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ArribaAbajo Pedro Muñoz Seca, cincuenta años después

M.ª José Conde Guerri


Universidad de León

Cincuenta años después de la muerte de Pedro Muñoz Seca, su desaparición ha traído un estreno en clave arrevistada -La venganza de Don Mendo- y, excepto las pertinentes críticas periodísticas, las casi nulas atenciones por parte de la investigación especializada. No ha tenido en esto excesiva fortuna el autor porque ya en vida, con ser tan prolífico literariamente (trescientas obras escritas de su propio cuño y en colaboraciones) tampoco fue objeto de estudios pormenorizados, concentrándose éstos en la última década.

Ante semejante panorama de penuria científica está lejos de nuestro propósito ofrecer una visión general de toda su obra, que es merecedora de un más amplio ensayo. Preferimos, en cambio, concentrar nos en un aspecto que creemos es resumen de toda su actividad artística y de su trascendencia dentro del teatro de humor español de 1910 a 1930. Exactamente la pregunta es: ¿Qué pudo hacer, qué hizo Pedro Muñoz Seca en la escena cómica de su tiempo? La cuestión no resulta ociosa si atendemos a dos o tres cuestiones que se asocien inmediatamente con el nombre y las piezas del dramaturgo. El tipo de «fresco», el subgénero del astracán o el disparate sistemático son términos y situaciones que cualquier mediano aficionado relaciona de inmediato con el creador de La Oca y Usted es Ortiz. Literatura y teatro de consumo y de conocimiento popular podría denominarse tal fenómeno, pero aquí preferimos   —26→   soslayar la clara evidencia de que el teatro de Muñoz Seca es conocido y reconocido por un espectador habitual del humor escénico para partir de este hecho, centrándolo en sus auténticas dimensiones. Si Pedro Muñoz Seca es el creador de una serie de resortes y apuntes cómicos, sistematizados hasta la saciedad y fácilmente identificables en su apariencia, la cuestión radicará en precisar de qué modo están construidos estos elementos y, en buena lógica, qué viabilidad poseyeron en su momento y siguen teniendo hoy dentro del amplio espacio que abarca la risa en el teatro21.

Hablábamos antes de público y comercialidad y es ésta, sin lugar a dudas, la primera clave que nos aproxima a una comprensión de la obra del dramaturgo. No fue Muñoz Seca un autor favorecido por la crítica ni en calidad -lo decíamos al principio- ni en cantidad. Mientras la noticia de sus publicaciones llena La Novela Teatral, La Farsa, El Teatro Moderno22, los articulistas de su época le dedican radidos y desfavorables comentarios. No sólo los grandes del periodismo teatral, De Mesa, Díez Canedo, también Pérez de Ayala23, sino el sector más avanzado y agudo en sus puntualizaciones en torno a la renovación del espectáculo. «Decir que Muñoz Seca hace teatro es sólo posible en un país donde no hay teatro ni recuerdo de que lo hubo» afirma Juan Chabás en La Gaceta Literaria24. Por su parte, Cipriano Rivas Cherif constata en La Pluma: «Con el género chico y el astracán ha desaparecido el último vestigio de literatura teatral»25. Como se dirá en otro número de   —27→   la citada revista: «Preferimos una atrocidad de Muñoz Seca a un bombón empachoso de los que nos sirve con torpe insistencia Martínez Sierra»26. Y sin embargo, tanto uno como otro ilustran las anónimas gacetillas de revistas tales como Flirt, Varietés, Nuevo Mundo27, o son objeto de las glosas desmesuradas del siempre hiperbólico «Caballero Audaz»28. En suma, Muñoz Seca agota las taquillas, gusta al público. Primera disyunción a tener en cuenta. Estamos ante un autor que a juicio de los más severos críticos es comercial pero carece de calidad; no entrará -según Alfredo Castellón- «en los proyectos de reforma del teatro español de 1920 a 1939»29, y no es asunto de trivial importancia averiguar por qué lo que agrada al espectador a veces no complace a la crítica y viceversa, máxime en un terreno tan resbaladizo como es el humorístico. Puede ser que lo que se exponga en el escenario carezca de la más mínima entidad artística, pero igualmente el motivo tal vez responda a una falta de comunicabilidad entre uno y otro extremo. En el caso que aquí manejamos el mensaje se rompe en uno de los puntos. En el más próximo y asiduo, el del público, una gran mayoría le apoya y secunda. Cabe preguntarse ahora sobre la construcción del sistema muñozsequiano que se mantuvo en tan difícil equilibrio de aplauso y rechazo.

