tengo tantas probabilidades de irme a la cama como de acertarle al Loto. Pero al menos podríamos tomarnos un trago. Tiene una estupenda figura y «viste» salir con ella. Es un consuelo para el ego que a uno lo vean en su compañía. Aunque debiera llevar en la espalda una de esas advertencias camineras que se encuentran en la alta montaña y que indican hielo, riesgo de patinada...

Parece que tampoco tomaré por ese camino. Me contesta una grabación. Y yo, en el colmo de la desesperanza, en vez de colgar de inmediato, cometo el acto más bajo que un hombre adulto y soltero puede cometer la noche de un viernes de verano, le dejo un recadito humilde. «¿No te gustaría salir un rato? Está tan rica la noche», maúllo. «Si vuelves luego llámame, ¿ya? A cualquier hora, en realidad, llámame por favor, aunque sea para conversar, estaré en mi casa». (Que duda cabe...).

Cuelgo. Mientras tanto, en mi ventana abierta, la feroz luna ha subido otro poco sobre los Andes y juraría que su enigmática cara velada me hace una mueca, que se burla. Selene, mujer al fin. Estoy solo, jodidamente solo, pienso, ya es tarde hasta para ir a meterme a un cine. Y pensar que el verano anterior había sido tan distinto, tan tórrido. Con tantas sorpresas y bruscos virajes, paisajes nuevos, blancas colinas, valles escondidos...

Me pierdo en evocaciones de un pasado que ya me parece distante e inalcanzable, acaso increíble, cuentos de un veterano de guerra. (Me cubro a medias con la sábana). Quizá sea hora de que yo también pida mi baja y pase a los cuarteles de invierno. Acaso debo pensar ya en entregar la oreja, ¡en casarme! (Me cubro del todo con la sábana, como con una mortaja).

No sé cuanto tiempo permanezco sumido en este coma moral. Hasta que de pronto, ¡milagro, a nadie le falta Dios!, suena el teléfono... «Que bueeeno que te encuentrooo», me dice una voz cantarina.

Digamos que se llama Mercedes. Y que tiene la seductora costumbre de alargar las vocales; alargarlas casi tanto como sus piernas. Es la única de mi libreta a la que no había llamado, simplemente porque no está en ella. La borré con liquid paper durante un acceso de furia el verano pasado. Y después, para tener la seguridad de nunca tentarme a rasparlo, arranqué el pedacito y me lo comí. «Vengo llegando, tuve un día durísimo...», le miento, apelando a la gota de dignidad masculina que me queda en el estanque de reserva.

«Ay, que peeena, y a mí que se me había ocurrido que podríamos salir a tomarnos un trago, no nos vemos hace tanto y juuusto me suspendieron un ensayo...». Ese vibrato de sus labios gruesos, la melena aleonada; la estoy reconstruyendo entera de este lado del teléfono. Y sin duda ella lo sabe. Mercedes es una joven actriz profesional. Cada modulación de su voz ha sido estudiada para provocar reacciones definidas en sus espectadores. A mí ya me las está provocando, en una zona definida de mi humanidad.

«En quince minutos estoy en tu casa», le digo, saltando de la cama. Y cuelgo antes de que se arrepienta.

Nos conocimos en una fiesta durante el verano anterior, recuerdo, mientras acelero a fondo mi Peugeot 205 Junior por las calles nocturnas y más bien desiertas de Santiago a fines de enero. Puede haber sido un viernes como este. Fue una cita a ciegas organizada por una amiga común. Bueno, digámoslo todo de una vez: la que nos «cegó» fue precisamente Dolores. La inefable, la bella e inalcanzable Dolores, que es de esas mujeres altruistas quienes junto con decirte delicadamente que no y sacándote con dos dedos la mano del escote, te sugieren que tal vez podrías intentarlo con una amiga de ellas. Y se ofrecen a presentártela. Para que uno quede en familia, supongo. Para que crezca por el mundo la gran parentela extensa del sexo; como si fueran una especie de embajadoras de buena voluntad de las naciones unidas del deseo.

