Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —165→  

ArribaAbajo La palabra conquistadora. Las crónicas jesuitas sobre el noroeste novohispano

María del Carmen Espinosa


El Colegio de México

Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios «haya luz»; y hubo luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana día primero.


(Génesis, 1: 1-5)                


Así se nos presenta el origen del universo y, de manera muy contundente el poder de la palabra, en este caso la de Dios, como principio creador en las expresiones «Dijo Dios... y hubo».

La palabra, empero, no es únicamente un elemento creador, también lo es de poder.

Y Yavé Dios trajo ante el hombre todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese [Adán] cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera.


(Génesis, 2: 19)                


El nombrar no era un acto fortuito, fue el medio que Adán utilizó para enseñorearse sobre todo lo existente; una manera de hacer suya la creación divina. Se permitía, así, al hombre convertirse en co-creador.

La palabra es también un elemento de confusión y división para los hombres. Recordemos que

era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron [los hijos de los hombres] una llanura en la tierra de Senaar, y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros «Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego». Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra y el betún les sirvió de cemento; y dijeron «Vamos a edificar una ciudad y una   —166→   torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la haz de la tierra». Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres y se dijo «he aquí un pueblo uno, pues tienen una lengua sola. Se han propuesto esto y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros». Y los dispersó Yavé por toda la haz de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad.


(Génesis, 11: 1-18)                


La soberbia humana, al pretender alcanzar el cielo, fue la que originó la división de lenguas. Aquí nacen las fronteras internas entre los hombres; la palabra sigue siendo fundamental. Mientras los hijos de los hombres fueron uno podían lograrlo todo. Dios aplicó la fórmula «divide y vencerás»; entonces, vinieron la separación y la dispersión.

A partir de ese momento, la lengua puede ser interpretada como un eje primordial para el establecimiento de las fronteras y las identidades, por lo que implica de creación, dominio, soberbia y diferencia. Sin el lenguaje es imposible definir lo «uno» y distinguirlo de lo «otro». Mucho menos marcar la diferencia con el «otro» sin sabernos «uno». Pero, el lenguaje puede ser también un arma integradora al nombrar plantas, animales, seres humanos, tiempos y espacios transformando lo ajeno en propio.

El lenguaje es comúnmente manejado como medio de comunicación y se ha reconocido como fuente de significación. Los debates actuales y pasados sobre el análisis historiográfico y del texto, en general, ya han explorado estos vericuetos retóricos con amplitud. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para que las lecturas que hoy hacemos de textos que corresponden a tiempos y espacios -quizá civilizaciones- diferentes sea correcta y respetuosa. Los viejos afanes de conocer al «otro» que escribe desde una posición diferente a la nuestra e interpretarlo con la objetividad mínima a pesar de aceptar nuestros propios límites culturales, entre otros, todavía no se logran plenamente.

Sin duda se han logrado avances gigantescos en el reconocimiento de ese «otro» desde una mejor aceptación de nosotros mismos. Un medio para lograrlo consiste en evitar las líneas únicas de análisis, las perspectivas centralistas, los discursos deterministas así como la soberbia inherente del que cree detentar «la verdad».

El análisis de la importancia de las significaciones diversas que nos plantea un texto, dicho de otra manera, del poder de la palabra más allá de la comunicación representa el campo vastísimo en el que se pueden instalar estas preocupaciones.

  —167→  
- I -

A fines del siglo XV, Colón y sus hombres se encontraron con tierras, seres humanos y componentes naturales para los cuales no tenían referentes directos y aún era difícil establecer analogías. Sin embargo, era indispensable nombrarlas para aprehenderlas, informarlas a su rey y dominar el territorio. Los aborígenes tuvieron que pasar por un proceso semejante: otorgar un nombre a lo desconocido, pues

Este lento caminar de los mitos y de sus circunstancias a través de la toponimia, de la identificación geográfica, es tanto más importante porque se hace en todos los ámbitos y en todas las direcciones del continente que los europeos no saben aún cómo reconocer con palabras...


(Baudot 1996, p. 37)                


En la segunda década del siglo XVI, los españoles (que no lo eran tanto) de Hernández de Córdoba, Juan de Grijalva, Hernán Cortés y los que siguieron, llegaron al territorio que hoy es -y entonces no era- México, penetraron en él averiguando nombres y conquistaron imponiendo otros (que a veces sólo eran los mismos). La base fue un cúmulo inmenso de palabras alimentado de mitologías, religiones, idiomas: un imaginario traído de España o adquirido y elaborado sobre la marcha.