Ante todo, hay que hacer constar que el autor le debe mucho a la tradición cómica precedente y contemporánea. Es decir, a los García Álvarez, Antonio Paso, Celso Lucio, Abati, incluso a Vital Aza. Basta en este aspecto el recuerdo de que su habitual colaborador -Pérez Fernández- era un hombre educado en la escuela de los viejos saineteros y que junto a él conseguiría sus más celebrados triunfos desde Pepe Conde o el mentir de las estrellas a La plasmatoria. Esta ascendencia le dotará de una serie de tics temáticos, de chistes lingüísticos que más adelante estudiaremos, procedentes de la vieja cantera, pero asimismo va a imprimir a su producción ese inefable aire melodramático, calco de novela rosa en ocasiones, en el que habían participado sus compañeros   —28→   en la anterior aventura teatral. Ante obras del tipo de Mi padre o Mi chica, pródigas en resortes sensibleros, es difícil afirmar que Muñoz Seca es solamente un autor de astracán, por mucho que como en La señorita Ángeles, el retrato efectuado en 1922 de una prostituta metida a protectora de gentes humildes en un cortijo andaluz, el sentimentalismo se disfrace con un diálogo fácil: «Créeme, Paquillo, si yo no hubiera nacido en al arroyo hubiera sido una mujer honrada. Propendo a serlo». El peso de la herencia anterior es, pues, amplio, de suerte que la totalidad de su obra, recluida hoy en unas Obras Completas que no lo son tanto30, puede escindirse en tres grupos de los que damos noticia somera por la necesaria brevedad de estas líneas. Tendremos comedias sentimentales: La Farsa, Los planes del abuelo, El conflicto de Mercedes, El alfiler o La novela de Rosario; auténticas astracanadas: La venganza de Don Mendo, La fórmula K3, La Eme, ¿Qué tienes en la mirada?, El sonámbulo o Los extremeños se tocan; y obras en las que la parodia se aparta de los cauces de la inverosimilitud o de las ternezas burguesas, propendiendo a un especial retrato de la sociedad que en algún caso habría de serle definitivo, como La Oca, redactada tras El clamor y Anacleto se divorcia. Las tres fórmulas provocan un sentimiento astracanesco, pero en algunos casos el experimento se encuentra atenuado, rozando los límites de una comedia asaineteada, mientras que en otros se orienta hacia los caminos de la parodia literaria, reduciendo el campo del neto astracán a un puñado de piezas que sí pueden considerarse antológicas del nuevo aprendizaje cómico. Existe una notable diferencia entre El ardid, ambientada en Zarauz, en medio de una burguesía que teje una leve intriga amorosa de escasa entidad dramatúrgica, y Las inyecciones del Doctor Cleofás Uthof valen más que Voronoff, descripción hilarante de los procedimientos médicos en boga, o El castillo de los ultrajes, inicio de la parodia de los dramones románticos en verso que culminará en Don Mendo. De aquí que la acepción de lo cómico varíe en el autor, se transforme, planteando el concepto de humor en Muñoz Seca, origen de todo su planteamiento dramático.