Aunque, en este caso, llevo un año sin saber si en esa ocasión Dolores, al presentarme a Mercedes, en realidad había intentado bendecirme o castigarme con su mediación erótica.

Porque si Dolores hacía honor a su nombre, la amiga que me mandó a conocer era como para apelar a la Corte Internacional de Derechos Humanos. Si Dolores era el polo, Mercedes era el ecuador del deseo: junto a ella jamás bajaba la temperatura y la humedad era constante. Era intensa, enigmática, enervante. Del mes que anduvimos juntos, demoramos cuatro horas en meternos a la cama, y cuatro semanas en salir de ella. Pero jamás pasamos juntos una noche completa. O me echaba de su departamento a las tres de la mañana con el pretexto de que al día siguiente tenía ensayo y no podía dormir conmigo al lado. O desaparecía del mío dejándome papelitos en la almohada: «te veías tan bonito durmiendo que no quise despertarte». Nos citamos un fin de semana para irnos a una playa y esa noche, después de esperarla durante horas, me llamó desde otro lugar de la costa, sin explicaciones, como la cosa más natural del mundo.

Alguien objetará, ¿y este estúpido por qué no la mandó a la mierda de inmediato? Ahhh, para explicar eso tendría que empezar por describir su cuerpo: los ojos de gata, las cúpulas gemelas de los pechos alzados, de donde pendía el velo del misterio... Y no puedo. Me niego siquiera a empezar esa tarea condenada al fracaso y el masoquismo. Por lo tanto, como no me atrevía a otra cosa, empecé a asediarla con preguntas. ¿Dónde iba cuando no estaba conmigo, quiénes eran sus amigos -jamás me presentó a uno-, dónde había pasado la noche anterior? «La curiosidad mató al gatiiiito», me decía, cerrándome los labios con un dedo, silenciando mis preguntas. Y unos minutos después estábamos en la cama. Y unas horas después yo estaba desvelado, solo, preguntándome dónde diablos se habría ido a esas horas. Porque en su casa el teléfono sonaba y sonaba sin remedio.

Confieso que terminé por hacerle una escena. El riesgo de convertirme en una versión santiaguina del profesor Unrath, esperando a Marlene Dietrich a la salida del camarín con un ramo de flores sólo para verla partir con otro, me hizo perder el control. Y perderla a ella. «Estábamos tan bien así», se quejó, antes de salir por última vez de mi departamento, haciendo un mohín de reproche, «¿Para qué tienes que preguntar tanto? ¿Y qué pasa si no te gusta lo que averiguas?».

Sí, qué idiota, qué manía de querer saber, me reproché varias veces en las siguientes semanas. Luego intentaba tranquilizarme: por suerte, no habíamos alcanzado a enamorarnos, fue puro deseo, me decía. Como si esa reflexión pudiera tranquilizarle las gónadas a alguien. ¡Por supuesto que había sido deseo, idiota! Y ahora, para mi mal, era deseo al cubo pues estaba alimentado por el más despiadado de los afrodisíacos inventados por el despiadado sexo femenino: la curiosidad. La curiosidad, que en el caso de un escritor duele más que una uña encarnada.

Apreto el acelerador a fondo, y me hago un juramento: esta vez no le haré pregunta alguna, no le preguntaré ni la hora. ¡Lo juro!

La encuentro, cosa extraña en ella, ya vestida, maquillada y esperándome. Lleva unos pantalones de pescador apretadísimos y algo como una blusa cosaca muy suelta y muy transparente. Detectando mi mirada de rayos X, Mercedes me pregunta: «¿Y qué te parece lo que llevo debaaajo?»; con ese tonillo malicioso, sádico, de la mujer que ya nos sabe perdidos. Se entreabre un poco la blusa, no mucho, sólo lo suficiente para obligarme a acercarme y empinarme sobre el profundo escote si es que quiero salir de la duda. Echo una mirada a ese abismo y le digo, casi sin aliento, con voz de pito: «un sostén». Se ríe, me asesta una cachetada cariñosa: «Nooo, tontito, no es un simple sostén, es un brassier de fantasía. ¿Es que ya no te acuerdas?». De pronto evoco la obra de teatro en la que ella había tenido el rol menor, pero dolorosamente bien representado, de una vedette. Yo había ido todas las noches durante la única semana que la pieza estuvo en cartelera. Y ahí, en la oscuridad de la platea semidesierta es donde se me había ocurrido la corrosiva idea de que ella era una versión latina del Ángel Azul. Y yo, a mis treintitantos, me estaba convirtiendo en el decrépito y «encoñado» profesor Unrath. «Por supuesto», atino tardíamente, maldiciéndome por mi lentitud, «ahora me acuerdo». Y me acerco intentando echarle otra mirada a esa bendita prenda de utilería. Pero ella ya se ha cerrado la blusa y está con el bolso en la mano, cerca de la puerta. «¿Nos vaaamos?».

