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Amparo lee periódicos: La función educativa de la prensa revolucionaria en «La Tribuna» de Emilia Pardo Bazán

Marisa Sotelo Vázquez


Universitat de Barcelona

Porque el deseo de leer, como todos los demás deseos que distraen nuestras almas infelices, puede ser analizado.


(Virginia Woolf, Sir Thomas Browne, 1923)                


Sí, el periódico en España es hoy una escuela de adultos. No puede ser indiferente la calidad del maestro. Lo mejor sería que los más sabios, los más elocuentes, los mejores, fueran los periodistas. Pero ya que las eminencias se retiran… Procuremos, a lo menos, alejar de la prensa a lo peor de cada casa


(Leopoldo Alas, «Los periódicos», El Imparcial, 1895)                


A mi hijo Iago, entusiasta aprendiz de periodista.






I

Literatura y periodismo en el siglo XIX


Con la lectura generalizada de la prensa en el siglo XIX, verdadero cuarto poder, periódicos como El Imparcial, La Época, El Liberal, La Correspondencia de España, Madrid Cómico, El Solfeo, La Publicidad, El Heraldo, El Globo, La Soberanía Nacional, por citar sólo algunos de los más populares, entraron en el ciclo del consumo comercial e impulsaron la alianza entre literatura y periodismo. Y en determinados momentos de especial ardor revolucionario, estos periódicos se vieron acompañados por un buen número de publicaciones de vida efímera, más o menos panfletaria, con fines doctrinarios y proselitistas. De este fenómeno fundamental para entender la vida cultural decimonónica dan testimonio algunas novelas como La Tribuna (1884) de Emilia Pardo Bazán, pero también el relato costumbrista de Pereda Folletín, los periódicos de provincias, publicado en diario cántabro La abeja montañesa (septiembre de 1860), El cuarto poder de Armando Palacio Valdés1 y, aunque con finalidad algo distinta algunos relatos como El hombre de los estrenos, Corriente, o Estilicón de Leopoldo Alas.

En el caso de La Tribuna, primera novela dedicada al estudio del trabajo fabril femenino, dos factores desempeñan un papel fundamental en la educación de las cigarreras y, especialmente en la evolución ideológica de Amparo, la protagonista. El primero y más importante es la lectura de prensa revolucionaria, que alentaba tanto desde Madrid como desde provincias la llegada de la esperada República federal, y, el segundo, la oportuna representación teatral de Valencianos con honra del republicano Palanca y Roca, que presencia Amparo en el penúltimo capítulo de la novela, titulado elocuentemente, «Ensayo de literatura dramática revolucionaria»2. Parece, pues, evidente, que doña Emilia quería subrayar el papel decisivo de estos dos medios, la prensa y el teatro, en la educación cívica y política de las cigarreras de la Granera, la Fábrica de Tabacos de la Coruña, definida por el narrador como verdadera «masonería femenina».

Mucho se ha discutido y escrito sobre el papel de la prensa periódica en determinados momentos del siglo XIX3. La propia autora coruñesa fue muy temprano consciente de la importancia de la tribuna periodística como incomparable plataforma divulgativa para llegar al gran público. Buena prueba de ello es precisamente que, casi inmediatamente después de fechar La Tribuna en la Granja de Meirás, en octubre de 1882, empieza a enviar a La Época, desde el 7 de noviembre del mismo año al 16 de abril del siguiente, sus artículos sobre el naturalismo, que reunirá en libro, con prólogo de Clarín, bajo el oportuno título de La cuestión palpitante en junio de 1883. La proximidad de las fechas, sobre todo si se tiene en cuenta que es anterior la redacción de la novela a la de los artículos periodísticos, evidencia hasta qué punto literatura de ficción y periodismo literario-divulgativo caminan juntos.

Y si hoy nadie discute el papel fundamental de la prensa en la divulgación del naturalismo en España, y tampoco nadie se cuestiona que parte de la polémica que dicha corriente generó tuvo mucho que ver con aquel modo de difusión, creo que a la luz de esos dos hechos hay que interpretar también la escritura e, incluso, en buena medida, la finalidad educadora de la prensa en La Tribuna. Pues, como bastantes años después, sostenía con gran lucidez Clarín en un espléndido artículo titulado, «Los periódicos», publicado en El Imparcial, 1895, la prensa no debía cumplir en España meramente una función informativa, sino que

el periódico es órgano de ideas también, porque la idea tiene vida armónica que necesita expresión diaria, como necesita la más intensa y reposada que en el libro, en la revista, en la conferencia, en la academia, etcétera, etcétera se encuentra. Ábrase cualquiera de esos grandes periódicos extranjeros que son leídos por todas las clases y que han de tratar de la noticia palpitante, de todos los intereses más positivos, más pedestres y materiales, y se observará que, al lado del mare mágnum de relaciones de este orden, publican noticias de lo más espiritual y desinteresado: música, teología, pintura, filosofía, historia, arqueología; todo, todo eso que los holgazanes de por acá quieren relegar al libro y a la academia


(Leopoldo Alas 2005: 156).                


