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ArribaAbajo La Leandra, novela moral

María Jesús García Garrosa



Universidad de Valladolid

Las circunstancias en que tuvo que desarrollarse la novela en España en el siglo XVIII hicieron que inevitablemente apareciera vinculada al término moral. El hecho de que el género no estuviera contemplado en las poéticas conllevaba el casi automático rechazo de los preceptistas más rigurosos, que además consideraban que sólo servía para entretener. Por otro lado, la censura emprendió su particular cruzada contra unas obras que estimaba altamente peligrosas porque eran una pintura viva de las pasiones que no podía contribuir a la educación de la juventud ni a la mejora de las costumbres. En esta situación, la novela necesitaba apelar a los contenidos y la intención morales que justificaran su utilidad y permitieran su existencia. En otras palabras, la novela en el siglo XVIII tenía que ser moral o no ser.

Pero la moral tenía sus formas, sus técnicas y hasta sus estrategias. En los prólogos a sus novelas, los autores se afanan en recalcar, con argumentos y expresiones convertidas ya en un tópico, la utilidad moral de su obra, justificando ante la censura que la pintura de vicios y pasiones es necesaria para hacerlos aborrecibles y para crear un contraste con la virtud, cuyo triunfo final no admitirá lecturas equivocas (García de León, 1983, pp. 489-490).

La moralidad se convierte así en un elemento inherente -y obligado- al género novelístico, pero con matices que evolucionaron a partir de los años ochenta y que cada autor reflejó a su peculiar manera. Juan Ignacio Ferreras (1973, pp. 169-171), después de recordar que todas las novelas de finales de siglo tuvieron que declararse morales, distingue entre la utilidad de la «novela educativa racionalista», que se propone corregir y educar según los principios racionalistas de la filosofía ilustrada, es decir, la difusora de una moral social, y la de la «novela educativa moral», portadora de la moralización más conservadora. Más recientemente, Joaquín Álvarez Barrientos (1991, pp. 385-386) insiste en el aspecto social de la moral de la novela de finales del Setecientos: «La nueva moral presente en muchas de estas obras alude más bien a compromisos   —130→   y conductas de orden social. [...] La moral se desprende de sus contenidos religiosos para convertirse en una especie de normativa de la conducta, una casuística de las relaciones personales y de las relaciones del individuo en la vida pública».

Ahora bien, si todas las novelas de finales de siglo tuvieron que declararse morales, si todos los novelistas garantizaban en sus prólogos la utilidad de sus obras, parece claro que no todos lo hicieron obligados por las circunstancias y que no todos compartieron el sentido que el término moral podía tener para el racionalismo ilustrado. La moral, en muchos de ellos, es sinónimo de moralización, y su «dimensión laica, ética y burguesa» (Álvarez Barrientos, 1991, pág. 266) forma parte de unos principios más amplios de conducta moral entendidos en su sentido más religioso y conservador. Como veremos, éste es el caso de la novela de Antonio Valladares de Sotomayor.

El aspecto moral de La Leandra ha sido ya puesto de relieve por Ferreras (1973, pp. 178-179), Herrera Navarro (1986) y Álvarez Barrientos (1991, pp. 273-289), en sus estudios más o menos pormenorizados de la obra de Valladares, pero creo que las tres mil páginas de esa monumental novela merecen un análisis que se centre exclusivamente en el sentido, las técnicas y la finalidad de ese aspecto moral.

Antonio Valladares de Sotomayor inició en 1797 la publicación de La Leandra. Novela original que comprehende muchas, magna empresa que se interrumpió en 1807 con la aparición del noveno volumen de la obra, pues el décimo, en el que se concluirían, según lo anunciado, las historias empezadas en aquél, no ha sido localizado, y todo hace pensar que en realidad nunca fue escrito, o al menos editado.

La novela se centra en el relato de la vida de Leandra, desde su juventud, en los inicios de su carrera como actriz, hasta el momento en que, convertida en una mujer madura y con una hija adolescente, se dispone a contraer segundas nupcias. A la narración de su azarosa vida se suma la de los personajes que se cruzaron en ella y la de otras historias independientes que dan cuenta de casos ocurridos recientemente en la Corte. La técnica de ensamblamiento de estas diversas novelas dentro del gran marco narrativo que constituye la historia de Leandra se basa en la combinación de dos recursos: la forma epistolar y el relato dentro del relato propio de la novela bizantina (Herrera Navarro, 1986, pp. 627-630 y García Garrosa, 1993).