Mercedes disfruta de esa alegre libertad para vivir en el caos, que es el privilegio de algunas mujeres jóvenes. Sale de casa dejando las luces encendidas, la radio puesta, sin un peso en el bolsillo, ni la menor idea de a dónde ir o qué quiere hacer. Y a la postre, de alguna manera, porque la belleza y la alegría son primas de la buena suerte, siempre termina por salirle todo bien. Por eso me extraña cuando apenas instalados en el auto me da una dirección definida en el seudo bohemio barrio de Bellavista. ¿Y no íbamos a tomarnos un trago?, estoy a punto de preguntarle, pero entonces recuerdo mi juramento. ¡Ni una pregunta esta noche, ni un signo de interrogación, viejito! Y enfilo hacia allá.

La casa queda en un callejón oscuro al pie del cerro San Cristóbal, casi debajo del zoológico. Es una de esas fachadas corridas a la calle, remozadas en el estilo «conciencia alternativa del patrimonio urbano», es decir que se han limitado a quitarle el estuco y dejar a la vista los feos ladrillos fiscales de lo que fue un conventillo en los años veinte. Junto a la maciza puerta de madera raspada, un letrero con el dibujo de un maniquí consigna el nombre de un taller de modas. Mercedes se empina para tirar la cadena de una campanilla; se empina, y su ya empinado culo se empina todavía más detrás de ella y arriba en la oscuridad del cerro el león del zoológico -que no en balde se llama Carlitos- ruge como si la gorila le estuviera retorciendo la cola.

Adentro se oyen pasos, un taconeo casi militar que avanza desde las profundidades del largo caserón por un pasillo de baldosas. El falso farol colonial que cuelga sobre nosotros se enciende y una voz de mujer, que por un instante me parece conocida, pregunta «¿quién es?». Pero antes que podamos contestarle, la pesada mampara se abre y Dolores, en toda su dolorosa, seria y hasta donde alcanza mi experiencia, frígida belleza, aparece en el umbral.

«Linda», le dice a Mercedes, creí que ya no venías, «te tengo listas las pruebas». Y a mí me da un distraído beso en la mejilla, como si hubiéramos dejado de vernos el día de ayer.

«¿Desde cuándo vives acá?», balbuceo confundido.

«No vivo acá» me contesta, sin darse vuelta. «Es mi taller».

Cruzo detrás de ambas un par de patios que encala la burlona luna de esta noche veraniega. Delante de mí, Dolores y Mercedes conversan a todo vapor, con esa facilidad para el asesinato de imagen que puede tener la charla femenina; en cada patio va quedando un muerto, o más que nada, muertas. Por lo que entiendo, Dolores ha diseñado todo el vestuario de la obra que ensaya Mercedes y tienen el infinito repertorio de cómo se veía el elenco en las sucesivas pruebas, los michelines indisimulables, los hombros caídos, el traje largo de la nosecuantitos con el cual parecía pantalla de lámpara..., etc. Al fondo del tercer patio, Dolores nos hace pasar a un taller de corte y confección con sus máquinas de coser, sus moldes de papel clavados con alfileres en las paredes, sus rumas de revistas de moda con modelos satinadas en las tapas. Y ese aroma a perfumes peleados que se respira donde sólo trabajan mujeres.

