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Julio Trenas (1972) interpreta de este modo una de las representaciones de El desván de los machos y el sótano de las hembras. Creemos que este análisis es aplicable a la mayor parte del teatro de Riaza, sobre todo después de las primeras experimentaciones anteriores a 1970 basadas en la «desmitificación, por la vía del humor, de las formas dramáticas del teatro occidental contemporáneo» (Ruiz Ramón, 1986, pág. 553).

 

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Para Pedro Ruiz Pérez (1986-87, pág. 480) recordando términos de la lingüística generativa chomskiana (en sus distintos campos de aplicación), «la dramaturgia de Riaza está conformada por una estructura profunda constante que presenta diferentes realizaciones o estructuras de superficie», en sentido de tema o subtema y no de forma o texto.

 

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El mismo título de la obra es claramente significativo en su perfecta formación de parejas opuestas (desván/sótano, machos/hembras) que conlleva -como toda la obra-, no hace falta aclararlo mucho, una fuerte carga crítica.

 

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Hazel Cazorla (1981, pp. 36-43) propone que dicha posible trilogía, aunque nueva, tiene sus orígenes en el esperpento de Valle-Inclán y en los poemas trágicos de García Lorca. Conviene matizar, sin embargo, que aceptando una relación con el esperpento valleinclanesco, se hace necesario separar las dos formas de concebir la realidad. Es válida la afirmación distintiva de concepción de la realidad expuesta por Pedro Ruiz Pérez (1986-87, pág. 486): «Valle pasea a sus personajes delante de sus esperpénticos espejos para comprobar la nueva imagen que éstos reflejan. Convirtiéndolo en un proceso de indagación epistemológica, Riaza, por el contrario, lo hace para analizar y mostrar los mecanismos de deformación a que estos espejos someten la realidad». A esta influencia, sobre todo, valleinclanesca, y algunos posibles reflejos lorquianos, hay que añadirle otro trasfondo histórico: la tradición barroca (de la que, por cierto se valen Valle-Inclán y Lorca). Recordemos, sin profundizar en múltiples ejemplos, desde el propio Renacimiento el inicio de una fuerte tensión, violencia y en ocasiones deformación que se manifestará claramente en el Manierismo y culminará en el Barroco, y que afectó no sólo a la literatura, sino prácticamente a todas las artes. Por otra parte, el mismo autor, en la introducción de El desván de los machos y el sótano de las hembras (1978, pág. 24) comenta la división de su teatro en dos grupos: por un lado, obras «de carácter espectacular, teatroscópicas, corales, una especie de friso general de la sociedad, tales como El palacio de los monos y Los huevos de la moscarda»; por otro, «otras, de relaciones más intimistas, no psicológicas, pero sí de lucha, de situaciones personales, como Retrato de dama con perrito y El desván de los machos y el sótano de las hembras». Esta afirmación, en principio destruye nuestra pretendida agrupación en trilogía. Sin embargo, creemos que ambas clasificaciones son perfectamente compatibles.

 

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La obra tiene diferentes dimensiones desde el punto de vista del lector y del espectador. Este comentario, en principio obvio, y aplicable a prácticamente toda obra teatral se hace más notable en este singular drama en el que su autor intercambia papeles y acciones violentamente y por tanto el estado de confusión es más profundo en el lector que en el espectador. Pero a la vez el espectador no percibe elementos de ruptura del lenguaje presentes en el texto y, a veces, ausentes en la representación.

 

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La función de este prólogo de Luis Riaza es generar un tratado teórico de su concepción del drama. La forma utilizada se acerca, en parte, a los escritos vanguardistas de fijación de ideas. También recuerda (a pesar de la ironía del prólogo, y prólogo del prólogo) en forma y contenido a las preceptivas del Siglo de Oro. Y no menos importante es ese breve «tratadito» de Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias (publicado en 1609, pero escrito probablemente en 1606) donde la ironía hace acto de presencia para exponer los preceptos del nuevo teatro «revolucionario» para su entonces, que habría de triunfar. También en este prólogo de Luis Riaza se encuentra un recuerdo de lo que se ha llegado a considerar un género literario en el Siglo de Oro. Seguidamente al prólogo se encuentra la «Síntesis crítico-argumental» tan frecuente en todo tipo de obras dramáticas de nuestros clásicos.

 

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En los dramas de Luis Riaza texto y espectáculo están concebidos para que el lector o espectador sean elementos participantes de la acción. Señala el mismo Riaza: «Mi forma de entender el teatro corre paralela a toda una forma de comprender la literatura contemporánea por cuanto es una obra abierta, y es justamente la co-creación del espectador la que tiene que dar su último sentido. Intento hacer una obra en la que el espectador pueda tener su propia creación» (Ramos, 1982, pág. 19).

 

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Anne Ubersfeld en Lire le théâtre (1978) afirma que: 1) un actante puede ser una abstracción, o un personaje colectivo o una reunión de varios personajes; 2) un personaje puede asumir simultáneamente situaciones actanciales distintas; y 3) un actante puede estar escénicamente ausente, y su presencia textual no inscribirse más que en el discurso de los distintos personajes. Para mayor detalle sobre el tema véase Jorge Urrutia (1985, pp. 87-95). DON y BONI tienen alguna cualidad de actantes, por su abstracción como tipos; a la vez en su intercambio de roles. Riaza en otras ocasiones utilizará un desdoblamiento para que, como él mismo comentara, un mismo personaje adquiera una doble o triple personalidad.

 

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Comenta Maravall (1990, pp. 134-135) respecto a la situación de ociosidad del señor y su relación con el criado: «De ahí que, necesariamente, según la naturaleza de la sociedad ociosa, en la Europa de los siglos XVI y XVIII, y más acentuadamente en España, el señor tenga que permanecer ocioso y haya de tener a su alrededor una legión de criados para las más inverosímiles atenciones».

 

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Escribe Alfredo Hermenegildo (1991, pág. 30) al respecto: «Si los interlocutores son amo y criado, galán y gracioso, la orden sale casi indefectiblemente de boca del primero; su ejecución es obra del segundo. En general esta función ejecutora marca la dependencia jerárquica de los espacios de señores y criados y, al mismo tiempo, la incapacidad de realización, de ejecución, que el señor tiene. A través de esta función el criado actúa como manos, brazos y pies del poderoso. Y confirma al mismo tiempo la dependencia a que el amo está reducido. A menos que el carácter bufonesco del gracioso le permita la asunción carnavalesca de la función actoral del señor, en cuyo caso bien puede imperar y hacer que el otro ejecute la orden asumiendo provisional y carnavalescamente la función actoral de criado». Véase también Alfredo Hermenegildo, «El gracioso y la mutación del rol dramático: Un bobo hace ciento, de Antonio Solís» (1989, pp. 503-526).