Subrayando con manifiesto ademán institucionista la necesidad de que la prensa se nutriera de todas aquellas disciplinas de orden espiritual y desempeñara en España una función claramente «instructiva y educadora», sobre todo -prosigue Clarín- porque «el pueblo en masa ahora empieza a deletrear y tiene por silabario los periódicos». (ALAS, O.C.: IX: 156). Diagnóstico certero del eminente periodista ovetense que, todavía en el último decenio del siglo, en sus reflexiones sobre el alcance de la lectura consideraba que, si bien era impensable que el pueblo español leyese libros, no lo era que leyese periódicos, tal como lo demostraban las grandes tiradas de los diarios más populares. Amplia divulgación de la prensa periódica que no sólo convierte el ejercicio del periodismo en una tarea complementaria de la literatura sino que subraya la enorme responsabilidad de los periodistas en la formación de la opinión colectiva y en la educación del gusto, sobre todo en los medios urbanos pero también, como señala de nuevo Clarín, en los más recónditos y atrasados medios rurales, hasta dónde por entonces sólo llegaba el poder omnímodo de la Hacienda pública y de la Iglesia:

¡Qué mundo de reflexiones acuden a mi mente cada vez que veo en lo más remoto de nuestras aldeas, en la trocha de un bosque, en el sendero que corre oculto entre maizales un pedazo de periódico, como si los criasen los robles o naciesen de las mazorcas! Si, el periódico popular ha llegado hasta ahí, donde hasta ahora sólo habían llegado la contribución y el padre Astete. ¡Qué gloria para la prensa! Pero también ¡qué inmensa responsabilidad!


(Leopoldo Alas 2005: 156).                


Ciertamente, ¡qué inmensa responsabilidad! va a tener la prensa en La Tribuna, novela urbana, ambientada en la Coruña decimonónica, que aparece bajo el nombre simbólico de Marineda. El centro neurálgico de la acción narrativa es la Granera, la Fábrica de Tabacos, que daba trabajo a un buen número de mujeres procedentes tanto de la ciudad como de las aldeas cercanas, por ello son también pertinentes las palabras de Clarín antes citadas. Además, es la prensa periódica la que da cuenta de los acontecimientos históricos, de los sucesos reivindicativos, que se vivirán en la Fábrica, desde el entusiasmo republicano al posterior desencanto: «Desde que las Cortes constituyentes votaron la monarquía, Amparo y sus correligionarias andaban furiosas. Corría el tiempo, y las esperanzas de la Unión del Norte no se realizaban, ni se cumplían los pronósticos de los diarios» (La Tribuna: 185). Es, pues, la prensa oráculo en el que confían ciegamente las obreras y un buen termómetro de la actividad político-social de la liberal Marineda y por ende de vida nacional.




II

Amparo lee en voz alta periódicos en la Fábrica de Tabacos


La construcción de La Tribuna se apoya en los dos pilares imprescindibles de la metodología realista-naturalista: la documentación, que en este caso consiste básicamente en la lectura de periódicos del período revolucionario, y la observación de la vida en la Fábrica de Tabacos, a la que durante la escritura de la novela acudía cada día doña Emilia para tomar notas del natural:

Dos meses concurrí a la Fábrica mañana y tarde, oyendo conversaciones, delineando tipos, cazando al vuelo frases y modos de sentir. Me procuré periódicos locales de la época federal (que ya escaseaban); evoqué recuerdos, describí la Coruña, según era en mi niñez [...] y reconstruí los días del famoso Pacto, episodio importante de la historia política de esta región


(E. Pardo Bazán 1886: 12).                