Aprovechando la pausa en la conversación, me atrevo a declararle a Dolores: «Que coincidencia, justo hoy te llamé, me salió la grabadora». Prefiero confesarme de inmediato, antes que Mercedes se entere por su amiga y deduzca mis tristes búsquedas de compañía para esa noche, previas a que ocurriera el milagro de su llamada.

«¿Ah sí?, no he escuchado los mensajes, no he ido en todo el día a la casa. ¿Y qué me decías, después de tanto tiempo?», me pregunta Dolores, volviéndose por primera vez hacia mí con cierta extraña malicia. Para no haber ido en todo el día a su casa, luce como le correspondería a la vestuarista en un estreno, con pantalones negros de cuero, botas de taco alto y un bolero de seda obviamente de su propio diseño. Ah, y sin olvidar esa palidez perfecta, escalofriante, que recuerda a Morticia Addams.

«Nada», le contesto, haciendo desvergonzadamente el tonto. «Es decir, sólo quería saludarte».

Mientras tanto hemos cruzado el taller hasta una gran habitación, atestada de percheros rodantes de donde cuelgan docenas de vestidos de todas clases, telas y colores. Dolores arrastra un perchero hasta el costado de un gran espejo de cuerpo entero. Reparo en que el espejo tiene un marco dorado, barroco, digno de una sala de Versalles, y que del perchero penden varios vestidos en distintas etapas de confección, algunos terminados, otros simplemente hilvanados, otros con las piezas de tela sueltas unidas por alfileres:

«Bueno», dice Dolores contemplando a Mercedes a través del espejo, «¿por cuál empezamos?».

«¡Por el de guardiana! ¡No, mejor el de Lucrecia Borgia!», grita Mercedes juntando las manos, entusiasmada como una niña. Y en un santiamén, en menos de lo que tardo en decirlo, se saca la blusa y el pantalón y hasta el «brassier de fantasía», y así desnuda adelanta los brazos hacia Dolores, quien le desliza en ellos un vestido de terciopelo color granate; o mejor dicho, seamos honestos, francamente de color sangre. Después Mercedes se da vuelta hacia el espejo y alza los brazos, levantando el vestido por sobre su cabeza. Durante unos segundos maravillosos, gloriosos, permanece así, con el vestido en lo alto y el cuerpo desnudo, erguido, estirado y turgente reflejado en el cristal. Y luego el vestido la va cubriendo lentamente, va cayendo, va resbalando por su propio peso, a todo lo largo de su larga estatura, como una ola, como un labio, como una marea de sangre, cuerpo abajo.

Durante unos instantes no soy capaz de reconocer esta cara entumecida por el asombro, esta lengua asomada, babeante, que me observa desde el espejo por sobre el hombro de Mercedes. Por suerte, un atisbo de identidad me dice a tiempo que soy yo, o más bien mi eslabón perdido, mi australopiteco que se ha salido de su cueva y me mira. En un supremo esfuerzo evolutivo consigo cerrar la boca antes de que ninguna de ambas se dé cuenta. Suponiendo que todavía se acuerden de mi presencia. Abstraídas como están en probar un vestido tras otro. Uno repolludo, aflamencado. Uno de vestal romana. Otro de gasas desgarradas, con las que Dolores envuelve a Mercedes, la faja y desfaja, modela su cuerpo apretándole o destacándole los pechos, cinchándole el culo prominente, estatuario. Y con cada trozo de tela que le pone o le saca, cada vez que la viste o la desviste, mi corazón se sofoca de calor o tiembla de frío.

...Como es bien sabido, sin embargo, toda delicia, todo placer prolongado en demasía cambia su naturaleza en dolor. Lo cual viene a ser una de las pruebas más evidentes de la condición caída del ser humano. No sólo somos incapaces de resistir un sufrimiento prolongado, sino también una felicidad que se alarga. Definitivamente, no somos ángeles. Si la sesión de pruebas se hubiera limitado a los primeros tres o cuatro vestidos, mi alma habría agradecido y celebrado ese atisbo que me anunciaba un posible Paraíso. Pero la cantidad de tiempo que un par de mujeres pueden gastar probándose ropa frente a un espejo, normalmente excede el umbral de dolor masculino. Sobre todo cuando afuera la tibia medianoche ha quedado atrás hace un buen rato y hasta las fieras en sus empinadas jaulas del cerro San Cristóbal ya no rugen, sino que bostezan, aletargadas bajo la indiferente luna.