La complejidad de esta estructura, la multiplicidad de historias y de personajes es, contrariamente a lo que pudiera parecer antes de internarse en su lectura, un claro indicio de la intención moral que preside la redacción de esta obra, ya que «todas las historias tienen la misma finalidad: mostrar la virtud triunfante frente a la maldad o las adversidades que presenta la vida» (Herrera Navarro, 1986, pág. 630). Dicho de otro modo; para Valladares, que, como vamos a ver inmediatamente, tiene de la novela un concepto eminentemente moralizante y educador, multiplicar las historias -con personajes, temas, situaciones,   —131→   conflictos variados y diferentes- es multiplicar las lecciones morales, ampliar la posibilidad de educar, convencer, por la reiteración, de que un comportamiento virtuoso acaba siempre siendo recompensado (García Garrosa, 1993, pp. 160-161).

El carácter moral de La Leandra se pone de manifiesto ya, como no podía ser menos, en el prólogo. Valladares empieza por citar la Clara [Harlowe] de Richardson, a la que considera superior a la Eneida de Virgilio68 precisamente por «su delicada moral; y sobre todo, [por] aquel embeleso que causan sus raciocinios y sensibilidad que experimenta el Alma pintándonos la virtud» (I, pág. 6)69.

A continuación, Valladares describe en qué consiste la moral de la novela70 y de qué recursos debe servirse el novelista para transmitirla:

La moral de la novela ha de ser tan fina que corrija deleytando, que sin mortificar se llegue a sentir y que esté de tal modo ordenada que encienda al tibio, reduzca al duro y sujete con su fuerza a la razón al que esté más empeñado en no querer obedecerla. [...] La virtud, para que consiga quedar victoriosa, ha de tener contraste. Su parte opuesta, que es el vicio, ocupa lugar en la novela: pero se pintará con aquellos feos colores que le son propios, a fin de que desde luego se mire con horror, con lo qual se logra mejor efecto al tiempo de quedar rendido por la virtud.


(I, pp. 9 y 12)                


Es decir, una moral indirecta que se extraiga de los propios hechos y no «mortifique» con máximas, lecciones directas o injerencias moralizadoras del autor; tan sutil pero evidente que mueva el corazón de los lectores a imitar los modelos propuestos; una moral, en fin, sustentada en el clásico recurso de toda literatura que se quiere educativa, el maniqueísmo de los caracteres, de las situaciones y las conductas: la virtud frente al vicio. Éste el programa de Valladares; veamos de qué manera lo lleva a la práctica.

La compleja estructura de La Leandra conlleva -ya se ha señalado- muchas historias, muchos temas, y también diversos soportes y técnicas narrativas. Esto, unido al hecho de que la novela fue publicándose a lo largo de diez años y con lapsos de redacción entre sus diferentes partes, que aparecen como evidentes en la lectura de esta extensa obra, implica casi necesariamente diferencias entre unas partes y otras de la novela, que quedan de manifiesto -y es el aspecto que nos interesa- en la forma, los contenidos y las técnicas de transmitir la moral.

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Sin entrar de lleno en aspectos puramente estructurales -remito a los artículos citados que los estudian-, se observan tres partes bien diferenciadas en La Leandra: tomos I-III, IV-V y VI-IX.

Los tres primeros tomos contienen las cartas que se intercambian la protagonista y su amiga Aniceta y en las que ésta relata cuatro historias de otros tantos casos ocurridos en la Corte: La vizcondesa del Arenal, Rosa y Narciso, Druquet y Marcelino y Claudia y Don Lorenzo; es decir, historias oídas por Aniceta y transmitidas por ella, como intermediaria, en tercera persona. A esto hay que añadir las historias que Leandra envía a su amiga: el Sueño de Leandra, Eduardo y Camilo y la Historia de María, historias esta vez narradas por sus propios protagonistas. Al final del tomo tercero Leandra inicia el relato ininterrumpido de su propia vida, hasta que al final del tomo quinto es separada de su guía y confidente Matilde. A partir de entonces, tomo sexto, al relato de la vida de la protagonista se le van engarzando los de los distintos personajes con los que Leandra se encuentra o con los que a su vez encuentran aquéllos: Historia de Doña Brígida, Historia de Ángel, Historia de Don Casimiro y Doña Baltasara, Historia de Ramona, Trágico suceso de Hipólito, Historia de Doña Baltasara, Historia de Enriqueta e Historia de Isabela. En ambos casos son los personajes quienes narran en primera persona su historia.

En la primera parte, y con las excepciones que más adelante veremos, puede decirse que efectivamente Valladares entiende y transmite la moral en ese sentido social al que hacía referencia Álvarez Barrientos.