La Fábrica, «verdadero infierno social», en palabras de la autora, es el centro neurálgico de la acción narrativa y también la verdadera escuela y aún universidad de la joven Amparo. Por ello, como si se tratara de un rito iniciático, el narrador puntualiza, que la «embargó un sentimiento de respeto» al entrar a trabajar el primer día, algo parecido a lo que siente el adolescente «que por primera vez huellas las aulas». Además el trabajo permitirá a Amparo cierto grado de emancipación económica, «como la labor era a destajo, en las yemas de los dedos tenía el medio de acrecentar sus rentas» (La Tribuna: 88). Aspecto nada desdeñable, porque la incorporación de la mujer al mundo laboral será factor esencial en la auténtica emancipación femenina, tal como señalaba Clarín en un artículo publicado en La Unión, el 15 de julio de 1879, refiriéndose sobre todo a la emancipación de mujer trabajadora,

pongamos a la mujer en condiciones de ganarse la vida, de ser económicamente libre, independiente [...]. En la clase media, que hoy es la predominante en el mundo civilizado, la situación de la mujer es más triste en este aspecto que en las clases inferiores [...] ¡Feliz la humilde hija del pueblo que con sus manos se procura el pan cada día, y que siendo hacendosa puede hasta guardar algunos reales para obsequiar al dueño de su amores!4 [...] ¿Por qué no ha de trabajar la mujer que no tiene? ¿Por qué ha de reducirse toda su habilidad industrial a comerciar con su corazón, a ejercitarse en la pesca del marido económico? [...] Sí, pedid libertad económica, haceos independientes ganándoos la vida con vuestra actividad; corred al trabajo, a las carreras, a los oficios»


(Leopoldo Alas: 2003).                


Pero para entender realmente lo que la Fábrica significará en la vida de Amparo es necesario partir de su familia y del medio social al que pertenece. Infancia de niña pobre, hija de un humilde barquillero y de una ex cigarrera jubilada prematuramente por enfermedad. La familia subsiste del jornal del padre y de un real y medio diario que recibe la madre del Fondo de Hermandad de la Fábrica. La niña crece en un ambiente de miseria y de pobreza, del que ella «con rapidez de ave se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por calles y callejones» (La Tribuna: 58), pues sentía repulsión instintiva ante

la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sábanas y holandas, presume y adivina las comodidades y deleites que jamás gozó. Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de la Fábrica, llevando a su madre, en una fiambrera el caldo bazuqueante; pero soltando a lo mejor la carga, poníase a jugar al corro, a San Severín, a la viudita, a cualquier cosa con las damiselas de su edad y pelaje.


(La Tribuna: 58).                


Amparo es una niña de la calle, alegre, resuelta, enamorada del gentío en el coruñés paseo de las Filas al medio día los domingos, deslumbrada ante los escaparates del comercio de Marineda, feliz en el ajetreo de la vida urbana, mientras que siente profundo desprecio por el mundo rural, representado por el humilde y rústico Chinto, el mozo contratado por su padre para ayudarle en la elaboración de barquillos. Amparo sólo ha ido a la escuela los primeros años y como tantas otras niñas se había «quedado sin más habilidad que la lectura, cuando son listas y unos rudimentos de escritura» (La Tribuna: 59). De ese aprendizaje, a todas luces insuficiente pero frecuente en muchas mujeres de la época, interesa destacar que sabe leer y ello es motivo de orgullo para la protagonista: «Sé leer muy bien y escribir regular. Fui a la escuela y decía el maestro que no había otra como yo. Le leo todos los días La Soberanía Nacional al barbero de enfrente» (La Tribuna: 80), esgrime ante el capitán Borrén con firmeza y como único y preciado aval para que intente colocarla en la codiciada Fábrica de Tabacos.

La lectura se convierte desde el principio de la novela en un elemento de distinción, que divide a los personajes humildes entre instruidos y no instruidos o incultos. Además conviene no perder de vista que Amparo desde niña está habituada al ejercicio de la lectura en voz alta, a leer para otros. Y a este rápido perfil psicológico sólo hay que añadir otro rasgo fundamental de su personalidad e íntimamente ligado al anterior: una extraordinaria fantasía y una desbordante y quijotesca imaginación. Estas características unidas a su capacidad lectora van a ser decisivas en su metamorfosis de niña callejera a valiente agitadora política, justificando así el apodo de Tribuna del pueblo, que le ponen los delegados de Cantabria y Cantabrialta en la ceremonia de exaltación republicana en Círculo Rojo.