«Lindo, es que no me deciiiido», me consuela Mercedes, echando una limosna de atención sobre mi impaciencia. Pero de inmediato toma por décima vez un vestido y me lo pasa para que se lo sostenga: «tú, que eres más alto». Ya es el cuarto o quinto que cuelga de mis brazos. Y tengo los labios erizados de alfileres, que he ayudado a sacar y poner en un neurótico esfuerzo por abreviar la espera.

«Y qué tal si le pongo esta tira de strass por acá», dice ahora Dolores, pasándome la pieza de bisutería para que la sostenga en cierta posición sobre el escote del vestido. Las dos retroceden un paso, juntando sus cabezas un poco para considerar el efecto, mientras me miran.

«¿Te gusta realmente?», le pregunta Dolores a Mercedes.

«No está tan mal. Me dice algo... ¿Y a ti?».

«Me gustaría un poco más..., cómo decirlo, franco. Pero tiene un aire».

«¿Ingenuo?».

«Eso. Casi inocente».

«Falsamente agresivo, quizás».

«Tierno, diría yo...», dice Dolores.

«Eso, tierno», repite Mercedes.

Luego se miran entre ellas, fruncen enigmáticamente sus adorables boquitas. Si no fuera porque intuyo la suprema importancia que la alta costura tiene para el alma femenina, casi me daría la impresión de que se aguantan la risa.

«Está bien», dice Dolores, decidiéndose repentinamente y arrancándome el último vestido de la mano. «Pero mejor veámoslo en el probador grande, con todos los espejos».

Y tomando de la mano a la desnuda Mercedes la conduce hacia el fondo de la sala donde se pierden tras una pesada cortina.

En la relación con una mujer deseada hay un momento que todo hombre, en su fase donjuanesca, teme más que a la impotencia: la sensación de haber perdido el timón. La sensación de que a pesar de que llevemos el volante del auto, y tengamos una permanente provisión de condones en la guantera, y hayamos puesto una botella de vino a helar en el refrigerador, antes de salir de casa, es ella la que nos va guiando. Ella que tiene otros planes, secretos, indescifrables. En los que muy probablemente nosotros no seamos más que una pieza utilitaria, de conveniencia, un peldaño hacia otros fines mayores o simplemente circunstanciales. Es un momento en el que dejamos de ser el piloto audaz, el cazador aguerrido, el valiente explorador en busca de las fuentes del Nilo erótico, y pasamos a sentirnos como un chofer de taxi, un botones de hotel llevando el excesivo equipaje de una diva, en el mejor de los casos, un amigo de confianza al que se le pide un favor aburrido.

Claro, me digo, ahora todo está muy claro, todo es muy obvio: Mercedes recibió una llamada urgente de su amiga, pruebas de vestuario atrasadas, la próxima semana sale de gira, y le hacía falta quien la llevara al taller. Seguramente se encontró sin plata para el taxi como le ocurre a menudo. Y soy el único huevón de su libreta que pudo pillar en su casa a estas horas, solo, para que la acarreara. Miro el reloj. ¡Qué trago juntos, ni que noche linda, ni ocho cuartos! Ya es tarde para iniciar una reconquista, el momento de inercia favorable ha pasado. Cuando por fin termine de decidirse me dirá que está cansada, que por favor la lleve a su casa. O peor, en una de esas la lleva Dolores. Y yo a mi cama ¡a mirar la luna!

Me observo de reojo, amargamente, en el espejo de cuerpo entero. Un par de vestidos me cuelgan de cada brazo, un puñado de alfileres me asoman de la boca, parezco un costurero milanés, sólo me falta el caniche con el collar de brillantes. A lo mejor es mi destino, reflexiono. Acaso la teoría de la homosexualidad inconsciente escondida en el afán de conquistas de don Juan es cierta. Luego de una noche como esta, es como para que a cualquiera se le dé vuelta el paraguas.