El propio Álvarez Barrientos ha señalado que «los cuatro primeros tomos de la novela centran su narración sobre la crítica de las costumbres» (1991, pág. 284) enumerando (pág. 276), como también ha hecho Herrera Navarro (pp. 630-635), algunos de los aspectos de la sociedad española del XVIII contra los que Valladares dirige su crítica: el matrimonio -crítica del abuso de autoridad paterna y la imposición de esposo, del rechazo del matrimonio desigual71-, las leyes -condena del duelo, de la tortura (Druquet y Marcelino)-, la educación -diferencia entre la superficialidad de la que se da en la Corte y la utilidad de la del campo (I, pp. 42-43)72, defensa de una educación igualitaria para hombres y mujeres (I, pp. 201-202)-, las actitudes sociales -vanidad de la belleza física y   —133→   de las apariencias (II, pp. 40-41), condena de las modas y su servidumbre (I, pp. 188-191), crítica del lujo y los despilfarros (I, pp. 38-40, 191-198)-, la estratificación social -defensa de la virtud en cualquier estamento independientemente del origen, crítica de la nobleza indigna (I, pág. 23173).

En esta primera parte la técnica moralizadora reviste dos formas. En las historias que relata Aniceta (salvo Rosa y Narciso), la moral se desprende de los hechos expuestos, sin demasiadas injerencias de la narradora, puesto que, como ella misma declara -el propio Valladares se encarga aquí y en otros lugares de describir sus diferentes modos de moralizar- la rapidez con la que están escritas hace que «en los lugares oportunos para ello no haga aquellas extendidas reflexiones que ilustran los escritos, y mueven a los lectores. Algunas tendrá; y aunque rápidas, con fuerza suficiente para mover y corregir» (I, pág. 219). Sin embargo, en las informaciones y reflexiones de variada índole que incluye la correspondencia entre Aniceta y Leandra, la propia forma epistolar y su tono conversacional permiten a Valladares detenerse en consideraciones de carácter moral, pero que están siempre dentro de ese carácter social-ilustrado que hemos visto.

Algo muy diferente, siempre dentro de esta primera parte, ocurre en Rosa y Narciso y los relatos entrelazados Eduardo y Camilo e Historia de María. Aquí Valladares ya no transmite una moral de carácter social, laica y en muchos puntos ilustrada, sino otra que emana de una actitud profundamente enraizada en los principios de comportamiento dictados por la religión, a la vez que anticipa el tono fuertemente moralizador, dogmático y hasta condenatorio que caracterizará la segunda parte de la novela. La lección moral, además, ya no será indirecta, sino introducida en forma de reflexión directa del autor, mal disimulado tras el personaje correspondiente.

Rosa y Narciso es, en esencia, la historia de una joven que se deja seducir y concibe un hijo fuera del matrimonio, historia que Valladares utiliza para plantear ya el tema del amor-pasión, contra el que arremeterá incansable y machaconamente a lo largo de toda la novela y que demuestra que no es sólo un moralista de buenas intenciones en el prólogo y estrategias sutiles en el texto para aprovechar «la fuerza subversiva» del amor (Álvarez Barrientos, 1991, pág. 277), sino un moralizador convencido. Observemos el tono de Valladares:

¡Crimen horrible, y delito el más abominable que puede cometer una ilustre señorita y recatada doncella! Ámense en hora buena las almas que pretenden formar el lazo del matrimonio; pero reconozca este amor los respetables límites que le puso la honestidad y el decoro. Quando la tierra recibe el agua, si es con tempestad y desorden, no es riego sino inundación. Y quando el amor se abandona en estos términos, quita el honor y se hace criminal. ¡Qué desgraciada es aquella muger que se dexa arrastrar de tan horrorosa infamia!


(I, pp. 222-223)                


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Sobran los comentarios74, pero la cita nos servirá para analizar un recurso estilístico que utiliza frecuentemente el autor para moralizar de una manera directa: reflexión moralizante en forma de exclamación+condena moral+frase sentenciosa también exclamativa que encierra la lección moral.

Pero los recursos de Valladares para que una lección moral sea bien entendida no acaban ahí; los propios personajes contribuyen a ello reconociendo sus pecados en ese mismo tono ejemplarizante:

Yo la confieso [la culpa], señor, la publico y la lloro, deseando sirva de exemplo a las doncellas honestas y virtuosas para no dexarse seducir de las feas y detestables inspiraciones de un amor criminal, teniendo una condescendencia tan abominable y delinqüente como la mía.


(I, pág. 302)                


Y la historia concluye con la pertinente moraleja y la aplicación práctica:

En esto [matrimonio final de Rosa y Narciso] resplandece la poderosa mano de la Providencia, pues por caminos tan extraños convierte en dichas las desgracias. Pero esto no ha de ser causa para cometer los excesos de Doña Rosa: antes bien debe servir de escarmiento para no caer en los riesgos a que la expuso su reprensible condescendencia, porque la conclusión dichosa de unas debilidades y flaquezas tan contrarias al honor debe mirarlas con horror la honestidad.