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Y lo primero que llama la atención en el problema es el tratamiento de la realidad en la pluma del escritor. Hasta entonces, y dentro de los márgenes del teatro comercial, ésta se había podido vislumbrar, que no ver, en términos de melodrama, de comedia o de juguete cómico, variantes que hemos analizado como confluyentes en su producción; pero nunca la realidad se transformaba en una teatralización de sí misma, según ocurre aquí. Incluso la obra de Muñoz Seca presenta en este aspecto diferentes tentativas que asedian el hecho de la presentación astracanesca, efectuada de modo paulatino. En sus primeras piezas - pensamos en El roble de la Jarosa (1915)- el dramaturgo se limitaba a sacar a escena a un cuantioso número de personajes (exactamente hemos contado veintidós) que no tenían más función que la de acumular situaciones y escenas participando a veces con un único diálogo (Rosario la Serrana o El catalán Dalmau), para dotar a la escena de una paulatina descomposición de la realidad, dada por el carácter acumulativo de sus componentes. Claro está que lo que saca a relucir el autor en esta ocasión y en otras numerosísimas no es más que los residuos de la comedia burguesa, fotografiada desde distintos ángulos locativos, ya sea el campo o la ciudad. Todos los «dramatis personae» del juguete cómico, y aun de la alta comedia, acuden a la cita que Muñoz Seca propone. En consecuencia, tendremos marqueses arruinados, burgueses de «la felicidad benaventina», oficinistas y covachuelistas en trance de arribismo, damiselas desgraciadas y el inevitable «pollo pera», enredados en situaciones de la más variopinta temática sentimental. Basta con citar algunos ejemplos ilustrativos. En Lo que Dios dispone (1925) se plantea un problema cuasi generacional entre padres e hijos, el mismo que existe entre los marqueses de Los planes del abuelo. En Tirios y Troyanos lo que se debate es una cuantiosa herencia, idéntica a la que puede salvar a los aristócratas sin dinero de La Caraba, a las pobres modistillas que surgen en La Lola, o a la pareja, padre e hija, casi calco del sainetesco Es mi hombre, en Alma de corcho. Variado pero en el fondo unívoco: esto es lo que nos interesa destacar en el teatro de Muñoz Seca. Sus piezas menos disparatadas, y por supuesto sus absolutos astracanes, no rozan la realidad que los rodea más allá de los límites permitidos por las conveniencias de una sociedad que quiere reír. En ningún caso es permitido el apunte crítico de un Arniches o de un Antonio Paso, convincentes a la hora de plantear reformismos sentimentales. Esta realidad suprimida o acotada es lo que caracteriza a su dramaturgia, que empieza a recortarse en el marco de la abstracción inverosímil. La conclusión que el espectador saca de sus obras no es que todo se resuelva   —30→   al final, sino que allí no hay nada que solucionar fuera de la propia dramatización del hecho escénico. En consecuencia resultan irreales sus ambientaciones en Zarauz (El ardid), en San Sebastián, en Biarritz (La buena suerte), en hoteles alpinos (El refugio) o balnearios (El voto de Santiago), convertidos en algo menos que la ganga de incidencias reveladoras de una escenografía común a otros autores cómicos, como Casero o Lucio, que sí pactaron con los aspectos más vistosos de la realidad circundante. Incluso cuando el autor toca temas candentes en la época, también se observará en seguida que éstos se disuelven convertidos en meros mecanismos de hilaridad. Por ejemplo, en Los sabios, los jóvenes supuestamente conflictivos se reducen a empleados de ministerio, textualmente «buenos chicos que aspiran a ascender de clase estudiando». Las cuatro paredes ofrecía un tema polémico -la política y el divorcio- y tanto Juan Luis como Eusebia, protagonistas del difícil lance, se someten a una instrumentación carente de dialéctica agresiva. Esta recurrencia a la política se manifestará otras veces en La voz de su amo (1933), El Ex (1933), El escándalo (1934), culminando en El clamor, la obra que redactó con Azorín. Un melodrama en el trasfondo de un periódico provinciano, tras el que se trasparenta un mínimo de orgullo social, de crítica de la hipocresía, pero que en ningún caso tiene la validez suficiente para dotar al monárquico Muñoz Seca de una confesionalidad política activa en sus piezas, extremo que le valdría una desafortunada interpretación de La oca: Libre asociación de obreros cansados y aburridos.