La voz cantarina de Mercedes viene a interrumpir mis cavilaciones: «¿Puedes venir a ayudaaarnos?», oigo que me llama desde adentro del probador. Ahora qué, protesto mentalmente, ¿tendré también que sostenerles la huincha de medir?

Al comienzo no veo nada. La pequeña habitación alfombrada está en penumbras, con excepción de una docena de velas repartidas estratégicamente al pie de los espejos. Luego voy abriendo los ojos. Abriéndolos hasta que me duelen. Sobre un gran, profundo, inolvidable montón de cojines hindúes, están Mercedes y Dolores, recostadas y completamente desnudas. O más bien diez, cien, mil Mercedes y Dolores desnudas, duplicadas y multiplicadas en los espejos, pasándose de boca a boca un evidente pito de marihuana. Al verme con mis ojos como platos y los vestidos colgándome de los brazos, sueltan a coro una carcajada. Y el humo que habían estado reteniendo llena la pequeña habitación.

«¿Qué están haciendo?», alcanzo a balbucear como un imbécil, formulando mi primera pregunta de la noche, y casi tragándome los alfileres.

Pero Mercedes ya está a mi lado. Y Dolores por el otro. Me apegan sus cuerpos desnudos, me sacan los alfileres de la boca, me ponen en los labios el canuto de yerba me abren la camisa -una de ellas- el pantalón -la otra- mientras me murmuran en los oídos:

«Tierno...», me llama Dolores, metiéndome la lengua hasta el tímpano.

«Casi inocente», me ronronea Mercedes, por el otro lado, mientras su mano, que ha alcanzado mi sexo, lo empuña sin inocencia alguna.

Y entre ambas terminan de desnudarme frente al espejo triple, donde nos vemos más que triples, desplegados. Yo, con dos senos que me han crecido desde los costados del pecho: uno moreno, casi negro, el otro blanco de pezón rosado. Ellas con tres piernas cada una: la del medio, apretada entre sus muslos, peluda y cabalgada. Mis propias piernas cabalgadas, húmedas, que ya, tan pronto, me flaquean cuando ellas buscan al unísono mi boca. En los espejos nuestros rostros se pliegan, convergen seis labios abiertos, en un beso de tres lenguas que viborean y se tocan eléctricas en las puntas, mientras caemos hacia el centro de ese mullido laberinto de cojines y reflejos. Hacia el corazón mismo de esa tibia noche de verano.

*  *  *

Muy tarde, en la tarde del día siguiente, amanecí en mi cama, solo. Me dolían hasta los huesos, me sentía rendido. Literalmente rendido, como el soldado que ha claudicado en una batalla contra fuerzas superiores, ante las cuales ha sido un orgullo bajar la espada. Recordaba vagamente haber salido del taller de Dolores a esa ciudad distinta que es la propia al amanecer. No sé cómo ni a qué hora llegué a mi departamento. Pero cuando esa tarde abrí los ojos el techo de mi cuarto -esa pantalla en blanco donde proyectamos nuestros desvelos-, me devolvió de inmediato al Paraíso.

Dos mujeres frente a frente son como dos espejos que se reflejan entre sí; a través de ellas se divisaba, sin fondo, el infinito. El infinito con todas sus posibilidades y preguntas inquietantes. Por ejemplo, el misterio de la unidad del yo. ¿Por qué estamos limitados a esta única versión de nosotros mismos, de nuestra vida y nuestro cuerpo? ¿Quién pudiera dividirse alguna vez, ser dos, desdoblarse como en la experiencia mística cuando el alma se separa del cuerpo? Así por lo menos habría querido repartirme entre mis dos amigas. Y sin embargo, la prisión del ser tiene una sola celda. Y en ella estuve confinado, incapaz de multiplicarme ante la diversidad del universo.