(I, pp. 316-317)75                


Idéntica actitud e idéntico tono se observa en Eduardo y Camilo y la Historia de María, destinadas a reflejar otro de los temas centrales de esta novela: la defensa-panegírico de la religión cristiana y sus preceptos. Eduardo y Camilo han llegado tras un naufragio a una isla de paganos en la que María ha ejercido de peculiar misionera con algunos indios desde hace años. Quien abogó por la tolerancia en Druquet y Marcelino escribe ahora:

Estos enemigos de la humana naturaleza más bien merecen llamarse monstruos que racionales; más bien fieras que hombres. Los compadezco; siento que hayan nacido donde no hizo fuerza la voz del Evangelio, pero jamás dexaría de dar muerte a uno o a muchos por salvarme de este cautiverio y llevarme a un suelo católico dos almas que ganaron mis fatigas para el cielo.


(II, pág. 223)                


Habla María, quien en su huida no duda en legitimar el crimen por motivos religiosos, porque «morir confesando la Ley de Dios y matando a sus enemigos creo firmemente que será alcanzar la vida eterna» (II, pág. 286). Nada más alejado del racionalismo ilustrado, por mucho que Valladares -obsérvese la   —135→   adjetivación del pasaje- critique supersticiones y fanatismos. Tipomacín defiende las excelencias de la fe católica frente a «lo inhumana y horrible que nos parecía la que nuestros compatriotas profesaban, sobre la qual ya nos había hecho conocer María sus ridículas ceremonias, bárbaros ritos y crueles preceptos, todo dictado por el enemigo común, sostenido por los supersticiosos sacerdotes y creído por el ignorante y bárbaro pueblo» (II, pp. 279-280)76.

En la segunda parte de la novela, Valladares ha dejado definitivamente de ser un moralista social. Los tomos IV y V, que recogen lo esencial de la vida de la protagonista, antes de que ésta empiece a dejar hablar a otros personajes de historias y avatares interminables, son el retrato del modelo de joven virtuosa, tal y como lo concibe Valladares.

El esquema que sigue el autor no es suyo, el modelo tampoco. En el Prólogo, Valladares cita a Richardson, y la influencia del narrador inglés va más allá de la técnica epistolar que todos los críticos han señalado. Leandra es una nueva Pamela Andrews. La Pamela inglesa (como la infeliz Justine, pero Sade no era precisamente un modelo aconsejable de imitar para Valladares) está concebida sobre el esquema de joven virtuosa expuesta a todos los peligros -peligros, claro está, que adoptan diferentes formas de seducción y que atentan contra su virtud, de los que ella sale triunfante y con la virtud acendrada para ser propuesta como modelo para todas las jóvenes-. Este simple esquema lleva aparejados elementos como la multiplicación de los peligros para mostrar la fuerza de la virtud y el mérito de la joven, su confianza ciega en la ayuda de la Providencia, la aparición de personajes que la ayudan o bien entorpecen o retrasan su triunfo, la colocación a su lado de una confidente-guía, y la carta o el diario, es decir, un soporte narrativo en el que la heroína pueda expresar las dificultades de su lucha, la conducta a seguir que le dictan su virtud y su buen juicio o las reflexiones que su situación le sugiere.

Valladares reproduce exactamente ese esquema con el relato de una vida en la que Leandra ha tenido que hacer frente a «desgracias crueles, trágicos acontecimientos, persecuciones terribles, llanto continuo, perpetuas amarguras y tormentos intolerables» (II, pág. 51) por defender su virtud, mostrando siempre su resignación cristiana ante la adversidad y poniendo su destino en manos de la Providencia. Su finalidad: pintar las excelencias de la virtud y proponer un modelo de comportamiento a las jóvenes virtuosas77. La propia Leandra afirma que dejará leer la historia de su vida a su hija de dieciséis años «por contemplar que la servirá de instrucción para saber conducirse en los   —136→   peligros que el mundo la ofrezca. Su lección la causará lágrimas, pero también la mostrará desengaños. Así como la afligirán mis crueles desgracias, la fortalecerá el modo con que me dirigí en ellas, y aprenderá a estar siempre armada de la virtud, que es con la que se vencen las desgracias» (III, pp. 122-123)78.

Esta segunda parte de la novela se convierte así en un panegírico de la virtud, mostrada siempre en clara oposición al vicio, acompañado de una lección de moral cristiana, por lo cual sus recursos y su técnica moralizadora adquieren nuevas formas.

Para empezar, Valladares concibe la vida de Leandra como una continua prueba: muerte repentinas de protectores o pretendientes que la dejan sola y abandonada a su suerte, maldad sin límites de sus enemigos o de quienes fingen ayudarla, privación de la compañía consoladora de sus confidentes-guías, secuestros, golpes nefastos del azar que complican de nuevo la situación cuando todo parecía resuelto. Pero es que la Virtud, para acabar resplandeciendo, para poder ser propuesta como modelo, necesita ser sometida a muchas pruebas, cuanto más extremas mejor: «¿Y quién duda que sale más puro el oro mientras más tiempo está en el fuego? En él parece que se consume y se purifica. Así como los golpes que da el martillo sobre el clavo, que se cree le destruyen, y le afirman» (I, s.p.).