En consecuencia, el campo semántico que confluye en la obra del escritor se acorta, convertido en un mecanismo cómico para hacer reír donde todos los temas, del amor a la crítica social o a la política, entran en una danza de intencionalidad humorística. Algún crítico ha relacionado a Muñoz Seca con Pirandello y a pesar de que la asociación nos resulta algo exagerada, es obvio que tanto en uno como en otro se percibe aquella esencia humorística que anunciara Theodor Lipps al hablar de «lo grotesco como la clase de cómico que nos ofrece la caricatura, la exageración, la contorsión, lo increíble y fantástico cuando se emplean para producir un efecto cómico». Por ello, el terreno favorito de actuación del autor se realizará en aquellos mundos donde la descomposición de la realidad y la teatralización encuentran su revelación brusca e ilusoria. Unas veces, lo que cuestionará será la realidad por sí misma; otras, la parodia literaria, medio de disgregar otra realidad -la artística- impuesta de antemano. Digamos previamente que a nosotros nos parecen   —31→   más felices las astracanadas consecuencia del primer intento, porque en las segundas hay mucho de cliché elaborado, de tradición humorística precursora. Cuando en El castillo de los ultrajes critica en boca de Sánchez los melodramas de terror de moda («Tiene escenas magníficas. La escena del crimen es colosal. Con decirle a Usted que mi mujer se puso enferma. ¡Creí que se me moría en la butaca!»), las películas de miedo a través del detective Horacio Piffart en Calamar, o las manías declamatorias de los autores en Pedro Ponce o El espanto de Toledo, Muñoz Seca tiene muy presente a otros contemporáneos -Ernesto Polo, Edgar Neville31- quienes ya satirizaban el mismo género, especialmente la tragedia humorística, puesta tan en solfa en La cura en 1927. Si bien en este aspecto existe una pieza construida de forma perfecta, muy imitada después. Nos referimos a La venganza de Don Mendo y al excepcional papel que ocupa en la parodia dramática española en calidad de antecedente. Pero volviendo a la construcción del astracán, la auténtica dislocación (término tan querido por los humoristas de los años veinte) de la realidad llega precisamente de la mano de aquel las obras en las que la temática propendía a cuestionar lo cotidiano por encima de los límites de lo razonable. En este punto, las tendencias psicologistas, la línea freudiana y el propio clima del teatro del momento «de sello antirrealista, con triunfo de lo subjetivo en su secuela expresionista»32, ayudaron evidentemente al dramaturgo. La caricatura inicial antipsicologista ya está efectuada cuando el doctor Cleofás Uthof inventa unas inyecciones maravillosas para la salud, en la obra del mismo título, de 1927. El drama de la doble personalidad, el temible otro yo, salta en seguida en la mente del espectador desde las primeras escenas de la caricatura superrealista Usted es Ortiz. En La EME lo que se idea son soluciones inverosímiles para eliminar gente, con un resorte muy parecido a la desesperada búsqueda de glándulas que tiene lugar en Martingalas, o al lento discurrir para acabar con enfermedades tan dispares como el insomnio o el extraño amor súbito de El sonámbulo y ¿Qué tienes en la mirada?

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En términos de estructura dramática esto se denominaría equívoco inicial. Una pérdida repentina de la memoria en El último bravo (1917), un apunte de neurastenia en La neurastenia de Satanás (1910). Con estos elementos, y hemos citado adrede dos obras primerizas, García Álvarez o Sebastián Alonso, dos de sus habituales colaboradores, hubieran creado una humorada, un juguete cómico en el que los dos actos siguientes hubiesen estado destinados a la resolución del conflicto inicial expuesto en el acto segundo. La gran novedad estructural de Muñoz Seca y la clave que articula su obra, es que el armazón dramatúrgico no responde a un proceso causa-efecto sino a una acumulación de material procedente del equívoco. Del mismo modo que antes anunciábamos este conglomerado en los personajes y en la temática psicologista que emplea, su aparato constructivo se apoya en una saturación sistemática del disparate, asociada sin más vinculación aparente que el deseo de sorprender y sobrecargar los límites racionales del argumento. Las diferencias estructurales respecto al juguete cómico son, entonces, claras. En ambos seguirá existiendo una rígida separación en escenas, cinco, ocho para cada acto; sin embargo, Abati, Paso, García Álvarez, obtendrán lo cómico mediante el empleo del lenguaje y la recurrencia a equívocos situacionales vinculados a una temática sentimental. Muñoz Seca lo consigue por medio del empleo masivo del citado equívoco situacional, dando lugar al «disparate» ilógico provisto de desentimentalización.