Al reino en proceso de conformación se le llamó nada menos que Nueva España; es decir, la otra, la heredera de una que no había nacido cabalmente todavía. Este nombramiento dio a luz una nueva entidad con su tiempo, espacio, fronteras y habitantes. Pero no bastaba con crear, había que enseñorearse sobre el nuevo ser.

Llamar indio al nativo le dio una nueva identidad. Aún nos referimos a él con ese apelativo y -al igual que los conquistadores españoles del siglo XVI lo seguimos considerando el «otro»-. Este fenómeno se explica con suma claridad:

desde el momento mismo en que los europeos pusieron los ojos sobre los aborígenes de este continente, éstos dejaron de tener una historia propia para pasar a ser personajes secundarios de la historia ajena. La invasión europea no sólo destruyó su religión y costumbres, sino que les arrebató su identidad. De ser individuos dentro de un grupo humano específico, pasaron a ser clasificados bajo un único membrete, el de «indios» que ni siquiera se refiere a ellos estrictamente hablando.

El europeo, proviniera de donde proviniera, nunca vio en estos hombres lo que, para bien o para mal, eran, sino lo que él consideraba que eran o que debían ser [...].


(Frost 1996, p. 115)                


Puede decirse que ninguno de los grandes defensores del indio -franciscanos, dominicos, agustinos o jesuitas, lo mismo da- logró comprender la naturaleza de estos hombres.


(Ibid., p. 156)                


  —168→  

Cuando la antigua México-Tenochtitlán fue convertida en Méjico, Huitzilopochco en Churubusco o Cuauhnáhuac en Cuernavaca, se dio un proceso de enajenación semejante. Los invasores se adueñaron incluso de la lengua ajena y la tradujeron en unidades que les eran más comprensibles, o al menos pronunciables. No se descarta la tesis de que era el mal oído de los españoles el que causó la modificación de los vocablos. Es decir, más allá del problema semántico o interpretativo, los conquistadores pudieron contar con una deficiencia auditiva (¿y cultural?) que les impidió reconocer con precisión los sonidos que, integrados, conformaban palabras y nombres en lenguas para ellos extrañas.

El parto que dio origen a la Nueva España -cuyo proceso de conformación deficiente e incompleto se extendió a lo largo de trescientos años- no sólo consistió en dominar y nombrar a la población, sino también al espacio. La apropiación del entorno implicó la conformación de fronteras que, sobre todo en el caso del norte, tuvieron una gran movilidad.

Según el Diccionario de Autoridades la frontera es definida como la «línea que separa dos Reynos por estar frontero uno del otro». Pero la Nueva España, en tanto reino, que no virreinato, compartía su línea con otros, también subsidiarios del Imperio español y ninguno de ellos tenía fronteras claramente definidas.

Estos territorios se encontraban en pleno proceso de expansión, como es el caso del norte novohispano, o demasiado alejados de los centros administrativos y de poder como para que los españoles se interesaran lo suficiente en su pleno conocimiento, ya no digamos estudio, elaboración y empleo de mapas. Asimismo, es preciso mencionar la imposibilidad demográfica, económica e institucional para apropiarse de territorios tan extensos.

El mismo Hernán Cortés, hacia 1524, había mandado expediciones hacia las islas del poniente y, como resultado, Álvaro Saavedra de Cerón informó de una isla

[...] toda poblada de mujeres sin varón ninguno, y que en ciertos tiempos van de la tierra firme hombres con los cuales han acceso; y las que quedan preñadas, si paren mujeres las guardan, y si hombres, los echan de su compañía... Dícenme asimismo que es muy rica de perlas y oro.


(Gil 1989, t. II, p. 74)                


Los mitos de las amazonas, las Siete Ciudades y otros fueron el vehículo para incorporar los espacios recién descubiertos al cúmulo de referencias de los descubridores y conquistadores. Este proceso de apropiación nominal también se llevó a cabo por medio de referentes no míticos que permitieron calificar las características del entorno al que se enfrentaban, incluidos sus componentes humanos. «Entramos en un braço de mar que llaman las Californias, donde anduvimos 7 meses, y en ellos llegamos a un paraje que llamamos el puerto de la Paz por ser los indios paçíficos». (Carta de fray Francisco de los Ríos, Archivo General de Indias, Indiferente, 1447. Juan Gil 1989, p. 150).