Por otro lado, y puesto que se trata de mostrar las excelencias de la virtud, ésta «ha de tener contraste». Aparece así el maniqueísmo, marcadísimo y extremo, de los caracteres, lo que lógicamente impide su individualización y una mínima caracterización psicológica. El mundo se reduce aquí a los buenos, es decir, los que siguen un comportamiento virtuoso, y los malos, los que se empeñan en perseguir esa virtud. El criado Ambrosio, la actriz Casilda y el petimetre Jaime forman un «horrible triunvirato» capaz de concebir «aquella gran mole de maldades» (IV, pág. 225) que acabó con la vida de Felipe y las esperanzas de Leandra de casarse con él, y que puso a la protagonista en el camino de futuras desdichas y persecuciones. El relevo lo toma Sebastián, padre de Luis, que se opone con toda su energía al enlace de su hijo con una antigua actriz y cuya maldad (V, pp. 314-316) no duda en apelar a los más atroces recursos para separar a dos almas virtuosas79.

En este itinerario doloroso de pruebas constantes para que el cielo acabe premiando la virtud, una joven inexperta y sin conciencia de los peligros necesita un guía que la prevenga contra ellos y le marque el camino. Así, nuestra infeliz Leandra nunca está sola. Valladares pone siempre a su lado a un personaje encargado de guiarla y al mismo tiempo de exponer de forma directa la moral pertinente. Primero fueron sus padres, que la educaron «en el temor de   —137→   Dios, en su santa doctrina, y en seguir el camino de la virtud» (III, pág. 352)80. Vino luego su tío, que la llevó a Madrid para hacerla actriz y «darte una educación que te haga conocer las preciosidades de la virtud; sí, hija mía, de la virtud, cuya admirable luz ilumina las almas y asegura las eternas dichas. Yo he de ser tu maestro [...]. Al paso que tu entendimiento se vaya descubriendo, procuraré con buenas máximas irle ilustrando» (III, pp. 374-375), y que al morir la deja al cuidado de Matilde, de la que hablaremos largamente. Por fin, durante la larga ausencia de ésta, por necesidades de la trama, Brígida asume el papel de directora moral de Leandra (VI, pág. 68)81.

El personaje-guía se encarga, como veíamos, de presentar de forma directa la enseñanza moral. En este sentido, la novela se convierte en un manual de doctrina cristiana expuesto de forma sentenciosa y repetitiva por Matilde, que predica con incontenible elocuencia la resignación ante la adversidad, el sufrimiento humilde ante las pruebas de la vida, la recompensa que el cielo otorga a quienes no se apartan de su senda, lo pasajero de las dichas de este mundo, el perdón a los enemigos -ocho páginas (IV, pp. 343-350)- emplea para convencer a Leandra de que deben perdonar al «triunvirato», la confianza ciega en la Providencia, la obligación de alabar la misericordia divina que guía los pasos humanos y de estar en guardia contra el acecho de las pasiones... Todo ello con una retórica de la que pueden dar cuenta estos ejemplos:

¡Bendita sea la misericordia que usa con nosotros la Omnipotencia descubriéndonos la senda recta que debemos seguir, y apartándonos de la en que [sic] pudiéramos peligrar! [...] ¡Buen Dios! ¡Siempre os tributaremos humildes y rendidas gracias por vuestros inmensos favores!.


(IV, pág. 259)                


Mientras más lastimoso sea nuestro estado, más tendremos que ofrecer a Dios: más brillante será nuestra constancia, y más atendida nuestra paciencia. [...] Suframos conformes y contentas, no sólo los males presentes, sino quantos su poderosa mano nos quiera enviar, y conseguiremos un triunfo completo sobre nuestras pasiones, que son los enemigos más terribles.


(V, pág. 20)                


Desecha esa cruel aflicción, y felicita a tu alma reconociendo que esta persecución la eleva a superior esfera, si la recibes y padeces con resignación. La gloria no se gana con las delicias que el mundo ofrece, sino con el sufrimiento de los trabajos que Dios envía. Obedezcamos sus disposiciones, y así conseguiremos las eternas felicidades.


(V, pp. 240-241)                


Pero el inagotable sermón de Matilde se centra, como no podía ser menos, en prevenir a Leandra contra los peligros del amor-pasión, en un tono admonitorio que no admite dudas sobre la posición al respecto de quien habla a través de ella, Valladares.