El astracán se basa en consecuencia en el empleo de las situaciones y del lenguaje, y hablando de situaciones y acción dramática, es imprescindible citar el elenco de personajes que los llevan a cabo. Todos ellos pertenecen a la tradición del juguete cómico, si bien tan caricaturizados -Julia, la cuarentona moderna obsesionada por las dietas de adelgazamiento en El alfiler; Rebujina, el amigo inculto y fiel de El roble de la Jarosa- que poco queda en ellos de entidad psicológica, sacrificada a su alcance hilarante. No son personajes en sentido estricto, son comparsas en la gran tramoya creada por el autor. Tanto es así que Muñoz Seca se esfuerza por definirlos a priori en unas perfectas calificaciones dadas por la acotación escénica, de las que no hubiera tenido queja en su tiempo el más severo semiólogo. De tal forma, poco antes de la entrada de cada personaje, éste se define en el texto, limitando sus actuaciones a la comicidad señalada por su creador. Así, la citada Julia basa todo su elemento risible en que «padece de cierto tic nervioso que le da gracia al hablar; y de otro componente de El roble de la Jarosa, una   —33→   guardesa enriquecida, se dirá que «los lujos le sientan como podrían sentarle a Romanones un uniforme de húsares y un sable». Este sistema de autocalificación resultó muy útil en el momento para marcar las actuaciones de los actores, aunque paradójicamente cortara los vuelos a su actividad teatral, que se ciñe en muchas ocasiones al gesto kinésico o al tic lingüístico, a través del manido y llevado acento regional, sobre todo catalán.

Al frente de todos ellos figurará el pícaro moderno, el llamado «fresco». Es abundante la retahíla de frescos que Muñoz Seca hace aparecer en escena, autocalificados con su imprescindible acotación escénica. En El roble de la Jarosa, antes de aparecer Corral ya se avisa: «Cara de sinvergüenza extraordinaria. Recuerde el actor la cara del tío más sinvergüenza que conozca y procure imitarla». Después el fresco, ya definido por la expectación del público que acude a verlo, campará a su aire por los escenarios astracanescos. Siempre sinvergüenza, siempre dispuesto a hacer gala de su viejo lema «Hay años en que no se tiene gana de hacer nada». El «fresco» suele ser de extracción social baja (recordemos al protagonista de La Oca, al Braulio de Los ilustres gañanes) pero nada le impide adoptar en ciertas ocasiones otros tildes que encajan mejor con el argumento. Todo cabe en los márgenes de la holgura y la buena vida: un burgués en Anacleto se divorcia, criados en La Bondad o Martingalas, entre la contención anglosajona y el casticismo de los Madriles arnichescos, médicos sablistas en la más pura tradición antigalénica en Un millón, El cuatrigémino... Con semejante elenco, Muñoz Seca podría haber planteado un considerable conflicto social porque, en apariencia, estos personajes viven al margen de toda convicción y de perversos pasan a simpáticos y de vituperables a fuentes de ejemplo. Sólo en apariencia, por supuesto. Como muy bien puntualiza Gonzalo Torrente Ballester: «Defecto del teatro español contemporáneo es asustarse de sí mismo, y como Muñoz Seca no supo resistir a los finales felices, redime al fresco y llega a hacerlo verter lágrimas sinceras»33. El crítico avanza un poco más y afirma: «Es una pena, porque un destello de genialidad le hubiera convertido en el intérprete moderno de una de las vetas más antiguas y constantes del alma española, aquella de la risa cruel, de la absoluta desvergüenza que Nietzsche advirtió   —34→   a través de La Gran Vía»34. No eran éstos los planes del autor, ganado al final por los recuerdos melodramáticos sainetescos y el evidente conservadurismo que se desprendía del teatro de humor de los años veinte, siempre defensor de la clase burguesa, su asidua espectadora. El pacto benaventino vuelve a resurgir y los trapicheos del «fresco» acaban al mismo tiempo que el baile fantasmal de La plasmatoria. Un proceso que tampoco debe extrañar, porque con él el autor vuelve a tomar su procedimiento de teatro dentro del teatro, de estilización de la realidad, sólo conforme y sólo deforme mientras dura el tiempo de la representación en el escenario.