  —169→  
- II -

El papel de los jesuitas en la avanzada española hacia el noroeste novohispano ha sido estudiado abundantemente, aunque -como sucede a menudo- aún es posible cuestionar algunas aproximaciones al tema.

La Compañía de Jesús -como es bien sabido- nació en 1540 bajo el liderazgo de Ignacio de Loyola. Su lema de entonces y ahora es «A mayor gloria de Dios». Así, como actividades fundamentales gravitaban en torno de la expansión del cristianismo católico a través de su labor misionera y la creación de colegios que favorecieran la consolidación de la ortodoxia católica romana por medio de la preparación de teólogos y laicos lo suficientemente capacitados como para enfrentar los embates de la reforma protestante. En la Nueva España, los jesuitas continuaron con éstas, sus actividades tradicionales. Por una parte, se establecieron en centros urbanos de importancia económica y demográfica para la educación formal de las élites españolas y criollas. Por la otra, desarrollaron una intensa actividad misionera, principalmente hacia el noroeste novohispano.

Ahora bien, las crónicas jesuíticas han sido consideradas fuentes primordiales para el estudio de la historia novohispana y de la conquista-evangelización-colonización del noroeste del virreinato. Cabe prevenir que ocasionalmente se utilizan -con un intenso ejercicio de tijera y engrudo- fragmentos aislados de las obras de Kino, Barco, Clavijero y Pérez de Ribas sin tomar en cuenta el sentido general de los textos. Proceso altamente peligroso, pues las palabras tan poderosas en su contexto, al ser desvinculadas de su medio pierden su significado.

Si la descripción que Kino hace sobre cómo descubrió que la Baja California era una península y no una isla pasa la censura cientificista de la crítica histórica, ¿por qué no sucede lo mismo con la narración de los milagros efectuados por San Francisco Javier o Nuestra Señora de Loreto que tan vehementemente narra el mismo autor? ¿Por qué debemos considerar una afirmación como verdadera y no la otra? No se pretende aquí retomar la centenaria misión de la propagación de la fe o bien que el lector se convierta en miembro de una grey de devotos católicos, pero se debe reconocer que los jesuitas sí lo eran.

Ya no se trata exclusivamente de hacer con los textos un ejercicio heurístico para establecer lo que dijo el autor, los intereses que tenía en decirlo, lo que ocultó (con o sin intención) o las circunstancias históricas que lo condicionaron a seleccionar la información y explicar los sucesos referidos. Es necesario reconocer que las crónicas religiosas -como las de Eusebio Francisco Kino y Andrés Pérez de Ribas- tienen un sentido que va más allá de la veracidad, verosimilitud o plausibilidad de sus afirmaciones. Las reflexiones sobre estos documentos deben considerar no sólo sus componentes históricos, sino también los literarios y religiosos.

  —170→  

La violación al discurso de las crónicas misionales comienza con la irreverencia de cambiar sus títulos. El que el padre Kino da a su texto de principios del siglo XVIII: Favores celestiales de Jesús y de María Santísima y del gloriosíssimo apóstol de las Yndias, Francisco Xavier experimentados en las nuevas conquistas y nuevas conversiones del nuevo Reino de la Nueva Navarra desta América Septentrional incógnita y passo por tierra a la California en 35 grados de altura, con su nuevo mapa cosmográfico de estas nuevas y dilatadas tierras que hasta ahora habían sido incógnitas. Dedicados a la Real Magestad de Felipe V, muy católico rey, gran monarca de las Españas, y de las Yndias (Kino [1706] 1985, p. 13), sufre cambios violentos. En la edición hecha recientemente por el gobierno del Estado de Sonora nos encontramos con el lacónico: Crónica de la Pimería Alta. Favores celestiales. Las palabras contenidas en la crónica han perdido su sentido por un «simple» proceso editorial.

Al enfrentarnos al texto vemos que Kino pone inmediatamente en evidencia sus intenciones: difundir los avances en la conquista de la llamada Nueva Navarra -que parecía aspirar a convertirse en otro reino del virreinato de la Nueva España- gracias a los apoyos celestiales de Jesús, la Virgen y San Francisco Javier y su majestad católica Felipe V. Evidentemente, las intenciones del jesuita no eran que su escrito llegara a ser una fuente para el estudio de la historia regional de Sonora y Baja California. Sin embargo, el uso de criterios «contemporáneos» hace que se tome como tal.