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Leandra ama a Luis, y Matilde empieza por ponerla en guardia contra ese amor, porque «es temeridad arrojarse al peligro conocido, creyéndonos con fuerzas para resistirle» (V, pág. 73). Por mucho que Leandra asegure que «este amor, este deseo y esta pasión estuvieron siempre dominadas del amable imperio de la virtud; que jamás quebrantaron los santos límites de la honestidad y que no experimenté el más ligero pensamiento que tuviese mi honor que reprehenderme, ni la razón que culparme» (V, pp. 66-67), y que Luis reconozca que su amor «no conoce otros deseos que los que inspiran el honor, la honestidad y la virtud» (V, pág. 75), Matilde ve peligros por doquier: «Huyamos de un amor, hija mía, que te persigue, y ofrece en copa dorada el veneno» (V, pág. 115). Leandra se justifica una vez más; sus deseos son «puros y legítimos [...] El cielo permita, que antes yo muera que ofenda a la virtud» (V, pág. 119)82. Pero la alarma de Matilde va en aumento al ver que Leandra no puede ocultar su pasión por Luis, y advierte: «La eroycidad más grande de una joven virtuosa es saber, si no vencer del todo sus pasiones, que es lo mejor, ocultarlas a lo menos, por más legítimas que sean» (V, pág. 131), para estallar en un sermón de cinco páginas cuando observa una mirada en la que su pupila declara su amor a Luis: «¡Ah! ¡Quánto ha perdido tu estimación con una declaración tan delinqüente! Pero qué, ¿paró en esto solo tu imprudencia, por no decir indecente libertad? ¡Oh, Dios! Olvidaste tu virtud y te sumergiste en el abismo de una desordenada pasión» (V, pág. 150). La infeliz Leandra se desmaya, y al volver en sí, con la técnica ya utilizada de que los propios personajes publiquen sus faltas, Valladares le hace decir:

Soy delinqüente, pero sin saber que lo era. Mis excesos debéis perdonarlos, porque portales no llegué a conocerlos. Os aseguro que en lo sucesivo no tendréis que reprehenderme; yo corregiré las demasías que logran avergonzarme. Acabará mi pasión, aunque me cueste la vida.


(V, pág. 155)                


Sigue Matilde adoctrinando incansable a Leandra, siguen páginas y más páginas de sermón, moral y reglas de comportamiento, con una técnica didáctica que consiste en que cada noche Matilde explique a Leandra los sucesos del día para reflexionar sobre ellos y «sacar mayor probecho [sic]» (V, pág. 257). Tras la lección, Leandra reacciona invariablemente de la siguiente manera:

La contexté con lágrimas que me hicieron arrojar la poderosa fuerza y virtud de sus palabras. [...] ¡Qué sería de esta infeliz si la faltaran las luces consoladoras y los seguros avisos de su amable madre! Sí, señora: a usted toca determinar, y a mí obedecer.


(V, pág. 262)83                


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Las pruebas continuarán para Leandra, pero en lo que concierne a Matilde su enseñanza moral ha sido bien asimilada. Leandra ya no habla de pasión sino de matrimonio, y en términos que expresan el concepto tan poco «revolucionario» que Valladares tenía del amor, al menos como tema novelesco:

¡Oh, Dios!... ¡Quando el amor es legítimo, quando es inseparable de la honestidad y de la virtud, qué sensación tan agradable producen en el amante las felicidades de lo amado! (V, pp. 316-317). ¡Qué efectos tan maravillosos produce un amor verdadero, animado por la honestidad! Aquel amor, digo, tan legítimo y decoroso, que obliga a dos tiernos corazones, inflamados de la virtud, a desear que los una el santo lazo del matrimonio, para tenerse por dichosos.


(VI, pág. 16)                


La misión de Matilde en la novela ha terminado, su pupila está ya en el camino de la virtud, y ella puede salir «con gusto de este valle de lágrimas, dexándote en él para modelo de las de tu sexo» (V, pág. 184).

En realidad también la novela debería haber acabado aquí, puesto que el objetivo de mostrar el peculiar camino de perfección de una joven que debe aspirar a ser virtuosa ha sido suficientemente ilustrativo. Pero Valladares alarga la novela con cuatro tomos más, complicando cada vez más la historia con nuevos personajes y nuevos relatos y aplazando un desenlace que, al fin, nunca se produjo.

En el aspecto moral, nada se añade a lo ya reseñado. La tercera parte de La Leandra continúa la línea de la segunda, con una moral eminentemente religiosa y un tono didáctico insistente, pero bastante más atenuado desde que desaparece Matilde.

