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Anna Caballé, al advertir del giro temático dado en la segunda parte y el abandono casi total de la materia política tras la muerte de Fernando VII, atribuye este cambio a que «la pluma del cronista sólo se siente firme en la evocación del pasado lejano, y nada peligroso, dicho sea de paso. En cambio, decae cuando se trata de enfrentarse al presente de la escritura, que rehúye, abandonando las Memorias al llegar a 1850 (después de haber aceptado Mesonero una concejalía del Ayuntamiento de Madrid)» (1991, pág. 146).

 

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«...como habrá constatado cualquiera que se haya acercado a sus Memorias y al resto de su obra, Mesonero constantemente lanza juicios y opiniones políticas -incluso con sus silencios-, convirtiéndose en un personaje inmiscuido en asuntos políticos, es decir, activo y decisivo en mucho de lo que sucede a su alrededor: el hecho más palpable es su actividad en la política urbanística de la ciudad de Madrid, en la mejora del nivel cultural de la corte y de las instituciones que en ella residen...».


(Álvarez Barrientos 1995, pág. 43)                


 

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En la introducción declara Mesonero que su deseo es hacer al lector «apreciar las circunstancias de carácter y condición de las clases medias acomodadas e independientes de aquella época» (1994, pág. 89). Hay un largo pasaje mucho más contundente sobre el papel político que atribuye a las clases medias y a las bajas en la vida nacional, con evidente ventaja para las primeras (Mesonero 1994, págs. 269-270).

 

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Esta posición aparece con meridiana claridad al hablar de los agitados primeros meses de 1814, antes de la vuelta de Fernando VII al trono de sus antepasados: «En medio, empero, de esta agitación febril, de esta lucha encarnizada de las banderías políticas, el solo recuerdo de una fecha vino a calmar las enconadas pasiones, vino a establecer una tregua, siquiera breve, en las intrigas políticas; y esta fecha providencial, que acertaba a reunir a todos en un solo pensamiento espontáneo, nacional, sublime, era la por siempre memorable del dos de mayo» (pág. 205). «Imposible sería pintar aquí con sus vivísimos colores el entusiasmo patriótico [de la primera celebración del Dos de Mayo], la unción religiosa con que el pueblo entero de Madrid asistió [...]. Muchas y ostentosas solemnidades, más o menos oficiales, ha presenciado después este pueblo, sin tomar parte activa en ellas [...]; muchas ovaciones entusiastas ha prodigado una parte de la población, mientras que acaso la otra yacía encerrada, proscrita, o huyendo de la arrogante triunfadora [...]. Pero el Dos de Mayo de 1814 todos los habitantes de Madrid, sin excepción alguna, se sentían animados de un mismo sentimiento, de una misma, aunque dolorosa, satisfacción; y hasta las diversas banderías de liberales y serviles venían a confundir su pensamiento ante una misma idea; venían a rendir su tributo ante un mismo altar» (pág. 209). Eso no quiere decir que Mesonero no tome partido: aunque distribuye sus censuras en todas las direcciones, deja claras sus simpatías por la causa constitucional, por su sentido modernizador, burgués y progresista, mientras que condena a los serviles. Así, la reacción de 1814 le parece el origen de los males españoles: «Ingratitud y torpeza política que no tiene semejante en la historia moderna, y que fueron, a no dudarlos, las generadoras de tantos levantamientos insensatos, de tantas reacciones horribles como ensangrentaron las páginas de aquel reinado, y lo que es más sensible aún, que infiltrando en la sangre de una y otra generación sucesivas un espíritu levantisco de discordia, de intolerancia y encono, nos ha ofrecido desde entonces por resultado tres guerras civiles, media docena de Constituciones y un sinnúmero de pronunciamientos y de trastornos que nos hacen aparecer ante los ojos de Europa como un pueblo ingobernable, como una raza turbulenta, condenada a perpetua lucha e insensata y febril agitación» (pág. 213).