La lectura de los textos nos ayuda a encontrar parte de lo perdido, siempre y cuando la hagamos desde una nueva aproximación, con una perspectiva diferente donde el análisis historiográfico y el literario se planteen de una manera mucho más integral, tendiente a derivar en lecturas menos arbitrarias de las fuentes coloniales.

Si analizamos los documentos desde esta óptica deberemos reconocer que pocos como los jesuitas estaban (y están) capacitados para ejercer el poder de la palabra. De entrada, se conocían a sí mismos y sabían desde qué perspectiva iban a enfrentarse al «otro». Eran padres de la Compañía de Jesús, institución encargada, como ya se dijo, de representar a la Iglesia militante en contra de sus enemigos, los reformistas protestantes, así como la evangelización de los no cristianos de las Indias Orientales y Occidentales. Con su voto de obediencia al Papa se identificaban más con la jerarquía religiosa que con los Estados emergentes, lo cual no impidió que Kino dedicara su obra al rey de España.

Por encima de su origen (que puede ser flamenco, novohispano, bohemio, o español) el jesuita es -no es ocioso recalcarlo-, sobre todo, jesuita. Como tal, reconocía que era un instrumento del imperio Habsburgo para ensanchar y defender los horizontes de la hispanidad cristiana. El padre expuso con mucha claridad los beneficios prácticos que se derivarían de la labor misionera de los soldados de Cristo:

  —171→  

Utilidades que se podrán seguir destas nuevas conversiones en abono de toda esta septentrional incógnita América.

Primeramente, que con estas nuevas conversiones se dilatará el católico dominio de la real corona de nuestro muy católico monarca Felipe V, que Dios guarde, y nuestra santa fe católica romana.

Que se reconocerán y ganarán muy dilatadas nuevas tierras y naciones, ríos y mares y gentes desta América Septentrional, que hasta ahora habían sido incógnitas, y también con eso quedan muy resguardadas y más seguras y quietas estas provincias cristianas.

Que se quitan con eso los yerros y engaños grandes en que nos metían los que pintaban esta América Septentrional con cosas fingidas que no las hay [...]

Que reprendiendo con razón esas grandezas y riquezas fingidas [...] podremos hacer delineaciones y mapas cosmográficos verídicos de todas estas nuevas tierras y naciones...


(Kino [1706] 1985, p. 109)                


El padre explorador no niega las implicaciones políticas, sociales y aún científicas de la avanzada jesuita por tierras hasta entonces desconocidas. Para los miembros de la Compañía no es nuevo relacionarse con el poder. Confesores de reyes e integrantes de nobles familias europeas, sabían moverse entre las altas jerarquías políticas y cooperaban con el poder:

Cooperación que ciertamente se basa en la legitimidad del César, pero también en la necesidad de dar a Dios lo que le pertenece. El poder del que Ignacio se cree detentador [con sus seguidores], en simbiosis con el papado, no encuentra en absoluto indigno asociarse con los Habsburgo o con los Borbones: pero siempre en un espíritu de igualdad y de libertad recíproca. Se actúa ''con'' éste o aquél soberano, no ''para'' o ''bajo'' él. Cooperación, pero ni enfeudamiento ni servicio.


(Lacouture 1993, p. 189)                


Conocedores de su pertenencia a la Compañía y del significado de la frase «A mayor gloria de Dios», los jesuitas se lanzaron a la conquista del espacio ignoto. Los padres de negro tuvieron como tarea primordial servir de punta de lanza en la expansión novohispana por el noroeste. En este ámbito, la creación y recreación de fronteras tuvo en la palabra un arma insoslayable.




- III -

La labor jesuítica consideraba necesario descubrir las condiciones geográficas y humanas del entorno, ni siquiera a elaborar y llevar a cabo las estrategias para el dominio de los indígenas habitantes de estas regiones. Se trataba, además, de prefigurar simbólicamente el reino con el que compartían la frontera.