El contexto histórico social en que doña Emilia sitúa la acción de la novela es el de los años revolucionarios inmediatamente anteriores al advenimiento de la República federal en 1873. La Fábrica de Tabacos marinedina como muchos otros centros obreros simpatizó muy pronto con las ideas republicanas gracias a dos procedimientos: la «propaganda oral» y «los periódicos que pululaban» por los diferentes talleres: el de la selección de las hojas, el de la picadura, el del liado de cigarrillos… etc. En cada taller había una o dos lectoras y

Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y con expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso


(La Tribuna: 100).                


Se subraya en el pasaje anterior como la vehemente Amparo tenía muy bien adquirido el hábito de leer para otros, de leer en voz alta y utilizando con gran habilidad todos los recursos dramáticos a su alcance: declamaba, gesticulaba, modulaba el ritmo y el tono de su voz con el fin de provocar el conveniente efecto en el auditorio, dejándose ella misma impresionar fácilmente por el contenido revolucionario de los periódicos que leía:

Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinaria. Nadie más a propósito para un oficio que requiere fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado y disponible para gastarlo en exclamaciones en escenas de indignación y de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura


(La Tribuna: 100).                


Los efectos de tan apasionada y constante lectura no se hacen esperar, y un tiempo relativamente breve se va obrando una profunda transformación no sólo física sino ideológica. Aquella chiquilla alegre y callejera se convierte ahora en atractiva y fogosa cigarrera:

A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por dentro, sufría sus efectos, sin analizar sus causas


(La Tribuna: 100-101).                


La transformación ideológica de Amparo se opera siguiendo muy de cerca el modelo cervantino, tan admirado por doña Emilia desde sus comienzos literarios5. De la misma manera que Alonso Quijano, el Bueno, a fuerza de leer «con tanta afición y gusto» libros de caballerías vino a perder el juicio y se convirtió en don Quijote de la Mancha, Amparo se transformará en Tribuna del pueblo a fuerza de leer apasionadamente prensa revolucionaria y de tomar al pie de la letra expresiones como: «Cogemos la pluma trémulos de indignación», «La emoción ahoga nuestra voz, la vergüenza enrojece nuestra faz», incluso otras más radicales como, «Y si no bastan las palabras, ¡corramos a las armas y derramemos la última gota de nuestra sangre!» (La Tribuna: 101). A partir de esta fe ciega en la lectura se inicia la metamorfosis de Amparo, que se asienta sobre un caldo de cultivo propicio, la imaginación y el idealismo desbordantes de la joven, que veía encarnados en la República federal los anhelados ideales de justicia e igualdad social, que, a nivel colectivo, venían a mejorar la situación de la clase obrera y, a un nivel personal e íntimo, le permitirían huir de la mísera realidad circundante, obstáculo insalvable en su relación amorosa con Baltasar Sobrado, miembro de la milicia y de la clase burguesa. Hábilmente doña Emilia, que declaraba en los Apuntes autobiográficos que en La Tribuna había querido «estudiar el desarrollo de una creencia política en un cerebro de hembra, a la vez católica y demagoga, sencilla por naturaleza y empujada al mal por la fatalidad de la vida fabril» (Pardo Bazán 1886: 13), va entretejiendo conscientemente en su discurso narrativo giros y expresiones cervantinas para explicar la evolución de su protagonista, cual auténtico Quijote femenino:

Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar [...] Ello es que Amparo iba teniendo un pico de oro; se la estaría uno escuchando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones. El taller entero se embelesaba oyéndola, y compartía sus afectos y sus odios


(La Tribuna: 101).                


A otro nivel, este ejercicio de lectura en voz alta y ante un numeroso auditorio, como lo era el de los distintos talleres de la fábrica, frecuente en otros centros fabriles en el siglo XIX6, facilita su liderazgo y tiene un efecto contagioso entre las demás cigarreras, confirmando estudios recientes sobre el verdadero alcance de la prensa decimonónica y sus efectos sobre el público: «la difusión efectiva de un ejemplar se veía multiplicada por un número incalculable de oyentes y poseedores ocasionales. Convertido en un bien comunitario, el periódico empezaba a salvar los dos principales obstáculos que frenaban su popularización: la baja capacidad adquisitiva de las clases populares y el alto analfabetismo de la población» (J. F. Fuentes 2003: 727). Ese efecto multiplicador queda patente especialmente en dos momentos históricos, durante «La Gloriosa» (cap. 9), en el que se narra como las cigarreras «despachaban sus humildes manjares» mientras escuchaban con devoción casi religiosa «los turnos de lectura», y en «Un delito» (cap. 29), sobre el asesinato del general Prim y el advenimiento al trono de Amadeo I de Saboya:

Desde la venida de Amadeo I tenían las cigarreras de Marineda a quien echar la culpa de todos los males que afligían a la Fábrica. Cuando caminaba hacia España el nuevo Rey, leíanse en los talleres, con pasión vehementísima, todos los periódicos que decían: «No vendrá». Y el caso es que vino, con gran asombro de las operarias, a quienes la prensa roja había vaticinado que la monarquía era «un yerto cadáver»


(La Tribuna: 214).                