Las pruebas de Leandra no han terminado, pues sigue secuestrada y separada de su amado, pero el protagonismo pasa ahora en realidad a los distintos personajes que la custodian y a sus no menos azarosas vidas. Ellos toman el relevo para seguir alabando la virtud: «¡Oh, poderosa fuerza de la virtud, quánto puedes con quien te ama y tiene fabricado en su pecho tu santuario» (VI, pág. 137)84, para predicar la resignación, la confianza en la Providencia y alabar al cielo que nunca desampara a los virtuosos (VI, pp. 91, 138 y 266-267; IX, pág. 32). Y sobre todo, para clamar contra el amor pasión: «¡Qué reato de funestas consecuencias produce una pasión indiscreta, un amor delinqüente y una voluntad ciega, temeraria y criminal!» (IX, pp. 136-137), y los peligros de seducción que acechan a las jóvenes. El pasaje es largo, pero merece ser citado, porque, al fin, ése es el mensaje de toda la novela de Valladares:

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Es muy reprehensible la debilidad conque [sic] algunas jóvenes se dexan seducir apenas se las insinúa que las quieren. Ellas mismas disponen los tropiezos para caer, dexándose gustosas seducir. ¡Oh, torpes e incautas mariposas! Sin advertir el peligro, cortejáis la llama, y donde pensasteis hallar el centro de vuestra felicidad, encontráis el túmulo de vuestro deshonor. ¡Desgraciado honor el que está depositado en semejantes flaquezas! Si supieran hasta donde se extienden sus leyes, y la facilidad con que se quebrantan, resultando de esto el desdoro, ultrage e infamia en las que miran tan poco por él, de otro modo le cuidarían, y amores estudiados, con ofertas jamas cumplidas admitieran: creen que las aman de veras, se dexan persuadir de promesas, hijas del engaño, y suponen se rinden en virtud de ellas a lo mismo que desean, y quando esperan ver el cumplimiento de lo que creyeron seguro, se hallan hechas objeto de irrisión, sin crédito y abandonadas para siempre».


(VII, pp. 65-66)85                


Por fin, también aquí vuelve Valladares a insistir, y en el mismo tono intolerante, en otro tema ya tratado: la defensa de la religión católica: Casimiro, por obra del correspondiente naufragio, ha ido a parar a un serrallo de Constantinopla. A pesar de su prosperidad, no puede ser feliz lejos de su patria, «centro del christianismo, única y singular estancia de la Católica, Apostólica Romana Religion que profeso» (VIII, pág. 224), cuyo panegírico ocupa las tres páginas siguientes, entreverado de ataques a «aquella negra y pestilente semilla que dexaron sembrada en toda la tierra Lutero, Calvino, Arrio, y novísimamente Molina, Janson [¿Jansenio?], Rusó [sic], Montesquieu, Wolter [sic] y otros famosos hereges» (VIII, pág. 225) y de la más encendida defensa del «sabio y recto Tribunal de la Inquisición [que] destruye, aniquila y destierra del suelo español las falsas doctrinas, las máximas perniciosas y los escritos sacrílegos y tumultuarios que quieren introducir los sectarios de aquellos temerarios monstruos y torpes heresiarcas» (VIII, 225).

Lo expuesto hasta aquí creo que confirma que, efectivamente, La Leandra es una novela moral, como los escasos estudios dedicados a esta obra han señalado hasta ahora, pero matizando el alcance de ese sentido moral.

Que Valladares se propuso escribir una novela de estas características queda confirmado en su Prólogo, como también resulta evidente que esa declaración de (buenas) intenciones no es sólo un recurso del que tantos novelistas tuvieron que servirse para lograr el visto bueno de la censura, pues los contenidos del texto se ajustan a lo prometido en aquél.

Ahora bien, frente a las posibilidades que algunos autores de finales de siglo vieron en la novela de ser un «género representacional de los valores humanos, [que] enfrenta al individuo con la estructura social y pone de relieve [...] su origen, su clase, su conducta» (Álvarez Barrientos, 1990, pág. 62); es decir, un género "revolucionario» en cuanto permitía reflejar los valores individuales en oposición, muchas veces, a los valores institucionales y sociales, Valladares entiende la novela, todavía, como «un medio de hacer que la moral   —141→   llegue al mayor número posible de personas» (Álvarez Barrientos, 1993, pág. 362), un manual de normas de conducta que, con la moral diluida en la ficción o más frecuentemente expuesta a manera de sermonario, tiene la finalidad de presentar a los lectores (más bien las lectoras) un modelo de comportamiento virtuoso, modelo que se ajusta perfectamente a una concepción del individuo basada en la ideología religiosa más ortodoxa.