No obstante, también es cierto, cavilaba yo frotándome las ojeras, que existe una forma de escapar a esa celda. El amor puede ser la única puerta abierta en el muro de soledad que rodea al individuo. El amor puede ser la única salida, o mejor dicho, entrada. ¿Pero qué pasaría si esa puerta por alguna rara suerte en la vida, fueran dos? Entonces, me contesté, incorporándome en la cama golpeado por una luminosa revelación como Newton cuando le cayó encima la manzana, ¡entonces tendría dos entradas! ¡Mi yo tendría dos umbrales para cruzar al Paraíso!

Me descubrí sacando cuentas alegres. Me obsesionó una aritmética incesante en la cual todos los solitarios números cardinales se multiplicaban por dos, se elevaban al cuadrado. Intuí una geometría triangular, en la cual yo era siempre esa hipotenusa que conectaba a los dos catetos. Empecé a descubrir claves esotéricas escondidas en todas las cosas. Sumé los números correspondientes a la fecha de mi nacimiento. ¡Por supuesto! Cómo no lo había visto antes: un tres. Estaba predestinado al menage a trois.

Por fin logré salir de mi cama, y tras la dosis sabatina de café con alkaseltezer, me puse a planificar el inagotable futuro. Sentía la frente afiebrada y una sonrisa boba insistía en rizarme las comisuras. Mi imaginación hervía con las posibilidades que se abrían ante mí. Una ilusión de potencia inextinguible me embargaba.

Aceptaría el desafío, ese verano y quizá durante el resto de mi vida trasladaría mi domicilio al país de las amazonas, pasaría diariamente entre Escilla y Caribdis, me rendiría cada noche ante la diosa Kali, la de los múltiples brazos. Recordaba vagamente su figura tentacular atrapándome en un espejo del probador, ¿o estaba bordada en esos cojines hindúes en los que nos habíamos hundido? Como fuera, las marcas azules en mi cuello eran muy reales, me dije, examinándolas en un espejo. Y decidí llamar a mis amigas en ese mismo instante, antes de ponerme a dudar de todo. La mano me temblaba cuando tomé el teléfono, el dedo índice presionó con sagrado temor la segunda cifra... Este sí que sería un verano inolvidable, ¡doblemente inolvidable!

Para hacer el cuento corto, digamos que no volví a verlas, en mucho, mucho tiempo. Una grabación me informó que ese domingo Dolores se iba a Brasil, de vacaciones. Y en mis entusiasmos aritméticos yo había olvidado que la siguiente semana Mercedes partiría de gira con su compañía. «Pero si te lo conté anoche. ¿No te acueeeerdas, lindo?», dijo su voz indecentemente casta en el teléfono: «Y ahora disculpa pero parto volando para un ensayo, chauciiiito». Y colgó antes que pudiera, conforme a mi maldita costumbre, preguntarle nada.

Me arrastré de vuelta a mi cama, abrumado. Si perder un amor es duro, perder dos puede ser mortal. No había considerado ese vuelco funesto en mi recién inventada matemática. En ese mundo de potencias al cuadrado y triángulos perfectos, quien se queda solo se queda doblemente solo.

Y doblemente curioso. ¿Llamó Dolores a Mercedes contándole que yo la había llamado a esa hora miserable de un viernes de verano y ambas planearon aquel encuentro entre los tres, por alguna razón que sólo el último día de enero, o el arcano del impredecible deseo femenino, podría explicar? ¿Un año antes, cuando Dolores me presentó a Mercedes, fui yo el cordero gozosamente sacrificado en el altar de un rito privado, secreto? ¿Cuál es la raíz de menos dos? ¿Estuve, realmente, en el Paraíso?

Decidí que nunca lo sabría. Y poco a poco, además, intuí que no me hacía falta saberlo. La noche estaba cayendo de nuevo sobre el caldeado valle de Santiago y pronto asomaría en mi ventana la burlona luna a preguntarme: ¿cómo te fue? Pero esta vez yo sabría qué contestarle. Tenía una respuesta que me alcanzaría para todo el verano, para varios veranos. Le recitaría esos versos de Vinicius: «...Y que yo pueda decirme del amor (que tuve):/ que no sea inmortal, puesto que es llama/ pero que sea infinito, en tanto dure».

Y si dos fueron las llamas, ¡dos veces duraría el infinito!





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