En ambos pasajes queda patente la fuerza de la palabra escrita, el extraordinario poder de la prensa periódica sobre todas aquellas cigarreras, la mayoría analfabetas, convertidas precisamente por el influjo de aquella en las más ardientes defensoras de la idea federal. De nuevo, resultan muy pertinentes las reflexiones de Clarín sobre la fuerza de la prensa en la forja de la conciencia obrera, aunque daten de bastantes años después de publicada la novela pardobazaniana. Escribía a este propósito con auténtica vehemencia el autor de Un jornalero:

¡Cuánta fuerza no utilizada! Reparad en las calles, plazas y paseos, o al pie de una obra, a las horas de descanso, esos grupos de jornaleros que devoran la lectura del papel favorito. Ellos os buscan con ese fervor cuasi religioso con que las clases bajas suelen mirar toda escritura en que parecen buscar siempre algo de Revelación, una luz y una esperanza, una explicación del dolor y un anuncio del consuelo


(Leopoldo Alas 2005: 156).                


Palabras que van como anillo al dedo a la situación planteada por Emilia Pardo Bazán en La Tribuna. En la Fábrica se leían tanto publicaciones de Madrid como prensa local, que gracias a la habilidad lectora de Amparo conseguía conmover a sus compañeras de trabajo. En los periódicos que llegaban de la capital se prestaba especial atención a los cálidos discursos de Castelar7:

¡Cuánta palabra linda, y qué bien enganchaban unas en otras! Parecían versos. Es verdad que la mayor parte no se entendían y que danzaban por allí nombres tan raros, que sólo el demonio de Amparo podía leerlos de corrido; mas no le hace: lo que es bonito, era muy bonito aquello. Y bien se colegía que la sustancia del discurso era a favor del pueblo y contra los tiranos, de suerte que lo demás se tomaba por adorno y delicado floreo


(La Tribuna: 103).                


También interesaban en la Fábrica los extensos artículos de fondo, que contenían los principios del socialismo democrático: el derecho a la asistencia, al trabajo, a la instrucción, al sufragio universal, a los que, fruto del balanceo ideológico de la escritora8, se refiere el narrador no sin cierta ironía:

Cuando en vez de discursos cuadraba leer artículos de fondo, de estos kilométricos y soporíferos, que hablan de justicia social, redención de las clases obreras, instrucción difundida, generalizada y gratis, fraternidad universal, todo en estilo de homilía y con oraciones largas y enmarañadas como fideos cocidos, alterábase la voz de Amparo y se humedecían los ojos de sus oyentes


(La Tribuna: 103).                


Y, por último, en los turnos lectura no olvidaba tampoco Amparo los escritos pertenecientes al llamado género bélico o panfletario, que provocaban en sus camaradas un efecto similar a la llamada del somatén. Era entonces cuando, incluso las obreras más pacíficas,

parecía que les daban a beber una mixtura de pólvora y alcohol. Montaban en cólera tan aína como se encrespan las olas del mar. Sordas exclamaciones acompañaban y cubrían a veces la voz de la lectora. Era contagiosa la ira, y mujer había allí de corazón más suave que la seda, incapaz de matar una mosca, y capaz a la sazón de pedir cien mil cabezas de los pícaros que viven chupando la sangre del pueblo


(La Tribuna: 104).                