Es cierto que Valladares, en tres mil páginas, tiene tiempo de presentar ese modelo con todos los matices, y que su novela parece concebida, en la estructura y en los contenidos, conforme a dos patrones diferentes, pero el resultado final no ofrece dudas en cuanto a su lectura. A pesar de la precaución con la que hay que tomar estas palabras -al fin y al cabo son un elogio de encargo-, la opinión de Fray Thomas Muñoz, en su carta al autor, es muy elocuente:

Todo quanto se halla en ella promueve y estimula a la virtud y formación de una familia arreglada; ni se hallará otra en que mas se exorte a la honestidad de las señoras mugeres, y a la cautela y recato con que estas deben conducirse en el trato y comunicación con los hombres [...] En quanto a la moral christiana que se vierte en ella, me atrevo a decir [...] que puede servir para formar un hombre de bien, un buen ciudadano, y una perfecta madre de familias que desprecia las profusiones, vanidades, modas indecentes y vagatelas frívolas de las poco prudentes.


(V, s.p.)                


Valladares presenta una vertiente social de lo moral, es cierto. Critica la vanidad de las modas, el ocio y los lujos, la mala educación y las leyes injustas, el prestigio de la apariencia, la idea equivocada de nobleza o el abuso de autoridad. Pero ya aquí su pluma deja escapar contradicciones, o lo que convencionalmente llamamos dobles morales: la tolerancia por la que aboga en unas páginas se torna intolerancia y fanatismo en otras, el matrimonio desigual que parece defender se resuelve en la más pura ortodoxia estamental del Antiguo Régimen, la condena del duelo que permite matar por injustificables convenciones sociales no le impide hacer justificables otras muertes en defensa de la religión y la virtud.

Sin embargo, lo que más le interesa a Valladares es «señalar las virtudes morales tal y como las concibe la Iglesia católica» (Herrera Navarro, 1986, pág. 634). Su encendida defensa de la religión, su insistencia en virtudes como la confianza en Dios, la sumisión a la voluntad divina y sus inescrutables designios, la resignación cristiana, la caridad y el perdón de los enemigos; su máxima reiterada de que la virtud nunca queda sin premio, porque Dios no desampara a la inocencia perseguida: su condena reiterada -¡y en qué tono!- de toda forma de relación amorosa que no sea la establecida bajo los santos límites del matrimonio, su imagen de una mujer virtuosa, recatada, modesta, sumisa, siempre bajo la guía de un maestro que dicte su conducta: todos esos elementos que aparecen una y otra vez, bajo variadas formas, en las páginas de esta extensa novela, no son, como a veces puede uno estar tentad o de interpretar, formas de seducir a la censura inquisitorial y lograr sin problemas la ansiada licencia de impresión.

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La Leandra es la novela de un moralista convencido, que se infiltra en las cartas de sus personajes para reflexionar, desde la moral, por ellos, que adoctrina desde los sermones y las máximas de las lecciones nocturnas de Matilde, que narra historias concebidas en función de su finalidad educativa, que engarza relatos en relatos para moralizar más, que escribe desde la perspectiva ejemplarizante de proponer un modelo de comportamiento.

Porque creo que Valladares de Sotomayor siempre fue un moralista. Su extensísima producción literaria lo muestra como un escritor en debate constante entre lo viejo y lo nuevo, entre convención y reforma, al que iluminaron las luces del siglo, pero no hasta el punto de cegar sus más profundas convicciones.


Bibliografía

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_____. 1991. La novela del siglo XVIII, Madrid, Júcar.

FERRERAS, Juan Ignacio. 1973. Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus.

GARCÍA DE LEÓN, M.ª Encarnación. 1983. «Los prólogos de las traducciones de novelas en el siglo XVIII», en II Simposio sobre el Padre Feijoo y su siglo. vol. II. Oviedo, Cátedra Feijoo, pp. 483-494.

GARCÍA GARROSA, M.ª Jesús. 1993. «La Leandra. Novela original que comprehende muchas», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LXIX, pp. 143-165.

[GARCÍA MALO, Ignacio]. 1799. Pamela Andrews, o la virtud premiada, Madrid, Imprenta Real, 2.ª Edición, 4 vols.

HERRERA NAVARRO, Jerónimo. 1986. «La Leandra, novela de don Antonio Valladares de Sotomayor», en AA.VV, Homenaje a Luis Morales Oliver, Madrid, Fundación Universitaria Española, pp. 623-641.

VALLADARES DE SOTOMAYOR, Antonio. 1797-1807. La Leandra, 9 vols. Tomos I y II, 1797, Madrid, Antonio Ulloa; Tomos III y IV, 1797, Madrid, Antonio Cruzado; Tomo V, 1801, Madrid, Antonio Cruzado; Tomo VI, 1803, Madrid, Antonio Cruzado; Tomos VII y VIII, 1805, Madrid, Imprenta de la Calle de Relatores; Tomo IX, 1807, Madrid, Imprenta de la Calle de Relatores.

ZAVALA, Iris M.ª. 1987. Lecturas y lectores del discurso narrativo dieciochesco, Amsterdam, Rodopi.