Semejante aparato escénico debía tener su faceta complementaria en el aspecto lingüístico. No es tarea nuestra ni la brevedad de estas páginas lo permite, efectuar un análisis en torno a la comunicación lingüística en la obra del escritor. Tan sólo nos fijaremos, a manera de pauta, en la consecución de la risa mediante unos determinados resortes vinculados al campo lingüístico.

El lenguaje en el teatro del autor se apoya sobre dos pilares fundamentales: el uso reiterado de las llamadas «hablas marginales» (vulgarismos, regionalismos, argot)35, y un empleo del diálogo en tono humorístico donde el chiste se consigue mediante recursos lingüísticos36. Muñoz Seca rinde honor a la vieja tradición que había impregnado páginas de Arniches, Álvarez Quintero, Pérez Fernández o Antonio Paso, y casticismos, madrileñismos y vulgarismos sazonan sus diálogos como la patente indiscutible del humor. En la gran coordenada ideológica del teatro esta característica nos conduce a un peculiar enfrentamiento lingüístico significativo, según el cual el habla regional pertenece al gracioso, y el castellano correcto al galán. Veamos dos ejemplos. En La Oca, a pesar de encontrarnos en un ambiente andaluz, Carlos, el galán, habla un castellano repulidísimo, mientras que las expresiones de León, el gracioso, constituyen todo un diccionario de regionalismos y vulgarismos. En Los amigos del alma, pese a moverse todos los personajes   —35→   en un parecido entorno económico y social, sobre el nivel lingüístico de los protagonistas resalta el léxico del cómico oficial, Paciano, léxico digno del más castizo madrileño verbenero: «No alces el chantecler que vengo de incógnito», «Yo estoy por esa mujer que logaritmeo en los zócalos», «Ojo, que te declaro el locotuque».

El contraste campo-ciudad se hace patente en el choque de las áreas lingüísticas de los personajes de El escándalo, donde el habla regional y el uso del lenguaje lleno de fórmulas pseudomodernizantes y de préstamos viene a simbolizar dos diferentes concepciones de la vida37. Por otra parte, un fenómeno muy típico en este lenguaje popular, y especialmente empleado por el hablante madrileño, será el continuo uso de cultismos, auténtico hecho sociológico38 donde el léxico alterna sus formas cultas con las populares. Así habla Pepe Conde, compendio bufo de latinismos y camelos:

Pero Pepe Conde es un caballero con cuatro mil pesetas y Pepe Conde no comete una villanida... Como que he añadido al libro un nuevo corolario que dise: «si das la vida por algún compinche, ten cuidado, no sea que te la finchen». A hora que yo soy un caballero y no juigo... ¿se dise juigo? Sí porque es presente de juir; ahora que en este caso es presente y futuro porque yo todavía no he juiguido.


(Act. II, cuadro 2)                


Otras veces, los términos que aparecen se encuentran ironizados dentro de la estampa cómica del individuo popular que quiere hablar con un señorito, o bien empleados en un efecto humorístico de matiz tradicional, en el que lo extranjero se identifica con lo extraño y aun con lo pretencioso. Así, en ¡Todo para ti!:

BELLA:   Yo creí que se trataba de otra cosa, pero el «Caneton petit-lac»... ¡Qué risa! Un guiso de pato vulgarísimo... y el «truite friture», que tenía   —36→   yo la mar de ganas de saber lo que eran truites, pues no eran más que truchas del Jarama.