Entre los periódicos locales de que se nutre la fiebre revolucionaria de Amparo y cuya lectura era seguida con mayor devoción entre las obreras se mencionan en la novela los siguientes títulos: El Vigilante Federal, órgano de la democracia republicana federal-unionista; El Representante de la Juventud Democrática; El Faro Salvador del Pueblo Libre9, que cubrían las noticias locales y en consecuencia era más fácil llegar a una identificación ideológico-sentimental con las noticias o sucesos narrados. Además las obreras seguían también con mucho interés las noticias de los periódicos sensacionalistas, hábilmente leídas por Amparo, que no duda en utilizar todos los recursos a su alcance para suscitar y mantener la atención:

Otra cuestión que siempre resonaba en aquel centro político femenino era la del misterio. Cualquier periodiquillo, el más atrasado de noticias, contenía un suelto que, hábilmente leído, despertaba temores y esperanzas en el taller. Amparo empezaba por hacer señas al concurso para que estuviese prevenido a importantes revelaciones, después comenzaba, con reposada voz:

-«Atravesamos momentos solemnes. De un día a otro deben cambiar de rumbo los acontecimientos…»


(La Tribuna: 107).                


Es tal el éxito y el poder de persuasión de estas lecturas en voz alta, casi lecturas colectivas, que no tardarán en ser consideradas subversivas por los patronos de la Fábrica y en consecuencia prohibidas. Triste final para los titánicos esfuerzos de Amparo que no tuvieron más compensación que en

la Fabrica se prohibiese la lectura de diarios, manifiestos, proclamas y hojas sueltas, y que a ella y a otras cuantas que pronunciaron vivas subversivas y cantaron canciones alusivas a la Unión del Norte las suspendieran, como suele decirse, de empleo y sueldo


(La Tribuna: 148).                





III

De la lectura a la praxis: Culminación de la metamorfosis de la niña callejera en agitadora política


El ejercicio continuado de la lectura de los mismos periódicos ha sido para Amparo una fuerza estimulante y decisiva en su evolución ideológica. De la enfervorizada lectura pasará fácilmente a la oratoria con una fuerte carga demagógica, tal como se desprende de esta arenga política:

«Decreto yo, el Pueblo soberano, en uno de mis derechos individuales, que todos los generales, gobernadores, ministros y gente gorda salgan del sitio que ocupan, y se lo dejen a otros que nombraré yo del modo que me dé la realísima gana. He dicho»


(La Tribuna: 108).                


Los peligros de confundir la lectura con la vida son evidentes. Amparo, como le ocurría al noble hidalgo manchego, los confunde porque proyecta el fervor revolucionario de la prensa sobre la sórdida y mísera vida cotidiana. Confusión que le impide darse cuenta de que incluso en la Fábrica está rodeada de «tirias y troyanas», es decir, de obreras aldeanas, que profesaban el pesimismo fatalista del labrador y creían que la república «no las había de sacar de pobres», y obreras de Marineda, más abiertas y mucho más afines a la causa federal. Sin embargo, había una cuestión que las unía más allá de los ribetes de escepticismo reaccionario de las unas y del apasionamiento revolucionario de las otras, el «¡No más quintas!». En este sentido había total unanimidad y la prensa se presentaba como correa transmisora de los ideales largamente acariciados por aquellas mujeres, que tenían profundamente arraigado el instinto maternal:

¡Si la república fuese, como decían diariamente los periódicos favoritos del taller, la supresión del impuesto de sangre, vamos, merecía bien que una mujer se dejase hacer pedazos por ella! En el taller de cigarrillos, aunque dominaban las mocitas solteras, bastaba hablar de quintas para que se moviese una tempestad de federalismo


(La Tribuna: 122-3).                


Pero no era sólo el texto de los artículos leídos con verdadero fervor revolucionario factor decisivo en la toma de conciencia por parte de las cigarreras. La representación gráfica de las dos formas de gobierno, con una manifiesta intencionalidad en los motivos elegidos en cada uno de los casos, ejerce también notable influencia, cuyo análisis no podemos abordar aquí. Baste con señalar que eran y son posibles otras formas de lectura, la llamada lectura de imágenes, que el lector podía hacer, tanto en la prensa como en el libro, sin leer el texto, únicamente en base a las ilustraciones10:

A las dos formas de gobierno que por entonces contendían en España, se las representaba el auditorio de Amparo tal como las veía en las caricaturas de los periódicos satíricos: la Monarquía era una vieja carrancuda, arrugada como una pasa, con nariz de pico de loro, manto de púrpura muy estropeado, cetro teñido de sangre, y rodeada de bayonetas, cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una cascada de ferrocarriles, vapores, atributos de las artes y las ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores


(La Tribuna: 124).                