Los asentamientos ingleses y franceses, competidores colonizadores de España, estaban muy lejos y los indígenas estaban organizados políticamente en   —172→   formas que difícilmente podían parecerse a los reinos europeos; las condiciones que encontraban a su paso eran muy diferentes de los referentes culturales en que se habían formado. El nomadismo pleno, la falta de agricultura y de una institucionalización política y eclesiástica a la europea impedían a los jesuitas ver a los indios Mayo, Seri, Apache o Pueblo como el reino vecino y amenazante al que había que derrotar, pero sí los consideraban sujetos de conversión y evangelización.

El señorío frontero, entonces, era una combinación de tinieblas y vacío. Las condiciones de vida hacían pensar en la ausencia de todo lo que manifestaba la mano divina. Si no se percibía de manera evidente la presencia de Dios, entonces el reino con el que se compartía la demarcación debería estar encabezado por el demonio. Fue contra él, y no contra los indígenas, hacia quien se enfocó la ofensiva. Los naturales, entonces, no fueron considerados la personificación del demonio, sino simplemente le estaban sometidos. Así, la presencia de los religiosos cristianos era como un medio para la liberación de los indios.

De esta manera, conceptos como «idolatría» y «religiones paganas» determinaron la incomprensión de la religiosidad nativa pero al mismo tiempo permitieron establecer criterios de incorporación del «otro»:

[...] el paralelo entre los gentiles antiguos y los americanos no se estableció a partir de las virtudes comunes a ambos (aunque a veces sí se las mencione), sino a partir de los vicios y aberraciones que es posible encontrar no sólo entre estos pueblos, sino en todos. Al estudiar la religión indígena, los cronistas vieron en ella la obra del Demonio. Opinión que si actualmente no puede menos que provocar -en el mejor de los casos- cierta actitud condescendiente ante la ingenuidad de los frailes [u otros religiosos], era para ellos la conclusión lógica de textos que nadie osaba poner en duda. ''Acaso no afirma el Salmo 95, 5, que 'todos los dioses de los pueblos son demonios?'''152.

Tal afirmación que reaparece en el Levítico: de donde se desprende que el origen de la idolatría, es decir, la adoración a los dioses paganos, es obra de los demonios.


(Levítico XVII, 7, en Frost 1996, p. 24, n.º 17)                


Más adelante, se plantea, con respecto de la incorporación de los indígenas a la historia universal, que

si Satanás llevó a los pueblos prehispánicos a la idolatría, como antes llevó al mundo grecolatino a este mismo y aborrecible pecado, es porque tan hombre es un inca como un griego, un azteca como un romano.

América entró así, de la mano del Demonio a la historia universal.


(Ibid., p. 25)                


  —173→  

Por eso nos encontramos títulos como Historia de los triumphos de Nuestra Santa Fee entre gentes las más bárbaras, y fieras del nuevo Orbe: conseguidos por los Soldados de la milicia de la Compañía de Jesús en las Missiones de la Provincia de Nueva España de Andrés Pérez de Ribas -escrita en el siglo XVII- o la ya citada Favores Celestiales de Jesús y de María Santísima... del padre Kino.

Una vez que se ha dado nombre al enemigo, se inicia el combate. El reconocimiento del terreno es fundamental. Pero no nos engañemos, lo que aparece como mera descripción geográfica posee una fuerte carga simbólica y hasta en lo puramente climatológico la presencia de Dios es patente, como cuando Pérez de Ribas describe la región de Sinaloa153:

el temple desta tierra es calidísimo, y más a la parte que se acerca al mar del Sur, como lo es toda su costa, no obstante que los dos meses del año, que son diciembre y enero, suele hazer grandes fríos; pero el demás tiempo, por la mayor parte son excesivos los calores, y tanto, que aun las bestias los sienten... Las lluvias son cortas, en particular por la costa, porque en ellas se contenta el cielo con enviarle tres o cuatro aguaceros al año; y en lo demás comienzan las aguas por el mes de junio, y se acaban por septiembre: disponiéndolo Dios así para que fuesen tolerables los calores de los meses más rigurosos del año.


Por otra parte, el desierto es la representación del vacío moral,

[...] el discurso que construye el escenario geográfico, como lugar de la acción misional, parece ordenarse menos según un orden espacial real que según el eje moral infierno paraíso [...] El desierto es tierra de inversión, el anti-Edén, al cual el pecado original lanzó a los hombres [...].