(Act. I)                


Con todo, será el chiste verbal, el conseguido mediante el juego de palabras, el que obtenga los mayores índices de popularidad. Tres resortes infalibles lo provocarán39: homonimia silábica, el juego semántico que resulta de aprovechar los diferentes significados de una misma palabra y el procedimiento de la asociación de ideas inesperadas. Aportamos a continuación ejemplos de los distintos casos:

EUFEMIA:  Yo quería que le pusieran al chico un traje con encajes de Holanda y se oponía la aya.


(El alfiler, act. II)                


SANABRIA:  Pero, de pronto, la nurse da un grito, se desmaya, yo me acerco, y el tío, desnudo.

CIPRIANO:  ¿Pero del todo?

SANABRIA:  Con El Sol en la tripa nada más.

CIPRIANO:  ¿Pero es posible?

SANABRIA:  No, digo que se tapaba la tripa con El Sol, con el periódico.


(No hay no, act. I)                


SANABRIA:  Yo me agarré a la nurse, que se le había parado el motor, como ya le he dicho, y la llevé a remolque a un taller de reparaciones, vulgo banco, donde apretando aquí y aflojando allá, le arreglé la avería y luego la puse en marcha y aquí estoy.


(No hay no, act. I)                


Llegando a veces a un pequeño esbozo de humor disparatado como en La plasmatoria:

EFIGENIA:  Porque ésa es otra: también le ha dado por la alquimia.

TEODORA:  ¿La sobrina del jardinero?

EFIGENIA:  No, hombre; esa es la Eustaquia.


(Act. I)                


Chistes y juegos léxicos que revertirán al uso sistemático del retruécano, la comicidad conseguida mediante el uso de palabras que invade la producción del autor como garantía inefable de risa.

Palabras, temática, personajes..., todo en el teatro de Muñoz Seca revierte a una consecución del humorismo en el que los propios resortes   —37→   de su logro están puestos al descubierto. Paradójicamente, y al contrario que en uno de sus títulos, Trampa y cartón, aquí no existen dobles sentidos estructurales para lo cómico. El propio armazón teatral queda a la vista del público, culminando el camino que habían iniciado Abati, Pérez Fernández, Lucio e incluso los sainetes arnichescos. Tal vez este logro, basado en la superabundancia de los efectos cómicos y en la teatralización de los mismos al margen de lo sentimental, podía haber revertido en una superación de lo cómico tradicional empujando el humor hacia terrenos más elevados, donde del disparate se hubiera hecho abstracción, y del exceso lírico, metafísica cómica. No ocurre así, y Muñoz Seca llega hasta el astracán sin rozar los límites del teatro del absurdo. Lo impidieron el peso de la herencia precedente, los propios mecanismos de su teatro hecho para agradar, el público que contemplaba estas obritas, inicialmente creadas para Pascuas, en el teatro de la Comedia, a modo de pausa en el repertorio serio de todo el año. Pero no creemos que estos factores hagan considerar la producción de Muñoz Seca como un acontecimiento fracasado. Sin lugar a dudas, el autor llegó a donde podía y quería acercarse. Allí donde el disparate se convertía en complicidad con el público. Decíamos al principio que la consideración del hecho teatral tiene dos extremos, y si falló la crítica no ocurrió así con la aceptación popular. La prueba es que la fórmula astracanesca ha tenido amplia repercusión en la herencia del teatro contemporáneo, y que después de la muerte de Muñoz Seca nadie se atrevió a emplear el término «astracán» con las mismas técnicas e idénticos resortes de humor, cerrando un ciclo y un modo de entender, también sociológicamente, el hecho dramático. Casi como el autor predijo al final de La venganza de Don Mendo: «Decid que menda es don Mendo y don Mendo mató a menda».