Al compás de los años posteriores a la revolución de septiembre, entre la Gloriosa y la llegada a España en 1870 de Amadeo de Saboya, está culminando el proceso de «metamorfosis de la niña callejera en agitadora y oradora demagógica» hasta producirse una total identificación de Amparo con la imagen de la República, que se proclamaría finalmente en 1873:

Cuando la fogosa oradora soltaba la sin hueso, pronunciando una de sus improvisaciones, terciándose el mantón y echando atrás su pañuelo de seda roja, parecíase a la República misma, la bella República de las grandes láminas cromolitográficas; cualquier dibujante, al verla así, la tomaría por modelo


(La Tribuna: 124).                


Amparo ha culminado la metamorfosis y junto a la Fábrica de Tabacos, centro neurálgico de sus actuaciones políticas, se convierten en un microcosmos de la situación nacional: «España estaba próxima a la gran lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las ciudades; magna lid que tenía en la Fábrica de Marineda su representación microcósmica» (La Tribuna: 125), como escribe doña Emilia.

Este proceso de transformación política que se había iniciado con la lectura en voz alta de la prensa revolucionaria en los talleres de la Fábrica culmina en los capítulos 17, «Altos impulsos de la heroína» y en el 18, titulado «Tribuna del pueblo», con la visita a la Coruña de los delegados de Cantabrialta. En ellos no sólo se evidencia hasta qué punto la prensa ha formado el ideario de Amparo hasta convertirla en fanática defensora del federalismo sino también como esta transformación ha sido posible además de por su dominio de la lectura por su fantasía desbocada y febril, que la llevaba a imaginar situaciones novelescas en las que era protagonista de increíbles aventuras. De nuevo el paralelismo con don Quijote está meridianamente claro. En medio del prosaísmo y la rutina de la vida ordinaria la realización del ideario político de Amparo es comparable al ideal caballeresco del inmortal héroe cervantino que le permite vivir múltiples aventuras que sólo tienen sentido en su calenturienta imaginación: El interés de esta cita disculpara su extensión:

Sentíase sobreexcitada, febril, en días tan memorables. Por todas partes fingía su calenturienta imaginación peligros, luchas, negras tramas urdidas para ahogar la libertad. De fijo el gobierno de Madrid sabía ya a tal hora que una heroica pitillera marinedina realizaba inauditos esfuerzos para apresurar el triunfo de la federal; y con tales pensamientos latíale a Amparo su corazoncillo y se le hinchaba el seno agitado. En medio de la vulgaridad e insulsez de su vida diaria y de la monotonía del trabajo siempre idéntico a sí mismo, tales azares revolucionarios eran poesía, novela, aventura; espacio azul donde volar con alas de oro. Su fantasía inculta y briosa se apacentaba en ellos. Las enfáticas frases de los artículos de fondo, los redundantes períodos de los discursos resonaban en sus oídos como el ritornelo del vals en los de la niña bailadora


(La Tribuna: 146-7).                


Y como el bueno de don Quijote «tenía Amparo por cosa cierta que se acercaba la hora de señalarse con algún hecho digno de memoria» (La Tribuna: 147) apostilla doña Emilia en una frase prácticamente especular de la inmortal novela cervantina, que le sirve para preparar la actuación de su cigarrera en el banquete republicano del Círculo Rojo, con que se agasajó a los delegados de Cantabrialta. En una ambiente de apasionamiento y fanatismo, descrito por el narrador con tintes esperpénticos, en que se suceden los discursos y las soflamas políticas a favor de los ideales republicanos, irrumpe el discurso de Amparo, la chica que «parecía la libertad» capitaneando un grupo de obreras:

Y sintió fluir de sus labios las palabras y habló con afluencia, con desparpajo, sin cortarse ni tropezar. [...] Por fin, la oradora acabó su discurso entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados, salud y fraternidad!»


(La Tribuna: 153).                


La niña callejera ha ido subiendo sucesivos peldaños: de cigarrera activa, independiente, soñadora, imaginativa a lectora revolucionaria. Y desde la lectura a la conciencia política, por eso es la chica que parece la libertad y cuya imagen se corresponde con la iconografía de la República. Y, por último, oradora brillante y apasionada, alcanzando el grado máximo en su evolución personal y política, termina por ser aclamada como Tribuna del pueblo. También aquí está latente el modelo cervantino, pues Alonso Quijano, es don Quijote cuando decide hacerse caballero andante y salir en busca de aventuras, Amparo es Tribuna del pueblo porque también se ha ganado el sobrenombre con sus acciones y aventuras. El modelo cervantino es conscientemente imitado por doña Emilia hasta el final y, si don Quijote salió por segunda vez en busca de aventuras, después de regresar a su aldea fracasado, herido y maltrecho de su primera salida, la aventura vital y política de Amparo está llegando a su fin tras múltiples desencantos tanto en el plano humano sentimental como en el político, pero

La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que ésta vuelve herida y maltrecha de su primera salida en busca de aventuras; mas no por eso se ha desprestigiado. [...] ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha. Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido [...] Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero que rotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja.