(Rozat 1995, pp. 68-69)                


La sierra, por su parte, es la caracterización de lo oscuro, lo intrincado, lugar especialmente propicio para la acción demoníaca. La distinción entre una isla y una península podía ser la diferencia entre el contacto y el aislamiento.

La alegoría y lo simbólico también se encuentran presentes en las descripciones de los habitantes de las regiones penetradas por los padres de negro. Caracterizar a los indios del norte como bárbaros no era únicamente un medio de legitimación de la conquista y la evangelización, era también el reconocimiento de que no sólo había que convertirlos al cristianismo, sino que era necesario enseñarles a vivir cristianamente, según los cánones de la policía154 occidental. Si eran nómadas había que volverlos sedentarios, si cazadores-recolectores convertirlos en productores agrícolas, aunque el desierto lo impidiera. Todo ello representaba oponerse al Maligno e imponer la ley de Dios. Por supuesto, el triunfo de convertir a estos   —174 →   pueblos al cristianismo era directamente proporcional a las dificultades que implicaba su barbarie y la lucha contra el medio.




- IV -

Las avanzadas misioneras, el nombramiento de lugares y la fundación de otros tampoco era ingenua. Designar con títulos como el de Nuestra Señora de Loreto, San Francisco Javier, San Damián, San Javier, etc., no era únicamente imponer una manera de decir. Era poner al sitio bajo la protección del santo en cuestión. Este ejercicio se tornaba, entonces, en un juego de advocaciones e invocaciones. Así como colocar la cruz en un lugar maldito o endemoniado servía de exorcismo, poner un lugar bajo el patrocinio de un miembro de la jerarquía celestial hacía las veces de rito lustratorio.

La Virgen, empero, no era únicamente una representación protectora. En la tradición cristiana, especialmente en la española y la jesuítica, Nuestra Señora ha sido partícipe activa de los procesos militares y de expansión colonial. Baste mencionar, como ejemplo, la participación de la Virgen de Covadonga en la reconquista, la importancia de Nuestra Señora de los Remedios en la conquista de México y la intensa confrontación de advocaciones marianas -Nuestra Señora de los Remedios contra la Virgen de Guadalupe- durante la guerra de independencia mexicana. Para el caso del noroeste novohispano, la presencia de la Virgen, principalmente en su título de Loreto, fue primordial en la avanzada jesuita por el noroeste; con frecuencia se le llamó «conquista mariana» y a la Madre de Dios «pobladora» y «conquistadora» (Del Río 1989, pp. 7-8).

Si la figura materna por excelencia dentro de la cristiandad católica podía asumir posturas de conquistadora era porque la invasión tenía un significado especial. Como ya se dijo, era el medio para la expansión de la cristiandad entre los infieles. Era la palabra convertida en instrumento de amor a través de la difusión del mensaje evangélico el que hacía extensiva la redención derivada de la encarnación del Verbo y su sacrificio en la cruz. Los jesuitas misioneros eran los soldados, pero también los emisarios de Cristo que aportarían a los indígenas una posibilidad de salvación.

El poder por sí mismo, la ambición, las minas, la incorporación de territorio al imperio de los Habsburgo o los Borbones y la obediencia a los superiores y al Papa no son suficientes para explicar los esfuerzos realizados por padres y coadjutores en su incursión en tierras ahora comprendidas entre el noroeste mexicano y el suroeste de los Estados Unidos. El sacrificio les era válido en función del cumplimiento de su labor evangélica.

  —175→  

De la misma manera que la información histórica que proporcionan las crónicas no es suficiente para dilucidar su significación, resulta necesario ser prudente con respecto a la confiabilidad de los datos que deben ser comprobados con criterios modernos. Tal sería el caso de las mediciones de la distancia entre el mar y algún punto de la sierra, el estudio etnológico de los aborígenes o la productividad agrícola de las misiones, aunque no se pueden descartar del todo. En cambio, los textos mismos son fuentes muy ricas en cuanto a la exposición abierta y plena de mentalidades y discursos propios de la empresa colonizadora y de expansión del Imperio español, la continuación de los milenarios ideales evangelizadores del catolicismo o bien la necesidad de la Compañía de Jesús de reafirmarse cada día en sus obras.

Es cierto que las crónicas cumplían con fines políticos y procuraban ponderar la labor de los religiosos ignacianos, pero eso no era lo único. Por tal motivo, en el juego de advocaciones y dedicatorias, las mismas crónicas se ponían bajo el manto de un miembro de la corte celestial o terrena. Dedicarlas a la Virgen, San Francisco Javier o el rey implicaba solicitar el reconocimiento y el apoyo de éstos para la publicación de los trabajos y para que lograran sus objetivos.