 

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Escobar resume esta idea diciendo que Mesonero pone en práctica «un plan [...] histórico-costumbrista con dimensión autobiográfica» (1993, pág. 279) y que «el texto [...] se constituye en la intersección textual de tres modelos narrativos: la autobiografía, las memorias y el artículo de costumbres» (1993, pág. 286).

 

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Ya algún crítico ha advertido esta peculiaridad: «Throughout the Memorias, Mesonero Romanos promises time and time again not to invade the limits of history, though he never quite manages to keep his promise. [...] each incursion into history or politics is introduced by a distancing expression» (Fernández 1992, págs. 108-109).

 

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Anna Caballé lo ha expresado de forma más dura: «El hecho de que las Memorias de un setentón se inicien en marzo de 1808 [...] ya es revelador del propósito fundamental, consciente o inconsciente, de quien las escribe: hacer discurrir su vida con la historia de los abundantes sucesos notables de que Mesonero Romanos fue testigo, y con el estado de la opinión pública en materia política y social. El resultado es que el sometimiento del escritor al discurso histórico es absoluto, y ello va, naturalmente, en detrimento de las Memorias como género (relativamente) autónomo desde un punto de vista literario; pues su objeto viene a coincidir con el objeto de la historia, o sea, dar cuenta de los hechos que han tenido trascendencia. Hechos que son narrados por el memorialista desde una perspectiva personal, de mayor colorido y vivacidad que el frío y desangelado relato histórico, pero ajenos al esfuerzo de un hombre por erigir su personalidad. Por otra parte, Mesonero no comprende que la presión de la historia exige el subjetivismo fluctuante de quien a ella se ha visto sometido de algún modo» (1991, pág. 146).

 

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Sobre la pudibundez de los autobiógrafos españoles hay numerosos testimonios de los propios autores y de la crítica, que en un futuro tendrían que ser matizados en su pretendido valor general por un mejor conocimiento de los textos, pero para el contexto que explica las Memorias de un setentón son válidos. Un ejemplo creo que no muy conocido, que viene de una modalidad autobiográfica mucho más egocéntrica que la de Mesonero, lo ofrece Pérez Escrich en El frac azul, donde advierte en el prólogo que «Madrid no es París, donde los escritores son bastante despreocupados para escribir sus memorias; donde Chateaubriand dice que ha tenido hambre delante del escaparate de una fonda; Rousseau que ha robado y conducido por él mismo tres hijos a la Inclusa [...]. Allá, es decir en Francia, los escritores, sin encomendarse a Dios ni al diablo, cuando escriben algo de sus vidas privadas, sacan a relucir los nombres propios de sus amigos, sin tomarse la molestia de pedirles permiso [...]. Pero nosotros los españoles somos más graves, más circunspectos, más quisquillosos, sin duda porque aún nos queda algo de los caballeros de la Edad Media» (1864, págs. 6-7).

 

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«Aunque la evolución hacia un análisis más detallado de las vivencias subjetivas y de los rasgos individuales no se puede negar, también es verdad que este camino se recorre en España con bastante independencia de los otros ámbitos culturales europeos. El desarrollo de una nueva sensibilidad, y de una reflexión sobre ella, corre paralela a la difusión de las ideas políticas liberales y del gusto romántico pero, paradójicamente, el modelo de individualidad que se adopta para la autobiografía no corresponde al del sujeto lírico del romanticismo».


(Sánchez Blanco 1987, pág. 636)                


 

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Ésta es otra técnica aprendida del cuadro de costumbres, como estudian Escobar y Álvarez Barrientos: «La incidencia [...] sobre lo circunstancial, sobre el aquí y ahora espacio-temporal, dotaba al cuadro de costumbres de una capacidad comunicativa muy señalada, pues provocaba sobre el lector un efecto de verosimilitud, de cosa real cercana a él y conocida que se venía pidiendo a la literatura desde el siglo XVIII» (en Mesonero 1994, pág. 25).