(La Tribuna: 247-8).                


Definición programática y apasionada de la República federal, que la narradora pone en labios de la Tribuna en su última arenga política, consciente del mágico y terrible efecto de sus palabras en las cigarreras del taller para preparar así la acción directa en las barricadas:

Amparo anima a sus huestes. Con la nariz dilatada, los brazos extendidos, diríase que la aparición de las brigadas de caballería y fuerzas de la Guardia Civil que desembocan, unas por el camino real, otras por San Hilario, redobla su guerrero ardor, acrecienta su cólera. «No nos comerán, grita… Vamos a tirarles piedras, a lo menos tengamos ese gusto…»


(La Tribuna: 257).                


En resumen, creo que después de lo analizado hasta aquí se puede afirmar que «la cartilla por que se enseña a deletrear a un pueblo nuevo en la vida intelectual», tal como escribía Clarín, es indudablemente la prensa. La Tribuna es un ejemplo palmario del valor instructivo y educativo de la prensa periódica. Asimismo la prensa política es también el vehículo por el que una mujer de condición humilde, con escasa formación, pero que lee con «crédulo asentimiento» se transforma en una fanática de las ideas republicanas. Este es el primer nivel interpretativo de la novela. Sin embargo, tal como he ido señalando a lo largo del trabajo, doña Emilia plantea simultáneamente otro nivel de lectura más profundo, o si se quiere, más simbólico, el que permite ver en la novela una identificación consciente entre la aventura política de la idealista Amparo y la del hidalgo cervantino. Paralelismo que la autora lleva hasta las últimas consecuencias, pues, si Cervantes hace que el caballero andante muera en la cama, tras recobrar el juicio y, en consecuencia privilegiando la realidad sobre la fantasía, en La Tribuna, Amparo da a luz un hijo, que la obliga también a tomar conciencia de su más íntima y auténtica realidad, la maternidad. Y si Sancho no se resigna y le ruega a don Quijote que no se muera, sino que, vestidos de pastores, saliesen de nuevo al campo en busca de aventuras, las correligionarias de Amparo, aquellas mujeres sobre las que ella había ejercido verdadero liderazgo, actúan como un coro, que en el cierre de la novela retiene las enseñanzas e ideales de su apasionada maestra:

Oíase el paso de las cigarreras que regresaban de la Fábrica; no pisadas iguales, elásticas y cadenciosas como las que solían dar al retirarse a sus hogares diariamente, sino un andar caprichoso, apresurado, turbulento. Del grupo más compacto, del pelotón más resuelto y numeroso, que tal vez se componía de veinte o treinta mujeres juntas, salieron algunas voces gritando:

-¡Viva la República federal!


(La Tribuna: 283).                


Barcelona, otoño de 2007.

«¿Qué periódicos lee el obrero? Pues en general los populares, los que todo el mundo, no los especialistas que halagan sus pasiones, favorecen sus tendencias. ¡Qué fuerza perdida! ¡Ah, burgueses de la prensa que sois tan leídos y apenas habláis al obrero que os lee más que de las frivolidades sociales que pueden irritarle, y casi nunca de las razones poderosas que hay para que no aborrezca al trabajador con más fortuna, ni atribuya solamente a injusticia la miseria que padece!


«Hagamos cuenta que estamos enseñando a leer a un adulto; la cartilla por que se enseña a deletrear a un pueblo nuevo en la vida intelectual necesita tener un fondo de doctrina, un tema de lectura de más sustancia y más reflexionado que los cuentos y las máximas elementales con que basta para alimentar la inteligencia y el corazón del niño»


(ALAS: IX: 156).                


Sí, el periódico en España es hoy una escuela de adultos. No puede ser indiferente la calidad del maestro. Lo mejor sería que los más sabios, los más elocuentes, los mejores, fueran los periodistas. Pero ya que las eminencias se retiran…. Procuremos, a lo menos, alejar de la prensa a lo peor de cada casa


(ALAS: IX: 156-157).                







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