- V -

Los jesuitas no lograron del todo derrotar al enemigo. Cuando los indígenas en proceso de conversión morían, los propios españoles parecían perder su moral cristiana en aquellas latitudes. El imperio que habían colaborado en expandir se había convertido en un reino debilitado bajo el acoso de ingleses y franceses, muy cercanos tanto en América como en Europa.

Las respuestas pueden ser múltiples y las interpretaciones diversas. Lo cierto es que los triunfos en la Pimería sonorense y algunas regiones de Sinaloa se tornaron en fracasos al llegar a la Baja California. El entorno inhóspito e indómito y la falta de referentes adecuados y del instrumental cultural de los conquistadores, se confabularon para que no se lograran sus fines.

El esfuerzo de los padres de la Compañía para crear nuevos seres a partir de una materia prima mal conocida y difícilmente comprensible se tradujo en una gran destrucción del medio y los pobladores bajacalifornianos. De su incursión quedaron, sin embargo, los nombres de algunas misiones y otros asentamientos, ya que algunas poblaciones prefirieron recuperar sus nombres pre-jesuíticos en un proceso probablemente empezado desde tiempos coloniales.

Para colmo, la Corona española, ya bajo el despotismo borbón, expulsó a los jesuitas en 1767. La Compañía perdió su habilidad para trabajar con el poder y,   —176→   entonces, la realización de sus objetivos -educativos y de expansión del cristianismo católico- se volvieron irrealizables, al menos a corto plazo.

Las razones son muchas y de muy diversa índole. Una de ellas consiste en que los territorios y las poblaciones ya tenían una identidad: habían sido creados, nombrados y dominados por sujetos con mayor capacidad para enfrentarse al entorno que, para ellos, era más generoso por conocido y menos demoníaco.

Tal vez la palabra no fue suficiente para enseñorearse sobre los territorios descubiertos. ¿Sería que el lenguaje no proporcionó las herramientas necesarias para consumar la apropiación? ¿Es posible que San Francisco Javier y la Virgen (con sus diferentes advocaciones) no tuvieran la fuerza o la capacidad de intercesión requeridas para que Dios desterrara definitivamente al Enemigo de aquellas latitudes?

Acaso la solución se encuentre en asimilar que la soberbia implícita en la imposición de nombres y la realización de interpretaciones egoístas, arbitrarias e inconscientes inhabilitan el reconocimiento del «otro», de sus identidades y condiciones. Así, unos y otros quedan desarmados para crear un «nosotros» más integrador y menos destructivo. El ejercicio del análisis historiográfico quizá sea un recurso para conocer y reconocerse a través de la palabra.




Bibliografía

BAUDOT, Georges. 1996. México y los albores del discurso colonial, México, Patria.

DEL RÍO, Ignacio. 1989. «Reflejo de una crisis en una crónica jesuítica. Sigismundo Taraval y su testimonio sobre la rebelión de los californianos del sur», Históricas. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas UNAM, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 25.

FROST, Elsa Cecilia. 1996. Este Nuevo Orbe. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos.

GIL, Juan. 1989. Mitos y utopías del descubrimiento, Madrid, Alianza (Quinto Centenario).

KINO, Eusebio Francisco. [1706] 1985. Crónica de la Pimería Alta. Favores celestiales, introducción de Michel ANTOCHIW, Hermosillo, Gobierno del Estado de Sonora.

LACOUTURE, Jean. 1993. Jesuitas, v. I Los conquistadores, trad., Carlos GÓMEZ, Barcelona, Paidós.

  —177→  

PÉREZ DE RIBAS, Andrés. [1645] 1992. Historia de los triumphos de nuestra santa fee, edición facsimilar, México, Siglo XXI Editores.

Real Academia Española. 1979. Diccionario de Autoridades, edición facsímil, Madrid, Gredos.

ROZAT, Guy. 1995. América, imperio del demonio. Cuentos y recuentos, pról., Alfonso MENDIOLA, México, Universidad Iberoamericana.

Sagrada Biblia. 1979. Versión directa de las lenguas originales por Eloíno NÁCAR FUSTER y Alberto COLUNGA, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.